El Menda

Comenzó todo en Boston, allá en 1917. Una tarde me encontré a Lew Maher en la calle Tremont, en la acera del hotel Touraine, y nos paramos a intercambiar unos cuantos chismes en medio de la nieve.

No recuerdo qué estaba diciéndole, cuando de pronto me interrumpió:

—Mira a ese chico que viene por la calle, el de la gorra oscura.

Miré y vi a un muchacho desgarbado, de unos dieciocho años de edad, rostro paliducho y granujiento, boca de expresión malévola, ojos opacos de color castaño y nariz ancha y roma. Pasó junto a nosotros sin prestarnos atención y entonces reparé en sus orejas. No eran las orejas maltratadas de un luchador ni mostraban ninguna deformidad notable, pero los rebordes se curvaban hacia dentro y hacia fuera con una sinuosidad muy especial.

Dobló la esquina de la calle Boylston en dirección a la calle Washington y desapareció de mi vista.

—Ahí tienes un chico que dará de qué hablar si no le enchironan o le cuelgan antes —predijo Lew—. Apúntalo en tu lista. El Menda le llaman. Antes o después andarás tras él.

—¿Cuál es su especialidad?

—Asalto a mano armada. Tiene madera para ello; sabe disparar y está loco de remate. No le detienen ni la imaginación ni el miedo a las consecuencias. Ojalá tuviera miedo. Los tipos cuidadosos que se andan con cien ojos son los más fáciles de agarrar. Juraría que ese muchacho anduvo metido en dos golpes que se dieron en Brookline el mes pasado, pero no tengo pruebas contra él. Algún día le echaré el guante; eso te lo prometo.

Lew no pudo cumplir su promesa. Al mes de aquella conversación, un ladrón le liquidó en una casa de la calle Audubon.

Una o dos semanas después de hablar con Maher, dejé la oficina de Boston de la Agencia Continental para probar la vida del ejército. Al acabar la guerra trabajé en la agencia de Chicago y a los dos años me trasladaron a San Francisco.

Habían pasado, pues, casi ocho años desde aquel encuentro, cuando una tarde me hallé sentado tras las orejas sinuosas del Menda en el estadio Dreamland.

La de los viernes es noche de boxeo en el local de la calle Steiner y aquella era la primera en varias semanas en que no tenía nada que hacer. Me fui al estadio, me senté en una silla de madera no muy lejos del ring y me dispuse a ver cómo se atizaban los muchachos. Al poco de comenzar la pelea reparé en un par de orejas que había dos filas delante de mí y que me resultaban vagamente familiares.

Tardé en identificarlas. Para empezar, no podía ver la cara del dueño que miraba atentamente cómo Kid Cipriani y Bunny Deogh se aporreaban el uno al otro. Me perdí la mayor parte del espectáculo, pero al fin, durante un breve descanso entre dos peleas, el Menda se volvió para decirle algo a su vecino. Le vi la cara y le reconocí.

Había cambiado poco y no había mejorado nada. Sus ojos eran más opacos y su boca aún más perversa de lo que yo recordaba. Su rostro seguía tan pálido como entonces, aunque parte de los granos habían desaparecido. Estaba sentado exactamente a medio camino entre donde yo me hallaba y el ring. Ahora que le había reconocido ya no tuve que perderme el resto del programa. Podía mirar a la lona y al Menda al mismo tiempo sin miedo a que se me escapara.

Que yo supiera, nadie andaba buscándole. Desde luego, estaba seguro de que la Agencia Continental no tenía nada contra él. Si se hubiera tratado de un ratero, un estafador o cualquier otra variedad de delincuente por la que raramente nos interesamos, le habría dejado en paz, pero el asalto a mano armada es algo que tiene una gran demanda. Los clientes preferidos de la Agencia Continental son las compañías aseguradoras cuyos ingresos hoy día provienen, en su mayor parte, de las pólizas contra robo. Por eso decidí seguirle cuando, imitando a la mayoría de los espectadores, se levantó sin esperar a ver en qué quedaba el combate entre aquellos dos pesos pesados que seguían remedando en el ring una pelea de casa de vecindad.

Iba solo y no me fue difícil seguirle por una calle atestada de público que abandonaba el local. Fue andando hasta la calle Fillmore, donde se detuvo a tomar unas tortitas, un plato de bacon y una taza de café en una cafetería, y subió después al tranvía número veintidós.

En la calle McAllister, seguido de cerca por mí, transbordó a un tranvía número cinco, bajó en la calle Polk, anduvo una manzana hacia el norte, volvió atrás media manzana en dirección al oeste y subió las escaleras de una pensión miserable que ocupaba el segundo y tercer pisos de un edificio de la acera sur de la avenida Golden Gate, entre las calles Van Ness y Franklin, en cuyos bajos había un taller.

Aquello me hizo sospechar. Si el Menda hubiera bajado del tranvía en la esquina de la calle Van Ness o en la de la calle Franklin se habría evitado andar una manzana. Pero había preferido llegar hasta Polk y retroceder después hasta la pensión. Quizá quisiera hacer un poco de ejercicio. Paseé por la acera de enfrente del edificio donde había entrado, vigilando las ventanas. No vi encenderse ninguna luz. O su cuarto no daba a la calle o era hombre precavido. Estaba seguro de que no se había dado cuenta de que le seguía. Era de todo punto imposible; las circunstancias me habían sido demasiado favorables.

Al ver que la vigilancia no me servía de nada seguí por la avenida Van Ness hacia la parte trasera del edificio, que daba a la calle Redwood, un estrecho callejón que dividía la manzana en dos. Cuatro de las ventanas que daban al callejón estaban encendidas, hecho que en sí no representaba nada. Había una puerta que parecía dar al taller de reparaciones y que no era probable que los ocupantes de los pisos superiores pudieran utilizar.

Camino de casa, de mi cama y de mi reloj despertador pasé por la oficina y dejé una nota para el Viejo:

Sigo al Menda, especialidad asalto a mano armada, entre 25 y 27 años de edad, 60 kilos, 1,75 de altura, cetrino, cabello y ojos castaños, nariz roma, orejas deformes. Origen, Boston. ¿Se le busca? Estaré en los alrededores de Golden Gate y Van Ness.

A las ocho de la mañana siguiente estaba apostado una manzana más allá de la casa en que había entrado el Menda esperando a que apareciese. Llovía insistentemente, pero no me importaba. Me hallaba sentado en el interior de un cupé de color negro, el tipo de automóvil ideal para trabajar en la ciudad debido a su apariencia respetable. Aquel tramo de la avenida Golden Gate está flanqueado de talleres de reparación de automóviles, establecimientos de venta de coches de segunda mano y negocios semejantes, por lo que suele haber estacionados docenas de coches en cada manzana. Aunque permaneciera allí aparcado el día entero, nadie se fijaría en mí.

Suerte que había elegido aquel lugar, pues durante nueve interminables horas esperé al Menda oyendo rebotar la lluvia en el techo del coche sin nada que llevarme a la boca excepto una serie de Fátimas. Era posible que se me hubiera escapado. Para empezar, no sabía si vivía o no en la casa que estaba vigilando. Pudo salir de allí la noche anterior una vez que me fui a casa. Pero en mi profesión no se puede permitir que este tipo de pensamientos pesimistas le amarguen la vida a uno, así que permanecí allí estacionado sin apartar la vista de la puerta por la que había desaparecido mi presa.

Por la tarde, poco después de las cinco, el botones de nuestra oficina, Tommy Howd, un chico de nariz aplastada, vino a traerme una nota del Viejo:

Agencia Boston sospecha que el Menda pudo estar complicado en un robo. Nada concreto contra él. Al parecer, su nombre verdadero es Arthur Cory o Carey. Posible participante en el atraco a la joyería Tunnicliffe de Boston el mes pasado. Un empleado muerto. Se llevaron piedras preciosas por valor de 60000 dólares. No hay descripción de los ladrones. Boston opina que vale la pena explorar esta posibilidad. Autorizan vigilancia.

Una vez que leí la nota se la devolví al botones —ningún detective consciente lleva los bolsillos llenos de información relativa a su trabajo— y le pregunté:

—¿Quieres llamar al Viejo y pedirle que me envíe relevo mientras voy a tomar algo? No he comido nada desde el desayuno.

—¡Ni lo piense! —dijo Tommy—. Todos están ocupados. No ha aparecido un solo agente en todo el día. No me explico cómo no llevan ustedes unas cuantas chocolatinas en el bolsillo…

—¿Te crees que estoy explorando el Polo Ártico? —le pregunté—. Cuando un hombre está a punto de morir de inanición, se come lo que tenga a mano, pero el que tiene hambre común y corriente no tiene por qué llenarse la barriga de dulces. Mira por ahí a ver si puedes encontrarme un par de bocadillos y una botella de leche.

Me miró ceñudo y, de pronto, a su rostro de chaval de catorce años, asomó una expresión de astucia.

—Ya sé —sugirió—, usted me dice qué aspecto tiene ese tipo y en qué edificio está, y yo me quedo vigilando mientras usted se toma una comida decente. ¿Qué dice a eso? Un buen filete con patatas fritas, tarta y un café.

Tommy sueña con que le encarguemos un trabajito semejante y que, mientras está de vigilancia, las cosas se le van a poner tan bien que va a poder capturar él solito a todo un regimiento de desalmados. Estoy seguro de que no desperdiciaría una buena oportunidad y yo estaría dispuesto a dársela si no fuera porque el Viejo me arrancaría la cabellera si se enterara de que había soltado a aquel pobre muchacho entre un montón de fieras. Así que denegué con la cabeza.

—Ese fulano lleva cuatro pistolas y un hacha, Tommy. Te comería vivo.

—¡Tonterías! A ustedes los detectives les gusta hacerse los importantes. Esos tipos no pueden ser tan peligrosos como dicen ustedes o no se dejarían pescar así como así.

Como en lo que decía había algo de verdad, decidí hacerle bajar del coche y salir a la lluvia.

—Un bocadillo de lengua, otro de jamón y un botellín de leche. ¡Y volando!

Pero cuando volvió con la comida ya no me encontró. No había hecho más que desaparecer, cuando salió el Menda por la puerta de la pensión con el cuello del abrigo levantado para protegerse de la lluvia que ahora había arreciado.

Dobló en dirección al sur y entró en la calle Van Ness. Cuando llegué a la esquina había desaparecido. No había tenido tiempo de llegar a la calle McAllister. A menos que hubiera entrado en algún edificio, sólo podía hallarse en la calle Redwood, el callejón que dividía la manzana. Seguí adelante otra manzana por la avenida Golden Gate, doblé a la izquierda y llegué a la esquina de la avenida Franklin y la calle Redwood en el preciso momento en que el Menda desaparecía por la puerta trasera de un edificio de apartamentos cuya fachada delantera daba a la calle McAllister.

Seguí adelante pensando.

La parte trasera de la casa en que el Menda había pasado la noche y la del edificio en que acababa de entrar daban al mismo callejón y se hallaban a media manzana de distancia una de otra aunque en aceras distintas. Si la habitación del Menda, como yo suponía, daba al callejón, con unos prismáticos podía vigilar fácilmente todas las ventanas y probablemente gran parte del interior de las habitaciones de la trasera del inmueble de la calle McAllister.

La noche anterior se había bajado del tranvía una parada antes de lo que le correspondía. Al verle entrar ahora subrepticiamente por aquella puerta trasera pensé que lo había hecho para evitar ser visto desde el edificio, cosa que habría podido ocurrir de haberse bajado en un punto más cercano a su destino. El hecho constituía una prueba más de que estaba vigilando a alguien que vivía en ese inmueble y quería evitar que a su vez le vigilaran a él.

El que hubiera entrado por la puerta trasera tenía fácil explicación. La principal estaba cerrada, mientras que ésta, como ocurre en la mayoría de los edificios de San Francisco, probablemente permanecía abierta las veinticuatro horas del día. A menos que tropezara con el portero o algún vigilante, tendría el paso franco. Estuviera en casa o no la persona objeto de su visita, el caso es que su entrada había sido furtiva.

Ignoraba lo que se traía entre manos y a decir verdad en aquel momento no me interesaba. Mi problema inmediato consistía en encontrar el lugar más indicado para poder seguirle la pista cuando saliera de aquella casa.

Si salía por la puerta trasera, el lugar ideal para estacionarme era la manzana siguiente de la calle Redwood, entre Franklin y Gough. Pero no tenía garantía alguna de que lo hiciera. De hecho el Menda tenía más probabilidades de pasar desapercibido saliendo descaradamente por la puerta principal que escurriéndose a hurtadillas por la trasera. Lo mejor era esperar en la esquina de McAllister y Van Ness, desde donde podría vigilar la puerta principal y un tramo de la calle Redwood.

