La navegación y las regatas de balandros han hecho aparecer una raza de marineros de proa a popa, hombres nacidos y criados para el mar, que pescan en invierno y practican la vela en verano; hombres para los que el manejo de ese concreto aparejo no presenta ningún misterio. Su afán de victoria es lo que ha elevado la navegación en embarcaciones de recreo a la dignidad de bello arte en ese particular sentido. Como ya he dicho, no sé nada de regatas y muy poco del aparejo de velas áuricas; pero las ventajas de tal aparejo son obvias, sobre todo para la navegación de recreo, trátese de cruceros o de regatas. El gobierno de la embarcación requiere menor esfuerzo; la orientación de los planos de la vela según el viento puede efectuarse con rapidez y precisión; la invariable envergadura de la superficie de velamen ofrece infinitas ventajas; y puede desplegarse la mayor cantidad de lona posible sobre la menor cantidad de palos posible. Ligereza y potencia concentrada son las grandes cualidades del aparejo de velas áuricas.
Una flotilla anclada de embarcaciones de este tipo posee una gracia y una esbeltez propias muy particulares. La disposición de sus velas se asemeja, más que a ninguna otra cosa, a las desplegadas alas de un ave; la facilidad de sus evoluciones es un gozo para la vista. Son aves del mar, que navegan como si volaran, y en ellas el deslizamiento sobre el agua más parece una función natural que la manipulación de un artificio de invención humana. El aparejo de velas áuricas, en su sencillez y en la belleza de sus formas cualquiera que sea el ángulo desde el que se lo mire, es, en mi opinión, inigualable. Una goleta, una yola o un cúter al mando de un hombre competente parecen gobernarse solos, como si estuvieran dotados de la facultad de razonar y poseyeran el don de la pronta ejecución. Ríe uno de puro gozo al contemplar una de sus elegantes maniobras, exactamente igual que si se tratara de una muestra del agudo ingenio y la graciosa precisión de una criatura viva.
De esas tres variedades de aparejo de velas áuricas, el cúter —el aparejo de regatas par excellence— es el que ofrece un aspecto más importante por el hecho de que prácticamente todo el velamen es de una sola pieza. La enorme vela mayor de un cúter, cuando con inevitable admiración lo ve uno pasar lentamente desde una punta de tierra o el extremo de un malecón, le confiere un aire de altiva y silenciosa majestad. Al ancla una goleta tiene mejor aspecto; parece más eficiente, y a la vista resulta mejor proporcionada, con sus dos mástiles dispuestos sobre el casco con una atrevida inclinación hacia la popa. Del aparejo de la yola uno llega, con el tiempo, a enamorarse. Es, me inclino a creer, el más difícil de manejar de todos.
Para regatas, un cúter; para un largo viaje de placer, una goleta; para cruceros en aguas vecinas, la yola; y el gobierno de todos ellos es, en efecto, un bello arte. Exige no sólo el conocimiento de los principios fundamentales de la navegación a vela, sino también una íntima familiaridad con el carácter concreto de la embarcación. Todos los barcos se gobiernan del mismo modo en lo que respecta a la teoría, exactamente igual que con todos los hombres se puede tratar según unos ciertos principios rígidos y generales. Pero si se desea en la vida ese éxito que resulta del afecto y la confianza de los semejantes, entonces no habrá dos hombres, por muy análogas que puedan parecer sus naturalezas, con los que uno trate del mismo modo. Puede haber normas de conducta; no existen normas de camaradería humana. Tratar con los hombres es un arte tan bello como tratar con barcos. Tanto los unos como los otros viven en un elemento inestable, se hallan sometidos a sutiles y poderosas influencias y prefieren ver sus méritos apreciados que sus defectos descubiertos.
Para que los términos de la relación con un barco sean de fructífera asociación lo que interesa saber no es lo que ese barco dejará de hacer; lo que más bien se debería tener es un conocimiento preciso de lo que estará dispuesto a hacer por uno cuando se le pida que muestre lo que guarda en sí por un movimiento de simpatía. A primera vista no parece grande la diferencia entre ambas formas de encararse con el difícil problema de las limitaciones. Pero hay una gran diferencia. Y consiste en el espíritu con que se aborda el problema. Después de todo, el arte de gobernar barcos tal vez sea más bello que el de manejar hombres.
