La muchacha de los ojos de plata

Un timbrazo me arrojó de súbito a la vigilia. Rodé hasta el borde de la cama y descolgué el auricular. La voz clara del Viejo, el director de la Agencia de Detectives Continental de San Francisco, llegó a mis oídos.

—Siento molestarle, pero tiene que ir a los apartamentos Glenton de la calle Leavenworth. Uno de los vecinos, un hombre llamado Burke Pangburn, me telefoneó hace unos minutos para pedir que le enviara a un detective inmediatamente. Parecía muy nervioso. ¿Quiere ocuparse usted del asunto? Vaya a ver qué quiere.

Respondí que lo haría, y estirándome, bostezando y maldiciendo a ese Pangburn, quienquiera que fuese, extraje mi robusto cuerpo del pijama y lo embutí en un traje.

El que había interrumpido mi sueño en aquella mañana dominical era, según constaté al llegar al edificio Glenton, un hombre delgado de unos veinticinco años, piel blanca y grandes ojos castaños rodeados de un cerco rojizo que obedecía a la falta de sueño, al llanto, o a ambas cosas. Cuando abrió la puerta tenía el caballo castaño revuelto y vestía un pijama de seda color vino y un batín malva salpicado de papagayos verde jade.

Me hizo pasar a una sala que parecía la tienda de un anticuario momentos antes de comenzar una subasta, o uno de esos salones de té del siglo pasado. Jarrones panzudos, jarrones esbeltos, jarrones rojos, jarrones azules, jarrones amarillos, jarrones de todas las formas y colores; estatuillas de mármol, estatuillas de ébano, estatuillas de todos los materiales; arañas, lámparas, candelabros; cortinajes, tapices y alfombras de todas clases y procedencias; muebles de la más diversa especie, todos ellos de un raro diseño; extrañas pinturas colgadas acá y allá en los lugares más inesperados… Un cuarto en el que a duras penas podía uno sentirse a gusto.

—Mi prometida —comenzó a decir inmediatamente con una voz aguda en que se adivinaba un dejo de histeria— ha desaparecido. Debe haberle ocurrido un horrible accidente. Tiene usted que encontrarla, tiene que rescatarla de ese terrible…

Al llegar a este punto me di por vencido. Una sarta de palabras incomprensibles salió a barullo de su boca: «Esfumada en el aire», «… algo misterioso…», «… ha caído en una trampa…», todas ellas demasiado inconexas para tener sentido alguno. Dejé de esforzarme por entenderle y esperé a que se le agotaran las palabras.

Muchas veces en mi vida he visto a hombres razonables perder el control de sí mismos en situaciones semejantes del mismo modo o aún más que este joven, pero el pijama color vino, el batín de papagayos y el decorado delirante de aquella sala prestaban a sus palabras un matiz de irrealidad.

No dudo de que en estado normal debía ser hombre agraciado. Tenía rasgos atractivos y aunque la boca y la barbilla carecían de carácter, la amplia frente compensaba esa debilidad. Pero viéndole en aquel estado y mientras trataba de entresacar un concepto coherente entre aquella cascada de frases melodramáticas, no pude evitar pensar que, pintados en el batín, en vez de papagayos debería llevar grillos.

De pronto se le agotaron las palabras, y tendiendo las manos hacia mí con gesto conmovedor, repitió una y otra vez: «¿Lo hará usted? ¿Lo hará? ¿Lo hará?».

Afirmé con ademán tranquilizador y reparé entonces en que por sus enjutas mejillas corrían las lágrimas.

—¿Y si comenzáramos por el principio? —sugerí mientras me sentaba cautelosamente en un complicado banco de madera que no me inspiraba mucha confianza.

—¡Sí! ¡Sí! —estaba de pie ante mí, con las piernas separadas, pasándose nerviosamente los dedos por el cabello—. Empecemos por el principio. Me escribió diariamente hasta que…

—Ese no es el principio —objeté—. ¿Quién es ella? ¿Qué hace?

—¡Es Jeanne Delano! —exclamó asombrado de mi ignorancia—. Mi prometida. Ha desaparecido y sé que…

De su boca volvieron a surgir frases como, «víctima de una traición», «en una trampa» y otras semejantes.

Al fin conseguí calmarle y a trancas y barrancas, entre frecuentes desbordamientos de emoción, logré sacarle la siguiente historia:

Era poeta. Unos dos meses atrás sus editores habían enviado la carta de una lectora en que ésta le expresaba su admiración por su último libro. La lectora se llamaba Jeanne Delano. Residía en San Francisco e ignoraba que él viviera en la misma ciudad. Pangburn respondió a su nota y entablaron correspondencia. Al cabo de algún tiempo se conocieron. Si era tan hermosa como él la describía, comprendo que se enamorara de ella. Lo fuera o no, el caso es que él la juzgaba una belleza y estaba loco por ella.

Según el poeta, la muchacha llevaba muy poco tiempo viviendo en San Francisco. Cuando él la conoció vivía sola en un apartamento de la calle Ashbury. No sabía de dónde era e ignoraba todo lo relativo a su vida pasada, pero ciertas alusiones indefinidas y ciertas peculiaridades de su conducta le habían llevado a sospechar que en torno a ella flotaba una nube de misterio, que ni su pasado ni su presente eran ni habían sido fáciles. Cuáles fueran sus dificultades, lo ignoraba totalmente y, a decir verdad, tampoco le importaba. Lo único que sabía de ella es que era hermosa, que la adoraba y que le había dado palabra de matrimonio. De pronto, el día tres de aquel mismo mes, veintiún días antes de la fecha de esta mañana de domingo, la muchacha había abandonado San Francisco precipitadamente. Por medio de un mensajero le había enviado una misiva.

La nota, que sólo me permitió ver después que yo mostrara una inflexibilidad absoluta al respecto, decía así:

Burke, amor mío:

Acabo de recibir un telegrama y parto en el primer tren en dirección al este. Traté de llamarte, pero no pude. Te escribiré en cuanto sepa mi dirección allí. Si algo… (Estas dos palabras estaban borradas y sólo a duras penas pude leerlas). Ámame hasta que vuelva para siempre.

Tu Jeanne

Nueve días después recibió otra carta fechada en Baltimore, Maryland. Aún me costó más trabajo que me la mostrara, y decía:

Mi querido poeta:

Me parece que han pasado años desde que estuve contigo por última vez y me temo que habrán de pasar uno o dos meses antes de que pueda volver a verte.

No puedo decirte, amor mío, lo que me ha traído hasta aquí. Hay cosas que no pueden decirse por escrito. Pero tan pronto como esté a tu lado, te contaré toda esta siniestra historia.

Continuarás amándome, si algo ocurriera —quiero decir si algo me ocurriera—, ¿no es verdad, querido mío? Pero es absurdo. No me ocurrirá nada. Acabo de bajar del tren y estoy cansada del viaje.

Mañana te escribiré una carta muy larga para compensar la brevedad de ésta.

Mi dirección es calle Stricker, número 215. ¡Al menos una carta diaria, caballero!

Tu Jeanne

Durante nueve días consecutivos había recibido una carta diaria, excepto el lunes, que recibió dos como compensación de la falta de la del domingo. Y de pronto la correspondencia se había interrumpido. Las cartas que había enviado diariamente a la dirección que Jeanne le había dado le habían sido devueltas con el sello «Destinatario desconocido». Envió entonces un telegrama que la oficina de telégrafos le devolvió igualmente informándole de que la oficina de Baltimore no había podido hallar a ninguna Jeanne Delano en el 215 de la calle Stricker.

Durante tres días había esperado ansiosamente noticias de la muchacha sin recibir una sola letra. Al cuarto día, compró un billete para Baltimore.

—Pero —acabó confesando— en el último momento tuve miedo de ir. Sé que está metida en algún lío, de eso estoy seguro, pero no podría servirle de ayuda. Soy un poeta despistado. No sirvo para misterios. Sé que no descubriría nada y que si, por un capricho de la fortuna, diera con la verdad, sólo conseguiría complicar aún más las cosas y hasta quizá poner su vida en un peligro aún mayor. No podría hacerlo así, sin saber si la estoy ayudando o perjudicando. Es tarea para un profesional, por eso pensé en su agencia. Tendrá cuidado, ¿verdad? Es posible que ella no quiera que nadie intervenga. Quizá pueda ayudarla sin que ella lo sepa. Seguro que usted está acostumbrado a este tipo de cosas. Lo hará, ¿verdad?

Antes de responder a su pregunta le di vueltas al asunto en la cabeza. Toda agencia de detectives que se precie de su reputación tiene dos tabúes: los individuos que pretenden mezclarla en un asunto turbio o en un caso de divorcio disfrazándolos de operaciones legales, y los irresponsables que actúan guiados por ilusiones descabelladas, que quieren vivir un sueño.

El poeta que tenía sentado frente a mí, frotándose nerviosamente las manos de dedos finos y pálidos, era, a mi entender, sincero, pero que estuviera en sus cabales era harina de otro costal.

—Señor Pangburn —le dije al cabo de un rato—, me gustaría ayudarle, pero no estoy seguro de que pueda hacerlo. La Agencia Continental es muy estricta y aunque el asunto que me plantea me parece lícito, no soy más que un empleado y debo atenerme a las reglas. Si contara usted con el aval de una persona de peso, un abogado de buena reputación, por ejemplo, o una entidad responsable desde el punto de vista legal, no dudaría en aceptar el encargo. De otro modo, me temo que…

—¡Pero se halla en peligro! —me interrumpió—. Lo sé. Y no puedo ir anunciando a bombo y platillo lo ocurrido.

—Lo siento, pero no puedo actuar a menos que tenga ese aval —dije poniéndome en pie—. No tema. Le será fácil hallar otra agencia que no ponga tantos reparos.

Frunció la boca como un niño haciendo pucheros y se mordió el labio inferior. Por un momento creí que iba a prorrumpir en llanto. Al fin dijo lentamente:

—Supongo que tiene usted razón. Puede utilizar como referencia a mi cuñado, Roy Axford. ¿Sería su palabra suficiente?

—Desde luego.

Roy Axford, o R. F. Axford, como se le conocía en el mundo comercial, era un industrial que se había enriquecido en negocios de minería y que hoy poseía intereses en al menos el 50 por 100 de las empresas más importantes de la costa del Pacífico. Su palabra constituía aval suficiente para cualquiera.

—Si pudiera hablar con él ahora y conseguir que me viera hoy mismo, podría empezar inmediatamente.

Pangburn cruzó la habitación y desenterró un teléfono que yacía oculto bajo un montón de adornos. Más tarde hablaba con una tal Rita.

—¿Está Roy en casa? ¿Estará toda la tarde? No hace falta, puedes darle un recado de mi parte. Dile que un caballero irá a verle esta tarde para tratar de un asunto que me concierne, y que le agradeceré mucho que acceda a mis deseos. Sí… Ya te enterarás, Rita… No es cosa que pueda discutirla por teléfono o… Sí, gracias.

Devolvió el teléfono a su escondite y se volvió hacia mí.

—Estará en casa hasta las dos. Póngale al corriente de lo que le he dicho y si ve que tiene alguna duda, dígale que me llame. Tendrá que explicarle absolutamente todo. No sabe nada de la señorita Delano.

—Está bien. Pero antes de irme, convendría que me la describiera.

—¡Es la mujer más hermosa del mundo!

Eso habría quedado muy bien en una de esas circulares que ofrecen una recompensa.

—No me refería exactamente a eso —le dije—, ¿cuántos años tiene?

—Veintidós.

—¿Altura?

—Un metro setenta, aproximadamente.

—¿Delgada, normal o llenita?

—Más bien delgada, pero…

El eco de entusiasmo que adiviné en su voz me hizo temer un discurso y le interrumpí con otra pregunta.

—¿Color del cabello?

—Oscuro. Tan oscuro que parece negro. Es brillante, abundante, sedoso…

—Ya, ya… ¿Largo o corto?

