El crimen de Farewell

1

Yo fui el único que bajó del tren en Farewell.

Una figura avanzó hacia mí entre la lluvia desde el cobertizo destinado a los pasajeros. Era un hombrecillo pequeño de rostro moreno y achatado. Llevaba una gorra impermeable de color gris y un abrigo del mismo color de corte militar.

No me miró. Su vista estaba fija en la maleta y el maletín que yo llevaba en las manos. Se acercó a mí apresuradamente con pasos breves y cortados y me tomó el equipaje sin decir palabra.

—¿Le envía Kavalov? —le pregunté.

Se había vuelto de espaldas y avanzaba cargado con mis maletas hacia un Stutz de color marrón que se hallaba estacionado en la calzada junto al andén de grava de la estación. A modo de respuesta asintió dos veces sin dejar de mirar el Stutz y sin amainar su trotecillo brioso.

Le seguí hasta el automóvil.

En tres minutos atravesamos el pueblo y enfilamos una carretera que subía hacia las colinas en dirección al oeste. Bajo la lluvia semejaba el lomo de una foca.

El hombre de la cara achatada tenía prisa. Corríamos a tal velocidad que pronto perdimos de vista las últimas casas diseminadas por la ladera de la colina.

En aquel momento dejábamos la carretera principal, negra y brillante, para tomar otra más estrecha y de color grisáceo que doblaba hacia el sur para seguir entre bosques la cima de una colina. Aquí y allá, las frondosas copas de los árboles se entrelazaban sobre nuestras cabezas transformando la carretera en túneles de treinta metros o más de longitud. La lluvia se acumulaba en las ramas y caía pesadamente en goterones sobre el techo del automóvil. Bajo los túneles, la tarde grisácea adquiría una negrura nocturna.

El hombre de la cara achatada encendió los faros y aumentó la velocidad.

Iba sentado, derecho y rígido, al volante mientras que yo ocupaba el asiento trasero. Por encima del cuello de su uniforme de aire militar y entre el cabello que llevaba recortado sobre la nuca la humedad formaba pequeños puntos brillantes. No sé si eran gotas de lluvia o de sudor.

Nos hallábamos en el centro de uno de los túneles.

De pronto el hombre de la cara achatada se volvió hacia la izquierda y exclamó:

—¡Aaahhh!

Fue un alarido largo, trémulo, penetrante, agudizado por el terror.

Salté como un resorte hacia delante para ver qué le ocurría, pero súbitamente el coche aceleró arrojándome de golpe sobre mi asiento.

A través del cristal lateral vislumbré sobre la carretera un bulto negro.

Me volví para mirar a través de la ventanilla trasera, menos borrosa de lluvia.

Junto a la cuneta izquierda yacía un negro boca arriba. Tenía el cuerpo arqueado como si todo su peso recayera sobre los talones y la nuca y sobre su pecho sobresalía el mango de un cuchillo que medía al menos quince centímetros de longitud. Doblamos una curva y salimos del túnel.

—¡Pare! —le grité al chófer.

Fingió no oírme. El Stutz era bajo nuestros pies una ráfaga marrón.

Puse una mano sobre el hombro del conductor, que se estremeció y volvió a gritar como si le hubiera tocado el cadáver del negro.

Me abalancé sobre él y apagué el motor mientras él soltaba el volante y se aferraba a mí articulando unos sonidos entre los que no pude identificar ninguna palabra conocida.

Le rodeé el cuello con un antebrazo y con la otra mano me hice con el volante. Luego me lancé sobre el respaldo de su asiento de forma que el peso de mi torso recayera sobre su cabeza aplastándola contra el volante. Gracias a esa maniobra y a la ayuda de Dios, el Stutz se detuvo sin salirse de la carretera.

Dejé de aplastar al hombre de la cara achatada y le pregunté:

—¿Se ha vuelto loco?

Me miró con ojos blancos, se estremeció y guardó silencio.

—Dé la vuelta —le dije—. Vamos a volver atrás.

Denegó con la cabeza desesperadamente y emitió una serie más de aquellos sonidos que habrían sido palabras si los hubiera entendido.

—¿Sabe quién era? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Sí lo sabe.

Volvió a negar.

Me convencí de que dijera lo que dijera lo único que obtendría de él serían movimientos de cabeza.

—Quítese del volante entonces. Conduciré yo —le dije.

Abrió la portezuela y se alejó del automóvil precipitadamente.

—¡Vuelva! —grité.

Retrocedió de espaldas negando con la cabeza.

Solté un juramento, me situé al volante y dije:

—Está bien. Espéreme aquí —y cerré la portezuela de un golpe.

Se hizo atrás lentamente sin dejar de mirarme con sus ojos blancuzcos y aterrados mientras yo hacía la maniobra para volver atrás.

Tuve que retroceder más de lo que había pensado, al menos un kilómetro y medio.

No hallé el cadáver del negro. El túnel estaba desierto. Si hubiera reconocido el sitio exacto en que le había visto, habría podido hallar quizá algún indicio que me indicara cómo se lo habían llevado. Pero no había tenido tiempo de fijarme en nada especial que me permitiera después distinguir el lugar, y había cuatro o cinco que me parecieron el que buscaba.

A la luz del faro del automóvil recorrí la cuneta izquierda de la carretera desde un extremo del túnel al otro.

No hallé sangre. No hallé huellas de pisadas. No hallé indicios que indicaran que pocos segundos antes yacía un cadáver sobre el asfalto. No hallé absolutamente nada.

La oscuridad era ya demasiado intensa para intentar siquiera buscar en el bosque.

Volví al lugar donde había dejado al conductor.

Había desaparecido.

Comencé a pensar que el señor Kavalov quizá no se equivocara al creer que necesitaba un detective.

2

A poco menos de un kilómetro de donde me había abandonado el hombre de la cara achatada detuve el automóvil frente a una verja de acero que bloqueaba la carretera. La cancela estaba cerrada por dentro con un candado y la flanqueaban dos filas de arbustos que se prolongaban hasta adentrarse en el bosque. Sobre ellos, a la izquierda, sobresalía la parte superior de una casita de tejado marrón.

Toqué el claxon.

El ruido atrajo al otro lado del recinto a un tosco muchachote de unos quince o dieciséis años. Llevaba pantalones de pana descoloridos y un suéter de rayas de colores chillones. No salió al centro de la carretera sino que se detuvo a un lado escondiendo a mi vista un brazo en el que parecía sostener algo que los arbustos me ocultaban.

—¿Es esta la finca del señor Kavalov? —pregunté.

—Sí, señor —contestó en un tono que revelaba inquietud.

Esperé a que abriera pero no se movió. Permaneció donde estaba mirando con recelo al coche y a mí.

—Por favor —le dije—, ¿puedo entrar?

—¿Quién es usted?

—Kavalov me hizo llamar. Si no va a abrirme, dígamelo para que pueda volverme a San Francisco en el tren de las seis cincuenta.

Se mordió el labio y dijo:

—Espere. Voy a ver si encuentro la llave —y desapareció tras el seto de arbustos.

Desapareció el tiempo suficiente como para consultar con otra persona.

Cuando regresó, abrió la cancela de par en par y dijo:

—Pase usted. Le están esperando.

Cuando crucé la verja vi unas luces como a kilómetro y medio, en lo alto de una colina y a la izquierda.

—¿Es esa la casa? —pregunté.

—Sí. Le están esperando.

Junto al lugar desde donde me había hablado había un fusil de doble cañón apoyado contra el seto.

Le di las gracias y seguí adelante. La carretera ascendía la colina serpenteando entre tierras de labor bordeada a intervalos regulares por árboles altos y delgados. Al fin llegué frente a un edificio que a la luz del crepúsculo me pareció mezcla de cuartel y de fábrica. Era una construcción de cemento. Tomen una serie de conos rechonchos de diversos tamaños, redondeen los extremos superiores, júntenlos de forma que el más alto quede más o menos en el centro, agrupen el resto a su alrededor no precisamente de acuerdo con el tamaño, adapten la construcción a la cima de una colina y tendrán un modelo de la casa de los Kavalov. Las ventanas estaban protegidas por rejas de acero y ninguna ocupaba una posición simétrica con respecto a las demás. Varias de ellas estaban iluminadas.

En el momento en que descendía del automóvil se abrió la estrecha puerta de la casa y salió al exterior una mujer baja de unos cincuenta años de edad y tez rojiza, con el cabello rubio enrollado en torno a la cabeza. Llevaba un vestido de lana gris de cuello alto y mangas ajustadas. Su sonrisa era tan menguada como sus labios.

Me preguntó:

—¿Es usted el señor que viene de la ciudad?

—Sí. Perdí al chófer atrás en la carretera.

—¡Que Dios le bendiga! —me dijo en tono afable—. No se preocupe.

Un hombre delgado de cabello oscuro, cargado de fijador y rostro enjuto de gesto preocupado, se adelantó para hacerse cargo de mis maletas mientras yo las bajaba del automóvil y las llevó después al interior de la casa.

La mujer se hizo a un lado para dejarme pasar y dijo:

—Supongo que querrá lavarse un poco antes de bajar a cenar. Le esperarán unos minutos si se da prisa.

—Gracias —le respondí. Esperé a que pasara delante de mí y la seguí por una escalera de caracol que ascendía pegada a la pared de uno de los conos que formaban el edificio.

Me condujo a un dormitorio del segundo piso donde el hombre que había subido las maletas deshacía ahora mi equipaje.

—Martin le dará todo lo que necesite —me dijo la mujer desde el umbral de la puerta—. Cuando esté listo, baje.

Le dije que así lo haría y desapareció. Me quité la chaqueta, el chaleco, el cuello y la camisa. Mientras tanto, el sirviente había terminado de deshacer mi equipaje. Le aseguré que no necesitaba nada, me lavé en el baño contiguo al dormitorio, me puse una camisa y un cuello limpios, el chaleco y la chaqueta y bajé las escaleras.

El amplio vestíbulo estaba desierto. A través de una puerta entreabierta, situada a mi izquierda, llegó a mis oídos el ruido de una conversación.

