Resulta difícil desvincular la idea de las anclas de un buque del piloto o segundo de a bordo —el hombre que se cuida de que bajen claras y a veces las ve subir encepadas—; porque ni siquiera la atención más continua puede siempre impedir que en un barco borneando a merced de los vientos y la marea le tome el cable una vuelta inconveniente en torno al cepo o a una uña. Entonces la operación de «recibir el ancla» y más tarde trincarla se prolonga indebidamente y se convierte en un suplicio para el segundo de a bordo. Es él quien vigila la llamada del cable [15] —locución marina que reúne toda la fuerza, precisión e imaginería de un lenguaje técnico que, creado por hombres sencillos con excelentes ojos para captar el aspecto real de las cosas que ven en su profesión, alcanza la expresión justa valiéndose de lo esencial, lo cual es asimismo la ambición del artista de las palabras—. Por eso el marino no dirá nunca «echar el ancla», y el capitán del barco, desde la popa, le voceará a su segundo, en el castillo de proa, una frase impresionista: «¿Cómo llama el cable?». Pues «llamar» es la palabra adecuada para el largo tirón de un cable que emerge en sentido oblicuo con gran esfuerzo, tenso como una cuerda de arco sobre el agua. Y es la voz del custodio de las anclas del buque la que responderá: «Llama recto por la proa, señor», o «En semirrecto con la amura», o cualquiera que sea la exclamación, siempre concisa y deferente, que se ajuste al caso.
No hay orden que se dé con vociferación mayor ni se acoja con más fuerte griterío a bordo de un buque mercante en viaje de regreso a casa que la voz de mando «¡Lista el ancla!». La aglomeración de hombres expectantes saliendo del castillo de proa y arrebatándose unos a otros los espeques, el estrépito de carreras y pasos, el sonido metálico de los linguetes, sirven de animado acompañamiento a una de esas plañideras canciones que al levar anclas se entonan en estruendoso coro; y este estallido de bulliciosa actividad por parte de la entera tripulación de un barco parece como un vocinglero despertar del barco mismo, hasta ese instante, según la pintoresca expresión de los marinos holandeses, «dormido sobre su hierro».
Pues un barco con las velas aferradas sobre las vergas puestas en cruz, y reflejado de los vertellos a la línea de flotación en la tersa y centelleante lámina de un puerto rodeado de tierra, parece, en efecto, a ojos de un hombre de mar, la más acabada imagen del reposo soñoliento. A bordo de un buque mercante de antaño, el recibimiento del ancla era una operación ruidosa; era un ruido inspirador, jubiloso, como si, junto con el emblema de esperanza, la tripulación del barco pensara sacar a rastras, de las profundidades, todas sus esperanzas personales y ponerlas con ello al alcance de una mano protectora: la esperanza del hogar, la esperanza del descanso, de la libertad, de la disipación, del difícil placer que sigue a la difícil entereza de soportar tantos días entre cielo y agua. Y este alboroto, esta exultación en el momento de la partida del barco, contrastan tremendamente con los silenciosos momentos en que, despojado de sus velas, avanza hacia el fondeadero escogido, el suelto velamen ondeando suavemente en el aparejo sobre las cabezas de los hombres inmóviles en las cubiertas, el capitán mirando atentamente a proa desde el saltillo de popa. El barco va perdiendo arrancada gradualmente, apenas moviéndose, con las tres figuras sobre su castillo de proa aguardando expectantes junto a la serviola la última orden de, tal vez, noventa días largos en la mar: «¡Larga!».
Esa es la palabra final del viaje de un barco llegado a su término, la palabra que clausura su fatiga y su logro. En una vida cuyo valor se cuenta por travesías de puerto a puerto, la salpicadura del ancla al caer y el atronador bramido de la cadena son como la clausura de un periodo definido, de lo cual el buque parece tomar conciencia con un leve y profundo estremecimiento de su armazón entera. Tanto más, en virtud de ello, se ha acercado a su muerte señalada, pues ni los años ni los viajes pueden sucederse eternamente. Son para él como las campanadas de un reloj, y en las pausas que las siguen parece llevar la cuenta del tiempo que va pasando.
Esa es la última orden importante; las demás son meras instrucciones rutinarias. Una vez más se oye al capitán: «Echadle cuarenta y cinco brazas hasta la orilla», y entonces también él habrá terminado por una breve temporada. Durante unos días deja todas las faenas portuarias a su segundo de a bordo, custodio de las anclas del barco y de su rutina. Durante días no se oirá su voz elevarse sobre las cubiertas con ese lacónico, austero acento propio del hombre de mando, hasta que, de nuevo, cuando estén cerradas las escotillas, y en un barco silencioso y expectante, desde popa vuelva a gritar con fuerza en tono imperativo: «¡Lista el ancla!».