—Largo, abundante…

—¿Color de los ojos?

—¿Se ha fijado en las sombras de la plata pulida cuando…?

Anoté «grises» y continué con el interrogatorio.

—¿Tez?

—Perfecta.

—Pero ¿blanca, morena, cetrina o qué?

—Pálida.

—¿Rostro ovalado, cuadrado, alargado…, de qué forma?

—Ovalado.

—¿Nariz? Grande, pequeña, respingona…

—Pequeña y recta —respondió con un dejo de indignación.

—¿Cómo viste? ¿Va a la moda? ¿Se inclina por los colores brillantes o por los apagados?

—Viste maravillosamente… —al verme abrir la boca para interrumpirle, bajó de las nubes—. Viste con gran sencillez, generalmente en tonos marinos o marrones.

—¿Qué tipo de joyas lleva?

—Nunca lleva joyas.

—¿Alguna cicatriz o verruga? —la expresión de horror que se pintó en su rostro me tentó a obligarle a apurar la medicina hasta las heces—. ¿Ningún defecto físico o deformidad visible?

Se quedó sin habla. Al fin logró reunir fuerzas suficientes para denegar con la cabeza.

—¿Tiene alguna fotografía de ella?

—Sí. Se la mostraré.

Se puso en pie, se abrió paso entre los innumerables cachivaches que inundaban la habitación y desapareció tras una cortina. Momentos después regresaba con una fotografía de gran tamaño con marco de marfil muy elaborado. Era una de esas fotografías artísticas llenas de sombras y difuminados; no precisamente lo más adecuado para un trabajo de identificación. La chica parecía hermosa, pero nunca puede uno fiarse de ese tipo de fotografías.

—¿Es ésta la única que tiene?

—Sí.

—Tendré que llevármela, pero se la devolveré en cuanto haya hecho unas cuantas copias.

—No, no —protestó aterrado ante la idea de ver el rostro de su amada en las manos de un puñado de sabuesos—. ¡Eso sería terrible!

Conseguir aquella fotografía me costó más palabras de lo que normalmente me gusta asignar a ese tipo de formalidades.

—Quiero que me dé también un par de cartas de su prometida o un escrito cualquiera de su puño y letra —añadí.

—¿Para qué?

—Para que me hagan unas cuantas copias fotostáticas. Las muestras de ese tipo son muy útiles cuando se trata de examinar, por ejemplo, registros de hoteles. Aunque la persona que se busque utilice un nombre ficticio siempre, antes o después, tiene que firmar o escribir alguna nota.

Entablamos una nueva batalla de la que salí victorioso con tres sobres y dos cuartillas de papel cuyo contenido carecía de importancia pero que mostraban la letra angular de la muchacha.

—¿Tenía mucho dinero? —pregunté una vez que me hube metido en el bolsillo la fotografía y las cartas.

—No sé. No lo consideré asunto mío. Sé que no era pobre, es decir, que no tenía que limitarse a los gastos indispensables. Pero no tengo ni la menor idea de si era rica o no, ni de dónde procedía el dinero que gastaba. Tenía una cuenta corriente en la Golden Gate Trust Company, pero naturalmente ignoro con qué fondos contaba.

—¿Tenía muchos amigos aquí?

—Esa es otra cosa que tampoco sé. Creo que conocía a varias personas, pero no sé más. Verá, cuando estábamos juntos no hablábamos sino de nosotros. Ese era el único tema que nos interesaba. Estábamos simplemente…

—Al menos sospechará usted de dónde venía o quién era.

—No. Nunca me importaron esas cosas. Era Jeanne Delano y con eso me bastaba.

—¿Tuvieron ustedes intereses financieros en común? Es decir, ¿hubo alguna transacción en que participaran juntos?

Lo que quería decir, naturalmente, era si ella le había inducido a hacerle un préstamo o si le había vendido algo; es decir, si le había sacado dinero de una manera u otra.

Se levantó de un salto y su tez adquirió el tono gris de la niebla. Luego se desplomó en su asiento con el rostro de color escarlata.

—Perdóneme —logró articular—. Claro, usted no la conoce y, como es natural, tiene que estudiar el asunto desde todos los puntos de vista posibles. No, no ocurrió nada semejante y me temo que si va a montar el caso sobre la teoría de que era una simple aventurera, lo único que conseguirá será perder el tiempo. No lo era ni mucho menos. Era una mujer en torno a la cual flotaba algo fatal, un algo que la llevó súbitamente a Baltimore, algo que la arrancó de mi lado… ¿Qué tiene que ver el dinero con todo eso? ¡La quiero!

R. F. Axford me recibió en el despacho de su residencia de Russian Hills. Era un hombre alto, rubio y corpulento, cuyos cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años de edad no habían afectado para nada a su cuerpo de atleta. Estaba pletórico de vida y tenía la apariencia del hombre que posee en sí una seguridad absoluta y no del todo injustificada.

—¿Con qué nos sale ahora nuestro Burke? —preguntó con sorna cuando le informé de mi identidad. Su voz tenía un tono vibrante de bajo.

Le expuse sucintamente el caso.

—Iba a casarse con una tal Jeanne Delano que desapareció súbitamente hace tres semanas. Sabe muy poco acerca de ella. Cree que le ha ocurrido algo y quiere que la localice.

—¿Otra vez? —sus agudos ojos azules brillaron con un destello de picardía—. Esta vez se llama Jeanne, ¿eh? Es la quinta en lo que va de año, que yo sepa. Y me supongo que me perdí una o dos mientras estuve en Hawai. Pero al fin y al cabo, eso no es asunto mío, ¿no?

—Le pedí un aval. Me parece buena persona, pero no le considero responsable en el sentido estricto de la palabra. Él me envió a usted.

—Tiene usted razón al decir que no es una persona responsable —se detuvo un momento a meditar mientras fruncía el ceño y la boca.

—¿Cree usted que realmente le ha sucedido algo a la chica, o son fantasías de Burke?

—No lo sé. Al principio creí que eran todo imaginaciones suyas. Pero ella le ha escrito un par de cartas en que alude a ciertos peligros.

—Entonces trate de encontrarla —dijo Axford—. No creo que el que Burke recupere a su novia pueda representar ningún perjuicio. Al menos le dará algo en que pensar durante unos días.

—¿Me da su palabra, señor Axford, de que no habrá escándalo de ninguna clase en relación con el asunto?

—Puede estar seguro de ello. Burke es buen chico, sólo que está muy mimado. Desde niño ha tenido una salud bastante delicada y para colmo disfruta de una renta que le permite vivir con decoro sin trabajar, y por añadidura publicar sus libros de poesía y comprar trastos para sus habitaciones. Como buen poeta se toma a sí mismo demasiado en serio, pero en el fondo es buena persona.

—Entonces voy a poner manos a la obra —concluí levantándome—. A propósito, la muchacha tiene una cuenta corriente en la Golden Gate Trust Company. Quiero averiguar allí todo lo que pueda acerca de su situación económica, en especial de la procedencia del dinero. Clement, el cajero jefe, es un modelo de discreción cuando se trata de dar información acerca de los clientes. Si pudiera darme una notita de presentación me facilitaría enormemente mi tarea.

—Lo haré encantado.

Escribió un par de líneas al dorso de una tarjeta que me entregó. Le prometí llamarle si necesitaba de nuevo su ayuda y me fui.

Llamé a Pangburn y le dije que su cuñado había aprobado mi intervención. Luego telegrafié a la sucursal de la agencia de Baltimore dándoles toda la información de que disponía. Cursado el telegrama me dirigí a la avenida Ashbury, al edificio de apartamentos donde se había alojado la muchacha.

La portera, una mujer enorme vestida de negro que respondía al nombre de señora Clute, sabía de la muchacha tan poco como Pangburn o quizá aún menos. La señorita Delano había vivido allí sólo dos meses y medio. Había recibido algunas visitas, pero de ellas sólo pudo describirme a Pangburn. Al tercer mes la muchacha dejó el apartamento diciendo que la habían llamado al este y pidió que retuviera su correspondencia hasta que enviara su nueva dirección. Diez días después la señora Clute había recibido una tarjeta en que la muchacha le pedía que le enviara el correo al número 215 de la calle Stricker en Baltimore. No había correo que mandar.

El único detalle de importancia que averigüé allí fue que el camión en que habían venido a recoger los baúles de la muchacha era de color verde. Sólo una de las grandes compañías de mudanzas de la ciudad tenía camiones de ese color.

Me dirigí a las oficinas de dicha compañía y encontré de guardia a un empleado bastante servicial. (Todo detective que se precie de serlo se esfuerza por mantener las mejores relaciones posibles con los empleados de las compañías de mudanzas, recaderos y mozos de ferrocarril). Salí de la oficina con los números de facturación de los baúles y el número de la sala de consigna de la terminal del ferry donde habían ido a parar. No me llevó mucho tiempo averiguar que los baúles habían sido enviados por ferrocarril a Baltimore. Telegrafié de nuevo a la Agencia Continental en aquella ciudad dando los números de facturación.

Cuando terminé, estaba bien entrada la noche. Decidí dar la jornada por terminada e irme a dormir.

A la mañana siguiente, media hora antes de que la Golden Gate Trust Company abriera las puertas al público, me hallaba en el interior del banco hablando con Clement, el cajero jefe. Toda la discreción y cautela característica de los empleados de banca concentradas en una sola persona no serían comparables a las de este anciano regordete y de cabello canoso. Pero una mirada a la tarjeta en que Axford había escrito, «Por favor, preste toda la ayuda posible al portador de ésta», transformó automáticamente a Clement en un hombre incluso ansioso de ayudar.

—Ustedes tienen una cuenta corriente, o la han tenido, a nombre de una tal Jeanne Delano —le dije—. Quiero que me dé toda la información que pueda acerca de ella. A nombre de quién extendió cheques y por qué cantidades, pero especialmente de dónde procedía su dinero.

Con un dedo rosado pulsó uno de los botones nacarados de su escritorio y, al momento, un joven de pelo rubio engominado entró silenciosamente en la habitación. Clement escribió unas palabras en una hoja de papel y se la entregó al sigiloso joven que desapareció para volver al poco rato a depositar un puñado de papeles sobre el escritorio.

Clement repasó los documentos y luego alzó la mirada.

—La señorita Delano vino acompañada del señor Burke Pangburn el seis del mes pasado y abrió una cuenta con ochocientos cincuenta dólares en efectivo. A partir de aquella fecha ingresó las cantidades siguientes: cuatrocientos dólares el día diez; doscientos cincuenta dólares el veintiuno; trescientos dólares el veintiséis; doscientos el día treinta y veinte mil dólares el día dos de este mes. Todos estos ingresos, exceptuando el de los veinte mil dólares, los hizo en efectivo. El último consistió en un cheque.

Me lo alargó; era un talón de la misma entidad bancaria.

Páguese a Jeanne Delano la cantidad de veinte mil dólares.

(Firmado) BURKE PANGBURN

Llevaba la fecha del día dos del mes en curso.

—¡Burke Pangburn! —exclamé un poco estúpidamente—. ¿Solía firmar cheques de este volumen?

—Creo que no. Pero podemos comprobarlo.

Pulsó de nuevo el botón nacarado, volvió a garrapatear unas cuantas palabras en un papel y el joven del pelo rubio entró, salió, volvió a entrar y volvió a salir con su habitual silencio. Clement repasó el fajo de papeles que le había entregado.

—El día primero de mes, el señor Pangburn depositó un talón por valor de veinte mil dólares contra la cuenta que tiene aquí Axford.

—¿Qué me dice de las cantidades que retiró la señorita Delano?

Revisó los documentos relativos a la cuenta de la muchacha.