Una voz nasal se lamentaba:

—No lo toleraré. No voy a aguantarlo más. No soy un niño y no lo toleraré.

Las tes eran un poco espesas, pero no tanto que pudieran confundirse con des.

Una voz viva de barítono y con una ligera ronquera dijo alegremente:

—¿A qué viene decir que no vamos a aguantarlo más cuando lo estamos aguantando?

La tercera era una voz femenina, suave pero roma, carente de inflexiones y de personalidad. Decía:

—Pero puede que le matara de veras.

La voz quejumbrosa:

—No me importa. No aguanto más.

La voz de barítono, tan vivamente como antes:

—No, ¿eh?

El picaporte de una puerta giró al fondo del vestíbulo. Como no quería que me sorprendieran escuchando, avancé hacia la puerta abierta.

3

Me hallé en el umbral de una habitación ovalada de techo bajo y decorada en tonos grises, blancos y plateados.

En el interior se hallaban dos hombres y una mujer.

El de más edad, un hombre de unos cincuenta y tantos años, se levantó de un profundo sillón de color gris y me saludó ceremoniosamente con una reverencia. Era un hombre regordete de altura mediana, una calvicie total, piel oscura y ojos claros. Tenía un bigote gris de puntas engomadas y una perilla igualmente canosa.

—¿El señor Kavalov? —le pregunté.

—Sí —la suya era la voz quejumbrosa.

Le dije quién era. Me tendió la mano y me presentó a los demás. La mujer era su hija. Tenía unos treinta años de edad, una boca de labios gruesos muy semejante a la de su padre, los ojos oscuros, una nariz corta y recta y la piel casi incolora. En su cara había algo de asiático. Era atractiva, pasiva y carecía de inteligencia.

El hombre de la voz de barítono resultó ser su marido. Se llamaba Ringgo. Era seis o siete años mayor que su esposa, ni alto ni fornido, pero sí bien proporcionado. Tenía el brazo izquierdo entablillado y en cabestrillo y los nudillos de la mano derecha llenos de cardenales. Su rostro, alargado y huesudo, expresaba una enorme viveza. Tenía unos ojos oscuros y brillantes cercados de arrugas y una boca, aunque dura, de gesto amable.

Me tendió la mano magullada, movió el brazo enyesado hacia mí, sonrió y me dijo:

—Siento que se perdiera esto, pero los próximos golpes son suyos.

—¿Cómo ocurrió? —le pregunté.

Kavalov levantó una mano regordeta.

—Ya tendremos tiempo de hablar de eso después de comer —dijo—. Vamos a cenar primero.

Pasamos a un comedor pequeño en que predominaban los verdes y marrones y donde nos esperaba puesta una mesa cuadrada. Me senté frente a Ringgo. En el centro de la mesa había un búcaro de plata lleno de orquídeas flanqueado por dos altos candelabros también de plata. La señora Ringgo se acomodó a mi derecha y Kavalov a mi izquierda. Al sentarse este último reconocí en su bolsillo de la cadera el bulto de una pistola automática.

Dos camareros nos sirvieron una cena abundante y bien condimentada. Comimos caviar, una especie de consomé, lenguados con patatas y gelatina de pepino, cordero asado con maíz, judías verdes y espárragos, pato con tortitas de maíz, ensalada de alcachofas y tomates y helado de naranja. Bebimos vino blanco, clarete, borgoña, café y crème de menthe.

Kavalov comió y bebió enormemente. Los demás no le hicimos ascos a nada. Él fue el primero en desobedecer su orden de no hablar del asunto hasta haber terminado la cena. Una vez que hubo dado fin a la sopa, dejó la cuchara sobre el plato y dijo:

—No soy un niño. No voy a dejarme asustar.

Parpadeó y me miró desafiante con ojos pálidos y preocupados mientras sus labios se fruncían entre el bigote y la perilla. Ringgo me dirigió una sonrisa. Su esposa seguía tan serena y ausente como si nadie hubiera dicho nada.

—¿Qué motivo tiene para asustarse? —pregunté.

—Ninguno —dijo Kavalov—. Ninguno a excepción de un montón de trucos y comedias absurdos.

—Usted dirá lo que quiera —murmuró una voz a mi espalda—, pero yo sé lo que he visto.

La voz correspondía a uno de los mozos que servían la mesa, un joven de rostro cetrino y alargado y labios fofos. Hablaba con una terquedad sumisa y sin levantar la vista del plato que en aquel momento depositaba frente a mí sobre la mesa. Al ver que nadie prestaba atención a la observación que el sirviente había hecho en tono perfectamente audible, me volví hacia Kavalov, que se ocupaba de quitarle cuidadosamente el reborde de espinas al lenguado con el filo de su tenedor.

—¿A qué trucos y comedias se refiere? —pregunté.

Kavalov soltó el tenedor y posó las muñecas sobre el borde de la mesa. Apretó los labios y se inclinó sobre su plato hacia mí.

—Vamos a suponer —dijo frunciendo la frente de forma que la piel del cráneo pareció avanzar hacia delante— que usted perjudicó a alguien hace diez años —volvió las muñecas rápidamente y depositó las manos con las palmas hacia arriba sobre el blanco mantel—. Que le perjudicó del modo habitual, ya me entiende, por cuestiones de negocios sin que se tratara en modo alguno de una cuestión personal. Usted casi no le conoce, pero supongamos que un día, después de diez años, ese hombre viene y le dice: «He venido a verte morir» —volvió a depositar las palmas de las manos sobre el mantel—. ¿Qué le parecería?

—No creo que adelantara mi muerte para darle gusto a él —respondí.

Kavalov me miró con rostro carente de expresión. Parpadeó un segundo y luego comenzó a comer el pescado. Una vez que hubo engullido el último bocado de lenguado volvió a mirarme y negó lentamente con la cabeza bajando las comisuras de los labios.

—Esa no es una respuesta válida —dijo. Se encogió de hombros y abrió las manos separando mucho los dedos—. Pero a usted le toca ocuparse de ese capitán tan aficionado a jugar al ratón y al gato. Para eso le contraté.

Asentí.

Ringgo sonrió y se dio unas palmadas en el brazo entablillado diciendo:

—Le deseo que tenga con él más suerte de la que tuve yo.

La señora Ringgo rozó por un instante la muñeca de su marido con sus dedos afilados.

Pregunté a Kavalov:

—Ese perjuicio de que usted ha hablado, ¿fue serio?

Frunció los labios, hizo un gesto ondulante con los dedos de la mano derecha y dijo:

—La ruina.

—¿Podemos suponer entonces que ese capitán va en serio?

—¡Dios mío! —dijo Ringgo soltando de un golpe el tenedor—. No creerá usted que me ha roto el brazo sólo por pasar el rato.

A mi espalda el sirviente cetrino dijo a su compañero:

—Pregunta que si creemos que va en serio.

—Yo lo he oído —dijo el otro lúgubremente—. ¡Vaya ayuda que se han buscado…!

Kavalov dio unos golpecitos en su plato con el tenedor y lanzó a los mozos unas miradas airadas.

—¡A callar! —dijo—. ¿Dónde está el asado? —señaló hacia su hija y continuó—: Y llenen la copa a la señora. —Luego reparó en el tenedor—: Mire cómo me cuidan mis cubiertos de plata —dijo blandiéndolo en el aire frente a mí—. Hace un mes que no lo han limpiado.

Lo dejó caer sobre la mesa, apartó el plato y cruzó los brazos sobre el mantel. Luego encogió los hombros, suspiró, arrugó el entrecejo y me miró con una expresión suplicante en sus ojos pálidos.

—Escúcheme bien —dijo quejumbroso—. ¿Cree que soy un estúpido? ¿Cree que habiendo detectives que cobran la mitad que usted le pagaría lo que pide si no fuera porque necesito el mejor? ¿Contrataría al más caro si no estuviera seguro de que ese capitán es un individuo absolutamente peligroso?

No le contesté. Permanecí inmóvil fingiendo una gran atención.

—Escuche —continuó con su voz quejumbrosa—. No se trata de ninguna broma de Inocentes. Ese capitán quiere asesinarme. Es para lo que vino aquí y acabará consiguiéndolo si nadie se lo impide.

—¿Qué ha hecho hasta el momento? —pregunté.

—Eso no viene al caso —Kavalov negó con la cabeza impaciente—. No le estoy pidiendo a usted que deshaga nada de lo que él ha hecho. Lo único que quiero es que le impida matarme. ¿Quiere saber qué ha hecho hasta ahora? Ha aterrorizado a toda mi servidumbre. Le ha roto el brazo a Dolph. Eso es lo que ha hecho hasta ahora, si tanto quiere saberlo.

—¿Cuándo empezó todo esto? ¿Cuánto tiempo lleva aquí? —pregunté.

—Una semana y dos días.

—¿Le habló su chófer del negro que vimos en la carretera?

Kavalov apretó los labios y, lentamente, afirmó que sí.

—Cuando volví atrás había desaparecido —le dije.

Exhaló una bocanada de aire con un resoplido y gritó excitado:

—¡Me importan un bledo sus negros y sus carreteras! ¡Lo que quiero es que no me maten!

—¿Ha informado de esto a la policía? —pregunté tratando de ocultar el enojo que empezaba a invadirme.

—Lo he hecho, pero no me ha servido de nada. No me ha amenazado. Todo lo que ha dicho es que ha venido a verme morir. En su boca, y del modo que lo dijo, eso constituye una amenaza, pero el jefe de policía opina lo contrario. Ha aterrorizado a toda mi gente. ¿Tengo pruebas de ello? La policía dice que no. ¡Qué estupidez! ¿Es que necesito pruebas? ¿Es que no lo sé? ¿Tiene que dejar huellas digitales en el miedo que provoca? Así que todo quedó en esto: el jefe de policía le vigilará. ¡Le vigilará! Tengo veinte personas a mi servicio; cuarenta ojos en perpetua vigilancia, y entra y sale como le da la gana. ¡Le vigilará!