Y, como todas las bellas artes, debe estar cimentado en una amplia y sólida sinceridad, que, como una ley natural, rige infinidad de fenómenos diferentes. Los propósitos del esfuerzo llevado a cabo han de ser claros y francos. Uno le hablaría de distinto modo a un carbonero que a un profesor. Pero, ¿es eso doblez? Yo niego tal cosa. La verdad radica en la autenticidad del sentimiento, en el reconocimiento auténtico y sincero de los dos hombres, tan parecidos y tan distintos, como compañeros en los azares de la vida. Obviamente un farsante, preocupado sólo de ganar su regatita, tendría posibilidades de sacar provecho de sus mañas. A los hombres, sean profesores o carboneros, se les engaña con facilidad; incluso tienen una extraordinaria tendencia a prestarse al engaño, una suerte de curiosa e inexplicable propensión a dejarse llevar por la nariz con los ojos bien abiertos. Pero los barcos son criaturas que nosotros hemos traído al mundo con el objetivo, por decirlo así, de que nos obliguen a dar la talla. Un barco no consentirá que un impostor lo maneje, como, por ejemplo, sí hará el público con Mr. X, el popular estadista; Mr. Y, el popular científico, o Mr. Z, el popular, ¿qué diré yo?, cualquier cosa desde un maestro de elevada moral a un viajante de comercio que hayan ganado su regatita. Pero apostaría de buena gana (aunque no tengo costumbre de hacerlo) una suma considerable a que jamás ha habido ni un solo farsante entre los pocos patrones de veleros de regatas que hayan alcanzado auténtica categoría. Habría sido demasiado difícil. La dificultad estriba en el hecho de que uno no trata con barcos en masa, sino con cada barco como individuo. Quizá deberíamos hacer otro tanto con los hombres. Pero en cada uno de nosotros se esconde alguna partícula del espíritu de la masa, del temperamento de la masa. Por muy ardientemente que rivalicemos los unos con los otros, seguimos hermanados en las zonas más bajas de nuestro intelecto y en la inestabilidad de nuestros sentimientos. Con los barcos no es así. Tanto como significan para nosotros, nada significan los unos para los otros. Esas sensibles criaturas no tienen oídos para nuestras lisonjas. Engatusarles para que hagan nuestra voluntad, para que nos cubran de gloria, cuesta algo más que palabras. Afortunadamente, por lo demás, pues de lo contrario serían muchos más los navegantes que se habrían labrado reputaciones de pacotilla. Los barcos, repito, carecen de oídos, aunque desde luego creo haber conocido algunos que en verdad parecían tener ojos, pues de otro modo no puedo entender por qué razón cierto bricbarca de 1.000 toneladas con el que tuve bastante relación se negó a responder a su timón en una ocasión concreta, salvando con ello a dos barcos de un choque espantoso y a un muy buen marino de un golpe tremendo para su reputación. Lo traté íntimamente durante dos años, y en ninguna otra oportunidad, ni antes ni después, lo vi hacer semejante cosa. Al hombre a quien tan bien había servido (adivinando, tal vez, las simas de su afecto por él) lo he tratado durante mucho más tiempo, y, para hacerle estricta justicia, debo decir que aquella experiencia, suficiente (aun con ser tan afortunada) para echar por tierra cualquier confianza, no hizo sino aumentar su fe en él. Sí, nuestros barcos carecen de oídos, y, así, no se les puede engañar. Yo ilustraría mi idea de la fidelidad, lo mismo entre hombre y barco que entre un maestro y su arte, mediante una declaración que, aunque podría parecer impertinentemente sofisticada, en realidad es muy simple. Yo diría que el patrón de un velero de regatas que no pensara más que en la gloria del triunfo jamás lograría alcanzar una reputación eminente. Los que han llegado a ser auténticos amos de su embarcación —esto lo digo con la seguridad que me otorga mi experiencia marítima— no han pensado en nada que no fuera en hacerlo lo mejor posible con el buque que estuviera a su mando. Olvidarse de sí mismo, renunciar a todo sentimiento personal en aras de ese bello arte es, para un marino, el único modo de desempeñar fielmente su cargo.
Es así como se sirve a un bello arte y a los barcos que surcan los mares. Y en tal sentido creo que puedo señalar las diferencias existentes entre los marinos de ayer, que aún están con nosotros, y los de mañana, que ya han tomado posesión de su herencia. La Historia se repite, pero la especial llamada de un arte que se ha extinguido no se reproduce jamás. Desaparece del mundo tan cabal e irreversiblemente como el canto de un pájaro abatido en el campo. Nada suscitará la misma respuesta de grata emoción o de concienzudo esfuerzo. Y la navegación a vela de cualquier clase de embarcación flotante es un arte cuyas bellas formas parecen irse ya alejando de nosotros camino del ensombrecido Valle del Olvido. Llevar por el mundo un moderno buque de vapor (aunque no quisiera minimizar las responsabilidades que entraña) no tiene la misma calidad de intimidad con la naturaleza, que es, después de todo, condición indispensable para la edificación de un arte. Se trata de una profesión menos personal y más exacta; menos ardua, pero también menos gratificante en la medida en que falta una estrecha comunión entre el artista y el instrumento de su arte. Es, en suma, menos una cuestión de amor. Sus efectos se miden con una exactitud de tiempo y espacio como no puede hacerse con los efectos de ningún arte. Es un oficio que, uno imagina, cualquier hombre que no tuviera una invencible propensión a marearse en alta mar ejercería con contento, sin entusiasmo, con industria, sin afecto. La puntualidad es su consigna. La incertidumbre que acompaña fielmente a todo esfuerzo artístico se halla ausente de su regulado empeño. No tiene esos grandes momentos de seguridad en uno mismo, ni esos otros, no menos grandes, de duda y examen de conciencia. Es una aplicación que, como otras, tiene su romance, su honor y sus recompensas, sus amargas angustias y sus momentos de sosiego. Pero esa marinería no posee la calidad artística de un combate singular con algo mucho más grande que uno mismo; no es la laboriosa, absorbente práctica de un arte cuyo definitivo resultado queda de la mano de los dioses. No es un logro individual, temperamental, sino meramente la experta utilización de una fuerza cautiva, simplemente otro paso adelante por la senda de la conquista universal.