El rendimiento de un buque de vapor no depende tanto de su arrojo cuanto de la potencia que lleva en su interior. Late ésta, y vibra, como un corazón palpitante dentro de sus costillas de hierro, y, cuando se para, el vapor, cuya vida no es tanto una contienda como un desdeñoso ignorar al mar, enferma y muere sobre las olas. El barco de vela, con su cuerpo no palpitante, parecía llevar, misteriosamente, una especie de existencia extraterrenal, lindante con la magia de las fuerzas invisibles y sustentada por la inspiración de los vientos que dan la vida y traen la muerte.
Así que aquel gran vapor, moribundo tras el fulminante ataque, derivó, cual pesado cadáver, lejos de las rutas de otros barcos. Y en verdad que habría sido declarado «retrasado», o quizá «desaparecido», de no haberlo divisado en medio de una tormenta de nieve, difusamente, como una extraña isla que se balanceara, un ballenero que se dirigía hacia el norte desde su zona polar de pesca. Había comida abundante a bordo, y yo no sé si los nervios de los pasajeros se vieron afectados en lo más mínimo por otra cosa que la sensación de interminable aburrimiento o el vago temor a aquella desusada situación. ¿Sentirá alguna vez el pasajero la vida del barco que lo está transportando cual especie de preciosa bala de mercancías sumamente delicadas? Para un hombre que jamás ha sido pasajero resulta imposible saberlo. Pero lo que sí sé es que no hay prueba más dura para un marino que sentir un barco muerto bajo sus pies.
Esa sensación, tan descorazonadora, tan torturante y tan sutil, tan preñada de desgracia y zozobra, es inequívoca. No me cabría imaginar peor castigo eterno para los marinos malvados que mueren impenitentes en el mar terrenal que sus almas se vieran condenadas a tripular los fantasmas de los barcos inutilizados que ya irán para siempre a la deriva por un océano tempestuoso y espectral.
Debió de ofrecer un aspecto bastante fantasmal, aquel averiado vapor balanceándose en medio de la tormenta de nieve —oscura aparición en un mundo de copos blancos— a los atónitos ojos de la tripulación de aquel ballenero. Evidentemente ésta no creía en fantasmas, porque, al llegar a puerto, su capitán, prosaicamente, comunicó haber divisado un vapor inutilizado en algún punto a unos 50° S de latitud y a una longitud aún más indeterminada. Otros vapores salieron en su busca, y finalmente lo remolcaron desde el frío borde del mundo hasta un puerto con diques y talleres, donde, tras mucho martillazo, su palpitante corazón de acero se puso de nuevo en marcha para volver a aventurarse, al poco, con el renovado orgullo de su fuerza, alimentado de fuego y agua, respirando y lanzando al aire su negro humo, palpitando, latiendo, abriéndose paso arrogantemente por entre el gran oleaje en su ciego desdén por los vientos y el mar.
La derrota que había seguido durante su deriva, mientras su corazón permanecía silencioso y parado dentro de sus costillas de hierro, parecía un hilo enredado sobre el blanco papel de la carta de marear. Un amigo, segundo oficial a bordo, me la enseñó. En aquella sorprendente maraña se podían ver palabras —«temporales», «niebla densa», «hielo»— escritas por él aquí y allá en diminutas letras a modo de memorándum del tiempo que había hecho. El vapor había girado interminablemente sobre su estela, había cruzado una y otra vez su fortuita senda hasta que ésta había llegado a parecer, más que ninguna otra cosa, un desconcertante dédalo de líneas trazadas a lápiz sin sentido alguno. Pero en aquel laberinto se escondían, acechantes, todo lo novelesco del «retraso» y una amenazante sombra de «desaparición».
«Tres semanas duró aquello», dijo mi amigo. «¡Imagínatelo!».
«¿Y cómo te lo tomaste?», le pregunté.
Hizo un ademán con la mano, como viniendo a decir: Son gajes del oficio. Pero luego, abruptamente, como si tomara una resolución, añadió:
«Te lo diré. Hacia el final solía meterme en mi litera y llorar».
«¿Llorar?».
«Derramar lágrimas», explicó concisamente, y enrolló la carta de marear[25].
Puedo responder de ello, era un buen marinero —tan bueno como jamás haya pisado la cubierta de un barco—, pero no podía soportar la sensación de un barco muerto bajo los pies: la enfermiza, descorazonadora sensación que los hombres de algunos barcos «retrasados» que finalmente llegan a puerto bajo un aparejo de fortuna deben de haber experimentado, combatido y vencido en el fiel cumplimiento de su deber.