—¿Qué me dice del brazo de Ringgo? —pregunté.

Kavalov hizo un gesto de impaciencia y comenzó a cortar el cordero con cuchilladas cortas y rápidas.

Ringgo respondió:

—Acerca de esos cardenales no podemos hacer nada. Yo le pegué primero —se miró los cardenales de los nudillos—. No creí que fuera tan fuerte. O quizá es que estoy perdiendo facultades. El caso es que una docena de personas vio cómo le encajaba un puñetazo antes de que él ni siquiera me tocara. Hicimos el numerito en pleno día delante de la oficina de Correos.

—¿Quién es ese hombre?

—No es un hombre —dijo el sirviente de la cara cetrina—. Es un demonio.

Ringgo contestó:

—Se llama Sherry, Hugh Sherry. Cuando le conocimos por primera vez era capitán del ejército británico y estaba destinado en intendencia. En El Cairo. Eso fue en 1917, hace doce años. El comodoro —dijo señalando con la cabeza a su suegro— especulaba en abastecimientos militares. Sherry debería haber estado en el frente. No tenía cabeza para el trabajo de administración ni era lo bastante pusilánime. Alguien decidió que el comodoro no habría hecho tanto dinero si él no hubiera sido tan descuidado. Sabían que no había sacado provecho personal de aquello, pero aun así le metieron un buen paquete y le expulsaron del cuerpo, mientras que al comodoro le pidieron solamente que se fuera.

Kavalov levantó la mirada del plato para explicar:

—Así son las cosas en la guerra. Si hubieran podido culparme de algo no me habrían dejado ir así como así.

—Y ahora, doce años después de que por culpa suya le degradaran y le expulsaran del ejército, él se presenta aquí —le dije—, siembra el pánico entre su gente y amenaza con matarle, o al menos eso cree usted, ¿no es así?

—No —respondió Kavalov quejumbroso—. No es así, ni mucho menos. Yo no hice que le expulsaran del ejército. Yo soy hombre de negocios. Saco provecho de donde puedo. Si alguien deja que yo me gane un beneficio y eso enoja a sus superiores, ¿qué tengo yo que ver con ello? Además, no es que crea que quiere matarme. Lo sé con seguridad.

—Quiero formarme una idea clara de esto —le dije.

—No tiene que formarse ninguna idea de nada. Hay un hombre que quiere asesinarme y yo le contrato a usted para que se lo impida. ¿No está lo bastante claro?

—Sí, está claro —repliqué y dejé de intentar hablar con él.

Mientras saboreábamos la crème de menthe, acompañándola con sendos puros por parte de Kavalov y su yerno, y de cigarrillos por parte de la señora Ringgo y mía, apareció la mujer del vestido gris.

Irrumpió en el comedor con los ojos abiertos de par en par y oscurecidos por la alarma.

—Anthony dice que hay fuego en los campos de arriba.

Kavalov clavó los dientes en el puro y me miró fijamente.

Me puse de pie y pregunté:

—¿Cómo se va a esos campos?

—Le mostraré el camino —dijo Ringgo levantándose de su silla.

—Dolph —protestó su mujer—. Tu brazo.

Él le dirigió una sonrisa:

—No voy a meterme en nada. Sólo quiero ver qué hace un experto en estos casos.

4

Corrí a mi habitación a recoger el sombrero, el abrigo, una linterna y un revólver.

Cuando bajé hallé al matrimonio ante la puerta principal.

Él se había abrochado sobre el brazo entablillado un impermeable oscuro, una de cuyas mangas colgaba vacía. Con el brazo derecho rodeaba el cuerpo de su mujer, que estaba abrazada a su cuello. Inclinado sobre ella, la besaba.

Retrocedí unos pasos y regresé procurando que me oyeran. Cuando llegué junto a ellos se habían separado y me esperaban. Ringgo, que respiraba pesadamente como si hubiera estado corriendo, abrió la puerta.

Su esposa me rogó:

—Por favor, no le deje a mi marido hacer ninguna locura.

Le aseguré que así lo haría y pregunté dirigiéndome a él:

—¿No convendría que lleváramos a algún sirviente o mozo con nosotros?

Hizo un ademán de rechazo.

—Los que aún no se han escondido son tan inútiles como los que ya lo han hecho —dijo—. Están todos muertos de miedo.

Salimos mientras la señora Ringgo nos seguía con la mirada desde la puerta. Por el momento había cesado la lluvia, pero la negrura que se acumulaba sobre nuestras cabezas auguraba un nuevo aguacero.

Con Ringgo llevando la delantera dimos la vuelta a la casa y tomamos un sendero rodeado de maleza que conducía hasta el pie de la montaña. Pasamos junto a un grupo de casitas en un valle y subimos en diagonal otra colina.

El piso estaba encharcado. Al llegar a lo alto de la colina abandonamos el sendero, entramos por una puerta de tela metálica y atravesamos un terreno baldío, pegadizo y pastoso bajo nuestros pies. Caminábamos apresuradamente. La viscosidad del terreno, la pesada humedad que embargaba el aire nocturno y nuestros abrigos nos impidieron pasar frío.

Acabamos de cruzar el campo y distinguimos el fuego, un inquieto borrón anaranjado tras la arboleda. Saltamos una cerca de alambre y echamos a correr entre los árboles.

Un violento susurro partió de pronto de las ramas que se cernían a la izquierda sobre nuestras cabezas y fue a estrellarse con un golpe seco contra un tronco situado a nuestra derecha. Algo se hundió después en el terreno blando al pie del árbol con un ruido sordo.

A nuestra izquierda sonó una carcajada salvaje y burlona. El autor de ella no podía hallarse muy lejos. Corrí tras el sonido. El fuego estaba demasiado lejos y era demasiado pequeño para interesarme. Entre los árboles la negrura era casi perfecta.

Tropecé con raíces, me di de bruces contra varios troncos y no hallé nada. La linterna ayudaba al que perseguía más que a mí y decidí apagarla. Cuando me cansé de jugar al escondite conmigo mismo tomé un atajo y bajé en dirección al fuego.

Era una hoguera levantada en un extremo del campo, a un metro y medio aproximadamente del árbol más cercano y hecha a base de ramas que la lluvia no había mojado. Cuando llegué junto a ella casi se había extinguido. A ambos lados había clavadas diagonalmente en el suelo dos pares de estacas que se cruzaban sobre las llamas. Apoyado sobre ellas se veía un tronco verde y joven, y atravesado en él, colgando sobre el fuego, el cuerpo despellejado de un animal de unos cuarenta y cinco centímetros de largo, con la cabeza, la cola y las patas cortadas y abierto en canal.

A pocos centímetros de distancia yacían en el suelo la cabeza, la piel, las patas y las entrañas de un cachorro en medio de un charco de sangre.

Junto a la hoguera había unas cuantas ramas secas de distintos tamaños. Las eché al fuego mientras Ringgo salía del bosque para reunirse conmigo. Llevaba en la mano una piedra del tamaño de un pomelo.

—¿Le ha visto? —me preguntó.

—No. Soltó una carcajada y escapó.

Me mostró la piedra diciendo:

—Esto es lo que nos lanzaron.

Dibujados en rojo sobre la superficie lisa y gris de la piedra se veían dos ojos redondos, una nariz triangular y una boca dentada; los rudimentos de una calavera. Arañé con la uña uno de los ojos y dije:

—Es lápiz.

Ringgo miraba el cuerpo que chisporroteaba sobre el fuego y los restos que se acumulaban sobre el suelo.

—¿Qué opina de esto? —pregunté.

Tragó saliva y respondió.

—Mickey era un buen perro.

—¿Era suyo?

Me dijo que sí con un movimiento de la cabeza.

Exploré los alrededores dirigiendo hacia el suelo el haz de luz de mi linterna. Hallé unas huellas de pisadas.

—¿Ve algo? —preguntó Ringgo.

—Sí —le mostré una de las huellas—. Llevaba los zapatos envueltos en trapos. No nos sirven de nada.

Volvimos de nuevo junto a la hoguera.

—Es otra mascarada —le dije—. Quien despedazó y despellejó al perro sabía muy bien lo que hacía… Sabía que éste no es modo de asar un animal decentemente. El exterior se quemará antes que el interior se haya calentado siquiera y del modo que lo han espetado se caerá al fuego al primer intento de darle vuelta.

El gesto de Ringgo se suavizó un poco.

—Algo es algo —dijo—. Bastante es ya que lo hayan matado. No podría soportar la idea de que alguien se comiera a Mickey o que pensara hacerlo siquiera.

—No iban a hacerlo —le aseguré—. Es todo una comedia. ¿Es este el tipo de cosas que han venido sucediendo?

—Sí.

—¿Qué sentido tienen?

—Al capitán le gusta jugar al ratón y al gato.

Le di un cigarrillo, tomé otro para mí y los encendimos con una astilla que tomé de la hoguera.

Ringgo levantó la cabeza, miró al cielo y me dijo:

—Llueve otra vez. Vamos a casa —pero permaneció junto al fuego mirando el cuerpo del perro. El tufo a carne chamuscada flotaba pesadamente en torno a nosotros.

—Aún no se toma todo esto muy en serio, ¿verdad? —me preguntó en voz baja y con tono vacío de expresión.

—Es un caso raro.

—Está completamente loco —continuó en el mismo tono—. Trate de entender esto. El honor lo era todo para él. Por eso en El Cairo tuvimos que engañarle en vez de sobornarle. ¡Diez años de deshonra! Cualquier hombre con sus ideales perdería la razón por menos. La reacción normal de un tipo así es ocultarse a todos a rumiar su desdicha. O eso, o dispararse un tiro cuando sobreviene la desgracia. Al principio pensé lo mismo que usted —dio unos puntapiés a la hoguera—. Esto es absurdo. Pero ahora sólo me río cuando estoy con el comodoro y con Miriam. Cuando apareció por primera vez no me imaginé siquiera que me sería imposible controlarle. En El Cairo no había tenido el menor problema. Cuando descubrí que se me escapaba de las manos, perdí la cabeza y fui a buscarle dispuesto a darle una paliza. Tampoco me salió bien eso. Es lo absurdo del caso lo que hace todo tan difícil. En El Cairo era el tipo de hombre que se peina antes de afeitarse para no verse desaliñado en el espejo. ¿Entiende lo que quiero decirle?

