V

Desde el principio hasta el final los pensamientos del marino están enormemente pendientes de sus anclas. No es tanto que el ancla sea un símbolo de esperanza como que se trata del objeto más pesado de cuantos tiene que manejar a bordo del barco, en la mar, durante la habitual rutina de sus obligaciones. El comienzo y el término de toda travesía están claramente marcados por las maniobras con las anclas. Un velero del Canal las tiene siempre prestas, los cables engrilletados, y la tierra casi siempre a la vista. El ancla y la tierra se hallan indisolublemente unidas en los pensamientos de un marino. Pero en cuanto el buque se ha zafado de los mares estrechos y arrumba hacia un mundo en el que no hay nada sólido entre él y el Polo Sur, las anclas son recogidas y los cables desaparecen de la cubierta. Pero las anclas no desaparecen. Técnicamente hablando, se encuentran «amarradas dentro del buque»; y, sobre el castillo de proa, atadas a cáncamos con cabos y cadenas, bajo las tirantes escotas de las velas mayores, parecen indolentes y como dormidas. Así afirmados, pero estrechamente vigilados, inertes y poderosos, esos emblemas de esperanza hacen compañía al vigía durante las guardias nocturnas; y así se deslizan los días, en un prolongado descanso para esas piezas de hierro de forma tan característica que, visibles prácticamente desde todos los puntos de la cubierta del barco, reposan en la parte de proa a la espera de cumplir su cometido en algún lugar al otro extremo del mundo, mientras el navío las lleva en su avance con gran afluencia y salpicadura de espuma bajo su casco, y los rociones del mar abierto enmohecen sus pesados miembros.

El primer acercamiento a tierra, todavía invisible en ese instante a los ojos de la tripulación, es anunciado por la vivaz orden del segundo de a bordo al contramaestre: «Sacaremos las anclas esta tarde», o «mañana por la mañana antes de nada», según sea el caso. Pues el segundo de a bordo es el custodio de las anclas del barco y el guardián de sus cables. Hay barcos buenos y barcos malos, barcos cómodos y barcos en los que, desde el primer hasta el último día de la travesía, no hay descanso para el cuerpo ni para el alma de un segundo. Y los barcos son los que de ellos hacen los hombres: he aquí un aserto de sabiduría marinera, y, sin duda alguna, en lo esencial es vendad.

Sin embargo, hay barcos en los que, como una vez me dijo un viejo segundo entrecano, «¡nada parece marchar nunca bien!»[11]. Y, mirando al suyo desde la popa, donde nos encontrábamos los dos (yo me había llegado hasta el muelle a hacerle una visita de buena vecindad), añadió: «Este es uno de ellos». Levantó la mirada, y al ver la expresión de mi rostro, que era de obligada condolencia profesional, se apresuró a corregir mi natural suposición: «Oh, no; el viejo vale. Nunca chocamos con él. Tiene tantas dotes marineras como el que más. Y, no obstante, por alguna razón, nada parece marchar nunca bien en este barco. ¿Sabes lo que te digo? Que el barco es de suyo torpe».

El «viejo» era, por supuesto, su capitán, que justo en aquel momento apareció en cubierta con una chistera y un abrigo marrón y, tras hacernos un cortés saludo con la cabeza, bajó a tierra. No tenía, desde luego, más de treinta años, y el maduro segundo, comentándome en un murmullo «Ese es mi viejo», procedió a darme ejemplos de la natural torpeza del barco con una especie de tono deprecatorio, como queriendo decirme: «No vayas a creer que le guardo rencor por eso».

Los ejemplos no importan. La cuestión es que hay barcos en los que las cosas realmente van mal; pero sea el barco como sea —bueno o malo, afortunado o desafortunado—, es en su parte delantera donde el segundo de a bordo se siente más en casa. Es categóricamente su extremo del barco, aunque por supuesto sea él el supervisor ejecutivo del navío entero. Allí se encuentran sus anclas, su aparejo de proa, su trinquete, su puesto de maniobras cuando el capitán está al mando. Y también allí viven los hombres, los tripulantes del buque, a los que tiene el deber de mantener ocupados, haga buen o mal tiempo, por el bien del barco. Es el segundo de a bordo, único miembro de rango de la brigada de popa, quien se llega presuroso a proa al grito de «¡Toda la gente a cubierta!». Es el sátrapa de esa provincia dentro del autocrático reino del barco, y el responsable más directo de cuanto allí suceda.

Allí también, al acercarse a tierra, es él quien, ayudado por el contramaestre y el carpintero, «saca las anclas» con los hombres de su mismo cuarto de guardia, a quienes conoce mejor que al resto. Allí se asegura de que la bitadura está dispuesta, el molinete desembragado, las mordazas abiertas; y allí, tras dar la última orden de su competencia, «¡guarda del cable!», aguarda atento, en un barco en silencio que avanza lentamente hacia el fondeadero elegido, la aguda voz de mando proveniente de popa «¡Largar!». Asomándose inmediatamente por la borda, ve la pesada zambullida del hierro fiel, al caer, con sus propios ojos, que vigilan y comprueban si ha salido clara.