—Aún no le hemos enviado el estado de cuentas ni los cheques cancelados correspondientes a este mes. Tengo todo aquí. Un talón a nombre de H. K. Clute fechado el quince del mes pasado y por valor de ochenta y cinco dólares; otro al portador con fecha del día veinte por valor de trescientos dólares, y otro también al portador fechado el día veinticinco por valor de cien dólares. Al parecer, estos dos últimos los cobró ella misma. El día tres canceló su cuenta con un cheque por veintiún mil quinientos cincuenta dólares.

—¿A favor de quién?

—Lo cobró aquí ella misma.

Encendí un cigarrillo y reflexioné unos momentos sobre esas cifras. Ninguna de ellas, excepto las relacionadas con Pangburn y Axford, tenía interés alguno para mí. El cheque a nombre de H. K. Clute, el único que la muchacha había extendido a favor de otra persona, iba destinado indudablemente a pagar el alquiler de su apartamento.

—En resumen —expresé en voz alta—, que el día primero de mes Pangburn depositó un cheque contra la cuenta de Axford por valor de veinte mil dólares y al día siguiente entregó un cheque por esa misma cantidad a la señorita Delano, quien lo ingresó en su cuenta. Veinticuatro horas después la cerró llevándose entre veintiún mil y veintidós mil dólares en efectivo.

—Exactamente —dijo Clement.

Antes de dirigirme a los apartamentos Glendon para averiguar por qué Pangburn no había mencionado el detalle de los veinte mil dólares durante nuestra conversación pasé por la agencia para ver si había llegado respuesta de Baltimore. Uno de los empleados acababa de descifrar un telegrama que decía lo siguiente:

Equipaje llegó estación Monte Real día ocho. Retirado el mismo día. Imposible seguir rastro. Calle Stricker núm. 215 es Orfanato de Baltimore. Jeanne Delano desconocida allí. Continuamos esfuerzos por encontrarla.

En el momento en que salía, el Viejo regresaba de almorzar. Entré con él en su oficina un par de minutos.

—¿Ha visto a Pangburn? —me preguntó.

—Sí. Estoy trabajando en su caso. Pero creo que empiezo a ver las cosas claras.

—¿De qué se trata?

—Pangburn es cuñado de R. F. Axford. Hace dos meses conoció a una muchacha y se enamoró de ella. No sabe nada de su pasado. El día primero de este mes le sacó veinte mil dólares a su cuñado y se los dio a la chica. Ésta escapó con la excusa de que la habían llamado urgentemente desde Baltimore dejándole una dirección que ha resultado ser la del orfanato local. Lo cierto es que los baúles llevan matasellos de aquella ciudad, pero cualquier amigo pudo hacerse cargo del equipaje y de echar al correo las cartas. Desde luego, para facturar los baúles tuvo que comprar un billete a Baltimore pero teniendo en cuenta que el beneficio ascendía a veinte mil dólares, bien pudo permitirse el lujo de invertir esa cantidad. Pangburn no me dijo nada de lo del cheque. Supongo que le dio vergüenza confesar que se había dejado engañar. Iba a plantearle el asunto ahora.

El Viejo me dirigió una de esas sonrisas suyas que puede significar cualquier cosa y se fue.

Durante diez minutos llamé a la puerta del apartamento de Pangburn sin obtener respuesta. El ascensorista me informó de que el poeta había pasado la noche fuera. Dejé una notita en su casillero del correo y me dirigí a las oficinas del ferrocarril, donde dejé recado de que me avisaran si alguien devolvía un billete San Francisco-Baltimore sin utilizar. Hecho esto, me fui a la redacción del San Francisco Chronicle, busqué en los ficheros de crónicas meteorológicas las correspondientes al mes anterior y tomé nota de las fechas en que había llovido día y noche sin interrupción. Con esa información, me dirigí a las oficinas de las tres compañías de taxis más importantes de la ciudad.

Era ésta una técnica que solía darme resultado. El apartamento que había ocupado la muchacha se hallaba bastante lejos de la línea del tranvía y era más que posible que durante aquellos días de lluvia la muchacha hubiera salido o recibido alguna visita. Si era así, lo más probable es que tanto ella como el visitante hubieran preferido llamar a un taxi que caminar bajo la lluvia hasta la parada del tranvía. En los archivos de las compañías de taxis podría averiguar tal información.

Lo ideal habría sido poder revisar los registros relativos a los tres meses que la muchacha había pasado en aquel apartamento, pero no había compañía que permitiera llevar a cabo una investigación tan exhaustiva a menos que se tratara de un caso de vida o muerte. Bastante difícil me fue persuadirles de que pusieran a sus empleados a buscar los relativos a las cuatro fechas que había seleccionado.

Al salir de las oficinas telefoneé de nuevo a Pangburn, pero no había regresado todavía. Llamé a casa de Axford pensando que quizá podía haber pasado allí la noche, pero la respuesta fue negativa.

A última hora de la tarde me entregaron las copias de la fotografía y las cartas de la muchacha y envié una de cada a la oficina de la agencia en Baltimore. Hecho esto, regresé a las oficinas de las compañías de taxis que había visitado anteriormente a recoger la información. Dos de ellas no habían podido encontrar nada. En los archivos de la tercera figuraban dos llamadas hechas desde el apartamento de la señorita Delano.

En una tarde de lluvia un taxi había transportado a un cliente desde esa dirección a los apartamentos Glendon. Evidentemente se trataba de la muchacha o de Pangburn. La otra llamada tuvo lugar una noche a las doce y media y el taxi había llevado a un pasajero al hotel Marquis.

El taxista, a quien interrogué respecto a la segunda, no recordaba la llamada muy claramente, pero creía que se trataba de un hombre. Por el momento dejé el asunto como estaba; el hotel Marquis no es tan grande como la mayoría de los hoteles de San Francisco, pero tampoco es tan pequeño como para conseguir fácilmente información acerca de un determinado huésped.

Pasé el resto de la tarde tratando de localizar a Pangburn, sin resultado. A las once llamé a Axford y le pregunté si tenía alguna idea de dónde podía hallarse su cuñado.

—Hace días que no lo veo —respondió el millonario—. Le esperábamos a cenar anoche y no apareció. Mi mujer le llamó hoy por teléfono un par de veces, pero no pudo encontrarle.

A la mañana siguiente llamé al apartamento de Pangburn antes de levantarme. No respondió nadie.

Decidí telefonear a Axford y quedé en verle en su oficina a las diez de la mañana.

—No sé qué se traerá entre manos —me respondió despreocupadamente cuando le informé de que su cuñado no había vuelto a su apartamento desde el domingo—. Cualquiera sabe lo que se le puede haber ocurrido hacer a ese muchacho. Siempre sale con algo nuevo. ¿Qué ha averiguado usted de la damisela en apuros?

—Lo suficiente para convencerme de que no está en ningún apuro. El día anterior a su desaparición le sacó veinte mil dólares a su cuñado.

—¿Veinte mil dólares? ¿A Burke? ¡Buena debe ser la chica! Pero ¿de dónde sacó Burke tanto dinero?

—De usted.

Axford enderezó su cuerpo de atleta en el sillón.

—¿De mí?

—Sí. Le dio un cheque.

—¡Es imposible!

Su tono no dejaba lugar a dudas; simplemente hacía constar un hecho.

—¿No le dio usted un cheque por valor de veinte mil dólares el día primero?

—No.

—Entonces —sugerí—, quizá sería mejor que nos acercáramos juntos al Golden Gate Trust Company.

Diez minutos después nos hallábamos en el despacho de Clement.

—Quiero ver mis cheques cancelados —dijo Axford.

El joven de cabello rubio y bruñido entró con un fajo de cheques que Axford revisó apresuradamente hasta encontrar el que buscaba. Lo estudió detenidamente y luego me miró meneando la cabeza lentamente pero con decisión.

—Es la primera vez que lo veo.

Clement se enjugó la frente con un pañuelo tratando de ocultar la curiosidad que le dominaba y el temor de que hubieran estafado a su banco.

El millonario, mientras tanto, miró la firma que figuraba al dorso del talón.

—Burke lo ingresó —dijo con el tono de la voz del que está pensando en algo totalmente diferente— el día uno de este mes.

—¿Podríamos hablar con el cajero que atendió a la señorita Delano cuando ingresó los veinte mil dólares? —pregunté a Clement.

Con un dedo tembloroso pulsó un botón nacarado y a los pocos minutos un hombrecillo cetrino y calvo hacía su aparición en el despacho.

—¿Recuerda usted si la señorita Delano ingresó veinte mil dólares en su cuenta hace unas cuantas semanas? —le pregunté.

—Sí, señor. Sí, señor. Perfectamente.

—Díganos todo lo que recuerde acerca de ello.

—Verá usted, señor. La señorita Delano se acercó a mi ventanilla con el señor Burke Pangburn. El cheque iba firmado por él. Me pareció una cantidad mayor de lo normal, pero el contable me dijo que tenía fondos suficientes en su cuenta. La señorita Delano y el señor Pangburn permanecieron de pie frente a la ventanilla hablando y riendo mientras yo hacía un comprobante del ingreso, y luego salieron. Eso es todo.

—Este cheque —dijo Axford lentamente una vez que el cajero hubo regresado a su puesto— es falso. Pero desde luego estoy dispuesto a darlo por bueno. Y con esto se acaba el asunto, señor Clement. Espero que todo quede entre nosotros.

—Desde luego, señor Axford, desde luego.

Clement se deshizo en sonrisas y gestos de asentimiento con el descanso de haber librado a su banco del peso de veinte mil dólares.

Salí con Axford a la calle y subimos a su automóvil. No lo hizo arrancar. Permaneció sentado frente al volante contemplando con mirada vacía el tráfico de la calle Montgomery.

—Quiero que encuentre a Burke —dijo al fin con voz totalmente desprovista de emoción—. Quiero que le encuentre sin el menor riesgo de escándalo. Si mi mujer se enterara de esto… No tiene que saber nada. Se cree que su hermano es una auténtica joya. Quiero que le encuentre. La muchacha ya no me importa, aunque supongo que donde esté ella, estará él. Tampoco me interesa el dinero y no quiero que haga nada especial por recuperarlo. Lo único que conseguiría sería dar publicidad al asunto. Tiene que hallar a Burke antes de que haga otra de las suyas.

—Si de veras quiere evitar el escándalo —le dije—, lo mejor es que sea usted mismo el que dé publicidad a la noticia de su desaparición. Podemos informar a los periódicos y hacer que publiquen su foto y sus señas de identidad. Es su cuñado y es poeta. Usted me dijo que nunca gozó de buena salud. Digamos que estaba enfermo y que tememos que haya muerto de improviso en algún lugar o que haya perdido temporalmente la razón. No hay necesidad de mencionar ni a la chica ni al dinero. Con eso evita usted que la gente, y lo que es peor, su esposa, adivine la verdad cuando se enteren de la desaparición, porque antes o después todos se han de enterar.

Al principio no le gustó la idea, pero al fin logré convencerle.

Nos dirigimos al apartamento de Pangburn. El portero se avino a abrirnos la puerta cuando le dijimos que Axford tenía una cita con su cuñado y que le esperaríamos adentro. Registré todas las habitaciones palmo a palmo escudriñando hasta la última grieta y leyendo hasta el último documento de su puño y letra, incluidos sus manuscritos de poesía. No hallé nada que arrojara un solo rayo de luz sobre su desaparición.

Revisé sus fotografías; de la docena que encontré me quedé con las cinco en que mejor se le reconocía. Axford no echó de menos ninguna de las maletas o baúles del poeta. Busqué la libreta de cuentas del Golden Gate Trust Company y no pude hallarla.

El resto del día lo pasé facilitando a los periódicos la información que queríamos que publicaran. Echaron el resto: una noticia en primera página con fotografía, titulares y todo lo demás. Si a la mañana siguiente alguien ignoraba todavía en San Francisco que Burke Pangburn, cuñado de R. F. Axford y autor de Parches de arena y otros poemas, había desaparecido, sería porque no sabía o no quería leer.