Estacioné el automóvil en dicha esquina y esperé.

Pasó media hora, tres cuartos.

El Menda bajó los escalones de la entrada principal y avanzó hacia mí abrochándose el abrigo y levantándose el cuello de éste con la cabeza inclinada en dirección opuesta al sesgo de la lluvia.

Un Cadillac negro con cortinillas en las ventanas salió de detrás de mí. Creí recordar haberlo visto estacionado en las cercanías del Ayuntamiento cuando me dirigía a aparcar en el lugar en que me hallaba.

Pasó casi rozando mi automóvil, dobló la esquina con un rápido viraje, patinó yendo casi a dar contra la acera, volvió a patinar, esta vez hacia el centro de la calzada, y aceleró sobre el pavimento mojado.

De pronto una cortinilla flotó en el aire azotada por la lluvia.

De la abertura que dejó surgieron unas pálidas ráfagas de fuego. Oí la voz amarga de una pistola de cañón corto. Siete veces.

El sombrero del Menda quedó flotando en el aire y ascendió lentamente como un globo.

Los movimientos de su propietario no fueron exactamente lentos. Girando entre un revuelo de los faldones del abrigo fue a parar al portal de una tienda.

El Cadillac llegó al final de la manzana, dobló la esquina con un rápido patinazo y siguió a toda velocidad calle Franklin abajo. Arranqué y salí tras él.

Al pasar ante el lugar donde había ido a dar el Menda, le vi de rodillas luchando por liberar su pistola, que había quedado trabada en los faldones del abrigo. Tras el cristal de la puerta de la tienda se veían unas cuantas caras ansiosas. Los transeúntes ni se habían enterado. Hoy en día están tan acostumbrados a los ruidos de los automóviles que se necesita al menos un cañonazo para atraer su atención.

Cuando llegué a la calle Franklin, el Cadillac se me había adelantado otra manzana y doblaba a toda velocidad la esquina de la calle Eddy.

Doblé en la calle Turk y seguí paralelo a él. Dos calles más arriba, al llegar al espacio abierto de la plaza Jefferson, volví a verlo. Iba aminorando la velocidad. Cinco o seis manzanas más adelante cruzó delante de mí lo suficientemente cerca como para que pudiera leer el número de su matrícula. Iba ya a una velocidad moderada. Probablemente sus ocupantes, confiados en que habían logrado escapar, querían evitar ahora meterse en un lío con la policía por exceso de velocidad. Tres manzanas más adelante me coloqué inmediatamente detrás de él.

Si había conseguido que no se dieran cuenta de que le seguía durante la etapa más difícil de la huida no era probable que fueran a reparar en mí a estas alturas.

En la calle Haight, cerca de la entrada del parque donde suelen apostarse mendigos y vagabundos, el Cadillac se detuvo para dejar bajar a un pasajero. Era un hombre bajo y delgado de rostro pálido, ojos profundos y bigotillo negro. El corte de su abrigo oscuro y la forma de su sombrero gris tenían un aire extranjero. Llevaba un bastón.

El Cadillac siguió adelante sin darme ocasión de ver a sus ocupantes. Arrojé mentalmente una moneda al aire y seguí al peatón. Es cierto que el número de matrícula de un automóvil no suele conducir a nada, pero al menos existe la posibilidad remota de lograr cierta información.

El hombre al que seguía los pasos entró en la farmacia de la esquina para hacer una llamada telefónica. Ignoro qué otra cosa hizo allí si es que hizo algo más. A los pocos momentos llegó un taxi. Subió a él y se dirigió al hotel Marquis donde un empleado de la recepción le entregó la llave de la habitación número 761. Dejé de seguirle cuando desapareció en el interior del ascensor.

En el hotel Marquis estoy entre amigos.

En el entresuelo encontré a Duran, el detective del establecimiento, y le pregunté:

—¿Quién ocupa el 761?

Duran es un sabueso viejo en el oficio. Tiene los cabellos blancos y habla y actúa como si fuera el presidente de un banco de fuerza excepcional. En sus tiempos fue jefe de policía de una ciudad del centro del país. Una vez se le fue la mano tratando de hacer confesar a un detenido que murió a consecuencia de aquello. Los periódicos, que odiaban a Duran, aprovecharon la ocasión y consiguieron que le destituyeran.

—¿El 761? —repitió con sus modales de abuelo—. Creo que es el señor Maurois. ¿Está interesado en él?

—Digamos que abrigo esperanzas —admití—. ¿Qué sabe de él?

—No mucho. Lleva aquí unas dos semanas. Vamos abajo y veremos qué podemos averiguar.

Interrogamos a la telefonista, al empleado que supervisaba los botones, al encargado de la recepción y a dos camareras. El ocupante de la habitación 761 había llegado hacía dos semanas; se había inscrito en el registro del hotel del siguiente modo: «Edouard Maurois, Dijon, Francia»; hacía frecuentes llamadas telefónicas; no recibía correo ni visitas; llevaba un horario muy irregular y daba propinas con frecuencia. Nadie en el hotel sabía a qué se dedicaba.

—¿Puedo preguntarle qué circunstancias le llevan a interesarse por él? —preguntó Duran una vez que reunimos aquella información. Él habla así.

—Aún no lo sé con seguridad —le respondí con absoluta franqueza—. Me interesa en relación con otro tipo, un buen pájaro de cuenta, pero él puede que sea una excelente persona. Le informaré en cuanto sepa algo con seguridad.

No podía arriesgarme a decirle a Duran que su huésped había estado jugando al tiro al blanco a plena luz del día y en las mismísimas narices del Ayuntamiento. El hotel Marquis se precia de su respetabilidad y habrían puesto al francés de patitas en la calle. Lo que menos me convenía en ese momento era asustarle.

—Por favor, no deje de hacerlo —dijo Duran—. Lo mejor que puede hacer para agradecernos la ayuda que le hemos prestado es no ocultarnos nada que pueda ahorrarnos una publicidad desagradable.

—No lo haré —le prometí—. Ahora, ¿podría hacerme otro favor? Desde las siete y media de esta mañana no he hincado el diente más que a mi propia lengua. ¿Podría vigilar los ascensores y avisarme si baja Maurois? Estaré en el comedor en una mesa cerca de la puerta.

—Desde luego.

Camino del comedor me detuve a llamar a la oficina y di al detective de guardia el número de matrícula del Cadillac.

—Mira a ver a nombre de quién está registrado.

La respuesta fue: «H. J. Paterson, de San Pablo. Corresponde a un Buick deportivo». Por ahí no cabía esperar nada más. Podíamos investigar los antecedentes de Paterson, pero hubiera apostado lo que fuera a que no sacaríamos nada en limpio. Las matrículas de automóvil, una vez que se adentran en el tortuoso camino de la ilegalidad, son imposibles de rastrear.

Durante todo el día había estado acumulando hambre. La llevé conmigo al comedor del hotel y allí la dejé en libertad. Entre bocado y bocado di vueltas en la cabeza a los acontecimientos del día. El pensar no me arruinó el apetito, entre otras cosas porque no había tanto que pensar.

El Menda vivía en un tugurio desde el que podía vigilar varios de los apartamentos de un edificio de la calle McAllister en que había entrado furtivamente aquella tarde. Al salir dispararon sobre él desde un automóvil que había estado esperándole en los alrededores. La persona o personas que acompañaban al francés en el Cadillac, ¿eran los ocupantes del apartamento que el Menda había visitado? ¿Sabían de antemano acerca de su visita? ¿Le habrían tendido una trampa para que acudiera al inmueble y poder así matarle cuando saliera? ¿Habían estado vigilando por su parte la fachada delantera del edificio mientras el Menda se encargaba de la trasera? De ser así, ¿sabían los unos de la vigilancia del otro, y viceversa? ¿Quién vivía en aquel edificio?

No pude responder a ninguna de aquellas preguntas. Todo lo que sabía es que al parecer el Menda no les caía muy bien ni al francés ni a sus acompañantes.

Toda cena, aunque sea de las dimensiones de la que engullí aquella noche, antes o después llega a su fin. Cuando acabé de comer, salí de nuevo al vestíbulo.

Al pasar junto a la centralita, una telefonista, cuyo cabello parecía un mar embravecido súbitamente petrificado, me hizo una señal con la cabeza.

Me detuve a ver qué quería.

—Acaban de llamar a su amigo —me dijo.

—¿Oyó lo que dijeron?

—Sí. Un hombre le espera en la esquina de Kearny y Broadway. Le ha dicho que se dé prisa.

—¿Cuánto hace de eso?

—Ahora mismo. Acaban de colgar.

—¿Han dado nombres?

—No.

—Gracias.

Me dirigí al lugar donde había dejado a Duran vigilando los ascensores.

—¿Aún no ha aparecido? —pregunté.

—No.

—Bien. La pelirroja de la centralita me ha dicho que va a encontrarse con un tipo en la esquina de Kearny y Broadway. Creo que voy a adelantarme a él.

Subí al automóvil y me acerqué a la esquina en cuestión. Allí estaba el mismo Cadillac de la tarde, pero con una matrícula distinta. Pasé junto a él y eché una ojeada al único ocupante, un hombre robusto de cuarenta y tantos años con gorra de visera echada sobre los ojos. Todo lo que pude distinguir de su rostro fue una boca de labios gruesos y un enorme mentón.

Estacioné mi automóvil en un espacio vacante situado poco más adelante. No tuve que esperar mucho. El francés dobló la esquina a pie y subió al Cadillac. El hombre de la barbilla grande arrancó y enfilaron lentamente la calle Broadway. Les seguí.

Al poco rato el auto se detuvo en un lugar desde donde podía vigilarse sin inconveniente la entrada del café Venecia, uno de los restaurantes italianos más animados de aquella parte de la ciudad.

Pasaron dos horas.

Supuse que el Menda se hallaba cenando en aquel local. Cuando saliera, una salva de fuegos artificiales continuaría la fiesta interrumpida aquella tarde en la calle McAllister. Ojalá que ahora la pistola no se le quedara trabada en el abrigo como la otra vez. Pero pasara lo que pasara no tenía la menor intención de ayudarle en aquella batalla desigual.

La cosa tenía aspecto de una guerra entre pistoleros. En lo que a mí tocaba, continuaría siendo asunto de ellos. Yo me limitaría a permanecer al margen de la pelea con la esperanza de que cuando uno de ellos ganara, pudiera sacar para la Agencia Continental algún provecho plasmado en la persona de uno o dos delincuentes buscados por la policía.

Me había equivocado respecto a la identidad de la presa. No era el Menda. Eran un hombre y una mujer. No pude verles las caras porque tenían la luz a la espalda, pero sí puedo asegurar que no perdieron el tiempo cuando se trató de correr hacia el taxi que les esperaba.

El hombre era alto y muy corpulento y la mujer parecía pequeña a su lado. Pero aquello no significaba nada. Cualquiera que pesara menos de una tonelada habría parecido diminuto en comparación con él.

El taxi se alejó del restaurante seguido de cerca por el Cadillac. Arranqué y salí tras ellos.

La persecución fue corta.

Al llegar al límite del barrio chino, el taxi dobló una esquina y se adentró en una calle oscura. El Cadillac se colocó junto a él y le obligó a acercarse a la acera.

Chirriar de frenos, voces, ruido de cristales rotos. De pronto un grito femenino. Figuras agitándose en el escaso espacio que quedaba entre el Cadillac y el taxi. Los dos coches balanceándose con violencia. Gruñidos. Quejas. Juramentos.

Una voz masculina: «¡Eh! No puedes hacerme esto. ¡No! ¡No!».

Era una voz estúpida.

Yo había aminorado la marcha de forma que mi automóvil se aproximara lo más lentamente posible al lugar de la pelea. A través de la lluvia y la oscuridad traté de ver lo que ocurría, pero fue inútil.

Me hallaba a unos seis metros de distancia cuando la portezuela del taxi que daba a la acera se abrió de golpe y una mujer salió lanzada al aire. Cayó de rodillas, se puso en pie de un salto y echó a correr calle abajo.

Acerqué mi coche a la acera y abrí la portezuela. Los cristales estaban empañados por la lluvia y quería echar una ojeada a la mujer cuando pasara. Si tomaba el gesto por una invitación, no tendría inconveniente en hablar con ella.

No se hizo de rogar. Inmediatamente echó a correr hacia mí como si hubiéramos concertado el encuentro de antemano. Su rostro era un pequeño óvalo que emergía de un cuello de pieles.

—¡Ayúdeme! —gimió—. ¡Sáqueme de aquí! ¡Rápido!