—Tendré que hablar con él primero —le respondí—. ¿Vive en el pueblo?

—Vive en un chalet en la colina. Es la primera casa a la izquierda después de entrar en la carretera principal —Ringgo arrojó la colilla al fuego y me miró pensativo mordiéndose el labio inferior—. No sé cómo va a entenderse con el comodoro. No le gaste bromas. No las entiende y sólo logrará que desconfíe de usted.

—Me andaré con cuidado —prometí—. ¿No serviría de nada ofrecerle dinero a ese Sherry?

—Ni pensarlo —respondió en voz baja—. Está demasiado chiflado.

Retiramos del fuego los restos del perro, deshicimos la hoguera a puntapiés y desperdigamos los restos sobre el barro. Hecho esto, regresamos a la casa.

5

A la mañana siguiente el campo apareció fresco y brillante bajo la clara luz del sol. Una brisa cálida secaba el terreno y perseguía a través del cielo a unas nubes de algodón.

A las diez en punto salí de la casa y me dirigí a pie al chalet del capitán Sherry. No tuve la menor dificultad en encontrarlo. Era una construcción de estuco color rosáceo cubierta de tejas rojas. Se llegaba a ella desde la carretera por un caminillo de grava. En el porche que se extendía a lo largo de la fachada frontal había una mesa puesta con mantel blanco y dos cubiertos.

Antes de que pudiera llamar a la puerta me abrió un negro, delgado y no mayor que un niño, vestido con una chaqueta blanca. Los rasgos de su rostro eran aquilinos, más finos que los de la mayoría de los negros americanos, y revelaban inteligencia natural.

—Va a coger muchos catarros si sigue tirándose al suelo sobre el asfalto mojado —le dije—. Eso si tiene suerte y no le atropellan antes.

Sus labios se distendieron hasta casi tocarle las orejas, dejando al descubierto un montón de dientes fuertes y amarillentos.

—Sí, señor —respondió siseando las eses y arrastrando las erres. Me hizo una reverencia—. El capitán no desayunar para que desayunar con usted. Usted sentarse ahora y yo llamarle.

—No me darán carne de perro, ¿no?

Sus labios se distendieron de nuevo y sacudió vigorosamente la cabeza.

—No, señor —extendió las manos negras y dijo contando con los dedos—: Zumo de naranja, y arenques, y riñones a la plancha, y huevos, y mermelada, y tostadas, y té o café. No haber carne de perro.

—Muy bien —dije, y me senté en uno de los sillones de mimbre del porche.

Tuve tiempo de encender un cigarrillo antes de que el capitán Sherry saliera. Era un hombre alto y delgado, de unos cuarenta años. Su cabello rubio, partido con raya en medio y cargado de fijador, enmarcaba un rostro curtido por el sol. Tenía los ojos grises y los bordes de los párpados tan rectos como el filo de una regla. Su boca era otra línea recta y dura dibujada bajo un bigote rubio y recortado. Surcos como cuchilladas hendían su rostro desde las ventanillas de la nariz hasta las comisuras de la boca y otras arrugas igualmente profundas le nacían en las mejillas para ir a morir en la mandíbula. Llevaba un batín de franela rayada de colores alegres sobre un pijama de color arena.

—Buenos días —me dijo amablemente esbozando un saludo sin tenderme la mano—. No se levante. Marcus no tendrá el desayuno listo hasta dentro de unos minutos. Me dormí. Tuve el sueño más terrible que se puede imaginar —arrastraba las palabras con lentitud deliberada—. Soñé que le habían cortado el cuello a Theodore Kavalov. De aquí hasta aquí —dijo pasando los dedos de una oreja a otra—. Un crimen atroz, de lo más macabro. El muy puerco sangraba y gritaba horriblemente.

Le sonreí y pregunté:

—¿Y a usted no le gustó?

—Que le cortaran la garganta no estuvo mal, pero sangraba y gritaba de un modo tan repugnante… —arrugó la nariz y husmeó el aire—. ¿Hay madreselvas por aquí?

—A eso huele. ¿Era degollarle lo que se proponía usted cuando le amenazó?

—¿Cuándo le amenacé? —repitió—. Mi querido amigo. Yo no le amenacé. Me hallaba en Uchda, una ciudad apestosa de Marruecos cerca de la frontera de Argelia, cuando una mañana una voz me habló desde un naranjo y me dijo: «Ve a Estados Unidos. En un pueblo de California llamado Farewell verás morir a Theodore Kavalov». Me pareció una idea genial. Di las gracias a la voz, le dije a Marcus que hiciera el equipaje y me vine. Cuando llegué le conté todo a Kavalov pensando que quizá se avendría a morir en seguida y no me dejaría aquí colgado esperando. Pero no quiso. Debí preguntarle a la voz la fecha concreta. Me molestaría infinitamente tener que perder meses enteros en este pueblo.

—¿Por eso es por lo que ha tratado de precipitar las cosas? —le pregunté.

—¿Cómo ha dicho?

Shrecklichkeit —le respondí—. Calaveras de piedra, asados de perro y cadáveres que desaparecen.

—He pasado quince años en África. Tengo una fe ciega en las voces que hablan desde los naranjos cuando no hay nadie en las cercanías que pueda echarles una mano. No tengo nada que ver con lo ocurrido aquí.

—¿Y Marcus?

Se acarició las mejillas recién afeitadas y replicó:

—Es posible. Tiene una tendencia incorregible a la broma pesada de la peor especie africana. Le azotaré con gusto por cualquier falta que haya cometido y de la que tenga usted prueba razonablemente definitiva.

—Espere usted a que le pille con las manos en la masa —le dije—, y yo mismo me encargaré de azotarle.

Sherry se inclinó hacia delante y me dijo en voz baja:

—Asegúrese de que no sospecha nada hasta que le tenga seguro. No sabe lo bien que maneja los cuchillos.

—No lo olvidaré. ¿La voz no le dijo nada de Ringgo?

—No tenía necesidad de hacerlo. Cuando el cuerpo muere, la mano muere también.

Marcus salía de la casa en aquel momento con una bandeja. Nos sentamos a la mesa y comencé mi segundo desayuno.

Sherry se preguntaba si la voz que le había hablado desde el naranjo habría avisado también a Kavalov. Se lo preguntó a éste, me dijo, pero no le había dado respuesta satisfactoria. El capitán creía que las voces que anuncian la muerte de algún enemigo avisan también al que va a morir.

—Creo que ese es el modo tradicional de hacerlo —dijo.

—No lo sé —respondí—. Trataré de averiguarlo. Quizá debamos preguntarle a Kavalov qué soñó anoche.

—¿Tenía aspecto esta mañana de haber tenido pesadillas?

—No lo sé. Me fui antes de que se levantara.

Los ojos de Sherry se transformaron en dos puntos de un gris ardiente.

—¿Quiere decir —me preguntó— que no tiene ni idea del estado en que se halla esta mañana, de si está vivo o muerto, de si mi sueño se convirtió o no en realidad?

—Eso es.

La línea dura de su boca se distendió lentamente en una sonrisa de placer.

—¡Por todos los diablos! —exclamó—. ¡Eso es fantástico! Creí que… me dio la impresión de que usted sabía a ciencia cierta que mi sueño no se había cumplido, que era absurdo.

Dio unas palmadas.

Marcus apareció en la puerta.

—Haz el equipaje —le ordenó Sherry—. El calvo la ha palmado. Nos vamos.

Marcus hizo una inclinación y volvió a entrar en la casa sonriente.

—¿No sería conveniente que se asegurara primero? —pregunté.

—Estoy completamente seguro —dijo arrastrando las palabras—. Tan seguro como cuando me habló la voz. No tengo que esperar a nada. Le he visto morir.

—En un sueño.

—¿Fue un sueño? —preguntó distraídamente.

Al despedirme, diez o quince minutos más tarde, oí ruidos que sugerían que Marcus estaba realmente haciendo el equipaje.

Sherry me estrechó la mano diciendo:

—Me alegro muchísimo de que haya venido. Quizá nos veamos de nuevo si su trabajo le lleva alguna vez al norte de África. Dé recuerdos míos a Miriam y a Dolph. Sería un hipócrita si les enviara mi pésame.

Una vez en un lugar donde no podía ser visto desde el chalet, abandoné la carretera y me interné por un sendero con el fin de buscar un lugar elevado para espiar a Sherry. Al fin hallé exactamente lo que deseaba: una casucha decrépita construida sobre un saliente rocoso de la colina orientado al noroeste. Desde el porche se veía toda la fachada principal del chalet, parte de un lateral y una buena porción del caminillo de grava, incluido el lugar donde éste moría en la carretera. La distancia era grande, pero con unos prismáticos podría llevar a cabo mi tarea perfectamente. Incluso había delante del porche unos altos matorrales que me servían de pantalla.

Cuando al fin regresé a casa de Kavalov hallé a Ringgo sentado bajo un árbol en un sillón de mimbre con la espalda apoyada en unos cojines de colores alegres y un libro en las manos.

—¿Qué le ha parecido? —me preguntó—. ¿Está loco?

—No mucho. Me dijo que les diera recuerdos a usted y a su esposa. ¿Cómo va ese brazo esta mañana?

—Horrible. Creo que había demasiada humedad anoche. No he podido pegar ojo.

—¿Ha visto al famoso capitán Sherry? —dijo a mis espaldas la voz quejumbrosa de Kavalov—. ¿Le ha satisfecho la visita?

Me volví. Venía por el sendero procedente de la casa. Su rostro estaba más grisáceo que moreno esta mañana, pero por lo que dejaba ver su cuello de pajarita tenía la garganta entera y verdadera.