La publicidad dio resultado. De todas partes nos llegaron informaciones; docenas de personas habían visto al poeta en docenas de lugares. Algunos de los informes parecían prometedores o al menos posibles, pero la mayoría eran totalmente ridículos.

Cuando después de investigar uno de ellos sin resultado regresé a la agencia, me encontré con un recado de Axford.

—¿Podría venir a mi oficina ahora mismo? —me preguntó cuando le devolví la llamada.

Al rato entraba en su despacho. Se hallaba en compañía de un muchacho de unos veintiuno o veintidós años de edad, de pecho estrecho y bien vestido, el tipo de hortera pretencioso.

—Le presento al señor Fall, uno de mis empleados —me dijo Axford—. Dice que vio a Burke el domingo por la noche.

—¿Dónde? —pregunté a Fall.

—Entraba en un albergue de carretera, cerca de la bahía de la Media Luna.

—¿Está seguro de que era él?

—Completamente. Le he visto aquí muy a menudo cuando venía a visitar al señor Axford y le conozco bien. No me cabe la menor duda de que era él.

—¿Cómo ocurrió?

—Yo volvía de un lugar de la costa con unos amigos y nos detuvimos en ese albergue a comer algo. Cuando nos íbamos vi llegar un automóvil del que bajaron el señor Pangburn y una muchacha, o quizá una mujer, pues no la vi muy bien. Se bajaron del coche y entraron en el edificio. No le di importancia al asunto hasta que leí en el periódico esta mañana que desapareció el domingo. Entonces pensé que…

—¿Cómo se llamaba el albergue?

—La Cabaña Blanca.

—¿Qué hora era?

—Entre las once y media y la medianoche, creo.

—¿Le vio él a usted?

—No. Yo había subido ya al coche cuando él llegó.

—¿Qué aspecto tenía la mujer?

—No lo sé. No le vi la cara y no puedo recordar cómo iba vestida ni si era alta o baja.

Eso es todo lo que Fall pudo decirme. Le hicimos salir del despacho y desde allí llamé a Healey el Italiano y dejé recado de que cuando Grout el Gordo regresara, no dejara de llamar a «Jack». Este era el modo que tenía de avisar a Grout cuando quería verle sin que nadie se enterase de que colaboraba conmigo.

—¿Conoce usted La Cabaña Blanca? —pregunté a Axford cuando acabé.

—Sé dónde está, pero nada más.

—Es un tugurio de mucho cuidado. Pertenece a Joplin el Chapa, un mangante que invirtió allí todos sus ahorros cuando la ley seca convirtió en buen negocio ese tipo de locales. Ahora gana más dinero de lo que podía soñar siquiera en su época de ladrón de cajas fuertes. Lo que despacha en la barra es una mínima parte del negocio. La verdadera mina está en recibir todas las bebidas alcohólicas que llegan a la bahía de la Media Luna y distribuirlas después por toda la zona. Se dice que la mitad de todo el volumen de alcohol que llega a Estados Unidos por la costa del Pacífico pasa por La Cabaña Blanca. Como le digo, es un antro de mucho cuidado y no es lugar para su cuñado. Yo no puedo ir allí sin que se arme un escándalo; Joplin y yo somos viejos amigos. Pero puedo mandar a un tipo unas cuantas noches. Puede que Pangburn visite el local regularmente y hasta es posible que se aloje allí. No sería el primero que Joplin ha dejado ocultarse. Pondré a un hombre de vigilancia durante una semana y veremos qué puede averiguar.

—Lo dejo todo en sus manos —dijo Axford.

De la oficina de Axford me fui a mi apartamento. Dejé la puerta abierta y me dispuse a esperar la visita de Grout el Gordo. A la hora y media de espera, éste abrió la puerta de un empujón y entró en la habitación. «¿Qué hay, jefe? ¿Cómo le va?». Avanzó contoneándose hasta un sillón, se arrellanó en él, puso los pies sobre una mesa y echó mano a un paquete de cigarrillos que había sobre ella.

Así era Grout el Gordo, un hombre de unos treinta y cinco años, rostro demacrado, ni alto ni bajo, siempre vestido con trajes llamativos (y a veces bastante sucios) y poseedor de una enorme cobardía que trataba de ocultar tras unos modales bravucones, infinidad de palabras malsonantes y una exagerada actitud de seguridad.

Pero como ya le conocía hacía tres años, crucé la habitación y le obligué a bajar los pies de la mesa con un empujón que casi le hizo caer al suelo de espaldas.

—¿Se ha vuelto loco? —dijo mientras se ponía en pie entre gruñidos y maldiciones—. ¿A qué vienen esos modales? ¿Quiere que le atice un bofetón en la…?

Di un paso hacia él. De un salto puso distancia entre los dos.

—No se ponga usted así. Estaba bromeando.

—Calla la boca y siéntate —le aconsejé.

Conocía a Grout el Gordo hacía tres años; me había servido de él durante todo aquel tiempo y aun así no podía decir una sola cosa en su favor. Era cobarde, era un mentiroso. Era un ladrón y un drogadicto. Era un traidor a su especie y si no se le vigilaba bien, también a su patrón. Lo que se dice un pájaro de cuenta. Pero el de detective es un oficio duro y no hay más remedio que utilizar las herramientas que se tienen a mano. El Gordo era un instrumento útil si se le sabía manejar, lo que significaba tenerlo bajo la bota y cuidarse bien de comprobar hasta el último dato que proporcionaba.

En mi caso su cobardía me venía como anillo al dedo. Para empezar, era famoso entre el hampa de toda la costa del Pacífico y aunque nadie le consideraba de fiar, tampoco se le miraba con excesiva desconfianza. La mayoría le creían demasiado cobarde para ser siquiera peligroso; pensaban que tendría miedo de traicionarles, que temería la venganza suprema que el delincuente reserva para el delator. Lo que no sabían es que cuando el peligro no era inminente, el Gordo tenía la virtud de autoconvencerse de que era valiente. Pero el caso es que podía entrar allá donde yo le enviase y en muchas ocasiones me había proporcionado una información que por mí mismo me habría sido imposible obtener.

Durante tres años le había utilizado con éxito considerable a base de pagarle bien y de mantenerle a raya. Confidente era la palabra con que le describía en mis informes, pero el hampa reserva para los de su especie apelativos mucho más desagradables que el de soplón con que comúnmente les designa el vulgo.

—Tengo un trabajito para ti —le dije una vez que se hubo sentado de nuevo, esta vez con los pies sobre el suelo. Frunció la comisura izquierda de la boca y con el ojo correspondiente me lanzó la mirada del que se las sabe todas.

—Me lo imaginaba —dijo. Siempre salía con tonterías así.

—Quiero que vayas a la bahía de la Media Luna y te pases en el local de Joplin unas cuantas noches. Aquí tienes dos fotos —le di una de Pangburn y otra de la muchacha. Al dorso hallarás los nombres y las descripciones. Quiero saber si aparecen por allí, qué hacen y dónde se alojan. Es posible que Joplin les esté ocultando.

El Gordo miró las fotos con aire de enterado.

—Creo que a este sujeto le conozco —dijo con la comisura de los labios que tenía la costumbre de fruncir. Esa es otra de las manías del Gordo. No se le puede dar ni un nombre ni una descripción, aunque sean imaginarios, sin que salte con la misma observación.

—Aquí tienes algo de dinero —le dije deslizando unos cuantos billetes sobre la mesa—. Si tienes que quedarte más de dos noches te daré más. Permaneceremos en contacto. Llámame a este número o al número secreto de la agencia. Y recuérdalo bien. ¡Nada de drogas! Si aparezco por allí y te encuentro colocado, te aseguro que le casco a Joplin lo que haces allí.

Acabó de contar el dinero (dicho sea de pasada, no había mucho que contar) y lo arrojó con desprecio sobre la mesa.

—Guárdeselo para pilas —dijo sonriendo con desdén—. ¿Cómo voy a ir a ninguna parte si no puedo gastar ni un céntimo?

—Con eso tienes de sobra para un par de días; seguro que hasta podrás guardarte la mitad. Si tienes que quedarte más tiempo, ya te he dicho que te daré más. Te pagaré lo que te corresponda cuando acabes el trabajo, ni un segundo antes.

Negó con la cabeza y se levantó.

—Estoy harto de sus tacañerías. Desde hoy arrégleselas solo. Se acabó.

—Si no te presentas en la bahía de la Media Luna esta misma noche, puedes estar seguro de que a ti se te acabó —le aseguré dejando que interpretara la amenaza como mejor le pareciera.

Al rato cogió el dinero y salió. Aquel tipo de discusión constituía preliminar obligado a todo trabajo que le encomendaba.

Cuando el Gordo desapareció, me arrellané en mi sillón y me fumé media docena de Fátimas dándole vueltas al caso en la cabeza. Primero había desaparecido la muchacha con veinte mil dólares y luego el poeta. Ambos se alojaban temporal o permanentemente en La Cabaña Blanca. En apariencia el asunto estaba claro. La muchacha había trabajado a Pangburn hasta conseguir que falsificara un cheque de su cuñado; después, tras varias jugadas que aún no veía muy claras, los dos habían ido a ocultarse juntos.

Quedaban dos cabos sueltos. Uno de ellos era el hallar al cómplice que había llevado al correo las cartas destinadas a Pangburn y que se había ocupado de los baúles de la chica. Eso quedaba en manos de la agencia de Baltimore. El otro lo constituía la identidad del pasajero del taxi que había ido del apartamento de la muchacha al hotel Marquis.

Quizá fuera totalmente ajeno al caso, quizá no. Supongamos que pudiera establecer una conexión entre el hotel Marquis y La Cabaña Blanca. Eso, en cierto modo, completaría el círculo. Busqué en la guía de teléfonos el número del parador y luego me dirigí al hotel Marquis. La muchacha que estaba a cargo de la centralita me había echado ya una mano en otras ocasiones.

—¿Quién ha llamado desde aquí a la bahía de la Media Luna? —le pregunté.

—¡Dios mío! —exclamó apoyándose en el respaldo de la silla mientras se pasaba una mano rosada por el cabello rojizo y rígidamente ondulado—. Bastante trabajo tengo sin tener que recordar cada llamada que hago. Esto no es una pensión. Hacemos más de una llamada telefónica al mes, ¿sabe?

—Pero seguro que no llama muy a menudo a la bahía de la Media Luna —insistí apoyando el codo en el mostrador y dejando asomar por entre los dedos un billete de cinco dólares—. Probablemente recordará las que hizo allí más recientemente.

—Veré —respondió suspirando con el tono del que se dispone a hacer un esfuerzo supremo en un caso perdido.

Consultó las fichas.

—Aquí está. Habitación 522. Hace dos semanas.

—¿A qué número llamaron?

—Al 51 de la bahía de la Media Luna.

Era el número de La Cabaña Blanca. Le di los cinco dólares.

—El de la habitación 522, ¿es huésped permanente?

—Sí. Es el señor Kilcourse. Lleva aquí tres o cuatro meses.

—¿Qué es?

—No lo sé. Si quiere saber mi opinión, le diré que es un perfecto caballero.

—Lo celebro. ¿Qué aspecto tiene?

—Es joven, pero tiene el cabello un poco canoso. Es moreno y muy guapo. Parece un actor de cine.

—¿Bull Montana? —pregunté mientras me apartaba del mostrador.

La llave del 522 estaba colgada de su respectivo clavo. Me quedé vigilando sin perderla de vista. Una media hora después, el empleado de la recepción la descolgaba y se la entregaba a un hombre que, efectivamente, podía pasar por actor de cine. Tenía unos treinta años; era moreno y de cabello oscuro que comenzaba a blanquear en las sienes. Un tipo estilizado de casi dos metros de altura y vestido a la moda.

Con la llave en la mano desapareció en el interior de un ascensor.