En su voz había un dejo extranjero demasiado ligero para calificarlo de acento.

—¿Qué le parece si…?

Me interrumpí. Lo que aquella mujer me incrustaba en el cuerpo era el cañón de una pistola automática.

—Desde luego. Suba.

Al subir al coche bajó la cabeza. Le rodeé el cuello con el brazo derecho obligándola a caer sobre mi regazo. Se defendió forcejeando. Tenía un cuerpo pequeño de carnes duras y una fuerza más que regular.

Le arranqué la pistola de la mano y la empujé hacia el asiento contiguo al mío. Se aferró a mi brazo.

—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Dese prisa! ¡Sáqueme de aquí!

—¿Y su amigo?

—Él no. Está con los otros. Rápido.

Un hombre apareció en aquel momento en el hueco de la portezuela abierta. Era el conductor del Cadillac, el de la mandíbula pronunciada.

Aferró a su presa por el cuello de pieles.

La mujer trató de gritar y de su garganta surgió el gorgoteo de un degollado. Con la pistola que acababa de arrancarle asesté al intruso un golpe en la barbilla.

Quiso caer hacia el interior del coche, pero de un empujón le lancé hacia fuera.

Antes de que fuera a dar con la cabeza en el pavimento yo había cerrado la portezuela y hacía avanzar el automóvil calle abajo a toda velocidad.

Nos alejamos del lugar. Al doblar la primera esquina oímos dos disparos. No sé si iban dirigidos a nosotros o no. Doblé unas cuantas esquinas más y el Cadillac no volvió a aparecer.

Hasta el momento todo iba bien. Había comenzado siguiendo al Menda, le había dejado para seguir a Maurois y ahora dejaba a Maurois para averiguar quién era esta mujer. No tenía la menor idea de a qué venía toda aquella confusión, pero al menos me hallaba en camino de saber quiénes eran los protagonistas de ella.

—¿Adónde vamos? —pregunté en aquel momento.

—A casa —respondió. Me dio una dirección.

Dirigí el automóvil hacia la dirección en cuestión sin el menor titubeo. Se trataba del edificio de la calle McAllister donde había entrado el Menda aquella misma tarde.

No perdí el tiempo. Quizá mi acompañante lo ignorara, pero yo sabía con certeza que los demás participantes en la partida conocían aquella dirección tan bien como nosotros y quise adelantarme al francés y al tipo de la rotunda barbilla.

Durante el camino permanecimos en silencio. Ella tiritaba pegada a mí y yo pensaba cuál sería la mejor manera de hacer que me invitara a subir a su apartamento. Si aún hubiera tenido su pistola, habría contado con una buena excusa para subir después a devolvérsela, pero la había dejado caer al empujar al fulano del mentón fuera del automóvil.

Mi preocupación resultó inútil. La mujer no me invitó. Sencillamente insistió en que subiera con ella. Estaba muerta de miedo.

—¿Verdad que no va a dejarme? —rogó mientras subíamos por la calle McAllister—. Estoy aterrorizada. No puede dejarme sola. Si no entra conmigo, me quedaré aquí con usted.

Yo estaba más que dispuesto a acompañarla, pero no quería estacionar el coche en lugar demasiado visible.

—Aparcaremos a la vuelta de la esquina —le dije—, y entraré con usted.

Di la vuelta a la manzana mirando con un ojo en cada dirección para ver si aparecía el Cadillac. Ninguno de los dos lo vio. Estacioné el automóvil en la calle Franklin y volvimos andando al edificio de la calle McAllister.

La mujer me precedía casi corriendo bajo lo que entonces era una suave llovizna.

Trató con mano temblorosa de introducir una llave en la cerradura. La tomé y abrí la puerta. Subimos en el ascensor hasta el tercer piso sin tropezamos con nadie. Me condujo hacia una puerta situada al final del pasillo y allí me tendió otra llave.

Apoyándose en mí extendió el brazo y, sin entrar en el apartamento, encendió la luz del pasillo.

No supe a qué esperaba hasta que gritó.

—¡Frana! ¡Frana! ¡Frana, por fin!

Le contestó el gruñido sordo de un cachorro, pero éste no apareció. La desconocida se aferró a mis solapas con ambas manos como si pretendiera trepar por la húmeda pechera de mi abrigo.

—¡Están aquí! —dijo con voz apenas audible por el terror—. ¡Están aquí!

—¿Esperaba encontrar a alguien en casa? —pregunté apartándola de modo que su cuerpo no se interpusiera entre el mío y las dos puertas que se abrían al otro lado del pasillo.

—No. Sólo mi perro, Frana, pero…

Probé a sacarme la pistola del bolsillo para asegurarme de que no se quedaría trabada si llegaba a necesitarla, y con la otra mano me liberé de los brazos de la mujer.

—Quédese aquí. Voy a ver si tiene visita.

Mientras avanzaba hacia la puerta más cercana, recordé lo que siete años antes me había dicho Lew Maher: «Sabe disparar y está loco de remate. No le detiene ni la imaginación ni el miedo a las consecuencias». Hice girar con la mano izquierda el tirador de la puerta y abrí de una patada.

Nada.

Tanteé la pared con la mano hasta encontrar el interruptor de la luz.

Una salita perfectamente ordenada.

A través de una puerta que se abría al fondo de la habitación llegaron hasta mis oídos los gruñidos sordos de Frana, cada vez más excitados. Me acerqué. Lo que pude ver de la habitación contigua a la luz del cuarto en que me hallaba no delataba nada anormal. Entré y encendí las luces.

Los gruñidos del perro sonaban detrás de una puerta cerrada. La abrí. Un cachorro peludo, de color oscuro, me saltó a las piernas. Lo agarré por donde las lanas eran más espesas y lo alcé en el aire. La luz le alcanzó de lleno. ¡Era un perro morado! ¡Morado como una uva! ¡Lo habían teñido!

Sosteniendo en alto con la mano izquierda aquel chucho artificial que bufaba y pateaba pasé a la habitación contigua. Era un dormitorio y estaba vacío. En el armario no había escondido nadie. Inspeccioné luego el baño y la cocina con el mismo resultado. Nadie. El Menda debía de haber encerrado al perro morado en algún momento del día.

Volvía a informar a la desconocida del resultado de mis pesquisas cuando al pasar por la segunda habitación vi un sobre abierto sobre una mesa. Lo volví. Llevaba el membrete de una tienda de lujo e iba dirigido a una tal Inés Almad, a la dirección en que nos hallábamos.

El asunto se iba poniendo internacional. Maurois era francés; el Menda americano, de Boston; el perro tenía un nombre bohemio (recordaba haber detenido pocos meses antes a un falsificador checoslovaco llamado Frana), y el nombre de Inés, si no me equivocaba, era o español o portugués. Ignoraba la procedencia del apellido Almad, pero la mujer era sin ninguna duda extranjera, aunque probablemente no de origen francés.

Volví junto a ella. No se había movido un centímetro de donde la había dejado.

—Todo está perfectamente —le dije—. El perro se encerró él solo en un armario.

—¿No hay nadie?

—Nadie.

Cogió al perro con ambas manos y después de besarle efusivamente la peluda cabeza teñida le dirigió unas frases de cariño en una lengua que no pude identificar.

—¿Saben los de la trifulca de esta noche dónde vive usted? —pregunté.

Conocía la respuesta pero quería averiguar qué sabía ella.

Soltó al perro como si de repente se hubiera olvidado de él y frunció el ceño.

—No lo sé —respondió—. Pero es posible que sí. Si lo saben…

Se estremeció, giró sobre uno de sus tacones y cerró de un golpe la puerta de entrada.

—Puede que hayan estado aquí esta tarde —continuó—. No es la primera vez que Frana se encierra en un armario, pero ahora tengo miedo de todo. Soy un poco cobarde. ¿Está seguro de que no hay nadie?

—Nadie —le aseguré otra vez.

Pasamos a la sala. Se quitó el sombrero y el abrigo, y por primera vez pude mirarla a mis anchas.

Era más bien baja, de unos treinta años de edad y llevaba un vestido de un naranja brillante. Tenía la piel morena como la de una india, los hombros oscuros y torneados y pies y manos muy pequeños. Llevaba los dedos cargados de anillos. La nariz era fina y curvada, los labios gruesos y los ojos tan rasgados que apenas pude distinguir el color. Eran dos destellos oscuros velados por largas pestañas. El cabello era negro y estaba despeinado en airosas guedejas sedosas. Sobre el pecho moreno lucía una sarta de perlas y un par de pendientes de hierro negro de diseño original enmarcaban su rostro.

En conjunto tenía una apariencia extraña, lo que no significa que no fuera hermosa. De una belleza salvaje.

Se despojó del abrigo y del sombrero temblando y tiritando. Mordiéndose con los blancos dientes el labio inferior cruzó la habitación para encender una estufa eléctrica. Aproveché la oportunidad para pasar la pistola del bolsillo del abrigo al de los pantalones. Luego me quité el abrigo. Salió de la habitación un segundo y volvió con una botella y dos vasos sobre una bandeja de bronce que puso sobre una mesita junto a la estufa.

Llenó la primera copa hasta el borde. Casi había hecho lo mismo con la segunda, cuando la detuve.

—Con esto tengo bastante —le dije.

Era coñac y confieso que no me costó gran trabajo beberlo. Ella apuró el contenido de su copa como si de veras lo necesitara, sacudió los hombros desnudos y emitió un suspiro de satisfacción.

—Pensará usted que soy una lunática —dijo sonriendo—. Imponerme así a un desconocido que acabo de encontrar en la calle, hacerle perder el tiempo, cargarle con mis problemas…

—No —mentí con toda seriedad—. Al contrario. Me parece muy serena para ser una mujer sin experiencia en estas cosas.

Tomó un banquillo tapizado y lo colocó cerca de la estufa a poca distancia de la mesa en que había depositado la bandeja. Se sentó y me miró invitándome con un gesto de cabeza a ocupar el asiento libre que quedaba a su lado.

El cachorro morado saltó a su regazo y ella le rechazó de un empujón. Trató de volver y la mujer le propinó entonces una patada en el lomo con la punta de la zapatilla. El animal corrió a refugiarse aullando bajo un sillón situado al otro extremo de la habitación.

Me acerqué a ella dando un rodeo para evitar pasar por delante de la ventana. Las cortinas no eran lo suficientemente espesas como para ocultar toda la habitación a los ojos del Menda en el caso de que estuviera vigilando desde su ventana con unos buenos prismáticos.

—No crea que soy serena —decía la mujer cuando me senté a su lado—. Soy terriblemente cobarde. Y aunque me estoy acostumbrando a… Es todo cosa de mi marido, o, mejor dicho, del que fue mi marido. Se lo contaré todo. Su galantería merece una explicación y no quiero que piense lo que no es.

Traté de aparentar inocencia y credulidad aunque estaba dispuesto a no creer una sola palabra de lo que me dijera.

—Está loco de celos —continuó con una voz cálida y suave dotada de una entonación especial que casi estaba dispuesto a calificar de acento—. Es un viejo de una crueldad increíble. ¡Los hombres que me ha mandado…! Una vez hasta envió a una mujer. Los de esta noche no son los primeros. No sé qué quieren. Matarme, quizá, marcarme, desfigurarme… No lo sé.

—El hombre que iba en el taxi con usted, ¿era uno de ellos? —pregunté—. Pasaba por allí en el momento en que la atacaron y vi que iba acompañada. ¿Era uno de ellos?

—Sí. Yo no lo sabía, pero ahora que lo pienso, tuvo que ser de ellos. No me defendió. Lo fingió todo, eso es lo que hizo.

—¿Le ha ido a la bofia con el cuento de su costilla?

—¿Cómo ha dicho?

—Que si informó de lo de su marido a la policía.

—Sí, pero… —se encogió de hombros—. Mejor habría sido callarme la boca. Fue en Buffalo. Le obligaron a dejarme en paz. Mil dólares de multa le echaron. ¡Vaya cosa! ¿Qué es eso para un marido celoso? No puedo aguantar las cosas que dicen los periódicos, cómo interpretan éstas… Tuve que irme de Buffalo. Sí, una vez le fui con el cuento a la policía. Pero una y no más.

—¿Buffalo? —pregunté tratando de explorar el terreno—. Yo viví allí una temporada. En la avenida Crescent.

—Sí. Está muy cerca del parque Delaware.

Así era. Pero el hecho de que conociera Buffalo no significaba que fuera cierto el resto de la historia.

