Un caso muy distinto, y que nada tenía que ver con la bebida, era el del pobre capitán B.[6] Solía padecer, en su juventud, fuertes jaquecas cada vez que se aproximaba a una costa. Bien rebasados los cincuenta cuando yo le conocí, bajo, corpulento, solemne, quizá un poco pomposo, era hombre excepcional mente documentado, de apariencia externa nada marinera, pero sin duda uno de los mejores navegantes a cuyas órdenes he tenido la suerte de servir. Era de Plymouth, creo, hijo de un médico rural, y sus dos chicos mayores estudiaban medicina. Estaba al mando de un gran barco matrícula de Londres, bastante conocido en su época. Yo tenía una excelente opinión de él, y por eso recuerdo con especial satisfacción las últimas palabras que me dirigió, a bordo de su barco, después de una travesía de dieciocho meses. Fue en el muelle de Dundee, adonde habíamos llevado un cargamento entero de yute procedente de Calcuta. Ya nos habían pagado y despedido aquella mañana, y yo había subido de nuevo a bordo para recoger mi arcón de viaje y decir adiós. Me preguntó, con aquel estilo suyo levemente ampuloso pero cortés, qué planes tenía. Respondí que pensaba salir para Londres en el primer tren de la tarde y que tenía la intención de examinarme con vistas a sacar el título de capitán. Ya había prestado el servicio suficiente para presentarme. Me felicitó por no perder el tiempo, con un interés tan manifiesto por mi caso que realmente me sorprendió; entonces, levantándose de su asiento, dijo:
«¿Tiene usted ya algún barco en perspectiva para cuando haya aprobado?».
Contesté que no tenía absolutamente nada en perspectiva. Me estrechó la mano, y entonces pronunció aquellas palabras memorables:
«Si se encuentra usted sin empleo, recuerde que mientras yo tenga barco usted también tiene uno».
No puede un capitán de barco decirle cumplido mayor a su segundo de a bordo al final de un viaje, cuando el trabajo ya ha terminado y el subordinado ha dejado de serlo. Y ese recuerdo está teñido de un cierto patetismo, porque el pobre hombre, a la postre, no volvió a hacerse a la mar. Se sintió ya algo indispuesto cuando pasamos por Santa Elena; se vio obligado a guardar cama unos días cuando nos encontrábamos a la altura de las Azores, pero se levantó para otear su Recalada. Consiguió mantenerse sobre cubierta nada menos que hasta las Dunas[7], donde, dando sus órdenes con voz extenuada, ancló durante unas horas para enviarle un cable a su mujer y embarcar a un práctico del Mar del Norte que le ayudara con el gobierno del barco mientras remontábamos la costa este. No se había sentido con fuerzas para realizar por sí solo la tarea, pues es una de esas cosas que obligan a un piloto de altura a permanecer de pie noche y día.
Cuando arribamos a Dundee, Mrs. B. ya estaba allí, aguardando para llevárselo a casa. Viajamos hasta Londres en el mismo tren; pero para cuando yo hube logrado aprobar mi examen, el barco ya había zarpado sin él en su nueva travesía, y, en vez de volver a enrolarme en aquel navío, fui a ver a mi antiguo capitán a su casa a instancias suyas. De todos los capitanes que he tenido, es el único al que alguna vez he hecho una visita de esta índole. No estaba ya en cama por entonces, «bastante convaleciente», como él mismo declaró al tiempo que con unos cuantos pasitos vacilantes se llegaba a recibirme a la puerta del salón. Evidentemente se resistía a marcar su postrera intersección de rumbos en este mundo, la que corresponde a la Partida del único viaje que con destino desconocido emprende un marino en su vida. Y el cuadro entero era muy agradable: la habitación, amplia y soleada; su hundido sillón en un mirador, con almohadones y un escabel; los discretos y solícitos cuidados de la amable mujer, ya madura, que le había dado cinco hijos y que tal vez no había vivido con él más de cinco años completos de los treinta o así de su vida de casados. Había también allí otra mujer, con un sencillo vestido negro, el pelo enteramente canoso, sentada muy erguida en su silla con alguna labor de punto desde la que lanzaba miradas de reojo en dirección a él, y que no pronunció una sola palabra durante todo el tiempo que duró la visita. Incluso cuando, en su momento, le tendí una taza de té, se limitó a hacerme una silenciosa inclinación de cabeza con el fantasma de sonrisa más desvaído que imaginarse pueda en sus herméticos labios. Supongo que sería una hermana soltera de Mrs. B. que habría venido para ayudar a cuidar a su cuñado. El hijo menor, que llegó al final, gran jugador de cricket al parecer, charló entusiásticamente de las proezas de W. G. Grace[8]. Y también me acuerdo del hijo mayor, médico recién estrenado, que me llevó fuera, a fumar al jardín, y, sacudiendo la cabeza con gravedad profesional, aunque con preocupación auténtica, me dijo entre dientes: «Sí, pero no recobra el apetito. Y eso no me gusta… no me gusta en absoluto». La última visión que tuve del capitán B. fue cuando, al volverme para cerrar la cancela de entrada, me hizo con la cabeza un gesto de despedida, asomado al mirador.
