IX

Toda travesía de un barco de antaño —donde se empezaba a bracear, a hacer girar las vergas afanosamente en cuanto el piloto, con los bolsillos llenos de cartas, había traspasado la borda— era como una carrera: una carrera contra el tiempo, contra una cota ideal de acierto que superara las expectativas del hombre corriente. Como todo verdadero arte, la conducción de un barco en general y su manejo en casos particulares tenían una técnica sobre la que aquellos hombres que no sólo hallaran en su trabajo una manera de ganarse el sustento, sino la posibilidad de dar libre curso a las peculiaridades de su temperamento, podían discutir e intercambiar opiniones con gran placer y deleite. Su tarea, la de todos sin excepción, consistía en obtener el mejor y más efectivo resultado de los infinitamente variables estados de ánimo del cielo y el mar, no pictóricamente, sino en el seno del espíritu de su profesión; y esto lo reconocían con tanta sinceridad, y tanta inspiración sacaban de esta realidad, como cualquier hombre que jamás haya aplicado un pincel a un lienzo. La diversidad de temperamentos era enorme entre aquellos maestros del bello arte.

Algunos eran como Reales Académicos de una cierta especie. Nunca le sorprendían a uno con un rasgo de originalidad, con un novedoso alarde de inspiración. Eran prudentes, muy prudentes. Iban de un lado para otro solemnemente con la seguridad de su consagrada y huera reputación. Los nombres son odiosos, pero me acuerdo de uno de ellos que muy bien podría haber sido su mismísimo presidente, el presidente de la Real Academia del arte marítimo. Su hermoso rostro curtido, su magna presencia, sus pecheras, sus puños y sus gemelos de oro, su aire de accesible distinción, impresionaban a los humildes espectadores (estibadores, registradores, aduaneros) que le veían descender a tierra por la plancha de su barco anclado en el Muelle Circular de Sydney. Su voz era profunda, cordial y autoritaria: la voz de un verdadero príncipe entre marineros.

Todo lo hacía con un aire que le ponía a uno en estado de alerta, despertando su atención y aumentando sus expectativas, pero luego el resultado estaba siempre, de algún modo, dentro de una línea estereotipada, no era sugestivo, se hallaba desprovisto de lección alguna que uno pudiera tomar en cuenta. Mantenía su barco en perfecto orden, lo cual no habría sido sino lo propio en un buen marino de no ser por un cierto toque relamido en los detalles. Sus oficiales afectaban superioridad sobre el resto de nosotros, pero la tediosidad de sus almas asomaba en su mohína manera de someterse a los antojos de su capitán. Sólo los irrefrenables espíritus de los muchachos que llevaba de aprendices no se veían afectados por la solemne y respetable mediocridad de aquel artista. Eran cuatro, aquellos jovenzuelos: el uno era hijo de un médico, el otro de un coronel, el tercero de un joyero; el cuarto se llamaba Twentyman de apellido, y es cuanto recuerdo acerca de su extracción. Pero ninguno de ellos parecía albergar en su composición el menor destello de gratitud. Aunque el capitán era a su modo un hombre bueno, y se había creído en la obligación de presentarlos a la mejor gente de la ciudad con el fin de que no cayeran en las malas compañías de los muchachos pertenecientes a otros barcos, lamento decir que no se recataban lo más mínimo en hacerle muecas a sus espaldas e imitar su manera hierática y erguida de llevar la cabeza.

Este maestro del bello arte era un personaje y nada más; pero, como ya he dicho, existía una diversidad infinita de temperamentos entre los maestros del bello arte que yo he conocido. Algunos eran grandes impresionistas. Imprimían en uno el temor de Dios y de la Inmensidad; o, en otras palabras, el miedo a perecer ahogado en las máximas circunstancias de terrorífica grandiosidad. Uno puede pensar que, si muere asfixiado en el agua, el lugar donde ello ocurra en realidad no importa mucho. Yo no estoy tan seguro de ello. Tal vez sea excesivamente sensible, pero confieso que la idea de verme súbitamente arrojado a un océano enfurecido, en medio de las tinieblas y el tumulto, me produjo siempre una sensación de encogimiento y repulsa. Ahogarse en un estanque, aunque los ignorantes podrían considerarlo un destino ignominioso, es, sin embargo, un diáfano y apacible desenlace en comparación con algunos otros finales que para mi carrera terrenal imaginé, estremecido, en los intervalos o incluso en medio de violentos esfuerzos.