—Cuando me vine estaba haciendo el equipaje —respondí—. Se vuelve a África.

6

Aquel día era jueves. En toda la jornada no ocurrió nada de mención. El viernes por la mañana me despertó el ruido que hizo la puerta de mi dormitorio al abrirse con violencia. Martin, el ayuda de cámara de rostro enjuto, entró como una flecha en mi habitación y comenzó a sacudirme por el hombro, aunque cuando llegó a mi lado yo ya estaba sentado en la cama.

Su rostro afilado, afeado por el terror, estaba de un color amarillo limón.

—¡Ha sucedido! —murmuró—. ¡Dios mío! ¡Ha sucedido!

—¿A qué se refiere?

—¡Ha sucedido! ¡Ha sucedido!

Le aparté de un empujón y salté de la cama. De pronto, el ayuda de cámara se volvió y corrió hacia el baño. Le oí vomitar mientras me ponía las zapatillas.

El dormitorio de Kavalov estaba situado tres puertas más allá del mío, en la misma ala del edificio.

La casa estaba llena de sonidos, de voces excitadas y de ruidos de puertas que se abrían y cerraban, pero no se veía a nadie.

Corrí al cuarto de Kavalov. La puerta estaba abierta.

Kavalov yacía destapado y boca arriba en una cama baja de madera tallada a cuyo pie alguien había arrojado las cubiertas. Le habían degollado de un solo tajo. La cuchillada formaba una línea paralela a la mandíbula y trazada entre dos puntos situados a unos dos centímetros por debajo de los lóbulos de las orejas. La sangre había empapado los almohadones y las sábanas azules, adquiriendo así un tinte purpúreo semejante al zumo de la uva. Era espesa y pegajosa y comenzaba a coagularse.

Ringgo entró con un batín echado sobre los hombros a modo de capa.

—¡Ha sucedido! —exclamó entre dientes usando las mismas palabras que el ayuda de cámara. Contempló la escena desolado, hundido, y comenzó luego a maldecir en voz baja y entrecortada.

La mujer del rostro arrebolado, Louella Qually, el ama de llaves, entró dando alaridos, nos apartó de un empujón y se precipitó hacia el lecho. En el momento en que iba a tocar las sábanas la detuve.

—Deje todo como está —le dije.

—¡Tápenle! ¡Tápenle! ¡Pobrecillo! —gritó.

La aparté de la cama. Habían acudido ya a la habitación cuatro o cinco sirvientes y pedí a dos que se hicieran cargo de ella, que se la llevaran y la tranquilizaran. La mujer salió de la habitación riendo y llorando. Ringgo seguía contemplando la escena.

—¿Dónde está su esposa? —pregunté.

No me oyó. Le di unos golpecitos en el brazo sano y repetí la pregunta.

—Está en su habitación. Sabe lo que ha pasado sin necesidad de ver nada.

—¿No cree que sería mejor que fuera a atenderla?

Asintió, se volvió lentamente y salió de la habitación.

El ayuda de cámara entró en aquel momento con el rostro todavía amarillo limón.

—Quiero que reúna a toda la servidumbre en el salón de abajo —le dije—. Que no se muevan de allí hasta que llegue la policía.

—Sí, señor —respondió y bajó seguido de los otros criados.

Cerré la puerta del cuarto de Kavalov y fui a la biblioteca, desde donde llamé a la oficina del jefe de policía situada en el Ayuntamiento. Hablé con un ayudante llamado Hilden. Cuando le informé de lo ocurrido me dijo que el comisario llegaría en menos de media hora. A renglón seguido fui a mi habitación y me vestí. En el momento en que acababa entró el ayuda de cámara para decirme que estaban reunidos abajo todos los ocupantes de la casa excepto el matrimonio Ringgo y la doncella de la señora.

Me hallaba inspeccionando la habitación de Kavalov cuando llegó el comisario. Era un hombre de cabellos blancos, ojos azules de mirar reposado y una voz igualmente tranquila que emergía, imprecisa, de un bigote canoso. Traía con él tres agentes, un médico y un forense.

—Ringgo y el ayuda de cámara podrán decirle más que yo —le dije una vez hechas las presentaciones—. Volveré lo antes posible. Ahora voy a ver a Sherry; Ringgo le explicará qué tiene que ver con este asunto.

Una vez en el garaje me decidí por un Chevrolet salpicado de barro y me dirigí al chalet. Las puertas y ventanas estaban herméticamente cerradas. Llamé sin obtener respuesta.

Volví por el caminillo de grava hasta el automóvil y me acerqué a Farewell. Allí pude averiguar sin dificultad que Sherry y Marcus habían tomado la tarde anterior el tren de las dos y diez con destino a Los Angeles llevando consigo tres baúles y media docena de maletas que el mozo de la estación se había encargado de facturar.

Después de enviar un telegrama a la oficina de la agencia de Los Angeles me fui a ver al hombre que había alquilado el chalet al capitán.

Lo único que éste pudo decirme acerca de sus inquilinos es que estaba muy desilusionado porque éstos no habían permanecido en el pueblo ni siquiera dos semanas. Sherry le había devuelto las llaves con una breve nota en la que decía que le habían llamado con urgencia. Me guardé la nota. Siempre es conveniente tener un documento de puño y letra de un posible delincuente. Le pedí prestadas las llaves del chalet y volví allí a inspeccionar.

No hallé nada excepto un montón de huellas digitales que quizá pudieran servirnos de utilidad más adelante. Ni el menor indicio que indicara adónde podían haberse dirigido los dos hombres.

Volví a casa de Kavalov.

El jefe de policía había terminado de interrogar a la servidumbre.

—No he podido sacar nada en limpio —me dijo—. Nadie vio ni oyó nada sospechoso desde anoche hasta que el ayuda de cámara le encontró muerto esta mañana. ¿Sabe usted algo más?

—No. ¿Le hablaron de Sherry?

—Sí. Supongo que ahí está el quid del asunto, ¿no?

—Sí. Parece que partió ayer por la tarde con su criado para Los Angeles. Veremos qué hay de verdad en eso. ¿Qué dice el forense?

—Dice que le mataron entre las tres y las cuatro de la mañana con un cuchillo más bien pesado. Fue un tajo rápido y limpio hecho de izquierda a derecha. Parece obra de un zurdo.

—Puede que fuera limpio, pero no fue un tajo rápido —le dije—. Fue lento. El tajo rápido, si se curva, se curva hacia arriba en el centro, en dirección opuesta al que lo hace, y en dirección suya en los extremos, al contrario exactamente que en este caso.

—Entiendo. ¿Es zurdo ese Sherry?

—No lo sé —me preguntaba si Marcus lo sería—. ¿Halló el cuchillo?

—Ni rastro… Y lo que es peor, no hallamos ninguna pista en absoluto, ni dentro ni fuera. Es curioso que con el miedo que tenía Kavalov no se encerrara con más cuidado. Las ventanas estaban abiertas y cualquiera pudo entrar por ellas con ayuda de una escalera. La puerta no estaba cerrada tampoco.

—Hay media docena de posibles explicaciones. El…

Uno de los agentes, un hombre rubio y fornido, se asomó en aquel momento a la puerta y dijo:

—Encontramos el cuchillo.

El comisario y yo salimos tras él al exterior y le seguimos hasta el lado de la casa al que daba el cuarto de Kavalov. La hoja del cuchillo estaba enterrada en la tierra entre los arbustos que bordeaban el caminillo que conducía al alojamiento de los jornaleros.

El mango de madera del cuchillo, que estaba pintado de rojo, formaba una línea oblicua con respecto a la casa. En la hoja quedaban algunos restos de sangre pero la tierra húmeda había limpiado la mayoría. En el mango no había huellas digitales y tampoco se veían huellas de pies sobre la tierra blanda en torno al cuchillo. Al parecer, lo habían arrojado entre los arbustos.

—Supongo que esto es todo —dijo el jefe de policía—. No hay nada que diga ni desdiga que alguien de la casa tenga que ver con el crimen. Vamos a ocuparnos de ese capitán Sherry.

Bajé con él hasta el pueblo. En Correos averiguamos que Sherry había dejado la siguiente dirección: Lista de correos, San Luis, Missouri. El jefe de la oficina nos informó de que Sherry no había recibido correspondencia alguna durante su estancia en Farewell.

De allí nos dirigimos a la oficina de Telégrafos, donde nos dijeron que Sherry no había recibido ni tampoco cursado ningún telegrama. Aproveché para enviar uno a la sucursal de la agencia en San Luis.

De las investigaciones que llevamos a cabo en el pueblo no sacamos nada en limpio. Lo único que averiguamos fue que todos los ociosos de Farewell habían sido testigos de cómo Sherry y Marcus subían al tren de las dos y diez con destino al sur. Antes de que regresáramos a la casa de Kavalov, me llegó un telegrama desde aquella ciudad. Decía:

Baúles y maletas de Sherry en consigna. Aún no retirados. Vigilamos.

Cuando volvimos a la casa, hallé a Ringgo en el vestíbulo. Le pregunté:

—¿Sabe si Sherry es zurdo?

Pensó un momento y luego hizo un gesto con la cabeza.

—No lo recuerdo —contestó—. Puede que sí. Le preguntaré a Miriam. Quizá ella lo recuerde; ya sabe cómo se fijan las mujeres en esas cosas.

Al rato bajó asintiendo.

—Es casi ambidextro, pero usa la mano izquierda más que la derecha. ¿Por qué?

—El forense cree que cometieron el crimen con la mano izquierda. ¿Cómo está la señora Ringgo?

—Creo que lo peor ya ha pasado. Gracias.

7

El equipaje de Sherry permaneció en la consigna de la estación de Los Ángeles todo el día del sábado sin que nadie lo reclamara. A última hora de la tarde, el jefe de policía de Farewell hizo pública la noticia de que se buscaba a Sherry y al negro por asesinato y aquella misma noche los dos tomamos el tren en dirección a la mencionada ciudad.