Sirvió más coñac. Conseguí pararla en el momento en que el alcohol alcanzaba en mi copa el nivel apropiado para un hombre con trabajo en perspectiva. Ella volvió a llenarse la suya hasta el borde. Bebimos y después abrió una caja lacada llena de cigarrillos finos, liados a mano en papel negro. Me ofreció uno.

No pude con él. Sabía a dinamita y olía y ardía como si lo fuera.

—¿No le gustan mis cigarrillos?

—Soy un hombre anticuado —me disculpé mientras lo apagaba en un cenicero de bronce y me registraba los bolsillos buscando mi cajetilla—. Lo más que fumo es tabaco. ¿Qué tienen esos petardos?

Se rió. Tenía una risa agradable, semejante a un cloqueo.

—Lo siento. No es usted el único a quien no le gustan. Es una mezcla de tabaco y de incienso hindú.

No hice comentarios. Era lo que cabía esperar de una mujer capaz de teñir a un perro de morado.

En aquel momento, Frana se removió bajo el sillón arañando el suelo con las uñas.

Me encontré con la mujer sobre mi regazo rodeándome el cuello con sus brazos. Vistos de cerca, y abiertos de par en par por el terror, sus ojos no eran oscuros sino de un verde grisáceo. Era la sombra negra de las espesas pestañas lo que los hacía parecer oscuros.

—No es más que el perro —la tranquilicé empujándola suavemente hacia su asiento—. Es sólo Frana removiéndose bajo el sillón.

—¡Ah! —respiró con enorme alivio.

Bebimos otro trago.

—Verá usted, soy terriblemente cobarde —dijo una vez que hubo apurado su tercera dosis de coñac—. Pero es que no se imagina lo que he pasado. Es un milagro que no me haya vuelto loca.

Estuve a punto de aconsejarla que no alardeara mucho de cordura, pero opté por asentir con la cabeza con fingida compasión.

Encendió otro cigarrillo para sustituir al que, con el susto, había dejado caer. Sus ojos volvieron a transformarse en dos hendiduras negras.

—No creo que sea muy decoroso —cuando sonreía así, en sus mejillas morenas se esbozaba un hoyuelo— que me arroje a los brazos de un hombre que ni siquiera sé cómo se llama.

—Eso tiene fácil arreglo. Me llamo Young —mentí—, y puedo conseguirle un cajón de botellas de whisky a un precio que le asombraría. Creo que hasta podría aguantar que me llamara Jerry. La mayoría de las mujeres que se me sientan en las rodillas me llaman así.

—Jerry Young —repitió como para sí—. Suena bien. Usted es el que vende alcohol de contrabando, ¿eh?

—No el que vende —le corregí—. Uno de los que venden. Estamos en San Francisco.

A partir de ahí la cosa se puso difícil.

Todo en aquella mujer era falso excepto su miedo. Estaba aterrorizada y se había propuesto no quedarse sola aquella noche. Estaba dispuesta a retenerme como fuera. Como correspondía a la clase de mujer que era, pensaba que el método más conveniente para lograrlo serían las muestras de afecto. Y una vez que tomó esta decisión, se entregó a ello de lleno, sin el menor asomo de puritanismo ni gazmoñerías. Pero yo tenía otra idea. La mía era que cuando acabara la función iba a llevarme a aquella muñeca y a sus compinches a la cárcel más próxima y ese pensamiento, además de otros cuantos más, constituyeron razón suficiente para que me mostrara reservado con ella.

Estaba más que dispuesto a acampar allí hasta que algo ocurriera, pues sospechaba que aquel apartamento había de ser el escenario del acto siguiente, pero tenía que ocultar mi juego. No podía dejar sospechar a aquella mujer que ella era solamente una actriz sin importancia en el drama que se representaba. Tenía que fingir que si me quedaba lo hacía guiado exclusivamente por el deseo de protegerla. Otro hombre cualquiera habría adoptado una actitud caballeresca de protector de damiselas sin motivos ulteriores, pero ni mi aspecto ni mi personalidad se avienen a ello. Tenía que mantenerla a distancia sin dejar que sospechara que mi interés no era de tipo personal. La cosa no era fácil. Estaba dispuesta a todo y había bebido demasiado coñac.

No me engañaba a mí mismo, sabía que el motivo de su interés por mí no era ni mi atractivo ni mi personalidad. Yo constituía a sus ojos sencillamente un par de brazos musculosos y dos puños no de despreciar. Estaba metida en un buen lío. Yo en aquel momento significaba p-r-o-t-e-c-c-i-ó-n, era un parachoque que podía colocar entre el peligro y su persona.

Otra complicación más. No soy ni tan joven ni tan viejo como para entusiasmarme con cada mujer que resulta agradable a la vista. En la encrucijada de los cuarenta el hombre antepone a la belleza otras cualidades femeninas tales como la dulzura. Aquella mujer morena me molestaba; estaba demasiado segura de sí misma. Carecía de delicadeza y me trataba como si yo fuera un palurdo. Pero, a pesar de todo, estoy compuesto de un alto porcentaje de ingredientes humanos. En cuanto a rostro y cuerpo, mi compañera no tenía de qué quejarse. No me gustaba y estaba dispuesto a meterla en la cárcel en cuanto pudiera, pero mentiría si negara que entre sus arrumacos y el coñac no estaba revuelto por dentro.

Como digo, la cosa se puso difícil, de eso no cabe duda.

Dos veces estuve a punto de caer en la tentación. Una de ellas miré qué hora era: las dos y seis minutos de la madrugada. Ella depositó una mano cargada de anillos sobre mi reloj y me obligó a metérmelo en el bolsillo.

—Por favor, Jerry —la ansiedad que revelaba su voz era real—. No puedes irte ahora. No puedes dejarme aquí. No permitiré que lo hagas. Me iré contigo, te seguiré por las calles. No puedes dejar que me asesinen aquí.

Volví a arrellanarme en mi asiento.

Pocos minutos después sonó un timbre.

La mujer se vino abajo. De nuevo se lanzó sobre mí a punto de estrangularme con sus brazos. Conseguí desembarazarme de ellos lo suficiente para poder articular:

—¿Qué timbre es ése?

—El de la puerta de la calle. No contestes.

Le di unas palmaditas en el hombro.

—Sé buena chica y contesta. Vamos a ver quién es.

Sus brazos se apretaron en torno mío.

—No. No. Son ellos. Están aquí.

El timbre sonó de nuevo.

—Contesta —insistí.

Tenía la cara aplastada contra mi chaqueta, la nariz hundida en mi pecho.

—¡No! ¡No!

—Está bien —dije—. Contestaré yo.

Me desembaracé de ella, me levanté y salí al pasillo. Me siguió. Traté de persuadirla de nuevo de que hablara. Se negó, pero al fin accedió a permitir que lo hiciera yo. Hubiera preferido que la persona que esperaba abajo creyera que la mujer estaba sola, pero no hubo modo de convencerla.

—¿Quién es? —dije por el teléfono interior.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó una voz gruesa y profunda.

—¿Qué quiere?

—Quiero hablar con Inés.

—Diga lo que tenga que decir —sugerí— y yo se lo transmitiré —Inés, colgada de uno de mis brazos, tenía una oreja pegada al tubo.

—Es Billie —susurró—. Dígale que se vaya.

—Dice que se vaya —le dije transmitiendo el mensaje.

—Sí, ¿eh? —la voz sonaba ahora más ronca—. ¿Van a abrirme la puerta o prefieren que la eche abajo de una patada?

Era evidente que el visitante no tenía ganas de bromas. Sin consultar con la mujer apreté el botón que abría la puerta de la calle.

—Adelante —dije.

—Está subiendo —expliqué a Inés—. ¿Quiere que me esconda detrás de la puerta y le pegue un golpe en la nuca cuando entre? ¿O prefiere hablar con él primero?

—¡No le pegue! —exclamó—. ¡Es Billie!

Su respuesta se avino a mis planes. No tenía la menor intención de pegarle hasta averiguar quién era y qué tenía que ver en el asunto. Sólo había querido ver cómo reaccionaba ante mi pregunta.

A Billie no le llevó mucho tiempo subir hasta el apartamento. En cuanto llamó al timbre le abrí la puerta mientras la mujer aguardaba a mi lado. El visitante no esperó a que le invitáramos a entrar. Apenas entreabrí la puerta se coló en el vestíbulo. Me miró. ¡Aquello era un castillo!

Era un auténtico fardo humano; alto, fornido y de rostro rojizo. Era grande en cualquier dirección que se le mirase y todo él un puro músculo. Tenía la nariz en carne viva, una mejilla surcada de arañazos y la otra hinchada y amoratada. Donde debía llevar el sombrero se veía una maraña de cabellos rojizos.

Le habían arrancado un bolsillo del abrigo, y del extremo de un jirón de unos quince centímetros de largo colgaba un botón.

Era el hombretón que había visto con Inés en el interior del taxi.

—¿Quién es este idiota? —preguntó adelantando sus enormes zarpas hacia mí.

Sabía que no podía fiarme de la mujer y no me habría sorprendido que hubiera tratado de arrojarme a las garras de aquel maltrecho gigante. Pero no lo hizo. En lugar de ello acarició una de sus manos para tranquilizarle.

—No te pongas antipático, Billie. Es un amigo mío. Sin su ayuda no habría podido escapar esta noche.

Frunció el ceño. Luego su rostro volvió a la normalidad y tomó una mano de Inés entre las suyas.

—Pudiste huir y eso es lo que importa —dijo bruscamente—. Me habría defendido mejor si me hubieran pillado fuera. En ese taxi no tenía sitio ni para revolverme. Uno de los tipos me pegó en la cabeza.

Tenía gracia. El muy idiota se disculpaba encima por haberse dejado atizar al proteger a una mujer que le había dejado en la estacada.

Ella le condujo a la sala y yo les seguí. Se sentaron en el banco. Yo opté por una silla que quedaba fuera del radio de visión que permitía la ventana, que sin duda estaría vigilando el Menda.

—¿Qué pasó, Billie? —con la punta de los dedos le rozó suavemente la nariz despellejada y la mejilla arañada—. Estás herido.

Billie sonrió con una mezcla de deleite y de vergüenza. Comprobé entonces que lo que había tomado por hinchazón de la mejilla era el bulto de un pedazo de tabaco de mascar.

—No sé qué pasó exactamente —dijo—. Uno de ellos me dio un golpe en la cabeza y no desperté hasta dos horas después. El taxista, aunque no movió un dedo por ayudarme, no era ningún idiota y sabía cómo sacarse una buena propina. En lugar de ir con el soplo a la policía me llevó a un médico de los que saben callarse la boca. Me curó y aquí estoy.

—¿Viste a todos los hombres que te agredieron? —preguntó la mujer.

—Seguro. No sólo les vi, sino que les toqué y hasta creo que los saboreé.

—¿Cuántos eran?

—Sólo dos. Uno bajo, con un bigotito a lo francés, y el otro corpulento con una gran mandíbula.

—¿Sólo dos? ¿No iba con ellos uno joven, alto y delgado?

Ése podía ser el Menda. ¿Creía Inés que el Menda trabajaba con el francés?

Billie negó con su cabeza enmarañada y maltrecha.

—No. Eran sólo dos.

La mujer frunció el ceño y se mordió el labio inferior.

En aquel momento Billie me lanzó una mirada oblicua que significaba: «Largo de aquí».

Inés interceptó la mirada. Se volvió hacia él y le puso una mano sobre la cabeza.

—¡Pobre Billie! —murmuró—. Te destrozan por mi culpa la cabeza y encima, cuando deberías estar descansando en tu casa, te entretengo aquí con mi conversación. Vete a la cama y mañana, cuando estés mejor, me llamas por teléfono, ¿eh?

El rostro rojizo de Billie se puso de color purpúreo. Me lanzó una mirada asesina.

Ella, riendo, le propinó unas palmaditas en la mejilla abultada por el tabaco.

—No tengas celos de Jerry. Está enamorado de una rubita de piel blanca y le es totalmente fiel. No le gustan nada las mujeres oscuras —me arrojó una mirada retadora—. ¿No es cierto, Jerry?

—No —repliqué—. Además, todas las mujeres son oscuras.

Billie traspasó el tabaco a la otra mejilla y se encogió de hombros.

—¿Qué demonios de bromas se trae éste? —gruñó.

—No ha dicho nada que pueda molestarte —contestó riendo Inés—. Era sólo un epigrama.

—Un epigrama, ¿eh? —su voz sonaba amarga y truculenta. Empecé a pensar que no le caía muy bien—. Dile al gordo este que se trague sus bromas. No me gustan.

