VII

Un año de estos, hojeando un periódico de sólidos principios cuya redacción, sin embargo, seguirá empeñada en «echar» anclas y en salir a la mar «en barco» (¡ay!), tropecé con un artículo sobre la temporada de vela. Y, ¡mira por dónde!, era un buen artículo. Para un hombre que no tuvo sino muy poco que ver con la navegación de recreo (aunque toda navegación a vela sea un recreo y un placer), y desde luego nada en absoluto con las regatas en mar abierto, las severas críticas del autor hacia la modalidad de hándicap en el deporte de la vela resultaban simplemente inteligibles sin más. Y no pretenderé sentir el menor interés por la enumeración de las grandes regatas del año en cuestión. En cuanto a los balandros de la clase de los 52 pies, tan alabados por el autor, sólo la aprobación que le merecen sus actuaciones ya me hace entrar en calor; pero, en la medida en que alcanzo a tener una idea clara de lo que significa, esa descriptiva expresión, tan precisa para las entendederas de un velista, no evoca en mi mente ninguna imagen en particular.

El autor ensalza esa clase de veleros de recreo, y yo suscribo sus palabras de muy buen grado, como se apresuraría a hacer cualquiera que sienta fervor por toda embarcación que flote. Estoy dispuesto a admirar y respetar los balandros de la clase de los 52 pies fiándome de la palabra de un hombre que lamenta con un espíritu tan condoliente y comprensivo la decadencia que se cierne el deporte náutico de la vela.

Por supuesto, las regatas de vela son un pasatiempo organizado, un producto del ocio social cuya función es satisfacer la vanidad de ciertos adinerados habitantes de estas islas casi tanto como su innato amor por el mar. Pero el autor del artículo en cuestión prosigue, señalando, con penetración y justicia, que para un considerable número de personas (20.000, creo que dice) son un medio de subsistencia; que son, según sus propias palabras, una industria. Ahora bien, el lado moral de una industria, productivo o improductivo, el aspecto ideal y redentor de este ganarse la vida, consiste en la consecución y mantenimiento de la mayor pericia posible por parte de sus artesanos. Tal pericia, la pericia de la técnica, es más que honradez; es algo más amplio, un sentimiento elevado y claro, no enteramente utilitario, que abarca la honradez, la gracia y la regla y que podría llamarse el honor del trabajo. Está compuesto de tradición acumulada, lo mantiene vivo el orgullo individual, lo hace exacto la opinión profesional, y, como a las artes más nobles, lo estimula y sostiene el elogio competente.

Esa es la razón por la que la consecución de una cierta destreza, el fomento de la propia pericia, atendiendo a los más delicados matices de la excelencia, es una cuestión de vital importancia. Hay un tipo de eficiencia, sin fisuras prácticamente, que puede alcanzarse de modo natural en la lucha por el sustento. Pero hay algo más allá: un punto más alto, un sutil e inconfundible toque de amor y de orgullo que va más allá de la mera pericia; casi una inspiración que confiere a toda obra ese acabado que es casi arte, que es el arte.

Al igual que los hombres de escrupuloso honor crean un elevado modelo de conciencia pública que se halla muy por encima del uniforme nivel de una proba comunidad, así los hombres dotados de esa pericia que llega a ser arte en virtud de su continuo esfuerzo elevan el uniforme nivel de la práctica correcta en todos los oficios de tierra y mar. Las condiciones que amparan el desarrollo de esa suprema, vivida excelencia, lo mismo en el trabajo que en el juego, deberían cuidarse y cultivarse con el mayor esmero para que la industria o el deporte no perezcan víctimas de una decadencia gradual, imperceptible e interna. Por eso he leído con profundo pesar, en ese artículo sobre la temporada de vela de un determinado año, que el arte de la navegación a bordo de balandros de regata no sea ya lo que era hace tan sólo unos cuantos, muy pocos, años.

Pues no otro era el quid de este artículo, escrito evidentemente por un hombre que no sólo sabe, sino que comprende, cosa (permítaseme hacer de pasada esta observación) mucho más rara de lo que podría suponerse, porque la clase de comprensión a que me refiero está inspirada por el amor; y el amor, aunque pueda admitirse que en cierto sentido es más fuerte que la muerte, no es en modo alguno, desde luego, tan universal ni tan seguro. De hecho, el amor es raro: el amor por los hombres, por las cosas, por las ideas, el amor por la más consumada pericia. Porque el amor es el mayor enemigo de la prisa; lleva la cuenta de los tiempos que pasan, de los hombres que mueren, de un bello arte que fue madurando lentamente con el curso de los años y que estaba destinado a morir también en un breve lapso y no volver ya a existir. El amor y el pesar van cogidos de la mano en este mundo de cambios más veloz que el desplazamiento de las nubes reflejadas en el espejo del mar.

La penalización de un balandro en proporción a la bondad de sus actuaciones es injusta para con la embarcación y para con sus tripulantes. Es injusta para con la perfección de su forma y la pericia de sus servidores. Porque los hombres somos, de hecho, siervos de nuestras creaciones. Somos eternos esclavos de las obras de nuestro cerebro y del trabajo de nuestras manos. Un hombre nace para prestar su servicio en este mundo, y hay algo de hermoso en el servicio que se rinde por otros conceptos que el de la utilidad. La servidumbre del arte es tiránica. Y, como dice con entrañable ardor el autor del artículo que desencadenó este hilo de pensamiento, la navegación a vela es un bello arte.

Es su parecer que las regatas, sin concesión de más tiempo de ventaja que el obligado por las diferencias de tonelaje —es decir, de tamaño—, han llevado el bello arte de la vela a la cúspide de la perfección. Al patrón de un yate de vela se le ponen todo tipo de condiciones, y que la penalización se realice en proporción al éxito obtenido puede que sea beneficioso para el deporte mismo, pero tiene un efecto de obvio deterioro en el arte de dicha navegación. El bello arte se está perdiendo.