El domingo por la mañana abrimos el equipaje en presencia de dos oficiales del cuerpo de policía de Los Ángeles. No hallamos nada a excepción de ropa y efectos personales que no nos dijeron absolutamente nada. El viaje constituyó un completo fracaso.

Volví a San Francisco e hice imprimir y distribuir millares de circulares.

Pasaron dos semanas, dos semanas en las que las circulares no nos reportaron más que el número habitual de falsas alarmas.

Al fin la policía de Spokane localizó a Sherry y a Marcus en una pensión de la calle Stevens.

Un desconocido había informado a las autoridades de que un tal Fred Williams, que se alojaba en la referida pensión, recibía todos los días la visita de un negro misterioso y que el comportamiento de los dos hombres era muy sospechoso. La policía de Spokane tenía una copia de nuestra circular. Las iniciales H. S. que Fred Williams llevaba en los gemelos fueron suficientes para convencerles de que se trataba del hombre que buscábamos. Al cabo de dos horas de interrogatorio Sherry admitió su identidad, pero negó haber asesinado a Kavalov.

Dos agentes de Farewell fueron a Spokane y trajeron a los sospechosos a la cárcel local.

Sherry se había afeitado el bigote. Nada en su rostro ni en su voz indicaba que se hallara preocupado en lo más mínimo.

—Cuando tuve aquel sueño supe que no tenía que esperar más —dijo con su modo de hablar característico—. Por eso me fui. Luego, cuando me enteré de lo que había ocurrido, supuse que ustedes se me echarían encima, como si uno pudiera controlar lo que sueña, y decidí esconderme.

Repitió solamente la historia de la voz que le habló desde el naranjo ante el jefe de policía y el fiscal del distrito. A los periódicos les encantó.

Se negó a decirnos cómo había llegado a Spokane y qué había hecho desde la tarde en que había salido de Farewell hasta entonces.

—No, no —dijo—. Lo siento, pero quizá me vea obligado a huir otra vez y no quiero revelar mis métodos.

No quiso decirnos tampoco dónde había pasado la noche del asesinato. Estábamos casi seguros de que se había bajado del tren antes de llegar a Los Angeles, aunque los empleados del ferrocarril no pudieron decirnos nada al respecto.

—Lo siento —dijo—. Pero si ustedes no saben dónde estaba aquella noche, ¿cómo pueden afirmar que estuve donde se cometió el asesinato?

Con Marcus la cosa fue aún peor.

Su fórmula era:

—Yo no entender inglés muy bien. Pregunten capitain. Yo no saber.

El fiscal pasó horas enteras recorriéndose de arriba abajo su oficina, mordiéndose las uñas y repitiéndonos de muy mal talante que el caso se vendría abajo si no podíamos probar que Sherry o Marcus se hallaban cerca de la casa de Kavalov poco antes o después de la hora del crimen. El jefe de policía era el único que no compartía la sospecha de que Sherry tenía ocultos en la manga un montón de ases de todas clases. Le veía ya en la horca.

El capitán se buscó un abogado, un tipo pálido y escurridizo con gafas de montura de concha y labios finos y nerviosos. Se llamaba Schaeffer y se paseaba por ahí como por su propia casa sin dejar de sonreírse a sí mismo y a nosotros.

Cuando al fiscal del distrito sólo le quedaban las uñas de los pulgares y comenzaba ya a emprenderla con ellas, tomé las fotografías de los dos detenidos, le pedí prestado un automóvil a Ringgo y seguí la línea del ferrocarril hacia el sur con la esperanza de descubrir dónde se había bajado Sherry.

Mostré aquellas malditas fotografías en cada estación y apeadero entre Farewell y Los Ángeles, en cada uno de los pueblos situado a menos de veinte millas de la línea del ferrocarril y en casi todas las casas que quedaban en medio. No conseguí nada.

No había la más mínima prueba de que Sherry y Marcus no hubieran seguido hasta Los Angeles.

De ser así, habrían llegado a esa ciudad a las diez y media de la noche. Era imposible que hubieran vuelto en tren a Farewell aquella misma noche a tiempo de matar a Kavalov. Quedaban dos posibilidades; que hubieran regresado en avioneta, o en coche, lo que no era probable.

Exploré la primera posibilidad y no pude encontrar a ningún piloto que hubiera llevado a un pasajero aquella noche. Con ayuda de la policía de Los Ángeles y de varios detectives de la Continental interrogué a todos los propietarios de avionetas de la ciudad. La respuesta fue negativa.

Pasamos después a investigar la segunda posibilidad, que era aún más remota. Las principales compañías de taxis y autos de alquiler no pudieron darnos ninguna pista. Entre las diez y las doce de aquella noche habían robado cuatro coches. Dos de ellos fueron hallados en la ciudad a la mañana siguiente. El otro apareció en San Diego. Quedaba sólo uno. Aún no lo habían encontrado y se trataba de un Packard. Hicimos imprimir circulares con su descripción.

Localizar a cada uno de los pequeños propietarios de taxis y coches de alquiler constituía una tarea ingente y, por otro lado, cualquier propietario de un automóvil privado podía haberse brindado a hacer el trabajo. En vista de ello decidimos encargar de eso a los diarios.

A pesar de su colaboración no pudimos averiguar nada de interés, pero este nuevo aspecto de la investigación, el tratar de descubrir dónde se hallaban los detenidos pocas horas antes del asesinato, dio resultado en otro terreno.

La policía de San Pedro, el puerto marítimo de Los Angeles, situado a unos cuarenta kilómetros de esta ciudad, había detenido a un negro a la una de la madrugada de la noche del crimen.

El negro hablaba muy mal inglés, pero gracias a sus documentos averiguamos que se llamaba Pierre Tisano, que era marinero y de nacionalidad francesa. El motivo del arresto había sido embriaguez y alteración del orden público.

Según las autoridades de San Pedro, el marinero borracho respondía exactamente a la fotografía y a la descripción del hombre que conocíamos por el nombre de Marcus.

No paró ahí lo que nos dijeron.

Habían detenido a Tisano a la una de la madrugada. Poco después de las dos apareció en la comisaría a pagar la multa para conseguir la libertad del detenido un blanco que dijo llamarse Henry Somerton. El sargento que estaba de guardia aquella noche le dijo que no podía hacer nada hasta la mañana siguiente y que en cualquier caso era mejor dejar que Tisano durmiera la mona antes de sacarle de allí. Somerton se quedó hablando con el sargento media hora y se fue poco después de las tres. A las diez de la mañana siguiente regresó y pagó la multa. Luego los dos hombres se fueron juntos.

La policía de San Pedro afirmaba que Henry Somerton respondía también a la fotografía y descripción de Sherry, excepción hecha del bigote.

La firma que Somerton había dejado en el libro del registro del hotel en que había dormido entre sus dos visitas a la comisaría era de la misma mano que la nota de Sherry que me había facilitado el dueño del chalet.

Estaba bastante claro que Sherry y Marcus, a la hora que Kavalov fue asesinado, se hallaban en San Pedro, lugar situado a nueve horas de tren de donde se cometió el crimen.

Pero «bastante claro» no es suficiente en un caso de homicidio, y, en consecuencia, me llevé conmigo a Farewell al sargento de la comisaría de San Pedro que se hallaba de guardia la noche de la detención para que identificara a los sospechosos.

—Son ellos. Estoy seguro —dijo.

8

El fiscal del distrito acabó de comerse las uñas que le quedaban. El jefe de policía miraba con la expresión asombrada del niño que ha tenido un globo en la mano, ha oído una pequeña explosión y no puede entender qué le ha ocurrido a su juguete. Yo fingía estar totalmente satisfecho.

—Hemos vuelto al punto de partida —gruñó el fiscal del distrito de mal talante, como si la culpa fuera de todos menos de él—, y encima hemos perdido varias semanas.

El jefe de policía no miró al fiscal ni despegó los labios.

Intervine:

—Yo no diría tanto. Hemos hecho algunos progresos.

—¿Cuáles?

—Ahora sabemos que Sherry y el criado negro tienen una coartada.

El fiscal se creyó que me burlaba de él. Hice caso omiso de su reacción y pregunté:

—¿Qué va hacer con ellos?

—¿Qué puedo hacer sino dejarles en libertad? Y con eso se acabó el caso.

—Al país no le cuesta mucho mantenerles —sugerí—. ¿Por qué no les deja encerrados todo el tiempo que pueda mientras pensamos bien el asunto? Puede que surja algo nuevo y de cualquier forma siempre puede cerrar el caso cuando desee. No creerá usted que son inocentes, ¿verdad?

Me lanzó una mirada amarga cargada de compasión por mi estupidez.

—Seguro que son culpables. Pero ¿de qué me sirve saberlo si no puedo demostrarlo ante un jurado? Y, ¿para qué vamos a tenerlos encerrados? ¡Maldita sea! Usted sabe tan bien como yo que todo lo que tienen que hacer ahora es pedir que les pongan en libertad, y el juez no tendrá más remedio que concedérselo.

—Lo sé —admití—. Pero le apuesto el mejor sombrero de San Francisco a que no se lo pedirán.

—¿Qué quiere decir?

—Quieren que les juzguen —le dije—. De no ser así, se habrían sacado de la manga su coartada antes de que la descubriéramos nosotros por nuestra cuenta. No me sorprendería que hubieran dado ellos mismos el soplo a la policía de Spokane. Le apuesto ese mismo sombrero a que Schaeffer no va a presentar recurso de habeas Corpus.

El fiscal me miró con los ojos llenos de desconfianza.

—¿Me oculta usted algo? —preguntó.

—No. Pero verá como tengo razón.

Y así fue. Durante los días siguientes Schaeffer se paseó por la oficina del fiscal sonriendo para su capote y sin hacer el menor intento por sacar a sus clientes de la cárcel.

Tres días después sucedió algo nuevo.

Un hombre llamado Archibald Weeks, que tenía una pequeña granja avícola a unos dieciséis kilómetros de la casa de Kavalov, se presentó a ver al fiscal y declaró que había visto a Sherry la madrugada del crimen. Weeks partía aquella mañana para visitar a sus padres en Iowa y se había levantado temprano para dejar todo en orden antes de salir para la estación, situada a unos treinta kilómetros de su granja.

