XIII

Hubo un tiempo en el que el segundo de un barco, libreta en mano y lápiz detrás de la oreja, tenía un ojo en la arboladura, encima de sus gavieros, y el otro en la escotilla, clavado en los estibadores, y vigilaba la disposición del cargamento de su buque con la conciencia de que, antes incluso de que éste se pusiera en marcha, él ya estaba haciendo todo lo posible para asegurarle una travesía fácil y rápida.

En la actualidad, la prisa de los tiempos, la organización para carga y descarga de los muelles, el empleo de mecanismos de iza que trabajan muy velozmente y sin pausa, la demanda de rapidez en los envíos, el tamaño mismo de su barco, se interponen entre el marino moderno y el profundo conocimiento de su embarcación.

Hay barcos de buen y mal rendimiento. El de buen rendimiento será aquel que lleve un cargamento grande a través de todos los azares meteorológicos, y, cuando le toque un descanso, sepa mantenerse derecho en el muelle y desplazarse de un atracadero a otro sin lastre. Cuando se dice de un barco que puede navegar sin lastre es que se le atribuye un alto grado de perfección respecto a su capacidad de trabajo. Yo nunca me he encontrado con un dechado semejante, pero sí los he visto anunciados entre barcos que se vendían. Tal exceso de virtud y amabilidad por parte de un navío siempre me produjo desconfianza. Cualquier hombre es libre de decir que su barco puede navegar sin lastre; y lo dirá, además, con todos los visos de estar profundamente convencido, sobre todo si no va a ir él a bordo. El riesgo de anunciar su capacidad de navegar sin lastre no es grande, ya que tal afirmación no presupone garantía de que vaya a llegar a ninguna parte. Por otro lado, es rigurosamente cierto que la mayoría de los barcos pueden navegar sin lastre durante un lapso de tiempo más bien breve antes de zozobrar y quedar encima de su tripulación.

Un naviero siente enorme aprecio por un barco de buen rendimiento; el marino se siente orgulloso de él; su mente rara vez abrigará dudas sobre su buena planta; pero si además puede presumir de sus cualidades más utilitarias, se añade una satisfacción a su amor propio.

La operación de carga de un barco fue una vez una cuestión de habilidad, cálculo y conocimiento. Sobre ello se han escrito voluminosas obras. El «Stevens sobre la estiba» es un grueso tomo que (en su campo) goza del renombre y el peso del Coke sobre Littleton [19]. Stevens es un escritor ameno, y, como suele suceder con los hombres de talento, sus dotes embellecen su intachable solvencia. Le enseña a uno la doctrina oficial sobre el tema en su conjunto, es preciso en cuanto a las reglas, menciona casos ilustrativos, cita procesos legales en los que el veredicto dependía de una cuestión de arrumaje. No es nunca pedante, y, pese a ceñirse estrictamente a los principios generales, admite sin reservas que no hay dos barcos a los que pueda darse exactamente el mismo tratamiento.

La estiba, que había sido un trabajo especializado, se está convirtiendo a marchas forzadas en un trabajo sin nada de especial. El moderno buque de vapor, con sus numerosas bodegas, no se carga en el sentido marinero del término. Se lo llena. De ninguna forma puede decirse que su cargamento sea arrumado; una docena aproximada de chigres se limitan a verterlo en su interior a través de seis escotillas, más o menos, con estrépito y prisas y confusión y calor, en medio de una nube de vapor y una llovizna de polvo de carbón. Con mantener la hélice sumergida y llevar cuidado de, digamos, no arrojar barriles de aceite encima de balas de seda, o de no depositar la viga de hierro de un puente, de unas cinco toneladas a lo mejor, sobre un colchón de sacos de café, uno ya habrá hecho, en lo tocante a su deber, prácticamente todo lo que la demanda de rapidez en los envíos le permite hacer.