XV

Así parecía opinar el nuevo capitán, que llegó al día siguiente de haber nosotros terminado de cargar, la víspera misma de la fecha de salida. Lo vi por primera vez en el muelle: un perfecto desconocido para mí, obviamente no holandés, con un sombrero hongo y un abrigo corto de color pardo que desentonaban ridículamente con el invernal aspecto de las tierras baldías, delimitadas por las fachadas marrones de las casas en cuyos tejados goteaba ahora la nieve que se derretía.

Este desconocido iba de aquí para allá absorto en la evidente consideración del asiento longitudinal del barco; pero cuando le vi agacharse al borde mismo del muelle, apoyado solamente sobre sus talones en medio de lo que ya era más bien aguanieve, a fin de escrutar de cerca el calado de agua bajo la bovedilla, me dije: «Este es el capitán». Y al poco avisté su equipaje, que llegaba también: un auténtico arcón de marino, llevado entre dos hombres por medio de vinateras, junto con un par de portamanteos de cuero y un rollo de mapas envuelto en lona, todo ello apilado sobre la tapa. La súbita, espontánea agilidad con que saltó a bordo desde la regala me procuró el primer atisbo de su verdadero carácter. Sin más preámbulos que una amistosa inclinación de cabeza, me dirigió la palabra: «Le ha cogido bastante bien el asiento de proa a popa. ¿Qué hay de los pesos?».

Le contesté que me las había arreglado para mantener el peso suficientemente alto, conforme creía, pues un tercio del total se hallaba en la parte superior, «por encima de los baos», según la expresión técnica. El capitán lanzó un silbido al tiempo que me escudriñaba de la cabeza a los pies. Una especie de sonrisa contrariada se hizo visible en su rubicundo rostro.

«Pues me parece que nos vamos a divertir durante esta travesía», dijo.

Bien lo sabía el. Resultó que había sido segundo de a bordo de aquel barco en los dos viajes precedentes; y yo me había familiarizado con su letra en los viejos cuadernos de bitácora que, con natural curiosidad, había examinado en mi camarote buscando informes sobre la suerte de mi nuevo barco, sobre su funcionamiento, sobre los buenos tiempos que había corrido y los apuros de que había logrado salir.

Acertó en su profecía. A lo largo de aquella travesía nuestra desde Amsterdam hasta Semarang con una carga mixta de la que, ¡ay!, sólo un tercio del peso se había arrumado «por encima de los baos», nos divertimos de lo lindo. Nos divertimos, pero sin la menor alegría. No hubo en ella ni un solo instante de solaz, porque ningún marino puede sentirse a gusto ni de cuerpo ni de espíritu cuando su barco va incómodo por culpa suya.

Viajar en compañía de un barco imprevisible y veleidoso a lo largo de unos noventa días es, desde luego, una experiencia que le pone a uno a prueba los nervios; pero en este caso lo que le pasaba a nuestra embarcación era lo siguiente: que, por culpa de mi sistema de carga, resultaba excesivamente estable.

Ni antes ni después he sentido balancearse tan abrupta, tan violenta, tan pesadamente a un barco. Cada vez que empezaba, uno tenía la impresión de que ya nunca pararía, y esta sensación descorazonadora, que caracteriza al movimiento de los barcos cuyo centro de gravedad se ha puesto demasiado bajo al cargar, hacía que todo el mundo a bordo estuviera harto de malabarismos para mantenerse en pie. Recuerdo haber oído decir a uno de los marineros en una ocasión: «¡Por todos los cielos, Jack! Me están entrando ganas de abandonarme de una vez y dejar que esta urca maldita me golpee hasta sacarme los sesos si se le antoja». El capitán solía comentar con frecuencia: «Ah, sí; supongo que un tercio del peso por encima de los baos habría bastado y sobrado para la mayoría de los barcos. Pero, ya ve usted, no hay dos embarcaciones iguales sobre los mares, y ésta es una arpía extraordinariamente cosquillosa a la hora de cargarla».

Ya en el sur, navegando con los temporales de las altas latitudes en popa, convirtió nuestra vida en un suplicio. Había días en los que nada se mantenía horizontal sobre las mesas plegables, en los que no había posición fija que pudiera adoptarse sin sentir una tensión constante en todos los músculos del cuerpo. El barco se balanceaba y balanceaba con unas espantosas sacudidas que lo despedían a uno de donde estuviese, y con aquellos barridos vertiginosamente rápidos de sus mástiles a cada vaivén. Resultaba milagroso que los hombres destacados en la arboladura no salieran disparados de las vergas, las vergas disparadas de los mástiles, los mástiles disparados por la borda. El capitán, sentado en su butacón y agarrándose con torva expresión a la cabecera de la mesa, con la sopera rodando hacia un lado del camarote y el camarero lanzado hacia el otro, comentaba, mirándome: «Eso es su tercio por encima de los baos. Lo único que me sorprende es que los palos no se hayan desprendido en todo este tiempo».