Que el ancla «salga clara» quiere decir que salga clara de su propia cadena. El ancla debe caer desde la amura del barco sin que haya vuelta en ninguno de los miembros de su cable, pues de lo contrario se daría fondo con ancla encepada. Mientras la tirantez del cable no sea completa sobre el arganeo, no hay ancla de la que pueda uno fiarse por excelente que sea el tenedero. En una situación comprometida garreará seguramente, pues las herramientas, al igual que los hombres, deben ser tratadas con equidad para que muestren las «virtudes» que guardan en sí. El ancla es un emblema de esperanza, pero un ancla encepada es peor que la más falaz de las falsas esperanzas que jamás embaucaran a los hombres o a las naciones con una sensación de seguridad. Y cualquier sensación de seguridad, incluso la más justificada, es mala consejera. Es la sensación que, como ese exagerado sentimiento de bienestar que presagia el comienzo de la locura, antecede a la veloz precipitación del desastre. Un marino que trabaja con una indebida sensación de seguridad se convierte al instante en alguien que a duras penas rinde la mitad de lo que vale. Por eso, de entre todos mis oficiales primeros, en el que más confianza tuve nunca fue en un hombre llamado B[12]. Tenía un bigote rojo, la cara enjuta, roja también, y una mirada inquieta. Rendía cuanto valía.

Al examinar ahora, después de muchos años, el residuo del sentimiento resultante del contacto de nuestras personalidades, descubro, sin demasiada sorpresa, un cierto regusto de antipatía. En conjunto, creo que era uno de los compañeros de a bordo más incómodos que puedan tocarle en suerte a un joven capitán. Si es lícito criticar a los ausentes, diría que se excedía un poco en esa sensación de inseguridad tan inapreciable en un hombre de mar. Tenía un aire, sumamente turbador, de estar sempiternamente listo (hasta cuando se encontraba en la mesa, sentado a mi derecha, ante un plato de carne de vaca salada) para hacer frente a alguna calamidad inminente. Debo apresurarme a añadir que también poseía el otro requisito necesario para ser un marino digno de confianza: una absoluta seguridad en sí mismo. Lo que en realidad tenía de malo era que reunía estas cualidades en un grado desmedido. Su actitud eternamente alerta, su manera de hablar esporádica y nerviosa, incluso sus —por así llamarlos— resueltos silencios, parecían dar a entender —y eso creo que de hecho lo hacían— que en su opinión el barco no estaba nunca seguro en mis manos. Tal era el hombre que se cuidaba de las anclas a bordo de un bricbarca de menos de quinientas toneladas, mi primer mando, ya desaparecido de la faz de la tierra, pero de indudable existencia en el cariñoso recuerdo mientras yo viva. Jamás un ancla podría haber descendido encepada bajo la penetrante mirada de Mr. B. Tener esa certeza era algo de agradecer cuando, en una rada abierta, uno oía desde el camarote empezar a silbar al viento; pero, con todo, había momentos en los que detestaba enormemente a Mr. B. Por el modo en que solía mirar a veces, bastante airado, me imagino que en más de una ocasión me devolvió ese sentimiento con intereses. Lo que ocurría era que ambos queríamos mucho al pequeño bricbarca. Y justamente el defecto de las inestimables cualidades de Mr. B consistía en que jamás logró convencerse de que el barco estaba seguro en mis manos. Para empezar, era más de cinco años mayor que yo a una edad de la vida en la que cinco años en verdad cuentan, pues yo tenía a la sazón veintinueve y él treinta y cuatro; luego, en nuestra primera salida de puerto (no veo razón alguna para hacer un secreto del hecho de que era Bangkok), una maniobra mía por entre las islas del Golfo de Siam le había proporcionado un susto de los que no se olvidan [13]. A partir de entonces no había dejado de abrigar en secreto una acerba idea de mi radical temeridad. Pero en conjunto, y a menos que el apretón de manos de un hombre al despedirse no signifique nada en absoluto, concluyo que al término de dos años y tres meses acabamos por caernos el uno al otro bastante bien.

El vínculo que nos unía era el barco; y en eso se diferencia, a pesar de tener atributos femeninos y ser amado de un modo muy irracional, un barco de una mujer [14]. No hay por qué asombrarse lo más mínimo de que yo estuviera tremendamente encaprichado con mi primer mando, pero supongo que no me queda sino admitir que el sentimiento de Mr. B era de un orden más elevado. Los dos, por supuesto, nos desvivíamos por que el objeto amado ofreciera buen aspecto; y aunque era yo el que recogía los cumplidos en tierra, B. sentía un orgullo de carácter más íntimo, semejante al de una devota criada. Y aquella especie de fiel y orgullosa devoción llegaba hasta el extremo de hacerle ir de un lado a otro quitándole el polvo a la regala de madera de teca barnizada de la pequeña embarcación con un pañuelo de seda que llevaba en el bolsillo… regalo, creo, de Mrs. B.

Tales efectos tenía su amor por el bricbarca. Los efectos de su admirable falta de la ya mencionada sensación de seguridad fueron una vez tan lejos como para inducirle a hacerme el siguiente comentario: «¡Desde luego, señor, es usted un hombre de suerte!».

Lo dijo en un tono de lo más significativo, pero no exactamente ofensivo, y fue, supongo, mi tacto innato lo que me impidió preguntarle: «¿Puede saberse qué quiere usted decir con eso?».

Lo que quiso decir se vio ilustrado más cabalmente algún tiempo después, una noche oscura en medio de un auténtico apuro provocado por un temporal de proa que soplaba hacia la costa. Yo le había llamado a cubierta para que me ayudara a examinar nuestra situación, en verdad sumamente desagradable. No había mucho tiempo para pensar nada a fondo, y su conclusión fue: «Probemos lo que probemos, la cosa tiene muy mal aire, señor, pero luego usted, no se sabe bien cómo, siempre se las arregla para salir del lío».