Estaba claro. Billie andaba buscando camorra. La mujer, que con el dominio que ejercía sobre él podía haber evitado una escena, se limitó a soltar una carcajada. Era inútil tratar de comprender el motivo de sus acciones. Estaba chiflada. Quizá pensara que ya que no podía quedarse con los dos, lo mejor era dejarnos pelear y quedarse con el que eliminara al otro de la escena.

En cualquier caso, el enfrentamiento era inevitable. Por regla general soy hombre pacífico. Pasaron los días en que peleaba por el simple placer de pelear, pero, por otro lado, he estado metido en demasiados líos como para dejarme asustar por una simple gresca. Aun en el caso de que salga uno perdedor, las consecuencias no suelen ser muy graves. No iba a acobardarme sólo porque aquel hombretón fuera más grande que yo; siempre he tenido suerte en las luchas desiguales. Por añadidura, aquella misma noche habían atizado a modo a mi rival y eso tenía que menguarle arrestos. Estaba dispuesto a quedarme un rato más en ese apartamento. Si Billie quería guerra, y las señas eran mortales, la tendría.

Con él no había forma de llegar a un compromiso; dijera lo que dijera, lo utilizaría en contra mía.

Sonreí mirando su rostro arrebolado y le dije a la mujer con absoluta seriedad:

—Creo que si le metieras un poco de añil saldría del mismo color que el otro perro.

Era una estupidez, pero surtió efecto. Billie retrocedió unos pasos y cerró amenazadoramente las zarpas.

—Vamos a dar un paseo —decidió—. Fuera tendremos espacio suficiente.

Me levanté, aparté la silla de un puntapié y le respondí remedando a Red Burns: «Si te acercas lo bastante, habrá sitio de sobra». Con aquello bastó. La pelea fue interminable.

Comenzamos con los puños. Para abrir boca me encajó un derechazo en la cabeza. Me agaché para evitar el golpe y le pegué dos puñetazos en pleno vientre. Se tragó el tabaco de mascar, pero no se movió. Pocos hombres son tan fuertes como parecen. Billie lo era.

No tenía la menor idea de boxeo. Creía que boxear consistía en ponerse de pie y lanzar puñetazos a la cabeza del enemigo: derecha, izquierda, derecha, izquierda… Tenía unos puños del tamaño de dos papeleras. Azotaban el aire amenazadoramente pero iban siempre dirigidos a la cabeza, la parte más fácil de quitar de en medio.

Yo tenía espacio suficiente para castigarle, y lo hice.

Le martilleé el vientre, le aporreé la cabeza, volví a golpearle el vientre… Con cada puñetazo mío crecía dos centímetros, aumentaba un kilo y ganaba un caballo de vapor. Cuando pego no me ando con bromas, pero nada de lo que hice a aquella mole humana (ni siquiera obligarle a tragar el tabaco) le causó ningún efecto visible.

Siempre me he enorgullecido de mis facultades de púgil. Fue una tremenda desilusión ver cómo aquel cargador de muelles encajaba mis golpes sin parpadear siquiera. Pero aun así no me di por vencido. No podía seguir manteniéndose en pie eternamente. Decidí que la mejor técnica era la constancia.

Un par de veces me alcanzó. Una de ellas en el hombro. Su puño gigantesco me obligó a girar en el aire, pero no supo continuar. Dio un nuevo puñetazo, erró el golpe y escapé. La otra vez me pegó en la frente, pero por fortuna pude apoyarme en una silla para no caer. El puñetazo me dolió, pero creo que aún le dolió más a él. Un cráneo es más duro que un puño. Cuando se acercó, me hice a un lado y le propiné en la nuca un golpe de los que no se olvidan.

Mientras se enderezaba vi asomar por encima de su hombro la cara morena de la mujer. Sus ojos brillaban tras el velo espeso de las pestañas y en su boca abierta relumbraba la blancura de sus dientes.

Billie, cansado de boxear, transformó la pelea en una lucha libre y no de las más ortodoxas. Yo hubiera preferido seguir con los puños, pero en aquella ocasión no tenía ni voz ni voto. Él era quien llevaba la batuta. Me agarró por la muñeca, tiró, y nos trabamos en un combate cuerpo a cuerpo.

De lucha libre sabía tan poco como de boxeo. Pero no necesitaba saber. Era lo suficientemente grande y lo suficientemente fuerte como para jugar conmigo a su antojo.

Caímos al suelo juntos, yo debajo, por cierto, y comenzamos a rodar por el suelo. Me defendí con todas mis fuerzas, pero no me sirvió de nada. Tres veces traté de hacerle una llave. Mis piernas no eran lo bastante largas como para rodearle el cuerpo y me rechazó con la facilidad del hombre que juega con un niño. Era inútil tratar de atacarle por las piernas. No había fuerza humana capaz de detenerlas. Sus brazos resultaron casi tan poderosos. Abandoné todo intento.

Nada de lo que sabía hacer servía contra este monstruo. Quedaba fuera de mis posibilidades. Me contenté con dedicar las pocas fuerzas que me quedaban a evitar que me dejara inválido y a esperar la oportunidad de ganarle a base de astucia.

Me castigó a modo, pero al fin llegó mi hora.

Yacía yo de espaldas sobre el suelo con el cuerpo totalmente aplastado, a excepción de uno o dos intestinos, los situados más al centro. Arrodillado sobre mí, me rodeó la garganta con las manos y apretó.

Aquel fue su error.

No se puede asfixiar a un hombre que tiene las manos libres y que sabe que las manos son más fuertes que los dedos. Me reí en sus narices color púrpura, levanté las manos y aferré los dos dedos meñiques que tenía incrustados en la garganta. No fue cosa fácil. Yo estaba agotado y él no. Pero no hay dedo que pueda más que una mano. Los retorcí y se rompieron ambos a un tiempo. Dio un aullido. Aferré los dedos siguientes. Los de los anillos. Uno de ellos se quebró y el otro estaba a punto de ceder cuando el monstruo me dejó en libertad.

Me incorporé y le golpeé en la cara. Me libré del yugo de sus rodillas y ambos nos levantamos.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta.

En el rostro de la mujer se desvaneció el interés por la pelea. El miedo lo suplantó. Se llevó la mano a la boca y se pellizcó los labios con los dedos.

—Pregunte quién es —le dije.

—¿Quién es? —preguntó.

Su voz sonaba seca e incolora.

—Soy la señora Keil —las palabras llegaron desde el corredor aguzadas por la indignación—. A ver si deja ya de hacer ruido. Los vecinos se quejan y con razón. No son horas de recibir visitas ni de armar escándalo.

—Es la portera —susurró la mujer morena. Y continuó luego en voz alta—. Lo siento, señora Keil. No habrá más ruidos.

Se oyó algo semejante a un estornudo y luego el sonido de pasos que se alejaban.

Inés Almad lanzó a Billie una mirada ceñuda cargada de reproche.

—¿Ves lo que has conseguido? —dijo acusadora.

Billie miró humildemente, primero al suelo y luego a mí. Al mirarme su rostro volvió a ponerse del color de la púrpura.

—Lo siento —murmuró—. Ya le dije a este individuo que saliéramos a la calle. Lo haremos ahora y así dejaremos de armar ruido.

—¡Billie! —exclamó la mujer con voz aguda. Le estaba leyendo la cartilla—. Ahora mismo te vas a ir a curarte esas heridas. ¿O es que porque no hayas ganado un par de peleas tengo que quedarme sola a esperar a que me maten?

Billie arrastró nerviosamente los pies y rehuyó la mirada de la mujer. Parecía desesperado, pero aun así denegó tercamente con la cabeza.

—No puedo hacer eso, Inés —dijo—. Este fulano y yo tenemos que zanjar la cuestión. Él me ha roto un par de dedos y yo voy a romperle la cara.

—¡Billie!

Inés dio una patada en el suelo con uno de sus pies diminutos y le miró imperiosamente. Pareció como si de un momento a otro Billie fuera a tirarse de espaldas al suelo y quedarse con las patitas delanteras en el aire. Pero en lugar de ello continuó defendiendo posiciones.

—Tengo que hacerlo —repitió—. No me queda otro remedio.

La ira desapareció del rostro de Inés. Le miró con dulzura.

—Este Billie… —dijo murmurando. Luego cruzó la habitación y se acercó a un secreter situado en un rincón.

Cuando se volvió empuñaba una pistola automática que apuntaba hacia Billie.

—Ahora, lechón[1] —ronroneó—, ¡largo de aquí!

Billie no era lo que se dice un lince. Tardó un minuto entero y verdadero en caer en la cuenta de que la mujer a la que amaba le arrojaba de su casa a punta de pistola. Su estupidez le impedía comprender que los tres dedos rotos le habían descalificado. Poner las piernas en movimiento le llevó otros sesenta segundos. Avanzó hacia la puerta sin reponerse de su sorpresa, incapaz de dar crédito a lo que estaba ocurriendo.

La mujer le siguió paso a paso y yo me adelanté a abrirle la puerta. En el momento en que hacía girar el picaporte la puerta se abrió lanzándome contra la pared.

En el umbral aparecieron Edouard Maurois y el hombre al que había encajado el puñetazo en la mandíbula empuñando sendas pistolas.

Miré a Inés Almad mientras me preguntaba interiormente qué sesgo tomaría su locura en esta nueva situación. Pero no estaba tan loca como había supuesto. El grito que dio y el ruido que hizo su pistola al caer al suelo sonaron al mismo tiempo.

—¡Ah! —exclamó el francés—. ¿Salían los señores? ¿Podríamos quizá retenerles unos momentos?

El hombre de la barbilla grande, que aún parecía mayor después del puñetazo, no se anduvo con tanto miramiento.

—¡Atrás, mamarrachos! —ordenó inclinándose a recoger la pistola que la mujer había dejado caer.

Yo seguía con la mano sobre el picaporte. Al fin lo solté, no sin asegurarme primero de que el seguro no se echaría automáticamente al cerrarse la puerta. Si alguien acudía a prestarme ayuda, cuantos menos obstáculos encontrara, mejor.

Billie, la mujer y yo retrocedimos de espaldas hacia la sala.

Maurois y su compañero mostraban vestigios de la lucha mantenida en el interior del taxi. El francés tenía un ojo morado y completamente cerrado. Daba gloria verlo. Sus ropas estaban sucias y en desorden pero ni con eso había perdido su gallardía y el brazo que mantenía libre seguía apretando su bastón.

El hombre del mentón desproporcionado nos apuntó a los tres con la pistola mientras Maurois nos cacheaba a Billie y a mí para ver si íbamos armados. Halló mi pistola y se la guardó en un bolsillo. Billie iba desarmado.

—¿Les molestaría retroceder hasta la pared? —preguntó Maurois cuando terminó el registro.

Retrocedimos como si no representara la menor molestia. Mi hombro rozó una de las cortinas. Me apoyé con fuerza contra el marco de la ventana y me corrí lentamente arrastrando la cortina de forma que ésta dejara en el centro del ventanal una abertura de unos treinta centímetros. Si el Menda estaba vigilando no podía dejar de ver al francés, el hombre que había disparado sobre él aquella misma tarde. Con esto le tendía una trampa. La puerta del apartamento no estaba cerrada con llave. Si lograba entrar en el edificio, cosa que no ofrecía gran dificultad, tenía el camino franco. Ignoraba de qué forma estaba relacionado con el asunto, pero deseaba que apareciera en escena y tenía esperanzas de que no me desilusionara. Si pudiera reunir allí a todos los personajes del drama, quizá pudiera enterarme de una vez de lo que pasaba.

Mientras tanto, me aparté cuanto pude de la ventana por si el Menda decidía disparar desde donde estaba.

Maurois se hallaba frente a Inés. El tipo de la barbilla grande seguía apuntándonos a Billie y a mí.

—Se ve que yo no comprendí el anglais muy bien —dijo el francés en aquel momento dirigiéndose en tono burlón a la mujer—. Te entendí que nos encontraríamos en Nueva Orleans, no en San Francisco. Siento haberme equivocado y siento aún más haberte hecho esperar. Pero al fin estoy aquí. ¿Tienes la parte que me corresponde?

—No —replicó Inés esbozando con las manos un gesto vacío—. El Menda se lo llevó.

—¿Cómo? —exclamó Maurois. Se habían esfumado su tono de mofa y el acento de vodevil. El único ojo que podía abrir lanzó un destello de ira—. Es imposible, a menos que…

—Sospechaba de nosotros. Edouard —la boca de Inés temblaba de ansiedad. Con los ojos imploraba que la creyera. Estaba mintiendo—. Hizo que me siguieran. Al día siguiente de llegar a Nueva Orleans, apareció él y se llevó todo. Me dio miedo esperarte, temí que no me creyeras… No pensarás que…

C’est incroyable! —Maurois estaba muy alterado—. En cuanto acabó la función tomé el primer tren que salía en dirección al sur. ¿Es posible que el Menda viajara en ese mismo tren sin que yo me enterara? Non. Pero ¿cómo si no, pudo llegar allí antes que yo? Estás jugando conmigo, ma petite Inés. Que te reuniste con el Menda, ni lo dudo. Pero no en Nueva Orleans, porque nunca fuiste allí. Viniste directamente aquí, a San Francisco.

