Pero si la palabra «desaparecido» pone fin a toda esperanza y decide la pérdida de los aseguradores, la palabra «retrasado» confirma los temores ya nacidos en tierra en el seno de muchos hogares y abre la puerta de la especulación en el mercado de los riesgos.
Riesgos marítimos, entiéndase. Hay un género de optimistas dispuestos a reasegurar un barco «desaparecido» a una prima muy elevada. Pero nada puede asegurar a los corazones en tierra contra la amargura de estar a la espera de lo peor.
Pues si no hay memoria, entre los marinos de mi generación, de que un barco «desaparecido» haya vuelto jamás, sí se sabe de algún nombre de barco «retrasado» que, tembloroso como si estuviera ya al borde del epígrafe fatal, ha reaparecido como «arribado».
La anodina tinta de imprenta empleada en la conjunción de aquellas pocas letras que formen el nombre del barco debe de llamear, en verdad, con un intenso fulgor ante los ansiosos ojos que recorran la página con temor y temblor. Es como el aviso de condonación de una pena dolorosa cernida sobre muchos hogares, independientemente de que algunos de los tripulantes sean los mortales más carentes de hogar que puedan encontrarse entre los vagabundos del mar.
El reasegurador, el optimista ante la desgracia y el desastre, se palpa el bolsillo con satisfacción. El asegurador, que había estado intentando reducir al mínimo la cantidad de la inminente pérdida, lamenta su prematuro pesimismo. El barco ha resultado más estanco, los cielos más misericordiosos, los mares menos coléricos, o tal vez los hombres que iban a bordo de un temple mejor de lo que él había decidido suponer.
«Se comunica que el barco Tal-y-cual, con destino a tal puerto, y tenido por “retrasado”, ha arribado ayer a salvo a su destino».
Así rezan las palabras oficiales de la condonación notificada a aquellos corazones que sufrían en tierra una pena grave. Y llegan rápidamente desde el otro extremo del mundo, a través de telegramas y cables, pues el telégrafo eléctrico es un gran aliviador de angustias. A continuación vendrán, por supuesto, los detalles. Y éstos pueden dar a conocer una historia de salvación in extremis, de persistente mala suerte, de fuertes vientos y tiempo pesado, de hielo, de interminables calmas o temporales de proa sin fin; una historia de dificultades superadas, de adversidad desafiada por un pequeño puñado de hombres en la soledad inmensa del mar; una historia de inventiva, de valor, de desamparo tal vez.
De todos los barcos que quedan inutilizados en el mar, un vapor que ha perdido la hélice es el que está más desamparado. Y si abate hacia una zona despoblada del océano, puede tardar bien poco en convertirse en un barco «retrasado». La amenaza del «retraso» y la irrevocabilidad de la «desaparición» alcanzan muy rápidamente a los vapores cuya vida, alimentada de carbones y que respira el negro aliento del humo que lanzan al aire, transcurre desentendida del viento y las olas. Uno de estos buques de vapor, muy grande, además, cuya vida activa había sido un modelo de puntualidad constante entre tierra y tierra, con independencia de viento y mar, perdió una vez su hélice muy al sur, en el curso de una travesía hacia Nueva Zelanda.
Era la época invernal, lóbrega, de los temporales fríos y las mares gruesas. Con el rompimiento de su eje de cola la vida pareció abandonar repentinamente su enorme cuerpo, y de una arrolladora, arrogante existencia pasó de golpe al pasivo estado de un tronco a la deriva. Un barco enfermo por debilidad propia carece del patetismo de un barco vencido en combate con los elementos, en lo que consiste el drama interior de su vida. Un marino no puede dejar de mirar con compasión a un barco inutilizado, pero mirar a un velero con sus elevados palos arrancados es estar contemplando a un derrotado pero indomable guerrero. Hay algo de desafiante en los tocones que quedan de sus mástiles, erguidos como miembros mutilados contra el amenazante ceño de un cielo tormentoso; hay noble coraje en la ascendente comba de sus líneas hacia la amura; y en cuanto se le ofrece al viento, sobre un palo a toda prisa enjarciado, una tira de lona que le mantenga la proa al mar, se enfrenta de nuevo a las olas con indómito valor.