Llamé a la agencia y pedí al Viejo que me enviara a Dick Foley. Diez minutos después llegó Dick. Es un canadiense diminuto que no llegará a pesar ni con mucho cuarenta y cinco kilos. Creo que es el sabueso más fino que he visto, y puedo asegurar que he visto a muchos.

—Hay un pájaro aquí que quiero que siga —le dije—; se llama Kilcourse y tiene la habitación número 522. Espéreme fuera y le mostraré quién es —volví al vestíbulo y esperé unos minutos más.

A las ocho en punto, Kilcourse bajó y salió del hotel. Le seguí como media manzana, lo suficiente para traspasárselo a Dick, y me volví a casa por si Grout trataba de ponerse en contacto conmigo.

Aquella noche no me llamó.

Cuando llegué a la agencia a la mañana siguiente, Dick estaba esperándome.

—¿Cómo le fue? —pregunté.

—¡Horrible! —cuando pierde el control de sí mismo, el canadiense habla como un telegrama. En aquella ocasión estaba totalmente fuera de sí—. Dos manzanas. Desapareció. Único taxi en la calle.

—¿Cree que se dio cuenta de que le seguía?

—No. Es listo. Sólo precaución.

—Entonces inténtelo otra vez. Y más vale que tenga un coche a mano por si vuelve a hacerle lo mismo.

En el momento en que salía Dick, mi teléfono comenzó a sonar. Era el Gordo, en la línea secreta de la agencia.

—¿Descubriste algo? —pregunté.

—Cantidad.

—Estupendo. ¿Estás en la ciudad?

—Sí.

—Ven a mi casa dentro de veinte minutos —le dije. A la hora exacta, mi confidente traspasaba la puerta que había dejado abierta para él con el rostro resplandeciente de orgullo. Su contoneo habitual se había transformado en paso de baile y el pliegue de suficiencia característico de sus labios en un gesto de sabiduría digno de Salomón.

—Le resolví el caso, amigo —alardeó—. Fue un juego de niños. Me planté allí, hablé con todos los que había que hablar y vi todo lo que había que ver. Nada escapó a mis rayos X. Hice un…

—Basta —le interrumpí—. Te felicito, enhorabuena, etc., etc. Ahora vamos al grano. ¿Qué averiguaste?

—Cada cosa a su tiempo —dijo levantando una mano como si fuera un agente de tráfico—. No me agobie. Le diré todo lo que sé.

—No te molestes —le dije—. Lo sé todo. Eres un genio, no sé la suerte que tengo de que siempre me saques las castañas del fuego…, me lo sé de memoria. Pero ¿viste a Pangburn allí?

—A eso iba. Entré allí y…

—¿Viste a Pangburn o no?

—Como decía, entre allí y…

—Gordo —le dije—, me importa un bledo lo que hicieras. ¿Viste a Pangburn, sí o no?

—Sí, le vi.

—Estupendo. ¿Qué es lo que viste?

—Está allí acampando con el Chapa. Él y la chica de la foto que me dio. Ella lleva viviendo allí un mes. No la vi, pero me lo dijo uno de los camareros. A Pangburn sí le vi con mis propios ojos. No se exhiben demasiado; suelen quedarse en la trasera del local, en las habitaciones del Chapa. Pangburn está allí desde el domingo. Yo entré y…

—¿Te enteraste de quién es la chica? ¿Sabes qué hacen allí?

—No. Yo entré y…

—Pues esta noche vuelves a entrar otra vez. Llámame en cuanto sepas con seguridad que Pangburn no ha salido. Y mucho ojo con equivocarte. No quiero presentarme allí y ahuyentarles con una falsa alarma. Usa el número secreto de la agencia y al que conteste le dices que no vas a volver a la ciudad hasta más tarde. Con eso sabré que Pangburn está en La Cabaña Blanca y tú podrás llamar desde allí sin despertar sospechas.

—Necesito más dinero —dijo al levantarse—. Me sale aquello por…

—Me encargaré de presentar tu solicitud —le prometí—. Ahora, largo de aquí, y llámame esta noche en cuanto estés seguro de que Pangburn está en el local.

Cuando se fue, me dirigí a la oficina de Axford.

—Creo que sé dónde está —le dije al millonario—. Haré todo lo posible para que pueda hablar con él esta noche. Mi confidente le vio anoche y cree que se aloja en La Cabaña Blanca. Si aún sigue allí y usted quiere verle, puedo llevarle luego.

—¿Por qué no vamos ahora?

—No. El local está vacío durante el día. No podríamos pasar desapercibidos y no quiero que nadie nos reconozca hasta estar seguro de que vamos a encontrarnos cara a cara con su cuñado.

—¿Qué quiere que haga?

—Quiero que conduzca un automóvil muy rápido y que esté dispuesto para salir de casa en cuanto le avise.

—De acuerdo. Estaré en casa a partir de las cinco y media. Llámeme en cuanto esté listo y pasaré a recogerle.

A las nueve y media de aquella misma noche me hallaba sentado junto a Axford en el asiento delantero de un poderoso automóvil deportivo de marca extranjera que enfilaba a toda velocidad la carretera que conducía a la bahía de la Media Luna. El Gordo me había llamado.

Ninguno de los dos hablamos durante el camino que aquel monstruo importado hizo parecer más corto de lo que era. Axford conducía sin revelar la menor ansiedad, pero por primera vez me di cuenta de que tenía una mandíbula muy voluntariosa.

La Cabaña Blanca es un edificio grande construido a base de bloques que imitan la piedra. Se llega a él por dos avenidas circulares que juntas forman un semicírculo que tiene por diámetro la carretera principal. En el centro de ese semicírculo se elevan unas techumbres bajo las cuales aparcan sus coches los clientes de Joplin y aquí y allá se ven macizos de arbustos y de flores. Aún íbamos a velocidad más que regular cuando enfilamos una de las avenidas semicirculares, y de pronto…

Axford pisó hasta el fondo el pedal del freno. El impulso del frenazo nos lanzó de golpe contra el parabrisas al tiempo que el automóvil se detenía en seco, evitando por milagro atropellar a un grupo de gente que súbitamente había aparecido apiñado frente a nosotros.

Al resplandor de los faros se destacaron innumerables rostros: rostros blancos, rostros horrorizados, rostros en que se reflejaba una fría curiosidad… Bajo ellos, hombros y brazos blancos, vestidos de colores brillantes y joyas, se destacaban sobre el fondo oscuro de los trajes masculinos.

Aquella fue la primera impresión que recibí. Después, una vez que hube apartado la cara del parabrisas, caí en la cuenta de que aquel grupo tenía un centro, un núcleo en torno al cual se había reunido. Me puse en pie tratando de asomarme sobre las cabezas, pero no conseguí ver nada.

Salté al camino y me abrí paso a empujones.

Sobre la grava blanca yacía un hombre de bruces, un hombre delgado vestido con un traje oscuro. Justo encima del cuello de la camisa, exactamente en la nuca, se veía un agujero. Me arrodillé junto a él para mirarle el rostro. Luego volví junto a Axford, que en aquel momento bajaba del automóvil dejando el motor encendido.

—Pangburn ha muerto. De un balazo.

Se quitó los guantes, los dobló metódicamente y se los guardó en el bolsillo. Asimiló lo que acababa de decirle, asintió con la cabeza y avanzó hacia el grupo congregado en torno al cadáver del poeta. Le seguí con la mirada hasta que desapareció entre los curiosos. Después, abriéndome paso entre los últimos curiosos, me fui en busca de Grout el Gordo.

Le encontré de pie, apoyado en uno de los pilares del porche. Pasé frente a él de forma que no pudiera dejar de verme y seguí adelante hasta llegar a un lugar donde reinaba la suficiente oscuridad.

El Gordo se reunió conmigo entre las sombras. Aunque la noche no era fría, estaba tiritando.

—¿Quién le ha matado? —le pregunté.

—No lo sé —respondió. Era la primera vez que le oía confesar ignorancia completa sobre un asunto—. Yo estaba dentro, vigilando a los otros.

—¿Qué otros?

—El Chapa, un fulano a quien no conozco y la chica. No creí que fuera a salir. No llevaba el sombrero puesto.

—¿Qué es lo que sabes, entonces?

—Poco después de que le telefoneara, la chica y Pangburn salieron de las habitaciones reservadas a Joplin y se sentaron al otro lado del porche donde está bastante oscuro. Comieron y al rato llegó un tipo y se sentó con ellos. No sé cómo se llama, pero creo que le conozco de vista. Es alto y va hecho un maniquí.

Podía tratarse de Kilcourse.

—Hablaron un rato y luego Joplin se reunió con ellos. Pasaron como un cuarto de hora charlando y riendo. Luego Pangburn se levantó y entró en el edificio. Yo tenía una mesa desde donde podía vigilarles perfectamente; el local estaba abarrotado y temí que si me levantaba a seguirle me quitarían la mesa. Me dije que sin sombrero no podía ir muy lejos. Debió de atravesar el local y salir por la puerta delantera porque al poco rato oí un ruido que tomé por el petardeo de un motor, y luego el de un automóvil saliendo a toda velocidad. Y de pronto un hombre entró en el local gritando que había un muerto fuera. Todos corrimos a ver qué pasaba y allí estaba Pangburn.

—¿Estás completamente seguro de que Joplin, Kilcourse y la chica seguían sentados a la mesa en el momento en que le mataron?

—Completamente —dijo el Gordo—. Si es que ese tipo moreno se llama Kilcourse.

—¿Dónde están ahora?

—Han vuelto a las habitaciones de Joplin. Subieron en cuento vieron que habían liquidado a Pangburn.

No me hacía ilusiones acerca del Gordo. Le sabía capaz de engañarme y de proporcionar una coartada al asesino del poeta, quienquiera que fuese. Una cosa era cierta: si Joplin, Kilcourse o la chica habían cometido el crimen y sobornado a mi confidente, me sería totalmente imposible demostrar que no se hallaban en el porche cuando mataron a Pangburn. Joplin tenía todo un ejército de incondicionales que estarían más que dispuestos a jurar lo que les dijera sin parpadear siquiera. No me cabía la menor duda de que saldrían al menos una docena de testigos dispuestos a corroborar la versión de Grout.

No me quedaba más remedio que dar por buena la historia del Gordo y hacerme cuenta de que jugaba limpio conmigo.

—¿Has visto a Dick Foley? —le pregunté recordando que Dick estaba encargado de seguir a Kilcourse.

—No.

—Mira a ver si puedes encontrarle. Dile que he subido a hablar con Joplin y que suba él también. Luego no te vayas muy lejos por si acaso te necesito.

Entré por un ventanal, crucé una pista de baile desierta y subí las escaleras que conducían a las habitaciones de Joplin situadas en la trasera del segundo piso del edificio. Sabía el camino; Joplin y yo nos conocíamos de antiguo. Me proponía darles a él y a sus compinches un buen susto con la esperanza de sonsacarles algo sustancioso, aunque sabía muy bien que no tenía acusación concreta contra ninguno de ellos. Podía arreglármelas para liar a la chica, de eso no había duda, pero no sin dar publicidad al hecho de que el poeta había falsificado un cheque de su cuñado, y eso no podía hacerlo.

—Adelante —respondió una voz ronca y familiar cuando llamé con los nudillos a la puerta de la sala de Joplin. Entré.

Joplin el Chapa estaba en pie en medio de la habitación. El exladrón de cajas fuertes era un hombre fornido, de hombros anchos y rostro caballuno inexpresivo. Algo más allá se hallaba Kilcourse sentado sobre una mesa balanceando una pierna en el aire y ocultando su ansiedad tras una media sonrisa burlona que se dibujaba en su rostro moreno y atractivo. Al lado opuesto de la habitación, la chica que yo conocía como Jeanne Delano estaba sentada sobre el brazo de un amplio sillón de cuero. El poeta no había exagerado al afirmar que era hermosa.

—¡Usted! —gruñó Joplin de mal talante cuando me reconoció—. ¿Qué diablos quiere?

