XIV

El velero, cuando yo lo conocí, en los tiempos en que alcanzó su perfección, era una criatura sensible. Cuando digo los tiempos en que alcanzó su perfección, quiero decir perfección en cuanto a la estructura, el aparejo, las cualidades náuticas y la facilidad de gobierno, no así en lo que se refiere a la velocidad. Ese grado ha desaparecido con el cambio del material de construcción. Ninguno de los buques de hierro de anteayer llegó jamás a las prodigiosas cotas de velocidad que el arte marítimo de hombres famosos en su época había logrado de sus predecesores de madera chapeados de cobre. Se había hecho todo lo imaginable para que el buque de hierro fuera perfecto, pero no hubo inteligencia humana que consiguiera inventar un compuesto para el revestimiento capaz de mantener limpio su fondo, al menos no con la limpia tersura de aquellas chapas de amarillo metal. Después de una temporada —bastan unas cuantas semanas— en el mar, el barco de hierro empieza a roncear como si se hubiera fatigado demasiado pronto. Se trata, simplemente, de que su fondo se está ensuciando. Y la velocidad de un buque de hierro que no vaya propulsado por una hélice implacable se ve afectada por menos de nada. Con frecuencia resulta imposible saber cuál es la insignificante nimiedad que le hace perder arrancada. Un cierto misterio envuelve al grado de velocidad de que hacían gala los viejos veleros cuando llevaban al mando un marino competente. En aquellos tiempos la velocidad dependía del marino; éste, en consecuencia, además de a las leyes, normas y reglas para la buena conservación del cargamento, atendía también a la operación misma de la carga, o a lo que técnicamente se llama la estiba del buque. Había barcos que navegaban muy rápido sin diferencia de calado, a otros había que aumentárselo en más de un pie por la popa, y yo he oído hablar de uno que como mayor velocidad alcanzaba, navegando de bolina, era cuando se lo había cargado de manera que por la proa flotara un par de pulgadas.

Me viene a la memoria un paisaje invernal en Amsterdam[20]: un primer término llano de tierra baldía, con montones de maderos aquí y allá como las cabañas del campamento de alguna tribu muy miserable; la larga extensión del Haendelskade[21]; fríos muelles de pétreas frentes, con su suelo jaspeado de nieve, y las duras, heladas aguas del canal, en el que, fijos, se hallaban alineados los barcos, uno detrás de otro, con sus escarchadas estachas flojas y colgantes y sus cubiertas ociosas y desiertas, porque, según me comunicó el maestro estibador (un hombre amable y pálido con unos cuantos pelillos dorados en el mentón y una enrojecida nariz), sus cargamentos se encontraban bloqueados tierra adentro a bordo de gabarras y schuyts[22]. A bastante distancia, más allá del terreno baldío y paralela a la fila de barcos, una hilera de casas marrones, de tonos cálidos, parecía doblarse bajo los tejados cargados de nieve. Desde lejos, al final de la Tsar Peter Straat, llegaba el tintineo de las campanillas de los tranvías de caballos, que aparecían y desaparecían por la brecha entre los edificios como pequeños carruajes de juguete a los que iban enganchados caballos asimismo de juguete y con los que jugaban gentes que no parecían mayores que niños.

Yo, como dicen los franceses, me mordía los puños, impaciente por el retraso de aquel cargamento bloqueado tierra adentro y rabioso ante la visión de aquel canal agarrotado, ante el aspecto invernal y desierto de todos aquellos barcos que parecían languidecer, ceñudos y deprimidos, por falta de agua libre. Yo era segundo, y estaba completamente solo. Nada más enrolarme había recibido instrucciones, por parte de mis navieros, de conceder un largo permiso a todos los aprendices del barco a la vez, ya que con aquel tiempo nadie tenía nada que hacer a excepción de mantener vivo el fuego de la estufa del camarote. De esto se encargaba un guardián holandés maloliente y greñudo, increíblemente sucio y extrañamente desdentado, que apenas si sabía decir tres palabras en inglés, pero que debía de haber poseído un conocimiento considerable de esta lengua habida cuenta de que se las arreglaba invariablemente para interpretar en el sentido contrario cuanto se le decía.