Finalmente, se soltaron algunos palos menores —nada importante: botavaras y cosas por el estilo—, pues a veces el tremendo ímpetu del balanceo partía un aparejo cuádruple, de cabo nuevo de abacá de tres pulgadas, como si fuera más endeble que el bramante.

No fue sino justicia poética que el segundo de a bordo que había cometido un error —quizá disculpable a medias— en la distribución del cargamento de su barco pagara las consecuencias. Parte de uno de los palos menores desprendidos voló contra la espalda del susodicho segundo y le hizo recorrer, en primoroso deslizamiento boca abajo, una distancia bastante considerable a lo largo de la cubierta principal. A ello siguieron diversas y desagradables secuelas de orden físico: «Extraños síntomas», como el capitán, que los trataba, solía decir; periodos inexplicables de impotencia generalizada, repentinos accesos de misterioso dolor; y el paciente coincidía plenamente con los pesarosos murmullos de su muy atento capitán cuando expresaban su preferencia por que la cosa hubiera parado en una honrada y llana pierna rota. Ni siquiera el médico holandés que se hizo cargo del caso en Semarang ofreció una explicación científica. Todo lo que dijo fue: «Ah, amigo, usted es joven aún; puede ser muy grave el resto de su vida. Debe abandonar su barco; debe completamente en silencio estar durante tres meses… completo silencio».

Por supuesto, lo que quería decir era que el segundo de a bordo debía guardar reposo: literalmente, que guardara cama. Sus ademanes eran bastante impresionantes, si bien su inglés resultaba infantilmente imperfecto comparado con la fluidez de Mr. Hudig, la figura dominante al otro extremo de aquella travesía, y bastante memorable en su estilo. Tumbado boca arriba en una sala grande y ventilada de un hospital del Extremo Oriente, dispuse de muchos ratos de ocio para recordar el horrible frío y la nieve de Amsterdam, mientras miraba las frondas de las palmeras que se agitaban y susurraban a la altura de la ventana. Pude recordar el sentimiento de alegría que me invadía, y el frío que me atenazaba el alma, durante aque líos viajes en tranvía a la ciudad efectuados para hacer lo que en el lenguaje diplomático se llamaba presión sobre el buen Hudig, con su cálido fuego, su sillón, su enorme puro, y la infalible insinuación en su voz amable: «Supongo que al final será usted a quien nombren capitán antes de zarpar el barco, ¿no?». Puede que fuera su extremada amabilidad, la seria amabilidad sin sonrisas de un hombre grueso y atezado con mostachos negros como el carbón y una mirada resuelta y firme; pero también puede que fuera un poco de diplomacia por su parte. Sus tentadoras insinuaciones yo solía rechazarlas modestamente asegurándole que aquello era sumamente improbable, dado que carecía de la experiencia suficiente. «Usted sabe muy bien cómo manejarse en asuntos de negocios», solía decir él con una especie de desabrimiento afectado que nublaba su rostro sereno y redondo. Me pregunto si alguna vez se reiría a solas después de haber salido yo de la oficina. Me inclino a pensar que jamás lo hizo, porque creo que los diplomáticos, dentro y fuera de la carrera, se toman a sí mismos y a sus argucias con ejemplar seriedad.

Pero casi había llegado a persuadirme de que estaba capacitado, en todos los aspectos, para que se me confiara un mando. Tres meses de preocupación mental, fuerte balanceo, remordimientos y dolor físico se encargaron de hacerme aprender bien la lección de lo que es una experiencia insuficiente.

Sí, un barco quiere que se lo mime con conocimiento de causa. Uno debe tratar con comprensiva consideración los misterios de su naturaleza femenina, y entonces él estará a nuestro lado, fielmente, en nuestra incesante lucha contra fuerzas ante las que no avergüenza salir derrotado. Es una relación seria, aquella en la que un hombre vela celosamente por su barco. Este tiene sus derechos igual que si pudiera respirar y hablar; y de hecho hay barcos que, por el hombre que lo merezca, harán cualquier cosa, como dice el refrán, menos hablar.

Un barco no es un esclavo. No hay que forzarlo en una mar gruesa, no hay que olvidar nunca que uno le debe la mayor parte de sus ideas, de su habilidad, de su amor propio. Si uno recuerda esa obligación naturalmente y sin esfuerzo, como si fuera un sentimiento instintivo de su propia vida interior, el barco navegará, aguantará, correrá por uno mientras pueda, o, como un ave marina cuando va a reposar sobre las enfurecidas olas, capeará el temporal más fuerte que jamás le haya hecho a uno dudar de si viviría lo bastante para volver a ver salir el sol.