Un ancla no puede jamás levarse si antes no se la ha largado; y esta perogrullada absolutamente obvia me lleva de inmediato al tema de la degradación del lenguaje marítimo en la prensa diaria de este país.
El periodista, lo mismo si toma a su cargo un barco que una flota, casi invariablemente «echa» su ancla. Pues bien, un ancla no se echa nunca, y tomarse libertades con el lenguaje técnico es un crimen contra la claridad, la precisión y la belleza del habla más perfeccionada.
Un ancla es una pieza de hierro forjado, adaptada admirablemente a su fin, y el lenguaje técnico es un instrumento pulido hasta la perfección por siglos de experiencia, algo sin tacha para su propósito. Un ancla de antaño (porque en la actualidad existen inventos que parecen champiñones y objetos como garras, sin forma ni expresión concretas, simples ganchos)… un ancla de antaño era, a su modo, un instrumento de lo más eficiente. De su acabamiento da prueba su tamaño, pues no hay otro dispositivo tan pequeño para el importante trabajo que debe realizar. ¡Fíjense en las anclas colgando de las serviolas de un gran barco! ¡Cuán minúsculas resultan en comparación con el enorme tamaño del casco! Si fueran de oro parecerían dijes, juguetes decorativos, no mayores en proporción que un precioso pendiente en la oreja de una mujer. Y, sin embargo, de ellas dependerá, en más de una ocasión, la propia vida del barco.
Un ancla se forja y se configura buscando fidelidad; dadle fondo que morder, y se aferrará a él hasta romper el cable, y entonces, independientemente de lo que después pueda sucederle a su barco, esa ancla se ha «perdido». Bien, dicha pieza de hierro, honrada, tosca, de tan sencillo aspecto, tiene más partes que miembros el cuerpo humano: el arganeo, el cepo, la cruz, las uñas, las mapas, la caña. Todo esto, según el periodista, se «echa» cuando un barco, al arribar a un ancladero, fondea.
Esta insistencia en el uso de esa palabra odiosa tiene su raíz en el hecho de que un cierto hombre de tierra especialmente ignaro debe de imaginarse la acción de anclar como una operación consistente en arrojar algo por la borda, cuando el ancla lista para su tarea se encuentra ya fuera de la borda, y no se la arroja por ella, sino que simplemente se la deja caer. Pende del costado del barco, al final de un pesado madero saliente llamado serviola, en el seno de una cadena corta y gruesa cuyo último eslabón se suelta de pronto a un golpe de mandarria, o tirando de una palanca, cuando se da la orden. Y la orden no es «¡Afuera con ella!», como parece imaginar el gacetillero, sino «¡Larga!»[9].
De hecho, nunca se echa nada en ese sentido a bordo de un barco a excepción de la sonda, que se deja caer para explorar la profundidad del agua sobre la que flota el navío. Un bote trincado, un palo de repuesto, un tonel o cualquier otra cosa amarrada en cubierta es «lanzada a la deriva» cuando se desata. También el barco mismo «vira a babor o a estribor» al hacerse a la vela [10]. Sin embargo, jamás «echa» su ancla.
Para hablar en términos rigurosamente técnicos, un barco o una flota «fondean» —siendo por supuesto las palabras complementarias, nunca pronunciadas ni escritas, «con el ancla»—. De un modo menos técnico, pero no menos correcto, la palabra «anclar», con su aspecto característico y su sonido resuelto, debería bastar a los periódicos del mayor país marítimo del mundo. «La flota ancló en Spithead»: ¿Puede nadie desear frase mejor en cuanto a brevedad y resonancias marinas? Pero el tic del «ancla echada», con su afectación de ser una expresión propia de marineros —según eso, ¿por qué no escribir igualmente «arrojó el ancla», «lanzó el ancla» o «tiró el ancla»?—, resulta intolerablemente odioso al oído de un hombre de mar. Recuerdo a un piloto de cabotaje que conocí en mi juventud (solía leer los periódicos con asiduidad) que, para definir el grado máximo de impericia en un hombre de tierra, acostumbraba a decir: «Es uno de esos desgraciados, pobres diablos “echa-anclas”».