A pesar de la pequeña estufa de hierro, la tinta se helaba en la mesa plegable del camarote, y yo juzgaba más conveniente bajar a tierra, dar unos cuantos traspiés por el ártico terreno baldío, tiritar en gélidos tranvías y llegarme hasta el centro de la ciudad para escribirles a mis navieros la carta de cada tarde en un lujoso café. Era un lugar inmenso, con dorados y techos altos, tapizado en felpa roja, lleno de luces eléctricas, y tan bien calentado que hasta las mesas de mármol resultaban tibias al tacto. El camarero que me servía mi taza de café adquiría, por contraste con mi soledad profunda, el aspecto querido de un amigo íntimo. Allí, aislado en medio de un gentío bullicioso, escribía lentamente una carta dirigida a Glasgow que en esencia venía a decir: No hay cargamento, y, aparentemente, tampoco perspectivas de que llegue ninguno hasta el final de la primavera. Y durante todo el tiempo en que permanecía allí sentado, la obligación de tener que volver al barco oprimía con fuerza mis ya medio congelados ánimos: las tiritonas en tranvías gélidos, los traspiés por el terreno baldío jaspeado de nieve, las visiones de barcos helados en fila que se me representaban vagamente como cadáveres de negros bajeles en un mundo blanco, tan silenciosos, tan sin vida, tan sin alma me parecían.

Con precaución subía por un costado a mi propio cadáver particular, y lo sentía tan álgido y resbaladizo bajo mis pies como el mismo hielo. Mi fría litera engullía, como un glacial nicho funerario, mi cuerpo tiritante y mi excitación mental. Era un crudo invierno. El aire mismo parecía tan duro y afilado como el acero; pero habría hecho falta mucho más que todo esto para apagar el fuego sagrado del ejercicio de mi profesión. Ningún joven de veinticuatro años recién nombrado segundo de a bordo por primera vez en su vida habría consentido que aquel tenaz invierno holandés penetrara en su corazón. Creo que en aquella época no dejé de pensar ni una vez en el hecho de mi ascenso durante cinco minutos seguidos. Supongo que eso me arropaba, incluso en mi ligero sueño, más y mejor que la elevada pila de mantas que literalmente crujían, de tan escarchadas, cuando las apartaba por la mañana. Y me levantaba temprano sin otra razón para hacerlo que la de estar yo exclusivamente al mando. El nuevo capitán no había sido designado aún.

Casi todas las mañanas llegaba una carta de mis navieros ordenándome ir a ver a los fletadores para reclamarles el cargamento del barco; amenazarles con las más severas multas en concepto de sobrestadías; exigirles que pusieran inmediatamente en manos del ferrocarril aquel surtido de mercancías diversas, agarrotado en medio de un paisaje de hielo y molinos de viento en algún lugar tierra adentro, para írselo suministrando al barco en cantidades regulares cada día. Tras tomar un poco de café caliente, como un explorador del Ártico al emprender un viaje en trineo hacia el Polo Norte, bajaba a tierra, y, tiritando, me llegaba rodando en un tranvía hasta el corazón mismo de la ciudad, pasando por delante de casas de limpias fachadas, de millares de aldabones colgados de millares de puertas pintadas que centelleaban levemente tras hileras de árboles de especie urbana, sin hojas, demacrados, aparentemente muertos para siempre.

Aquella parte de la expedición era bastante fácil, aunque los caballos destellaban penosamente por efecto de los carámbanos y los rostros de los cobradores del tranvía ofrecían un repulsivo aspecto, mezcla de carmesí y morado. Pero en lo que se refiere a arrancarle a Mr. Hudig[23] algo que se asemejara a una respuesta, fuera a base de intimidaciones, fanfarronadas o incluso halagos, aquello ya era harina de otro costal. Era un neerlandés grande y atezado, de negros mostachos y mirada atrevida. Empezaba siempre por sentarme de un empujón en una silla sin darme tiempo ni a abrir la boca; me ofrecía cordialmente un enorme puro y, en un inglés excelente, se ponía a perorar interminablemente sobre los tremebundos rigores del tiempo. Resultaba de todo punto imposible amenazar a un hombre que, aunque dominaba la lengua a la perfección, parecía incapaz de entender frase alguna pronunciada en tono de amonestación o de descontento. En cuanto a pelearse con él, habría sido una estupidez. Hacía un tiempo demasiado glacial para ello. Su oficina estaba tan calentita, su fuego ardía tan vivo, y sus costados temblequeaban tan de buena gana cuando se reía, que yo encontraba siempre grandes dificultades para decidirme a coger mi sombrero y marcharme.

Finalmente, llegó el cargamento. Al principio gota a gota, por ferrocarril, en bateas, hasta que comenzó el deshielo; luego rápidamente, en multitud de gabarras, junto con una gran afluencia de aguas desatadas. El amable maestro estibador se vio por fin muy ocupado; y el segundo de a bordo empezó a preocuparse mentalmente por la adecuada distribución del peso de aquel su primer cargamento a bordo de un barco con el que no había tenido contacto personal anteriormente.

Los barcos quieren ser mimados. Hay que mimarlos al gobernarlos; y si se pretende gobernarlos bien, antes hay que haberlos complacido en la distribución del peso que les pide uno que lleven a través de las venturas y desventuras de una travesía. Un barco es una criatura delicada, y debe tenerse muy en cuenta su idiosincrasia si se aspira a que tanto él como uno mismo salgan bien librados de los diversos avatares de su vida.