Pero dejemos eso. Algunos de los maestros cuya influencia ha dejado en mi carácter una huella que hasta hoy mismo perdura, combinaban un gran ardor en la concepción con una seguridad en la ejecución basados en esa justa apreciación de los medios y los fines que constituye la mayor cualidad del hombre de acción. Y un artista es un hombre de acción, tanto al crear una personalidad como al inventar un expediente o hallar la forma de salir de una complicada situación.

Entre los que yo conocí había también maestros cuyo arte esencial consistía en eludir cualquier situación imaginable. No hace falta decir que nunca hicieron grandes cosas en su oficio; pero no por eso eran despreciables. Eran modestos; estaban percatados de sus limitaciones. Sus propios maestros no habían confiado a sus frías y diestras manos el mantenimiento del fuego sagrado. Me acuerdo especialmente de uno de ellos que ya descansa ahora de aquel mar al que su temperamento debió de convertir en escenario de poco más que una apacible ocupación. Sólo una vez intentó un golpe de audacia, una mañana de brisa estable, muy temprano, al entrar en una rada atestada de barcos. Pero no había autenticidad en aquella demostración que habría podido ser arte. Pensaba en sí mismo; ansiaba la gloria meretricia de una hazaña llamativa.

Cuando, al doblar una punta oscura y poblada de árboles, bañada por el aire fresco y el sol, surgió ante nuestra vista, a media milla de distancia aproximadamente, una verdadera flota de buques anclados, me hizo llegarme hasta la popa desde mi puesto en el castillo de proa y, haciendo girar una y otra vez los prismáticos entre sus bronceadas manos, dijo: «¿Ve usted aquel barco grande y pesado con los palos macho de color blanco? Pues voy a fondear entre él y la costa. Encárguese de que los hombres estén listos y salgan disparados a la primera orden».

Yo respondí «Sí, señor», y en verdad creí que aquella sería una bella maniobra. Velozmente nos lanzamos por entre la flota con magnífico estilo. Debía de haber muchas bocas abiertas y miradas pendientes a bordo de aquellos barcos —holandeses, ingleses, con algún que otro americano espolvoreado aquí y allá y un alemán o dos— que a las ocho en punto habían izado todas sus banderas como en homenaje a nuestra arribada. Habría sido una bella maniobra si hubiera salido, pero no salió. Por un arranque de egocentrismo aquel modesto artista de sólidos méritos fue infiel a su temperamento. En su caso no había arte por el arte: era arte por mor de sí mismo; y el precio que hubo de pagar por aquel pecado, el mayor de cuantos hay, fue un estrepitoso fracaso. Pudo haber sido aún más alto, pero a fin de cuentas no nos metimos con el navío en tierra ni le abrimos un enorme boquete al barco grande que llevaba los palos macho pintados de blanco. Pero fue un milagro que no se rompieran los cables de nuestras dos anclas, pues, como puede imaginarse, no me hice de rogar ante la orden de «¡Larga!», que me llegó en una voz trémula, enteramente desconocida, procedente de sus temblorosos labios. Largué las dos con una celeridad que todavía hoy asombra a mi memoria. Jamás se habrán largado las anclas de un buque mercante regular con habilidad y rapidez tan portentosas. Y ambas aferraron. Habría besado en gratitud sus ásperas y frías mapas de hierro de no haberse encontrado enterradas en viscoso fango bajo diez brazas de agua. Finalmente, lograron frenarnos, con el botalón de foque de un bergantín holandés hurgándonos la maricangalla… y sin más percance. Y por un clavo se pierde una herradura, pero también se la salva.

Mas no en el arte. El capitán, más tarde, me dijo tímidamente entre dientes: «Por alguna causa no orzó a tiempo. ¿Qué le habrá pasado?». Y no le contesté nada.

Sin embargo, la respuesta era clara. El barco había descubierto la momentánea flaqueza de su hombre. De todas las criaturas vivas de la tierra y el mar, son los barcos las únicas a las que no se puede engañar con pretensiones vanas, las únicas que no consentirán malas artes por parte de sus amos.