—¡Edouard! —protestó la mujer retorciendo una manga del francés con una mano morena y manteniendo la otra en torno a su garganta como si le costara trabajo articular aquellas palabras—. ¿Cómo puedes pensar eso? ¿No te dicen las semanas que pasamos juntos en Boston que yo no puedo engañarte? ¿Crees que puedo traicionarte con un hombre como el Menda o con cualquier otro? ¿Es que no me conoces todavía?

Era una auténtica actriz; conmovedora, patética, lo que quieran… hasta incluso peligrosa.

El francés retiró el brazo de un tirón y retrocedió un paso. En torno a su boca, por debajo del menudo bigote, se marcaron unas arrugas blancas y se le dilataron los músculos del mentón. El ojo que tenía sano adquirió una expresión de preocupación. La mujer había logrado conmoverle, aunque no lo suficiente para hacerle cambiar de idea. Pero la partida no había hecho más que comenzar.

—No sé qué pensar —dijo el francés lentamente—. Si me he equivocado, tengo que encontrar al Menda. Será la única forma de averiguar la verdad.

—No tienes que buscar más, amigo. Estoy aquí con vosotros.

En el umbral de la puerta que daba al pasillo estaba el Menda con un revólver en cada mano listo para disparar.

La escena era deliciosa.

En la puerta, el Menda, un muchacho enjuto, de unos veinticinco años de edad y un aspecto maligno al que contribuía la debilidad de sus rasgos, el mentón huidizo y los ojos opacos. Con sus dos revólveres apuntaba a todos y a ninguno, según la perspectiva.

La mujer morena, con los puños incrustados en las mejillas y los ojos abiertos de par en par revelando el verde grisáceo de sus pupilas. El miedo que había visto anteriormente reflejado en ellos no era nada comparado con el que evidenciaban ahora.

El francés, que se había vuelto como un resorte hacia la puerta al sonar la primera palabra del Menda, y que apuntaba hacia éste con su pistola, sosteniendo el bastón bajo el brazo y con la cara convertida en un borrón blanco.

El tipo del enorme mentón, vuelto hacia atrás a medias, mirando por encima del hombro hacia la puerta y apuntando con una de sus pistolas en la dirección de su mirada.

Billie, una estatua humana enorme y baqueteada, y muda por añadidura desde que Inés había tratado de expulsarle de su apartamento.

Y finalmente, yo, no tan a gusto como si me hallara descansando en mi cama, pero tampoco al borde de la histeria. El cariz que habían tomado los acontecimientos no me disgustaba. Sabía que en aquellas habitaciones iba a ocurrir algo, pero ninguno de los presentes me importaba tanto como para preocuparme lo que pudiera ser de ellos. En cuanto a mí, contaba con salir del atolladero entero y verdadero.

Son pocos los hombres a quienes matan porque sí. La mayoría de los que mueren de muerte violenta provocan de algún modo su fin. Mis veinte años de experiencia me habían enseñado a rehuir esa posibilidad. Pasara lo que pasara, contaba con salir con vida y poder llevarme al resto de los supervivientes a la cárcel.

Pero en aquel momento la situación estaba en manos de los hombres que empuñaban las armas: el Menda, Maurois y el tipo de la barbilla grande.

El Menda fue el que habló primero. Tenía una voz quejumbrosa que surgía con tono desagradable de su nariz achatada.

—Esto no se parece nada a Chicago, pero al menos estamos todos aquí.

—¿Chicago? —dijo Maurois—. ¡Tú no fuiste a Chicago!

El Menda le miró con desprecio.

—¿Es que fuisteis vosotros? ¿Para qué iba a ir yo a Chicago? Crees que huí con Inés, ¿eh? Pues bien, lo hubiera hecho si no me hubiera traicionado lo mismo que te traicionó a ti y lo mismo que entre los tres traicionamos al idiota.

—Es posible —replicó el francés—, pero no esperes que me crea que Inés y tú no os entendéis. Esta tarde te vi salir de aquí.

—Ya sé que me viste —respondió el Menda—, y si no me hubiera enredado la pistola en el abrigo, no habrías vuelto a ver nada más. Pero ahora no tengo nada contra ti. Creí que me la habías pegado con ella del mismo modo que tú creíste que yo te la había pegado a ti. Por lo que he oído antes de entrar, veo que me he equivocado. Inés nos engañó a los dos del mismo modo que se la jugamos al idiota. ¿Es que no lo has entendido aún?

Maurois asintió lentamente con la cabeza.

La presencia de las pistolas era lo que prestaba mayor emoción a la conversación.

—Escucha —dijo el Menda con impaciencia—. El plan era que los tres nos encontraríamos en Chicago y que luego cada uno se iría por su lado, ¿no?

El francés asintió.

—Pero luego Inés me propuso —continuó el Menda— darte esquinazo y que nos encontráramos los dos en San Luis, mientras que a ti te dijo que nos encontraríais en Nueva Orleans y me daríais esquinazo a mí. A fin de cuentas, lo que hizo fue capearnos a los dos y venirse a San Francisco con el botín. Somos un par de idiotas, gabacho, y es inútil que nos la tomemos el uno con el otro. Hay género de sobra para dividirlo entre los dos. Lo que quiero decir es que olvidemos lo pasado y vayamos a medias. Entiéndeme, no te estoy suplicando. Te estoy haciendo una proposición. Si no te gusta, te vas al diablo. Ya me conoces, y sabes que a disparar no me ganas ni tú ni nadie. ¡Decide!

El francés se quedó callado unos momentos. Los argumentos del Menda le habían convencido, pero no quería perder posiciones precipitándose a hablar. No sé si creía o no las palabras de su compinche, pero era evidente que en sus revólveres sí tenía una fe ciega. Un revólver es mucho más rápido que una simple pistola. El Menda jugaba con ventaja por eso y porque además tenía el aspecto de importarle un bledo lo que pudiera pasar.

Maurois dirigió a su compañero una mirada de interrogación. Este se humedeció los labios pero guardó silencio. El francés se volvió al Menda de nuevo y asintió con la cabeza.

—Tienes razón —dijo—. Vamos a dividirlo.

—¡Estupendo! —dijo el Menda sin moverse de la puerta—. ¿Quiénes son esos cretinos?

—Estos dos —dijo Maurois señalándonos a Billie y a mí—, son amigos de nuestra Inés. Este —dijo indicando al tipo de la mandíbula—, es un confrère mío.

—¿Quieres decir que es tu socio? Por mí, de acuerdo —dijo el Menda con viveza—. Pero queda claro que su parte sale de lo tuyo. Yo me llevo la mitad, ni más ni menos.

El francés frunció el ceño pero asintió.

—La mitad es tuya, si es que la encontramos.

—Por eso no te preocupes —le aconsejó el Menda—. Está aquí y la encontraremos.

Se guardó uno de los revólveres y entró en la habitación con la mano que sostenía el otro colgando a un lado del cuerpo. Se acercó a la mujer cuidando de no dar la espalda ni a Maurois ni a su compañero.

—¿Dónde está? —preguntó.

Inés Almad se humedeció los labios con la lengua, abrió apenas la boca, miró dulcemente al Menda y dio comienzo a la comedia.

—En cuanto a tramposos no tenemos mucho que echarnos en cara. Los tres hemos tratado de quedarnos con todo. Tú y Edouard habéis hecho borrón y cuenta nueva. ¿He sido yo peor que vosotros? Las tengo, es cierto, pero no aquí. ¿Puedes esperar hasta mañana? Las traeré y las dividiremos entre los tres como planeamos. ¿Estás de acuerdo?

—¡Ni hablar de eso! —la voz del Menda no dejaba lugar a dudas.

—¿Es justo eso? —imploró Inés fingiendo un ligero temblor de la barbilla—. ¿He cometido yo alguna traición de la que no seáis Edouard y tú igualmente culpables? ¿Es que…?

—Eso no viene a cuento —respondió el Menda—. El gabacho y yo o trabajamos juntos o no vamos a ninguna parte. Por eso nos aliamos. Lo tuyo es distinto. No te necesitamos. Podemos quitarte el botín en cuanto nos dé la gana. Se acabó el juego. ¿Dónde están?

—No las tengo. ¿Crees que soy tan idiota que iba a dejarlas aquí, donde pudieras encontrarlas? Ahora me necesitáis. Sin mí no podéis…

—Eres tonta de remate. Si no te conociera, quizá habrías podido darme el pego. Pero te conozco lo suficiente para saber que con tu avaricia no serías capaz de separarte de ellas ni un momento. Por suerte eres aún más cobarde que mezquina, y en cuanto te dé dos bofetones bien dados vas a cantar más que un canario. Y no creas que el pegarte me plantea ningún problema de conciencia.

La muchacha retrocedió ante la mano alzada del Menda. El francés se precipitó a hablar.

—Antes deberíamos registrar todas las habitaciones. Si no las encontramos, podemos decidir qué hacer.

El Menda se rió de él con una risa burlona.

—Como quieras. Pero que conste que yo no salgo de aquí sin ellas, aunque tenga que despedazar a esta zorra. Acabaríamos antes a mi manera, pero si te empeñas, buscaremos. Que tu compadre o lo que sea se encargue de mantener a estos tipos a raya mientras tú y yo volvemos esto del revés.

Inmediatamente se dieron a la tarea. El Menda se guardó el revólver y sacó una navaja automática. El francés desatornilló el bastón y extrajo de él medio metro de hoja de acero.

No fue aquel precisamente un registro superficial. Comenzaron por la habitación en que nos hallábamos. La inspeccionaron de arriba abajo, hasta la médula. Deshicieron muebles y cuadros. Los tapizados vomitaron sus entrañas. Rajaron alfombras. Arrancaron el papel de las paredes en los lugares que consideraron sospechosos. Trabajaron con lentitud y disciplina y sin dar ni por un momento la espalda al enemigo. Una vez que la sala estuvo totalmente destrozada, pasaron a la habitación contigua dejando a la mujer, a Billie y a mí de pie entre los destrozos. El tipo de la barbilla grande nos vigilaba con una pistola en cada mano.

Tan pronto como el Menda y el francés desaparecieron, Inés se dispuso a trabajarse al guardián. Tengo que decir en su favor que poseía una seguridad envidiable respecto a sus dotes de seducción. Durante unos momentos miró al individuo del mentón con mirada conmovedora. Luego le preguntó suavemente:

—¿Puedo…?

—No —respondió Barbilla Grande con voz alta y tono grosero—. ¡A callar!

El Menda apareció en la puerta.

—Si se callan, quizá salgan de ésta con vida —gruñó. Luego volvió a su tarea.

La mujer tenía un concepto de sí misma lo bastante elevado como para no dejarse achicar por aquello. No volvió a insinuarse con palabras, pero sí lo hizo con miradas, miradas que hicieron a Barbilla Grande sudar y ponerse como la grana. Pensé que por ese camino la mujer no iba a llegar a ninguna parte. Aquel era un hombre sencillo. Si hubieran estado solos, es posible que hubiera llegado a perder los estribos, pero no iba a dejarse seducir con un par de espectadores delante.

De pronto un aullido nos dijo que Frana, que con la llegada de Maurois y su compañero se había replegado a la habitación del fondo, se había enfrentado con los invasores. Fue sólo uno y la brusquedad con que se cortó nos hizo temer lo peor para el pobre perro morado. Los dos hombres pasaron casi una hora registrando el resto del apartamento. No hallaron nada. Sus hojas de acero eran todo lo que traían en la mano cuando volvieron a reunirse con nosotros.

—Ya os dije que no las tenía aquí —exclamó Inés triunfante—. Ahora, ¿queréis…?

—No voy a creerme nada de lo que me digas —dijo el Menda cerrando la navaja y metiéndosela en el bolsillo—. Sigo creyendo que están aquí.

Cogió a Inés por una muñeca y le puso la otra mano abierta y con la palma hacia arriba a la altura de la nariz.

—O me las pones en la mano o te las quito.

—¡No están aquí! ¡Te lo juro!

La boca del Menda se elevó en las comisuras en una sonrisa salvaje.

—¡Mientes!

Retorció el brazo de la mujer obligándola a arrodillarse y con la mano que tenía libre aferró el tirante de su vestido naranja.