Entre las cinco y media y las seis se dirigió al cobertizo que le servía de garaje para ver si tenía bastante gasolina para el recorrido. Al verle llegar, un hombre salió corriendo del cobertizo, saltó la cerca y huyó carretera abajo a plena carrera. Weeks le persiguió durante cierta distancia, pero al fin se dio por vencido. El desconocido iba demasiado bien vestido para ser un vagabundo, por lo que el granjero supuso que había tratado de robarle el automóvil.

Como su viaje era necesario y como durante en su ausencia su mujer iba a quedarse sola con sus dos hijos, uno de diecisiete años y otro de quince, decidió guardar silencio acerca del incidente para no asustarla.

Al volver de Iowa se enteró de todo lo referente a la muerte de Kavalov, vio en los periódicos la fotografía de Sherry y reconoció en ella al que había huido de su cobertizo. Al día siguiente fue a ver al fiscal. Le mostramos al detenido en persona y afirmó sin lugar a dudas que se trataba del hombre en cuestión. Sherry no dijo nada.

Como la declaración de Weeks contradecía la de la policía de San Pedro, el fiscal decidió que se llevara el caso a juicio. Marcus fue el testigo principal. Como no había nada que se opusiera a la coartada decidieron no juzgarle.

Weeks repitió su historia clara y llanamente en el estrado y de pronto, durante el interrogatorio de la defensa, se derrumbó. Se vino abajo en mil pedazos. En respuesta a las preguntas de Schaeffer admitió que no estaba tan seguro de que Sherry fuera el hombre que había visto la noche del suceso. Lo poco que pudo ver de él ciertamente le recordaba al acusado, pero quizá se había precipitado al identificarlo positivamente. Ahora que podía pensar con más calma no estaba tan seguro de que hubiera visto con claridad la cara del intruso, ya que, dado lo temprano de la hora, la luz era muy escasa. Al final, todo lo que se avino a jurar fue que había visto a un hombre que se parecía ligeramente a Sherry.

Fue para morirse de risa.

El fiscal del distrito, sin uñas ya que morderse, se roía las puntas de los dedos.

El jurado declaró a Sherry inocente.

Quedó, pues, en libertad, exonerado para siempre, pasara después lo que pasara, del asesinato de Kavalov.

A Marcus también le soltaron.

Cuando salí para San Francisco el fiscal no quiso ni decirme adiós.

9

Cuatro días después de la absolución de Sherry entró en mi oficina la señora Ringgo.

Iba vestida de negro y en su rostro oriental, hermoso pero anodino, se reflejaba una gran inquietud.

—Por favor, no le diga a Dolph que vine a verle —fueron las primeras palabras que me dirigió.

—Desde luego, si así lo desea —le prometí.

Se sentó y me miró con los ojos abiertos de par en par.

—Tiene tan poco cuidado… —me dijo.

Asentí dándole la razón, sin saber adónde iría a parar.

—Y tengo tanto miedo… —añadió retorciendo los guantes entre sus manos. Le temblaba la barbilla y las palabras salían de sus labios a trompicones—. Han regresado al chalet.

—¿Sí? —me incorporé en el asiento. Sabía a quién se refería.

—Sólo pueden tener un motivo para volver —continuó, llorando—. Asesinar a Dolph del mismo modo que asesinaron a mi padre. Y no quiere escucharme. Está tan seguro de sí mismo… Se ríe de mí. Dice que soy tonta y que él sabe cuidar de sí mismo. Pero no es cierto. Al menos mientras siga con el brazo entablillado. Y le matarán como mataron a mi padre. Lo sé. Lo sé.

—¿Odia Sherry a su marido tanto como odiaba a su padre?

—Sí. Eso es. Le odia. Dolph trabajaba para papá, pero tomó parte en el asunto que provocó la desgracia de Hugh en mucha mayor medida que mi padre. ¿Le impedirá usted que mate a Dolph? ¿Lo hará?

—Desde luego.

—No quiero que Dolph sepa nada de esto —insistió—. Si averigua que usted le está vigilando, no le diga que yo vine a verle. Se enfadaría conmigo. Le dije que le llamara, pero él… —se interrumpió y me miró sin saber qué decir. Supuse que su marido habría hecho algún comentario desagradable acerca de mi fracaso con respecto al asunto de su padre—. No quiso.

—¿Cuándo volvieron?

—Anteayer.

—Estaré allí mañana —le prometí—. Si quiere un consejo, yo de usted le diría a su marido que me ha contratado, pero si no quiere hacerlo, no es necesario.

—No dejará que le hagan nada malo, ¿verdad?

Le prometí que haría todo lo que estuviera en mi mano, acepté el dinero que me entregó, le di un recibo y fui a despedirla hasta la puerta.

Aquella misma tarde, poco antes de que oscureciera, llegué a Farewell.

10

Cuando pasé por delante del chalet, al subir la colina, vi las ventanas iluminadas. Estuve tentado de bajar del automóvil y dedicarme a husmear un poco, pero tuve miedo de no poder aventajar a Marcus en astucia en su propio terreno.

Cuando me interné en el camino de tierra que conducía a la casa abandonada que había descubierto en mi primera visita a Farewell apagué los faros del coche y continué ascendiendo lentamente la ladera a la luz de una luna blanquísima que brillaba en lo alto. Ya cerca de la casa, dejé el automóvil a un lado del camino.

Subí al porche y comencé a ajustar los prismáticos.

Aún no había terminado de hacerlo cuando la puerta se abrió dejando escapar una lonja de luz amarilla y dos personas salieron al exterior.

Una de ellas era una mujer.

Un giro más de la rueda de ajuste de los prismáticos y su rostro apareció claro ante mi vista. Era la señora Ringgo.

Se levantó el cuello del abrigo en torno al rostro y avanzó rápidamente por el caminillo de grava. Sherry se quedó en el porche mirando cómo se alejaba.

Cuando llegó a la carretera comenzó a correr ladera arriba en dirección a su casa.

Sherry entró en su chalet y cerró la puerta.

Dos horas y media después un hombre llegó por la carretera y entró en el sendero de grava. Avanzó apresuradamente hacia el chalet con extraña cautela mirando a un lado y a otro mientras caminaba. Supongo que llamó con los nudillos a la puerta, pues segundos después de llegar junto a ella, ésta se abrió arrojando un resplandor amarillento sobre su rostro. Reconocí a Dolph Ringgo.

Entró y la puerta se cerró tras él.

Me guardé los prismáticos, abandoné mi puesto de observación y me dirigí al chalet. Como no estaba seguro de poder hallar un buen escondite para mi automóvil, decidí dejarlo donde estaba e ir a pie. No quise arriesgarme a tomar el caminillo de grava. Unos seis metros antes de llegar a éste, dejé la carretera y me deslicé lo más silenciosamente posible entre los árboles, los arbustos y los macizos de flores. Sabía con quién me las veía y en consecuencia llevaba el revólver en la mano.

Todas las luces de las habitaciones que daban a la fachada que podía ver estaban encendidas, pero las ventanas estaban cerradas y las persianas echadas. A pesar de ello, y desgraciadamente para mí, el resplandor que se filtraba a través de ellas ayudaba a la luna a iluminar la oscuridad circundante. Mientras había estado allá arriba matándome la vista y bizqueando tratando de ver algo a través de esos malditos prismáticos aquella claridad me había venido al pelo, pero ahora que se trataba de acercarme al chalet lo suficiente como para poder oír algo interesante no me podía venir peor.

En un lugar situado a unos cuatro o cinco metros del edificio, el más oscuro que pude encontrar, me detuve a considerar la situación. De pronto oí un ruido. No provenía de donde yo esperaba, ni era lo que quería oír. Era un ruido de pasos de alguien que avanzaba por el caminillo hacia la casa.

No estaba seguro de que no pudiera verme. Volví la cabeza para asegurarme y al hacerlo me descubrí.

La señora Ringgo dio un salto, se paró en seco en el camino y gritó:

—¿Está Dolph adentro? ¿Está?

Traté de contestar con afirmaciones de cabeza, pero ella hacía tanto ruido con sus «¿Está? ¿Está?», que al final tuve que contestar «Sí» en voz alta para que me oyera. No sé si el ruido que hicimos precipitó los acontecimientos o no, pero el caso es que dentro del chalet había comenzado el tiroteo.

Uno no se para a contar los disparos en circunstancias como aquélla y, por otro lado, bramaban demasiado seguidos para llevar una cuenta exacta, pero mi impresión es que habían sonado al menos cincuenta antes de que me decidiera a forzar la puerta principal.

Por suerte era de madera hueca y cedió a mi segundo empuje.

Me hallé en un vestíbulo que comunicaba con el salón a través de un amplio arco. El aire estaba enrarecido y apestaba a pólvora quemada. Junto al arco y sobre el suelo de madera encerada se hallaba Sherry, retorciéndose sobre un codo y una rodilla y tratando al mismo tiempo de arrastrarse hasta una Luger que había sobre una alfombra de color ámbar a un metro y medio aproximadamente de donde él se hallaba.

Al otro extremo de la habitación, Ringgo, erguido sobre sus rodillas, disparaba, disparaba y disparaba sin parar con su mano sana el gatillo de un revólver negro. El tambor estaba vacío. Era un movimiento el suyo compensado y completamente inútil, lo que no le impedía seguir ejecutándolo. El brazo que tenía entablillado había caído del cabestrillo y le colgaba a un costado del cuerpo. Tenía el rostro hinchado y manchado de sangre, los ojos abiertos de par en par y la mirada opaca. De su espalda, poco más arriba de la cadera, sobresalía la blanca empuñadura de hueso de un cuchillo. Las imaginarias balas de su revólver vacío iban destinadas a Marcus, que estaba de pie, con las piernas separadas y las rodillas dobladas. Tenía la mano izquierda abierta sobre el pecho y sus negros dedos estaban cubiertos de sangre. En la mano derecha blandía un cuchillo de mango de hueso, con una hoja de unos treinta centímetros de longitud, que empuñaba a la manera de los luchadores, como se empuña una espada. Avanzaba hacia Ringgo, no directamente, sino de lado a lado, oblicuamente, agazapado, con pasos callados y revolviendo nerviosamente en la mano el cuchillo pero apuntándolo siempre hacia Ringgo.