Fue una impresión nítida y cabal, algo que no sé si llamar una Recalada o una Partida. Desde luego había mirado a veces fijamente ante sí con los vigilantes ojos de la Recalada, aquel capitán de buque mercante sentado de modo tan incongruente en un sillón de hundido respaldo. En esta ocasión no me había hablado de empleo, ni de barcos, ni de estar listo para volver a tomar el mando de un navío; sino que había perorado sobre sus primeros tiempos, con el caudal, abundante pero tenue, propio de la charla de un inválido obstinado. Las mujeres parecían algo inquietas, pero permanecieron calladas, y supe más cosas de él a lo largo de aquella entrevista que en los dieciocho meses que habíamos navegado juntos. Resultó que había «hecho el servicio» en el comercio del mineral de cobre, el famoso tráfico del mineral de cobre de los viejos tiempos entre Swansea y la costa de Chile, carbón a la ida y mineral a la vuelta, cargados hasta los topes en ambas direcciones, como en un desenfrenado desafío a los grandes mares del Cabo de Hornos: trabajo aquél para barcos bien estancos y firmes, y una gran escuela de firmeza y tesón para los marinos del País de Gales. Toda una flota de bricbarcas con forros de cobre, de cuadernas y tablazones tan resistentes y aparejos tan probados como jamás se hayan enviado a surcar los mares, dotados de audaces tripulaciones y mandados por jóvenes capitanes, se empeñó en aquel tráfico fenecido hace ya tiempo. «Esa fue la escuela en que me formé», me dijo casi con jactancia, recostándose entre sus almohadones con una manta sobre las piernas. Y era en aquel tráfico donde había obtenido su primera capitanía a muy temprana edad. Fue entonces cuando me comentó que, de joven, siendo ya capitán, se ponía siempre malo durante unos días antes de divisar tierra tras una larga travesía. Pero aquella especie de enfermedad solía pasársele en cuanto avistaba la primera marca conocida. Más adelante, añadió, a medida que fue haciéndose mayor, todo aquel nerviosismo desapareció por completo; y observé cómo sus cansados ojos miraban fijamente al frente, como si no hubiera nada entre él y la recta línea de mar y cielo, allí donde lo que un marino busca está siempre destinado fatalmente a aparecer. Pero también he visto cómo sus ojos se posaban con cariño en los rostros de aquella habitación, en los cuadros de las paredes, en los objetos familiares de aquel hogar cuya imagen persistente y clara debía de haberle centelleado en la memoria a menudo, en momentos de tensión y angustia vividos en el mar. ¿Buscaba con la mirada una Recalada desconocida, o marcaba, sereno el ánimo, la posición de su última Partida?
Es difícil decirlo; pues en ese viaje del que ningún hombre vuelve la Recalada y la Partida son instantáneas, y se funden en un momento único de suprema y final atención. No recuerdo, desde luego, haber observado ningún signo de vacilación en la expresión fija de su rostro desgastado, ningún atisbo de la ansiedad nerviosa de un joven capitán a punto de divisar tierra sobre una costa que no conoce. ¡Demasiada era su experiencia de Partidas y Recaladas! ¿Y acaso no había «hecho el servicio» en el famoso tráfico del mineral de cobre que salía del Canal de Bristol, trabajo para los más firmes barcos, escuela de marinos firmes?