—¿Qué puedes ofrecerme?

Lo dije distraídamente porque lo que de veras me interesaba era la muchacha. Su aspecto me resultaba vagamente familiar, pero no acertaba a identificarla. Quizá no la hubiera visto nunca, quizá de tanto mirar la fotografía que me había dado Pangburn creía reconocerla… A veces las fotos provocan ese efecto.

Mientras tanto Joplin había dicho: «Si hay algo que no puedo malgastar, es tiempo».

Y yo le había contestado: «Si hubieras ahorrado todos los años que te has pasado en la cárcel, tendrías tiempo de sobra».

Yo había visto a esa chica en alguna parte. Era esbelta y llevaba un vestido de un azul brillante que dejaba al descubierto una generosa porción de un escote, una espalda y unos brazos que hubieran sido una lástima ocultar. Su rostro ovalado, de un rosado perfecto, estaba enmarcado por una masa de cabellos castaños. Sus ojos rasgados, eran de un gris no muy distinto a las sombras de la plata cincelada con que el poeta los había comparado. La miré. Me sostuvo la mirada y aun así no pude identificarla. Kilcourse seguía sentado sobre la mesa balanceando una pierna en el aire. Joplin se impacientó:

—¿Quiere dejar de mirar a la chica y decirme qué quiere de mí?

La muchacha sonrió. Fue aquella una sonrisa burlona que dejó al descubierto unos dientes felinos de puntas afiladas como estiletes. Y la sonrisa la delató.

Su cabello y su tez me habían engañado. La primera y única vez que la vi tenía el cutis blanco como el mármol y el cabello corto y del color del fuego. Juntos habíamos jugado al escondite una noche con una anciana y tres hombres en una casa de la calle Turk a raíz de la muerte del mensajero de un banco y del robo de cien mil dólares en bonos. A causa de sus intrigas, tres de sus compinches murieron aquella noche y el cuarto, un chino, había subido a la horca del penal de Folsom. Entonces se hacía llamar Elvira. Desde su huida aquella malhadada noche la habíamos buscado dentro y fuera del país sin el menor resultado.

A pesar del esfuerzo que hice por ocultar mi sorpresa, la revelación de su identidad debió reflejarse en mis ojos, pues la muchacha, rápida como una víbora, abandonó el brazo del sillón donde estaba sentada y avanzó hacia mí mirándome con unos ojos que ahora se asemejaban más al acero que a la plata.

Saqué el revólver.

Joplin dio un medio paso hacia mí.

—¿Qué pasa? —ladró más que articuló.

Kilcourse bajó de un salto de la mesa y una de sus manos morenas revoloteó sobre su corbata de pajarita.

—Les diré lo que pasa —contesté—. Busco a esta mujer por un asesinato cometido hace dos meses y quizá también por el que se ha cometido aquí esta noche. En cualquier caso, voy a…

A mis espaldas sonó el chasquido del interruptor de la luz y la habitación quedó a oscuras.

Avancé entre las tinieblas; no me importaba adónde iba, sólo quería encontrarme lo más lejos posible del lugar donde me hallaba cuando se apagaron las luces.

Mi espalda tropezó con una pared y allí me detuve, en cuclillas.

—¡Rápido! ¡Rápido! —dijo un susurro ronco allá donde pensaba que se encontraba la salida. Pero ambas puertas estaban cerradas y no podían abrirse sin que un rectángulo de luz difusa iluminara la habitación. Los actores de la escena se movían en la oscuridad, pero ninguno se interpuso entre mi vista y el resplandor difuso de las ventanas.

De pronto oí un chasquido frente a mí, un chasquido demasiado ligero para proceder del cargador de un revólver. Pensé que se asemejaba al sonido que hace al abrirse una navaja automática y recordé que Joplin el Chapa tenía especial predilección por ese arma.

—¡Vamos! —el bronco susurro rajó la oscuridad como una cuchilla.

Se oyeron sonidos de pasos, sonidos ahogados, casi imperceptibles… un ruido no muy lejos de mí…

De pronto una mano fuerte aferró uno de mis hombros y un cuerpo musculoso se abalanzó sobre el mío. Asesté un golpe en la oscuridad con mi revólver y oí un gruñido sordo.

La mano ascendía de mi hombro a la garganta.

Levanté violentamente la rodilla y oí otro gemido.

Un filo abrasador me recorrió el costado.

Volví a blandir el revólver en el vacío, tiré de él después hasta conseguir liberarlo del obstáculo que ahora lo retenía y apreté el gatillo. Vibró en el aire la explosión de un disparo. Luego, la voz de Joplin junto a mi oído, con tono extrañamente tranquilo:

—¡Maldita sea! ¡Me acertó!

Corrí como un rayo hacia el amarillo vago de una puerta entreabierta. Con toda aquella conmoción no había ruidos de huida, pero sabía muy bien que la tarea de Joplin había consistido en entretenerme con el fin de que sus compinches pudieran escapar.

La escalera estaba desierta; nadie trató de detenerme mientras bajé corriendo, saltando varios peldaños a un tiempo y dando tumbos. Cuando corría hacia la pista de baile un camarero se interpuso en mi camino. No sé si lo hizo intencionadamente o no. No me paré a preguntárselo. Le pegué con la culata del revólver en la cara y seguí sin detenerme. Más adelante salté sobre una pierna que trataba de ponerme la zancadilla y ya en la puerta asesté otro golpe a un rostro que me salió al paso.

Al fin me hallé en la avenida semicircular que daba acceso al parador. En la distancia desaparecieron las luces traseras de un automóvil que en aquel momento abandonaba la avenida y entraba en la carretera principal en dirección al este.

Mientras corría hacia el coche de Axford reparé en que el cuerpo de Pangburn había desaparecido. En torno al lugar en que el poeta había caído seguían unas cuantas personas que me miraban boquiabiertas.

El automóvil seguía donde Axford lo había dejado y tenía el motor encendido. Arranqué y, pasando sobre los macizos de flores, salí a la carretera principal y doblé hacia el este. Cinco minutos después volví a divisar las luces traseras del automóvil, dos puntos rojos que avanzaban en la distancia.

El coche de Axford tenía más potencia de la que yo necesitaba y de la que sabía controlar. No sé a qué velocidad avanzaba el coche que llevaba ante mí, pero lo cierto es que el mío acortaba distancia como si el otro estuviera detenido.

Dos kilómetros y medio, quizá tres…

De pronto, sobre la carretera, casi al alcance de las luces de mi automóvil vi a un hombre. Ya los faros le iluminaban de lleno. Era Grout el Gordo.

Estaba en pie frente a mí en el centro de la calzada; en sus manos brillaba el metal opaco de dos pistolas automáticas que a la luz de los faros parecieron encenderse y apagarse, encenderse y apagarse, como las bombillas de un letrero luminoso.

El parabrisas se hizo añicos en torno mío.

Grout el Gordo, el confidente cuyo nombre se tenía por sinónimo de cobardía a todo lo largo de la costa del Pacífico, estaba de pie en el centro de la carretera disparando inútilmente sobre un cometa de metal que se abalanzaba sobre él. No vi el final.

Confieso que cuando su rostro blanco asomó a pocos centímetros del radiador, cerré los ojos. El monstruo de metal que conducía tembló, no mucho, bajo mis pies y la carretera volvió a abrirse limpia ante mí a excepción de la luz roja que me precedía.

Conducía sin parabrisas. El viento me sacudía el cabello y llenaba de lágrimas mis ojos medio cerrados.

De pronto me di cuenta de que iba hablando solo, de que decía: «Era el Gordo. Era el Gordo». El hecho había sido asombroso. No me extrañaba que me hubiera traicionado; eso era de esperar. Que me hubiera seguido escaleras arriba y que hubiera apagado las luces, tampoco me sorprendía. Pero que le hubiera hecho frente a la muerte…

Una ráfaga anaranjada, procedente del coche que llevaba delante, me sacó de mi asombro. La bala me pasó de lejos. No es fácil disparar de un vehículo a otro a distancia y cuando ambos están en movimiento, pero al paso que iba pronto me hallaría lo suficientemente cerca como para convertirme en un posible blanco.

Encendí el reflector con que iba equipado el automóvil. La luz no alcanzó de lleno al coche que me precedía, pero sí me permitió ver que era la muchacha la que iba al volante. Kilcourse, sentado a su lado, iba vuelto hacia atrás, hacia mí. El coche era un deportivo de color amarillo.

Disminuí ligeramente la velocidad. Quería evitar un duelo del que a todas luces habría salido perdedor, teniendo en cuenta que me vería obligado a disparar y conducir a la vez. Lo mejor era mantenerme a cierta distancia hasta que llegáramos a una ciudad, cosa que antes o después había de ocurrir. Aún no era medianoche. En las calles de la ciudad habría gente y policías. Allí podría acercarme a ellos con la posibilidad de salir vencedor.

Pocos kilómetros más adelante Kilcourse y la chica adivinaron mi plan. El coche amarillo redujo la marcha, giró y se detuvo cruzado en el centro de la carretera. Los dos ocupantes se bajaron y se agazaparon tras él para usarlo a modo de barricada.

Estuve a punto de lanzarme sobre ellos pasara lo que pasara, pero la tentación fue débil y, una vez abortada, pisé el freno y detuve el automóvil. Hecho esto, moví el mando del reflector hasta lograr dirigirlo directamente hacia el coche que tenía delante.

Un relámpago surgió de entre sus ruedas. El reflector se sacudió violentamente pero el cristal permaneció intacto. Ese era indudablemente su objetivo inmediato, y luego…

Agazapado en el interior del automóvil de Axford, a la espera del disparo que haría añicos el reflector, me quité los zapatos y el abrigo.

La tercera bala alcanzó la luz. Apagué los faros, salté a la carretera y no paré de correr hasta encontrarme en cuclillas junto al deportivo amarillo. Es el truco más fácil que pueda imaginarse.

La muchacha y Kilcourse habían estado mirando fijamente el reflector. Cuando éste se apagó de pronto y desapareció igualmente la luz de los faros, ambos quedaron sumidos en una oscuridad absoluta. Su vista tardaría al menos un minuto en adaptarse a la penumbra gris negruzca de la noche. Mis calcetines habían amordazado el sonido de mis pasos sobre la grava de la carretera y ahora sólo un automóvil se interponía entre nosotros. Y yo lo sabía y ellos no.

Oí junto al radiador la voz sigilosa de Kilcourse.

—Voy a tratar de tumbarle desde la cuneta. Dispara de vez en cuando para distraerle.

—No puedo verle —protestó la muchacha.

—Dentro de un momento empezarás a ver. Aunque sea, dispara sobre el coche.

Me deslicé hacia el radiador mientras la chica disparaba sobre el coche abandonado.

De rodillas, y apoyándose en las palmas de las manos, Kilcourse se arrastraba hacia la cuneta. Me dispuse a saltar sobre él como un resorte y asestarle en la nuca un golpe con la culata de mi revólver. No entraba en mis planes liquidarle, pero sí quería quitarle de en medio temporalmente de la manera más rápida posible para poder ocuparme de la chica, que era al menos tan peligrosa como él.

En el preciso instante en que me preparaba para dar el salto, Kilcourse, guiado quizá por el instinto del hombre acosado, volvió la cabeza y descubrió mi sombra amenazadora. En lugar de saltar, disparé.

No me entretuve en comprobar si había acertado o no. A tan poca distancia, era difícil errar. Me deslicé a gatas hacia la trasera del automóvil y allí esperé en silencio.

La muchacha hizo lo que yo habría hecho en su lugar. No se movió ni disparó en dirección al lugar del que había salido la bala. Pensó que me había anticipado a Kilcourse, me había ocultado en la cuneta y ahora me proponía salirle a ella por la espalda. Para eludirme decidió pasar al otro lado del coche, el que se hallaba más cerca del automóvil de Axford, y desde allí tenderme una emboscada.