—Eso pronto vamos a averiguarlo —prometió.

En aquel preciso instante, Billie salió de su letargo.

—¡Eh! —protestó respirando pesadamente a causa de la excitación—. ¡No puede hacerle eso!

—Espera —dijo Maurois mientras volvía a atornillar su bastón—. Vamos a ver si podemos hacerlo de otra manera.

El Menda soltó a la mujer y retrocedió unos pasos. Sus ojos eran dos círculos muertos e incoloros, los ojos opacos del hombre cuyos nervios dejan de funcionar ante el peligro. Se echó hacia atrás la chaqueta y apoyó las manos huesudas donde los bultos agudos de sus caderas sobresalían bajo el chaleco.

—Vamos a ver si nos ponemos de acuerdo, gabacho —dijo con su vocecilla quejumbrosa—. ¿Estás de su parte o de la mía?

—De la tuya, desde luego, pero…

—Entonces demuéstramelo y no trates de echarme la zancadilla a cada cosa que hago. Pase lo que pase, voy a registrar a esta muñeca. ¿Qué piensas hacer?

El francés plegó los labios hasta que el bigotillo llegó a rozarle la punta de la nariz. Frunció el ceño y miró meditabundo con su ojo sano. Estaba claro que no iba a hacer nada y él lo sabía. Finalmente se encogió de hombros.

—Tienes razón —se rindió—. Tenemos que registrarla.

El Menda le dirigió un gruñido de desdén y se volvió de nuevo hacia la mujer.

Inés se lanzó sobre mí como accionada por un resorte y se aferró a mi cuello del modo que comenzaba a transformarse ya en costumbre.

—¡Jerry! —me gritó—. ¡No le dejes, Jerry, por favor!

No despegué los labios.

No es que me pareciera galante por parte del Menda que la registrara, pero tenía mis razones para no impedírselo. En primer lugar, estaba deseando saber en qué consistía aquel botín de que tanto hablaban. En segundo lugar, no soy un caballero andante. Esa mujer había traicionado a sus compinches y era en gran medida la única responsable de lo que estaba ocurriendo. Si ahora ellos decidían dejarse de contemplaciones, tendría que arreglárselas como pudiera. La tercera razón tampoco era de despreciar; la presión que la pistola de Barbilla Grande ejercía sobre mis costillas me recordaba que sólo tenía libertad para hacer una cosa: dejarme matar.

El Menda se llevó a la mujer a rastras y yo le dejé hacer.

La sentó sobre lo que quedaba del banco colocado junto a la estufa y llamó con un gesto al francés.

—Sujétala mientras la registro —le ordenó.

Inés aspiró una bocanada de aire, pero antes de que pudiera gritar, el Menda le rodeó la garganta con sus dedos largos y huesudos.

—Como grites te hago un nudo en el cuello —amenazó.

La mujer exhaló el aire por la nariz.

Billie movía nerviosamente los pies. Me volví a mirarle. Respiraba ruidosamente por la boca y tenía la frente perlada de sudor bajo la maraña de pelo rojizo. Ojalá no explotara antes de que se develara el misterio. Si esperaba un poco, quizá hasta le echara una mano.

Pero no esperó. En el momento en que el Menda, ayudado por Maurois, comenzaba a desnudar a la mujer, entró en acción.

Dio un paso hacia ellos. Barbilla Grande trató de hacerle retroceder amenazándole con la pistola. Billie ni siquiera le vio. Sus ojos estaban fijos en el trío situado junto al banco.

—¡No pueden hacerle eso! —rugió—. ¡No pueden hacerle eso!

—No, ¿eh? —dijo el Menda levantando la vista—. Mira y verás.

—Billie —gritó la mujer azuzándole en su locura.

Billie acometió.

Barbilla Grande se desentendió de él y me apuntó con las dos pistolas. El Menda se apartó de un salto de la trayectoria del bólido. Maurois lanzó a la mujer sobre el corpachón que se le venía encima y sacó su pistola.

Billie e Inés dieron unos cuantos tumbos trabados en un abrazo. De pronto el Menda se abalanzó sobre el gigante. Con una mano sacó del bolsillo la navaja automática; en el momento en que el hombretón recuperaba el equilibrio sonó el «clic» de ésta al abrirse.

El Menda se le acercó aún más de un salto.

Sabía de navajas. El modo en que manejaba la que emergía de su puño cerrado no dejaba lugar a dudas. Un dedo pulgar y un índice doblado guiaron la hoja que se hundió bajo el hombro de Billie. Una sola vez. Hasta el mango.

Billie cayó hacia adelante aplastando a la mujer bajo su peso. Rodó hacia un costado y quedó inmóvil boca arriba con la espalda sobre el relleno de las butacas. Muerto parecía aún más grande de lo que era, parecía llenar la habitación entera.

El Menda limpió la navaja en un pedazo de alfombra, la cerró y se la metió en el bolsillo. Lo hizo con la mano izquierda. La derecha continuaba apoyada en la cadera. No miró siquiera la hoja. Tenía los ojos fijos en Maurois.

Pero si esperaba que el francés reaccionara se equivocó. El bigotillo de Maurois tembló. Estaba pálido y tenso, pero aun así logró articular:

—Más vale que acabemos cuanto antes y nos larguemos de aquí.

La mujer se había sentado en el suelo junto al cadáver de Billie, sollozando. Su rostro tenía un tono ceniciento bajo la piel morena. Se dio por vencida. Con mano temblorosa buscó debajo del vestido y extrajo una bolsita de seda.

Maurois, que estaba junto a ella, la tomó. Estaba fuertemente cosida y no pudo abrirla con los dedos. La sostuvo en el aire mientras el Menda la rasgaba de un navajazo. Luego vertió parte del contenido en la palma ahuecada de su mano. Diamantes. Perlas. Y entre ellos, unas cuantas piedras de colores diversos.

El tipo de la barbilla grande emitió un silbido. Sus ojos, al igual que los de Maurois, la mujer y el Menda, relampaguearon al ver relumbrar las piedras.

Su distracción constituía toda una tentación. Podía tumbarle en el suelo de un puñetazo. Había recuperado casi totalmente las fuerzas perdidas en la pelea y para cuando el Menda y Maurois se recuperaran de la sorpresa podría haberme apoderado de una de las pistolas. Era hora de que tomara cartas en el asunto; ya había dejado a esos payasos dirigir el cotarro demasiado tiempo. Ahora sabía en qué consistía el botín y si dejaba que acabara la fiesta, Dios sabe cuándo podría volver a reunir a aquellos pájaros.

Pero rechacé la tentación y decidí esperar unos minutos más. Era absurdo lanzarse de cabeza al peligro sin tener una seguridad absoluta. Aun con una pistola en la mano llevaba las de perder contra Maurois y el Menda. Necesitaba más. Ser detective consiste en capturar delincuentes, no en hacerse el héroe.

Miré a Maurois, que volvía a introducir las piedras en la bolsita. Iba a metérsela en el bolsillo cuando el Menda le detuvo poniéndole una mano sobre el brazo.

—Yo las guardaré.

Maurois alzó las cejas.

—Vosotros sois dos y yo uno —explicó el Menda—. No es que no confíe en vosotros, nada de eso, pero prefiero llevarlas yo.

—Pero…

El timbre de la puerta vino a interrumpir las protestas de Maurois.

El Menda se volvió hacia la muchacha.

—Habla y no te pases de lista.

Ella se levantó y salió al pasillo.

—¿Quién es? —preguntó.

Hasta nosotros llegó la voz airada de la portera.

—Otro ruido más, señorita Almad, y llamo a la policía. Esto es una vergüenza.

Me pregunté qué cara habría puesto de haber abierto la puerta y haberse encontrado con los muebles destripados y el cadáver de un hombre —cuya muerte le había hecho subir por segunda vez— entre los desechos.

Dudé un momento y al fin me arriesgué.

—¡Váyase al demonio! —grité.

Se oyó un resuello entrecortado y nada más. Ojalá que la furia que llevaba dentro la guiara directamente al teléfono. No me vendría mal la ayuda de esa policía que había mencionado.

Mientras, el Menda había sacado un revólver del bolsillo. Por un momento quedó suspenso. Si hubiera podido acuchillarme sin hacer ruido, lo habría hecho, pero sabía que yo no me dejaría hacer picadillo quietecito y en silencio. Una vez encontradas las piedras preciosas, el Menda prefería no armar más escándalo.

—Cierre la boca o se la hago cerrar yo —fue a lo más que llegó.

Luego se volvió hacia el francés, que había aprovechado el revuelo para guardarse la bolsa.

—O lo dividimos ahora mismo, o me llevo las piedras —anunció el Menda—. Vosotros sois dos. No voy a atreverme a engañaros.

—Pero ¿no ves que no podemos quedarnos aquí ni un minuto más? ¿No has oído que la portera va a llamar a la policía? Vamos a dividirlas a otra parte. ¿O es que no te fías de mí? ¿No hemos quedado en que somos socios?

Con dos zancadas el Menda se situó entre la puerta y sus dos compinches. Con la mano derecha empuñaba el arma con que me había amenazado. Con la izquierda rozaba la culata del otro revólver.

—Que nadie se mueva —dijo con voz sorda—. Mi parte del botín no sale de aquí si no es en mi bolsillo. Si quieres dividirlo aquí, de acuerdo. Si no, me lo llevo todo yo. No hay más que hablar.

—Pero ¿y la policía?

—De eso preocúpate tú si quieres. Lo que me importa ahora son las piedras. Después ya veremos.

Una vena azul se destacó en la frente del francés. Su cuerpecillo se tensó. Estaba tratando de reunir el valor suficiente para intercambiar unos cuantos balazos con el Menda. Los dos sabían que cuando el telón final bajara sobre la escena uno de ellos se habría hecho con todo el botín. Habían comenzado traicionándose y no se cambia de costumbres tan fácilmente. Al final uno tendría las piedras y el otro nada, a excepción, quizá, de un entierro.

Barbilla Grande no contaba. Era demasiado simple para durar mucho en esa compañía. Si hubiera sido listo, le habría largado un par de balazos a cada uno de sus compinches, pero en lugar de hacerlo seguía apuntándome con las pistolas mientras miraba a los otros con el rabillo del ojo.

La mujer se hallaba junto a la puerta en el mismo lugar donde había quedado después de hablar con la portera y contemplaba de hito en hito la escena. Pasé unos minutos preciosos que me parecieron horas tratando de interceptar su mirada. Al fin lo conseguí. Miré al interruptor de la luz que se hallaba a unos treinta centímetros de ella. Luego a la mujer. Al interruptor. A ella. Al interruptor. Al fin me entendió y comenzó a deslizar la mano por la pared.

Miré a los jugadores principales de aquella indecisa partida. Los ojos del Menda eran dos círculos muertos y mortales. El ojo sano de Maurois estaba empañado de humedad. No pudo aguantar la tensión. Metió una mano en el bolsillo y sacó la bolsa de seda.

En aquel momento el dedo moreno de la mujer rozó el botón de la luz. Dios sabe que no me fiaba un pelo de ella, pero era mi única tabla de salvación. Cuando las luces se apagaron tenía que estar ya en movimiento. Barbilla Grande no iba a andarse con contemplaciones. Ojalá que Inés no se arrepintiera; si lo hacía era hombre muerto.

Su uña empalideció y en aquel preciso momento me abalancé sobre Maurois Oscuridad. Una oscuridad henchida de ruidos y cruzada por ráfagas azules y naranjas.

Mis brazos rodeaban el cuerpo de Maurois y juntos caímos sobre el cadáver de Billie. Me volví y propiné al francés una patada en la cara. Logré desembarazarme de él y aferré uno de sus brazos. Al ver que reaccionaba arañándome salvajemente la cara, comprendí que sostenía la bolsa con la mano correspondiente al brazo que tenía prisionero. La garra de Maurois me castigaba los labios. Le clavé los dientes en la mano y le puse una rodilla sobre el rostro dejando que todo el peso de mi cuerpo recayera sobre ella. Él tenía una mano inmovilizada y yo tenía las dos libres para poder arrancarle la bolsa.

No fue un trabajo limpio, pero sí efectivo.

Aquel cuarto parecía el interior de un tambor negro en que un gigante tocara un redoble interminable. Cuatro pistolas bramaron a la vez con intermitente estruendo. Maurois me clavó las uñas en el dedo pulgar obligándome a abrir la boca. Al fin una de mis manos halló la bolsa. El francés se resistía a soltarla. Le retorcí un dedo. Gritó. Ya era mía.