No nos vio. Supongo que ni veía a Marcus. Todo su mundo en aquel momento era el hombre que tenía frente a él de rodillas, el hombre en cuya espalda había clavado el cuchillo gemelo del que sostenía.

Ringgo no nos vio. Arrodillado en el suelo seguía apretando el gatillo de su revólver vacío.

Salté sobre el cadáver de Sherry y con el revólver le di un golpe al criado en la base del cráneo. Marcus se desplomó en el suelo.

Ringgo dejó de apretar el gatillo y me miró con sorpresa.

—Eso es lo malo que tienen; si no los carga, no funcionan —le dije.

Arranqué el cuchillo de la mano de Marcus y volví atrás para recoger la Luger que Sherry había tratado de alcanzar. Éste yacía ahora de espaldas sobre el suelo con los ojos cerrados.

Parecía muerto y en su cuerpo había los suficientes agujeros de bala como para dar por buena la suposición.

Con la esperanza de que aún viviera, me arrodillé junto a él cuidando de no dar la espalda a Ringgo y levanté su cabeza del suelo.

—¡Sherry! —grité—, ¡Sherry!

No se movió. Sus párpados ni siquiera temblaron.

Levanté los dedos de la mano con que sostenía su cabeza haciendo que ésta se moviera ligeramente.

—¿Mató Ringgo a Kavalov? —pregunté al hombre que si no había muerto estaba agonizando.

Aunque no hubiera sabido que Ringgo me miraba, habría sentido sus ojos clavados en mí.

—¿Le mató, Sherry? —grité al rostro inmóvil.

Con extremo cuidado moví los dedos otra vez de forma que su cabeza afirmara dos veces.

Luego la dejé caer hacia atrás de un golpe y volví a depositarla en el suelo.

—Bueno —dije poniéndome en pie y acercándome a Ringgo—. Al fin le agarré.

11

Nunca he podido llegar a decidir si, de haber sido necesario para que condenaran a Ringgo, habría sido capaz de subir al banquillo de los testigos y jurar que Sherry estaba vivo cuando asintió. No me gusta jurar en falso, pero sabía que Ringgo era culpable y que con aquella declaración le condenaba.

Por suerte no tuve que decidir.

Ringgo creía que Sherry había asentido y cuando, para colmo, Marcus confesó, no le quedó más salida que declararse culpable y ponerse en manos del jurado.

No nos fue difícil hacer confesar al criado negro. Ringgo había matado a su querido capitain y no nos costó convencerle de que la ley le vengaría mejor que nadie. Una vez que Marcus habló, Ringgo se mostró dispuesto a hacer lo propio. Permaneció en el hospital hasta el día anterior al juicio. Para cuando éste comenzó, sus heridas ya habían cicatrizado, aunque el cuchillo del negro le había dejado una pierna paralizada para siempre.

Marcus, por su parte, tenía alojadas en el cuerpo tres balas del revólver de Ringgo cuando le sacaron de la casa. Los médicos le extrajeron dos, pero no se atrevieron a tocar la tercera. El hecho no parecía preocuparle demasiado. Cuando se le llevaron al norte a cumplir una condena de tiempo indefinido en la prisión de San Quintín por su intervención en el asesinato de Kavalov, parecía tan sano como de costumbre.

Ringgo nunca llegó a convencerse plenamente de que yo hubiera sospechado de él antes de mi irrupción en el chalet.

—Claro que sospeché de usted desde un principio —le dije defendiendo mis facultades de sabueso mientras aún se hallaba en el hospital—. Nunca creí que Sherry estuviera loco. Era un sinvergüenza, eso sí, pero de los más saludables. Y tampoco le creí el tipo de hombre que se preocupara mucho por ninguna desgracia que se cruzara en su camino. Me habría creído que se proponía matar a Kavalov si eso le hubiera valido algún beneficio. Por eso me fui a dormir tranquilo la noche que degollaron al viejo. Pensé que Sherry sólo quería asustarle, ponerle a punto de caramelo para después poderle dar un buen sablazo. Cuando me di cuenta de que me había equivocado, comencé a analizar la situación.

»Según mis informes, su esposa era la única heredera de Kavalov. Por lo que había visto con mis propios ojos, le quería lo suficiente como para depender de usted completamente. Era usted, el marido de la heredera, la persona que más podría beneficiarse de la muerte de Kavalov. Usted sería quien administrara su fortuna cuando él muriera. Sherry sólo podría sacar provecho del crimen si trabajaba con usted».

—¿No le confundió el hecho de que me rompiera un brazo?

—Desde luego. Lo hubiera entendido de haberse tratado de una fractura fingida, pero que lo hiciera de veras me pareció que era llevar las cosas un poco demasiado lejos. Sin embargo, usted cometió un error que me ayudó mucho. Tuvo demasiado cuidado en hacerse pasar por zurdo al degollar a Kavalov. En vez de ponerse junto al cuerpo de la víctima mirando hacia su cabeza, se puso junto a su cabeza mirando al cuerpo. La curva de la cuchillada le delató. Lo de tirar el cuchillo por la ventana tampoco fue una idea muy brillante. ¿Cómo es que Sherry le rompió el brazo? ¿Fue un accidente?

—Puede llamarlo así si quiere. La pelea constituía parte del plan que habíamos trazado previamente. De pronto se me ocurrió que tendría gracia atizarle de veras. Y lo hice. Lo malo es que resultó más fuerte de lo que pensaba, lo bastante para romperme un brazo. Supongo que por eso fue por lo que mató a Mickey. Eso tampoco figuraba en el programa. Ahora dígame la verdad, ¿es cierto que sospechó que éramos compinches?

Asentí.

—Sherry había estado despejándole a usted el terreno, haciendo todo lo posible por atraer todas las sospechas sobre él, y de pronto, el día antes de su asesinato, desaparece y corre a hacerse con una coartada. No había más que una explicación posible: que trabajaba con usted. Lo sabía, pero no podía probarlo. Y no pude hacerlo hasta que ocurrió lo que hizo posible que usted cayera en la trampa: el amor que su esposa siente por usted la llevó a contratarme para que le protegiera. ¿No es eso un ejemplo de lo que llaman ironías de la vida?

Ringgo sonrió tristemente y dijo:

—Entiendo por qué les llaman así. Se imagina cuál era el juego de Sherry, ¿no?

—Creo que sí. Supongo que fue por eso por lo que insistió que le sometieran a juicio.

—Exactamente. Lo que habíamos planeado es que pusiera los pies en polvorosa y se ocultara. Por si acaso llegaban a detenerle, tenía una coartada, pero el quid del asunto era que pasara el mayor tiempo posible sin dejarse coger. Cuanto más tardara la policía en encontrarle, menos habían de investigar en otras direcciones y menor sería la posibilidad de que volvieran sobre la pista cuando se enteraran de que no era el asesino. Ahí es donde me traicionó. Hizo que le detuvieran y su abogado contrató a ese tal Weeks para incitar al fiscal del distrito a no abandonar el caso. Sherry quería que le juzgaran y le declararan inocente para verse a cubierto de por vida. Una vez que lo consiguió, me tenía a su merced. Legalmente él estaba exonerado del crimen para siempre. Yo no. Estaba en sus manos. De acuerdo con nuestro trato, iba a recibir cien mil dólares a cambio de su intervención. Kavalov había dejado a Miriam más de tres millones. Sherry exigió la mitad. Si no se la entregaba, me dijo, iría al fiscal y confesaría toda la verdad. A él no podían hacerle nada; le habían declarado inocente. Pero a mí me colgarían. La perspectiva era deliciosa.

—Usted debió ser listo y darle lo que le pedía —le dije.

—Quizá. Supongo que habría terminado por hacerlo si Miriam no hubiera venido a complicar las cosas. No me habría quedado otro remedio. Pero cuando mi mujer volvió de verle a usted, fue a ver a Sherry creyendo que podría convencerle de que se fuera de aquí. Éste le dijo algo que la llevó a sospechar que yo había participado en la muerte de su padre, aunque aún hoy no puede acabar de creer que fuera yo quien le rebanara el cuello.

»Me dijo que usted pensaba venir al día siguiente. No me quedaba más camino que ir a ver a Sherry y zanjar el asunto antes de que usted viniera a meter baza. Eso es lo que hice, pero no le dije a Miriam adónde iba. La conversación no fue muy bien, la tensión se fue acumulando y cuando Sherry le oyó a usted afuera pensó que me había llevado a algún compinche y empezaron los fuegos artificiales».

—¿Cómo se le ocurrió a usted meterse en un lío semejante? —le pregunté—. De yerno de Kavalov no le iba tan mal, ¿no?

—Tiene razón. Pero era un aburrimiento estar siempre encerrado en aquel agujero con él. Kavalov no era viejo y podía vivir aún muchos años más. Además, era un hombre difícil. Cualquier día le daba la ventolera y me echaba a patadas o cambiaba el testamento o cualquier cosa así.

»Un día me tropecé con Sherry en San Francisco, hablamos, y de aquella conversación surgió el plan. Sherry no era ningún tonto. En aquel famoso asunto de El Cairo, él y yo nos sacamos una tajada sin que Kavalov lo sospechara siquiera. Fui un idiota, pero no crea que me arrepiento de haber matado a mi suegro. Lo que siento es que me hayan cogido. Desde que empecé a trabajar con él a los veinte años le hice todos los trabajos sucios a cambio sólo de la esperanza de que por haberme casado con su hija algún día heredaría todo su dinero, si es que antes no se le ocurría hacer otra cosa con él».

Le colgaron.

F I N