Así fue como ni más ni menos, después de arrastrarme en torno al coche, vino a poner su delicada nariz ante el cañón del revólver que yo empuñaba convenientemente preparado para disparar.

Lanzó un grito ahogado.

Las mujeres no son siempre razonables. Por lo general tienden a despreciar minucias tales como un revólver apuntándolas. Así pues, decidí sujetarle la mano en que aferraba su pistola y, por fortuna, lo hice en el momento exacto en que apretaba el gatillo. Mi dedo índice quedó atrapado entre el gatillo y el guardamonte. Le retorcí la muñeca hasta que soltó el arma y liberé mi dedo.

Pero ni aun así se dio por vencida. Haciendo caso omiso del revólver que apuntaba hacia ella a menos de diez centímetros de distancia, se dio la vuelta de un salto y echó a correr hacia el lugar donde unos cuantos árboles proyectaban sobre el terreno una sombra negra.

Cuando me repuse de la sorpresa que me produjo su ingenua reacción, me metí en el bolsillo mi revólver y su pistola y salí corriendo tras ella desgarrándome con cada paso las plantas de los pies.

La alcancé en el momento en que trataba de saltar una alambrada.

—¿Quiere dejarse ya de juegos? —le grité enfurecido mientras le aferraba una muñeca con la mano izquierda y la conducía hacia el coche amarillo—. Esto es un asunto serio. No sea niña.

—Me hace daño en el brazo.

Sabía que no era cierto, y sabía también que aquella mujer había sido causa directa de cuatro o cinco asesinatos. Aun así aflojé la presión de mis dedos hasta convertirla en poco más que un apretón amistoso. Regresó conmigo sin ofrecer resistencia junto al deportivo. Una vez allí, sin dejar de sujetarle la muñeca, encendí los faros delanteros del automóvil. Kilcourse yacía ante nosotros hecho un ovillo con una rodilla doblada bajo su cuerpo.

Coloqué a la muchacha directamente frente a las luces.

—Ahora quédese aquí y pórtese bien. Al primer movimiento que haga, le vuelo una pierna —le dije, y conste que estaba dispuesto a hacerlo.

Hallé la pistola de Kilcourse, me la guardé y me arrodillé junto a él.

Estaba muerto. Mi balazo le había alcanzado en la nuca.

—¿Está…? —los labios de la muchacha temblaron.

—Sí.

Miró el cadáver de su compañero y se estremeció ligeramente.

—¡Pobre Fag! —murmuró.

Anteriormente he afirmado que la muchacha era hermosa. Tal como la veía ahora, de pie a la luz cegadora de los faros, lo era infinitamente más. Lo suficiente como para inspirar ideas descabelladas hasta a un cazaladrones maduro y carente de imaginación. Era…

No importa. Pero quizá por eso mismo me volví hacia ella ceñudo.

—Sí. ¡Pobre Fag, y pobre Hook, y pobre Tai, y pobre mensajero de Los Ángeles, y pobre Pangburn! —le dije pasando revista a todos los hombres que habían muerto por ella.

No me respondió. Alzó sus enormes ojos grises y me lanzó una mirada que no pude interpretar. Su hermoso rostro ovalado adquirió una expresión triste bajo aquella masa de cabellos castaños que ahora sabía que era falsa.

—Supongo que pensará usted… —comenzó.

Yo no podía aguantar más. Sentía una sensación desagradable a lo largo de la espina dorsal.

—Vamos —le dije—. Por el momento dejaremos aquí a Kilcourse y el automóvil.

En silencio subió al coche de Axford y se sentó junto a mí mientras yo me ataba los cordones de los zapatos. En el asiento trasero encontré un abrigo.

—Échese esto por los hombros. El parabrisas se rompió. Tendrá frío.

Me obedeció sin protestar, pero una vez que, tras sortear el auto amarillo, enfilamos la carretera en dirección al este, me puso una mano sobre el brazo.

—¿No volvemos a La Cabaña Blanca?

—No, vamos a Redwood City, a la cárcel del condado.

A lo largo de un kilómetro me miró de hito en hito estudiando mi imperfecto perfil. Luego volvió a depositar la mano sobre mi brazo y se inclinó hacia mí. Sentí el calor de su aliento en la mejilla.

—¿Puede parar un momento? Quiero decirle varias cosas.

Detuve el coche a un lado de la carretera y me volví en el asiento para mirarla cara a cara.

—Antes de que empiece —le dije—, quiero decirle que permaneceremos aquí sólo mientras me hable del asunto Pangburn. En el momento en que toque cualquier otro tema, seguiremos viaje a la cárcel.

—¿No le interesa el golpe de Los Angeles?

—No. Eso está concluido. Usted, Hook Riordan, Tai Choon Tau y los Quarre fueron responsables a partes iguales de la muerte del mensajero, aunque fuera Hook quien se encargara de cometer el crimen. Hook y los Quarre murieron la noche de la fiesta en la calle Turk. A Tai le colgaron el mes pasado. Ahora la tengo a usted. Tuvimos pruebas suficientes para colgar al chino, y tendremos aún más para ahorcarla a usted. Ese asunto está terminado. Si quiere decirme algo acerca de la muerte de Pangburn, la escucharé. Si no…

Eché mano al estárter.

La presión de sus dedos sobre mi brazo me detuvo.

—Quiero hablarle de eso —me dijo ansiosamente—. Quiero que sepa la verdad. Me llevará a Redwood City, ya lo sé. No crea que abrigo ninguna esperanza. Pero quiero decirle toda la verdad. No sé por qué ha de importarme que usted lo sepa o no, pero…

Su voz se apagó lentamente.

Después habló de nuevo, esta vez atropelladamente, como suelen hacerlo los que temen que les interrumpan antes de terminar su relato. Habló inclinada sobre mí de modo que su rostro ovalado quedaba muy cerca del mío.

—Cuando aquella noche huí de la casa de la calle Turk mientras usted forcejeaba con Tai, tenía la intención de escapar lo antes posible de San Francisco. Llevaba conmigo dos mil dólares que me permitirían dirigirme a donde quisiera. Más tarde se me ocurrió que como la policía supondría que había abandonado la ciudad, lo más prudente era quedarme en ella. A las mujeres nos es fácil cambiar de aspecto. Entonces tenía el pelo corto rojo y la tez blanca, y llevaba vestidos de colores brillantes. Sólo tuve que teñirme el pelo, comprarme un postizo, darme colorete y comprarme ropa de colores discretos. Alquilé un apartamento en la avenida Ashbury, bajo el nombre ficticio de Jeanne Delano y me vi convertida en una persona totalmente distinta.

»Aunque sabía que de este modo nadie podría reconocerme, juzgué más seguro salir lo menos posible durante cierto tiempo. Para entretenerme leí mucho. Así es como cayó en mis manos el libro de Burke. ¿Le gusta a usted la poesía?». Negué con la cabeza. En aquel momento pasó en dirección a la bahía de la Media Luna un automóvil, el primero que había visto pasar en aquella dirección desde que salí de La Cabaña Blanca. La muchacha esperó a que desapareciera y luego continuó hablando apresuradamente.

—Burke no era un genio, desde luego, pero había algo en sus poemas que me llegó muy adentro. Le escribí una notita diciéndole cuánto me había gustado su libro, y se la mandé al editor. A los pocos días recibí respuesta de Burke y me enteré de que vivía en San Francisco. Hasta entonces no lo sabía.

»Intercambiamos algunas cartas, me preguntó si podía visitarme, y nos conocimos. No sé si me enamoré de él desde el principio, o no. Me gustaba, eso sí, y entre el ardor de su pasión por mí y la vanidad de tener por seguidor a un poeta de relativa fama, de veras me convencí de que le amaba. Le prometí que me casaría con él.

»No le había dicho nada sobre mí, aunque ahora sé que si le hubiera confesado la verdad, me habría querido lo mismo. Pero tenía miedo de las consecuencias y como no quería mentirle, preferí no decirle nada.

»Un día me tropecé en la calle con Fag Kilcourse, que me reconoció a pesar de mi cabello, del color de mi tez y de mis nuevos vestidos. No es que fuera muy listo, pero tenía una vista a la que no escapaba absolutamente nada. No le culpo. Actuó de acuerdo con lo que era. Me siguió hasta casa y subió tras de mí a mi apartamento. Allí le dije que pensaba casarme con Burke y convertirme en una mujer respetable. Fue un error por mi parte. Fag no tenía imaginación. Si le hubiera dicho que estaba preparándome el terreno para darle a Burke el timo del siglo, me habría dejado en paz. Pero cuando le dije que había hecho borrón y cuenta nueva, que me había pasado al otro bando, automáticamente me vio como posible víctima. Ya sabe cómo es el mundo del hampa; se es o compinche o víctima en potencia. Una vez que me convertí en persona decente, para Fag fue como si se hubiera alzado la veda.

»Se enteró de que la familia de Burke tenía dinero y me presentó un ultimátum: o le daba veinte mil dólares o me entregaba a la policía. Sabía del golpe de Los Ángeles y sabía que me andaban buscando. Me hallé entre la espada y la pared. Sabía que no podía esconderme ni huir de Fag. Decidí decirle a Burke que necesitaba veinte mil dólares. Sospechaba que no tenía tanto dinero, pero supuse que no le sería difícil conseguirlo. Tres días después me entregó un cheque por esa cantidad.

Cuando lo cobré aún ignoraba cómo lo había conseguido, pero aunque lo hubiera sabido no me habría importado. Lo necesitaba.

»Aquella misma noche me confesó que había falsificado la firma de su cuñado. Me lo dijo porque después de pensarlo mucho había llegado a la conclusión de que si le descubrían me considerarían a mí tan culpable como a él. Puede que yo tenga mis defectos, pero no tantos como para permitir que por mí le metieran en chirona. Le conté toda la historia y ni siquiera parpadeó. Insistió en que le pagara a Kilcourse para que pudiera hallarme a salvo y después continuó planeando mi huida.

»Confiaba en que su cuñado no le denunciara por el fraude, pero por si acaso insistió en que me cambiara de nombre de nuevo y me ocultara en algún lugar hasta que supiéramos con seguridad cómo iba a reaccionar Axford. Pero aquella noche, cuando Burke salió de mi apartamento, me quedé haciendo mis planes. Le tenía cariño, demasiado para dejarle hacer por mí de chivo expiatorio sin tratar de salvarle. Por otro lado, no confiaba demasiado en la generosidad de Axford.

»Estábamos a día dos. Axford no descubriría el fraude hasta el mes siguiente, cuando el banco le devolviera los cheques cobrados. Eso me daba treinta días para arreglar las cosas.

»A la mañana siguiente cancelé mi cuenta y escribí a Burke una carta diciéndole que me habían llamado a Baltimore con urgencia. Dejé un rastro muy claro. Un amigo se encargó de mi equipaje y de echar las cartas al correo en aquella ciudad. Me fui a ver a Joplin y le pedí que me escondiera. Le dije a Fag dónde estaba y cuando vino a verme le prometí que en el plazo de un día o dos le entregaría el dinero.

»Desde entonces vino a verme casi cada día y yo le fui dando largas, cosa que cada vez me fue resultando más fácil. Pero el tiempo se iba echando encima. Pronto devolverían a Burke las cartas que había enviado a Baltimore a la dirección falsa que yo le había dado y no quería alejarme de él porque temía que hiciera alguna tontería. Por otro lado, no quería verle hasta que pudiera darle los veinte mil dólares para que se los devolviera a su cuñado antes de que se descubriera todo.

»A Fag podía manejarle cada vez con mayor facilidad, pero aún no le tenía completamente convencido. No estaba dispuesto a renunciar al dinero hasta que yo le prometiera que me quedaría junto a él para siempre. Yo me creía aún enamorada de Burke y no quería comprometerme con Fag ni siquiera por una temporada.