Traté de desembarazarme de él, pero me aferró las piernas. Quise propinarle una patada, pero no acerté. De pronto se estremeció dos veces y quedó inmóvil. Una de las balas le había alcanzado. Me acerqué a él a rastras, pasé una mano sobre su cuerpo hasta dar con el bulto duro de mi pistola y se la saqué del bolsillo.

A gatas, y empuñando en una mano la pistola y en la otra la bolsa de seda con las piedras, me arrastré hacia donde creía recordar se hallaba la puerta de la habitación contigua. Me equivoqué por unos centímetros y corregí el rumbo. En el momento en que atravesaba el umbral cesó el estruendo.

Acurrucado contra la pared, me guardé la bolsa y lamenté internamente no haberme quedado pegado al suelo junto al cuerpo del francés. La habitación en que me hallaba ahora estaba completamente a oscuras. Cuando la mujer había apagado la luz de la sala, las del resto de las habitaciones estaban encendidas. Alguien, no sabía quién, las había apagado. No me gustó.

En la sala que acababa de abandonar reinaba un silencio absoluto. A través de una ventana que quedaba fuera del alcance de mi vista llegaba hasta mis oídos el rumor de una lluvia mansa.

De pronto oí un ruido tras de mí; el castañeteo ahogado de un entrechocar de dientes. Respiré. Era Inés, la miedosa, que había salido de la sala aprovechando la oscuridad y había apagado el resto de las luces. Probablemente estábamos solos en aquella habitación.

Respirando silenciosamente con la boca abierta, me mantuve a la expectativa. No podía buscar a la mujer en medio de aquella oscuridad sin hacer ningún ruido, pues Maurois y el Menda habían diseminado trozos de mesas y sillas por toda la habitación. Me hubiera gustado, eso sí, saber si iba armada o no. No tenía el menor deseo de que me acribillara.

Pero por si acaso, decidí quedarme donde estaba.

El castañeteo de dientes se prolongó durante varios minutos.

De pronto algo se movió en la sala y sonó el rugido de un disparo.

—Inés —susurré en dirección al castañeteo.

No obtuve respuesta. Alguien tropezó contra un mueble en la sala y dos revólveres dispararon al mismo tiempo. Sonaron quejidos ahogados.

—Tengo la bolsa —dije aprovechando la oportunidad de disfrazar el sonido de mi voz.

Aquello dio resultado.

—¡Jerry! ¡Ven aquí, a mi lado!

Los quejidos se fueron debilitando en la habitación contigua. Cuidando de no chocar contra los muebles, me acerqué al lugar de donde procedía la voz femenina. A medio camino tropecé con un montón de lanas húmedas; era Frana, el perro morado, que había pasado a mejor vida. Seguí adelante.

Inés me tocó en el hombro con gesto ansioso.

—Dámelas —fueron las primeras palabras que articuló.

Sonreí burlón en la oscuridad, le palpé la mano, localicé su cabeza y le hablé junto a la oreja.

—Volvamos al dormitorio —susurré haciendo caso omiso a su ruego. El Menda debía andar buscándonos. No me quedaba duda alguna de que había liquidado a Barbilla Grande—. Allí nos será más fácil deshacernos de él.

Quería recibirle en una habitación que tuviera una sola puerta.

Inés me precedió a gatas hacia el dormitorio. Mientras nos arrastrábamos, estudié cuidadosamente la situación.

El Menda no podía saber aún cómo habíamos salido parados de todo aquello ni el francés ni yo. Puesto a hacer conjeturas, probablemente pensaría que el sobreviviente era Maurois. Estaba seguro de que me había creído tan inepto como Billie y debía imaginar que el francés había sabido lidiar conmigo. Por otra parte, era más que posible que hubiera matado a Barbilla Grande y que lo supiera. La sala estaba negra como boca de lobo, pero ya debía haberse dado cuenta de que era el único que quedaba con vida en ella.

En el lugar donde se hallaba bloqueaba la única salida del apartamento donde, a su entender, Maurois e Inés seguían vivos y en posesión del botín. ¿Qué pensaría hacer ahora? Ya no tenía que fingir avenirse a un reparto. Aquella comedia había acabado al apagarse las luces. El Menda quería las piedras y las quería para él solo.

No soy un mago en lo que se refiere a predecir los movimientos ajenos, pero presentía que no tardaría en venir por nosotros. Sabía —debía saberlo— que la policía estaba al llegar, pero era lo suficientemente loco como para olvidarse de ella hasta que apareciera. Probablemente supondría que a lo más llegaría una pareja de agentes preparados para entendérselas, como mucho, con unos cuantos borrachos. Podría arreglárselas sin dificultad, o al menos eso es lo que él se imaginaba.

Por el momento lo que le interesaba eran las piedras.

Inés y yo llegamos al dormitorio, la habitación situada al fondo del apartamento y que tenía sólo una puerta. Oí cómo Inés trataba de cerrarla y se lo impedí con el pie en medio de la oscuridad.

—Déjala abierta —susurré.

Mi propósito era atraer al Menda a la habitación.

A gatas me acerqué a la puerta, me palpé los bolsillos en busca del reloj y lo coloqué de pie sobre el umbral, en el ángulo que formaba con el marco. Hecho esto, retrocedí unos dos metros y me situé en un lugar desde el que podía ver claramente en diagonal la esfera luminosa.

Desde el otro lado de la puerta era imposible ver los números fosforescentes. Si alguien atravesaba el umbral, a no ser que lo hiciera de un salto, tenía que ocultar a mi vista la esfera al menos por una milésima de segundo.

De bruces sobre la alfombra, con la pistola preparada para disparar y la culata apoyada en el suelo, esperé sin perder de vista la débil lucecilla.

Pasaron unos minutos. Pesimismo. Quizá no entrara; quizá tendría que salir por él; quizá se me escapara después de tanto esfuerzo…

Inés, a mi lado, respiraba con suave gorgojeo y temblaba.

—No me toque —gruñí al sentir que se acurrucaba junto a mí.

Me hacía temblar el brazo.

Un cristal se rompió en la habitación contigua.

Silencio.

Los puntos luminosos me quemaban los ojos. No podía arriesgarme a parpadear; un pie podía pasar mientras tanto ante la esfera. Me resistí a cerrar los ojos pero al fin tuve que hacerlo. Parpadeé. Quizá alguien había pasado en aquel segundo ante el reloj. Los ojos me escocían. A duras penas traté de mantenerlos abiertos. No lo logré. Al tercer parpadeo casi apreté el gatillo. Podía jurar que algo había cruzado ante la esfera.

El Menda, fueran cuales fueren sus planes, no se movió. La mujer comenzó a sollozar a mi lado con sonidos guturales que podían servir para localizarnos.

La anonadé con la mirada en la oscuridad y articulé en silencio una serie de juramentos que me salían del alma.

Los ojos me ardían y me lloraban. Parpadeé otra vez perdiendo de vista el reloj durante unos instantes preciosos. El sudor de la palma de mi mano hacía escurridiza la culata de la pistola. Estaba radicalmente incómodo, hasta la médula.

La pólvora ardió junto a mi casa.

La maníaca que tenía al lado se lanzó sobre mí aullando.

Mi bala fue a dar nada menos que al techo.

Me desembaracé de Inés, quizá de una patada, y retrocedí arrastrándome. Ella se hizo a un lado gimiendo. Al Menda ni se le veía ni se le oía. El reloj volvió a brillar ante mi vista, esta vez a mayor distancia.

Un susurro.

La esfera fosforescente se desvaneció.

Disparé.

Dos puntos luminosos despidieron fuego y truenos. Con la culata de la pistola pegada al suelo disparé sobre ellos. Una vez. Otra.

Dos llamas gemelas volaron hacia mí.

Mi mano derecha quedó insensible. Tomé el revólver con la izquierda y disparé dos veces más. Me quedaba una bala en el cargador. No sé qué hice con ella. Extrañas ideas me asaltaron. La habitación no existía. La oscuridad no existía. No existía nada…

Cuando abrí los ojos, la habitación estaba en penumbra. Estaba tumbado en el suelo, boca arriba. La mujer, a mi lado, lloriqueaba trémula. Sus manos me registraban nerviosamente. Del bolsillo de mi chaleco extrajo la bolsita de seda.

Reaccionando, la agarré por el brazo. Gritó como si hubiera visto incorporarse a un muerto. La bolsa estaba en mi poder de nuevo.

—Devuélvemelas, Jerry —gimió tratando de desprender mis dedos de la bolsa—. Son mías. Dámelas.

Me senté en el suelo y miré a mi alrededor. Junto a mí estaba, hecha añicos, la lámpara de la mesilla de noche que al caer debido a la torpeza de mis pies o al impacto de una bala me había dejado fuera de combate.

Al otro extremo de la habitación yacía el Menda boca abajo con los brazos extendidos en forma de cruz. Estaba muerto.

Desde la puerta del apartamento llegó hasta nosotros un estruendo casi imposible de distinguir del tam-tam que sentía en la cabeza. La policía estaba echando la puerta abajo.

La mujer se calló de pronto. Con la rapidez de un rayo volví la cabeza. El cuchillo me alcanzó en la mejilla y abrió un surco en la solapa de mi chaqueta.

Se lo arranqué de la mano.

Aquello carecía de sentido. La policía había llegado. Fingiendo adquirir conciencia de la situación, accedí a sus deseos.

—Ah, ¿eres tú? —exclamé—. Toma, aquí las tienes.

Le entregué la bolsita de seda que contenía las piedras en el preciso momento en que el primer policía traspasaba el umbral de la puerta.

No volví a ver a Inés. Se la llevaron al este del país donde un tribunal la sentenció a pasar el resto de sus días en un penal de Massachusetts. Ninguno de los agentes que irrumpieron aquella noche en el apartamento me conocía, y como, por otra parte, Inés y yo nos separamos antes de que tropezara con nadie que pudiera identificarme, no me fue difícil conseguir que nadie la informara de quién era ni cuál fue mi papel en el asunto. La parte más difícil de la comedia fue mantenerme a cubierto de los periódicos, ya que tuve que prestar testimonio respecto a las muertes de Billie, Barbilla Grande, Maurois y el Menda. Pero lo conseguí. Que yo sepa, Inés Almad sigue creyéndome Jerry Young, el contrabandista de whisky.

El Viejo habló con ella antes de que se la llevaran de San Francisco. De lo que sacó en limpio en aquella entrevista y lo que averiguó la agencia de Boston dedujimos lo siguiente:

Un joyero de Boston llamado Tunniclife tenía un empleado en quien confiaba plenamente, un tal Binder. Binder se enamoró de una mujer de piel morena llamada Inés Almad, la cual tenía un par de amigos bastante desaprensivos, un francés llamado Maurois y un tipo de Boston apellidado Carey o Corey, más conocido como el Menda.

De aquella combinación salió un plan. Binder, parte de cuyas obligaciones consistía en abrir la tienda por la mañana y cerrar por la noche, se llevaría las mejores piedras preciosas de entre las que el joyero había comprado para las fiestas que se avecinaban y se las entregaría a Inés, quien se encargaría de venderlas.

Con el fin de encubrir el robo del empleado, a primera hora de la mañana siguiente el Menda y Maurois atracarían el establecimiento donde sólo hallarían a Binder y al chico de los recados, que no notaría la ausencia de las piezas más valiosas del muestrario, y se llevarían todo lo que pudieran. En pago a sus servicios, Maurois y el Menda recibirían lo que encontraran en la tienda además de doscientos cincuenta dólares por cabeza. En el caso de que los sorprendieran, Binder se comprometía a no identificarlos.

Esto es lo que dijeron a Binder, pero el verdadero plan éste ni lo sospechaba.

Inés, Maurois y el Menda habían hecho otro trato. En el momento en que tuvieran las piedras en su poder, la mujer partiría para Chicago, donde se reuniría con sus dos compinches. Ella y el francés se daban por satisfechos con huir y cargar con el muerto al ingenuo de Binder, pero el Menda insistió en llevar a cabo el atraco como habían acordado y liquidar a éste. Sabía demasiado y tan pronto como se diera cuenta de que le habían traicionado cantaría de plano.

El Menda acabó saliéndose con la suya y mató a Binder.

Luego vino todo el delicioso enredo de la traición por partida triple, cuádruple o séxtuple que ocasionó el desastre final, los acuerdos privados de la mujer con el Menda y con Maurois (encontrarse con el primero en San Francisco y con el segundo en Nueva Orleans) y su huida con el botín a San Francisco.

Billie era un testigo inocente o casi inocente. Un empleado de una serrería con quien Inés se había tropezado en algún lugar y al que había utilizado a modo de amortiguador en el pedregoso camino que atravesaba.