»De pronto, un domingo por la noche, Burke me vio en la calle. Cometí una imprudencia y fui a la ciudad con Joplin en su coche, el deportivo amarillo que ha visto, con tan mala fortuna que fui a darme con él de manos a boca. Le confesé la verdad y me dijo que había contratado a un detective para que me buscara. En muchos aspectos era un verdadero niño; no se le había ocurrido siquiera que el detective podía descubrir lo del dinero. Pero yo sabía que en un día o dos a lo más averiguarían lo del cheque. Estaba segura.

»Cuando se lo dije, Burke se vino abajo. Su fe en la magnanimidad de su cuñado se esfumó. No podía dejarle solo en aquel estado; era capaz de contarle todo al primero que encontrara. Así que decidí llevármelo a La Cabaña Blanca conmigo. Mi idea era retenerle allí unos cuantos días hasta que viéramos qué sesgo tomaban las cosas. Si los periódicos no hablaban del cheque, podíamos suponer que Axford había decidido callar el asunto y Burke podría volver a casa y aclararlo todo. Si se daba publicidad al fraude, Burke tendría que buscar un escondite permanente y yo también.

»Los periódicos de la tarde del martes y de la mañana del miércoles publicaban a toda plana la noticia de su desaparición, pero no mencionaban el cheque. Las perspectivas eran buenas, pero decidimos esperar un día más. Para entonces Fag Kilcourse estaba ya al tanto de todo. Le había dado ya los veinte mil dólares, pero conservaba la esperanza de recuperarlos algún día, al menos parte de ellos, así que continué trabajándole a él también. Lo malo es que, mientras tanto, Burke había empezado a pensar que tenía derecho sobre mí y los celos le habían puesto insoportable. Hice que el Chapa le diera un buen susto y con eso le metí en cintura.

»Esta noche uno de los hombres de Joplin vino a decirnos que un tal Grout, que llevaba dos noches rondando por el local, había dicho un par de cosas que demostraban que estaba interesado en nosotros. Me le señalaron, salí a la parte pública del local y me senté a una mesa vecina a la suya. Era un cerdo, supongo que ya lo sabe. En menos de cinco minutos le tuve sentado a mi mesa y a la media hora supe que le había dicho a usted que Burke y yo estábamos en La Cabaña Blanca. No me lo dijo expresamente, pero sí dejó escapar lo suficiente como para que yo pudiera imaginarme el resto.

»Yo les fui con el cuento a los otros. Fag quiso liquidar a Grout y a Burke sin más averiguaciones, pero yo le disuadí. Con eso no adelantábamos nada, y, por otra parte, yo ya tenía al Gordo dispuesto a tirarse de cabeza al agua por mí. Creí que había convencido a Fag, pero me equivoqué. Habíamos decidido que Burke y yo escaparíamos en el deportivo amarillo y que cuando usted llegara aquí, Grout le señalaría a un hombre y una mujer cualesquiera fingiendo que les había tomado por nosotros. Subí a recoger mi abrigo y mis guantes y mientras tanto Burke salió hacia el coche y Fag le mató de un balazo. Si hubiera sabido lo que se proponía hacer, se lo hubiera impedido. ¡Por favor, créame! No quería a Burke tanto como pensé en un comienzo, pero después de todo lo que había hecho por mí, no podía dejar que le mataran.

»Una vez muerto Burke no me quedaba más remedio que seguir con los otros, me gustara o no, y eso es lo que hice. El Gordo se avino a decirle a usted que en el momento del crimen los tres estábamos sentados en el porche, y teníamos muchos otros testigos dispuestos a confirmar su versión. Entonces fue cuando entró usted y me reconoció. ¡Tuvo que ser usted, el único detective de San Francisco que me conocía!

»El resto ya lo sabe. El Gordo le siguió a usted y apagó las luces, y Joplin se encargó de distraerle mientras los tres huíamos hacia el coche. Luego, cuando su automóvil fue acercándose al nuestro, Grout se ofreció a detenerle para que lográramos huir y ahora…».

Dejó de hablar y tembló ligeramente. El abrigo que le había dado había resbalado de sus hombros. No sé si porque se hallaba tan cerca de mí, pero el caso es que yo también me estremecí y el cigarrillo que mis dedos buscaron nerviosamente en el interior de mi bolsillo salió al fin a la luz aplastado y retorcido.

—Eso es todo lo que puedo decirle del asunto que le interesa —dijo suavemente apartando la vista de mi rostro—. Quería que lo supiera. Usted es un hombre duro, pero no sé por qué yo…

Me aclaré la garganta y la mano con que sostenía el cigarrillo súbitamente dejó de temblarme.

—No me venga con comedias —le dije—. Hasta ahora lo ha hecho muy bien. No irá a actuar ahora como una aficionada, ¿no?

Lanzó una carcajada amarga y descarada en la que adiviné un dejo de cansancio. Acercó su rostro aún más al mío y me dirigió una mirada de sus ojos grises, suaves y plácidos.

—Escúcheme bien, detective gordo cuyo nombre ignoro —me dijo con una ronquera y un tono burlón igualmente fatigados—. Se cree que estoy actuando, ¿verdad? Cree que estoy haciendo la comedia para que me deje en libertad. Quizá sea cierto. Desde luego la tomaría si me la ofreciera. He gustado a los hombres y he jugado con ellos. Las mujeres somos así. Los he manejado a todos a mi antojo, y al hacerlo he aprendido a despreciarles. Y de pronto aparece un detective que no sé ni cómo se llama y me trata como si no valiera nada. ¿Es raro que sienta algo por él? Las mujeres somos así. ¿Soy tan fea que un hombre puede mirarme sin sentir siquiera interés por mí? ¿Soy tan fea?

Negué con la cabeza.

—Es muy guapa —dije luchando porque el tono de mi voz correspondiera a la intrascendencia de aquellas palabras.

—¡Bestia! —escupió. Después su sonrisa se dulcificó de nuevo—. Y, sin embargo, es por esa actitud suya por lo que estoy confesándome aquí con usted. Si me tomara en sus brazos, si me apretara contra su pecho y me dijera que no iba a llevarme a la cárcel, confieso que me alegraría. Por un momento me tendría en sus brazos, pero lo cierto es que entonces sería sólo uno más en la serie de hombres que me han amado y a quienes he utilizado. Porque usted no hace eso, porque usted es distinto, porque es un bloque de granito, es por lo que le deseo. ¿Le diría todo esto, detective gordo, si se tratara de un juego?

Solté un gruñido que no comprometía a nada y con un esfuerzo evité sacar la lengua para humedecerme los labios resecos.

—Iré a la cárcel con gusto esta noche si de veras es usted el hombre duro capaz de hacer oídos sordos a mis palabras de amor, pero antes, ¿puedo tener la seguridad absoluta de que me considera algo más que «muy guapa»? ¿Un indicio al menos de que si no fuera su prisionera su pulso se aceleraría cuando le tocara? Voy a la cárcel por mucho tiempo, quizá a la horca. ¿Podré llevarme conmigo mi vanidad no del todo maltrecha para que me haga compañía? ¿No hará nada por ahorrarme el dolor de haber confesado mis pensamientos más íntimos a un hombre que simplemente me oía con aburrimiento?

Tenía los párpados entornados sobre los ojos de plata y la cabeza tan inclinada hacia atrás que en su garganta se adivinaba el latido de la sangre. Al acabar de pronunciar la última palabra, sus labios habían quedado entreabiertos e inmóviles. Mis manos se clavaron en la carne blanca y suave de sus hombros. Echó hacia atrás aún más la cabeza, cerró los ojos y deslizó una mano hacia mi hombro.

—¡Eres de una hermosura infernal! —le grité a la cara, perdido el control, mientras la lanzaba contra la portezuela del coche.

Me parecieron horas los segundos que tardé en activar el estárter, accionar la palanca de las velocidades y arrancar en dirección a la cárcel de San Mateo. La muchacha se había enderezado en el asiento envuelta en el abrigo que le había dado. Me hundí en el viento que me azotaba la cara y los cabellos, y la ausencia de parabrisas me trajo de nuevo a la memoria al Gordo.

Grout el Gordo. El hombre famoso por su cobardía de Seattle a San Diego irguiéndose con una simple pistola en cada mano en el camino de un monstruo de metal que le embestía. Ella era la culpable, la mujer que llevaba sentada a mi lado. ¡Eso le había hecho a Grout el Gordo, que ni siquiera era un ser humano! Un reptil viscoso, cuyo ideal más elevado consistía en conseguir un puñado de droga, se había entregado voluntariamente a la muerte para que ella escapara. ¡Ella, esa mujer cuyos hombros había apretado, cuyos labios habían estado tan próximos a los míos!

Aceleré aún más manteniendo a duras penas el control del automóvil.

Atravesamos una ciudad: peatones que se apartaban de un salto a nuestro paso, rostros que nos miraban con asombro, farolas cuyas luces centelleaban al reflejarse en las lágrimas que el viento arrancaba a mis ojos… Pasé de largo sin darme cuenta la carretera que buscaba. Deshice el camino hasta volver a ella y salimos de nuevo a campo abierto.

Al pie de una colina pisé con fuerza el pedal del freno. El automóvil se detuvo abruptamente.

Acerqué violentamente mi rostro al de la muchacha.

—¡Además, miente! —sabía que estaba gritando de un modo absurdo, pero me era imposible bajar la voz—. Pangburn no falsificó la firma de Axford. Nunca supo nada del asunto. Usted se lió con él porque se enteró de que su cuñado era millonario. Le sonsacó todo lo que pudo acerca de la cuenta que Axford tenía en el Golden Gate, robó la libreta de depósito de Pangburn —por eso no la hallé en su cuarto cuando lo registré— y depositó el cheque falsificado en su cuenta sabiendo que nadie se atrevería a cuestionarlo. Al día siguiente hizo que Pangburn la acompañara al banco diciéndole que tenía que hacer un ingreso. Le llevó con usted porque sabía que así nadie dudaría de la autenticidad de su firma. Sabía que era un caballero, y como tal haría todo lo posible por no ver lo que ingresaba.

»Después planeó lo del viaje a Baltimore. Él me dijo la verdad, es decir, lo que él creía la verdad. El domingo por la noche se encontró con él, no sé si por casualidad o intencionadamente, y se lo llevó a La Cabaña Blanca. Allí encajó una historia cualquiera que él se tragó y le persuadió de que se quedara con usted unos cuantos días. No le debió de resultar difícil convencerle, puesto que él ignoraba todo lo referente a los dos cheques falsos. Usted y Kilcourse, su compinche, sabían que si Pangburn moría, nadie se enteraría jamás de que no fue él quien falsificó la firma de Axford ni nadie sospecharía que el segundo cheque pudiera ser también falso. Pensaban matarle con más cautela, pero cuando el Gordo les avisó de que yo me hallaba en camino, tuvieron que darse prisa. Por eso le pegaron un tiro. ¡Esa es la verdad!» —grité.

Mientras decía esto, la muchacha me miraba con sus grandes ojos grises, tranquilos y tiernos. Cuando acabé, sus ojos se nublaron y entre sus cejas se dibujó un surco de dolor.

Volví la cabeza y puse el coche en marcha.

Momentos antes de llegar a Redwood City, posó una mano sobre mi brazo, la dejó allí un segundo, me dio dos palmaditas y la retiró.

No la miré mientras la fichaban, ni creo que ella me mirara a mí. Dio el nombre de Jeanne Delano y se negó a hacer declaración alguna hasta que viera a su abogado. La operación llevó unos pocos minutos.

Cuando se la llevaban, se detuvo y preguntó si podía hablar conmigo en privado.

Juntos nos retiramos a un rincón de la habitación.

Acercó su boca a mi oído de modo que, como minutos antes en el automóvil, sentí el calor de su aliento sobre la mejilla, y me susurró el epíteto más vil de que es capaz la lengua inglesa.

Después salió hacia su celda.