Edward me saluda fuera, junto a la puerta de un elegante coche burdeos y plateado que parece salido de una serie británica de época.
—¿Coche nuevo?
—No, señora —dice Edward—. El señor Stark lo restauró hace unos tres años.
—¿De verdad?
Echo un vistazo al coche, preguntándome de dónde diablos podía haber sacado tiempo para hacerlo. Intento imaginármelo debajo del chasis, con las manos sucias y una mancha de grasa en la nariz. Sorprendentemente, me resulta más fácil de lo que pensaba. Como había podido comprobar una y otra vez, Damien puede hacer casi cualquier cosa. Y también parece que es bastante bueno haciéndolo.
En cuanto a lo bien que ha quedado, el coche definitivamente cumple los requisitos. Es todo curvas y líneas fluidas, el paradigma de la clase y la elegancia automotriz. Resulta casi ofensivo que Edward solo lleve puesto un traje en vez de una librea y, desde luego, no me sorprendería nada que su voz adoptara cierto acento británico.
Obviamente, es justo como me lo imaginaba.
—Por lo general reservamos el Bentley para ocasiones formales, pero el señor Stark pensó que quizá le gustaría llegar a su nuevo trabajo con estilo.
Mientras habla, el helicóptero alza el vuelo detrás de la casa, lo bastante lejos como para que a duras penas nos alcance una suave brisa o para que pueda ver a Damien. Pero levanto la mano y hago un gesto silencioso de agradecimiento.
—Antes de ir a trabajar, tengo que pasar por casa, pero en cuanto al resto, el señor Stark tiene toda la razón —digo mientras me meto en el coche—. Desde luego voy a disfrutar del paseo.
—Me temo que el señor Stark fue muy claro en cuanto a dejarla sana y salva en su oficina.
—¿Ah, sí?
Considero la posibilidad de coger el móvil y llamar a Damien para decirle un par de cosas, pero no creo que eso cambiara nada. Repaso mentalmente mis opciones y asiento con la cabeza.
—Bien —respondo intentando dejar de lado mi enfado—. Pero primero tengo que pasar por casa.
—Por supuesto, señorita Fairchild.
Edward cierra la puerta, y yo me acomodo en un nido de cuero y madera, deleitándome en el aroma del lujo.
Me doy cuenta de que las ventanas no son eléctricas y que se tienen que abrir de la manera tradicional, utilizando las manivelas de madera de caoba, pulidas para luzcan lustrosas. Los asientos de cuero blanco son tan suaves como la mantequilla y hay una bandeja en el respaldo del asiento que hay enfrente de mí. Desafío las convenciones y la libero de su posición vertical y bloqueada. Una vez bajada, forma una superficie de escritura perfectamente posicionada. De repente, mataría por una pluma y un pergamino.
—¿De qué año es el coche? —pregunto a Edward mientras pone rumbo a la entrada.
—Es un S2 Saloon de 1960 —dice—. Solo se fabricaron 388 y me temo que quedan pocos en circulación. Cuando el señor Stark encontró este en un desguace, se decidió a devolverle su antigua gloria.
No estoy muy segura de lo que debía de estar haciendo Damien en un desguace, pero no me cuesta nada imaginarme su determinación. Si él se propone algo, lo consigue, ya sea un coche clásico, un hotel en Santa Bárbara o yo.
Recorro con el dedo la superficie barnizada del escritorio y el movimiento me recuerda mi extravagancia anterior.
—No tendría por ahí papel y pluma, ¿no?
—Por supuesto que sí —dice Edward.
Se inclina, saca algo de la guantera y me pasa una carpeta. La abro y me encuentro una estilográfica y un papel de carta de lino grueso con el monograma DJS, las siglas de Damien.
Dudo. No esperaba que Edward tuviera lo que le había pedido, y ahora que me enfrento a la posibilidad de plasmar mis pensamientos en papel, me quedo sin palabras.
Pero esta es una oportunidad demasiado bonita para dejarla pasar, así que tomo aire, coloco la punta de la pluma en el papel y empiezo a escribir.
Mi muy estimado señor Stark:
Antes de que nos conociéramos, nunca le había dado ni la más mínima importancia a la naturaleza sensual de un automóvil. Pero ahora, una vez más, me veo rodeada de suave cuero, acomodada en el cálido abrazo de este elegante y potente vehículo. Es algo embriagador y yo…
Sigo escribiendo, vertiendo en el papel frases provocativas a través del flujo íntimo de tinta. Cuando veo mi escritura precisa rellenar la página, lamento la revolución tecnológica. Qué maravilla recibir una carta de una amante. Abrirla y ver su corazón sobre el papel, su letra vigorosa y fuerte. Hay una inmediatez innegable en los mensajes de texto y los correos electrónicos, pero la intimidad de una carta es inimitable.
Para cuando Edward se detiene delante del apartamento que comparto con Jamie en Studio City, yo ya he acabado mi nota. La doblo con cuidado, la introduzco en un sobre a juego que encuentro en un bolsillo de la carpeta, lo sello y escribo el remite en la esquina superior izquierda. En esos momentos, me doy cuenta de que desconozco el nombre de la calle de la casa de Damien en Malibú. Raro, teniendo en cuenta todo el tiempo que he pasado allí. Pero no importa. La carta llegará sin problemas a su bloque de oficinas, que también alberga su apartamento en la ciudad. Escribo su nombre y dirección en el centro del sobre:
Damien Stark, director general
Stark International
Stark Tower, ático
S. Grand Avenue
Los Ángeles, CA 90071
No puedo recordar el número de la torre, pero, dadas las circunstancias, creo que el cartero podrá apañárselas. Encuentro un sello en mi bolso y lo pego al sobre. Entonces, salgo del coche y sonrío a Edward.
—Necesito darme una ducha, cambiarme y coger un par de cosas. Volveré en un rato.
—No hay problema —responde mientras me dirijo a las escaleras y él vuelve al coche.
No me siento culpable por tener mis propios planes. Edward seguramente tiene un audiolibro y no es como si tuviéramos que volver a Malibú para recoger a Damien. Para cuando se dé cuenta de que me he ido por las escaleras de atrás y cogido mi coche, imagino que habrá dispuesto de algo de tiempo de calidad para disfrutar de la lectura que tenga entre manos en esos momentos.
Deslizo la carta por la rendija del correo saliente antes de correr escaleras arriba, calculando el tiempo que tengo para ducharme, cambiarme y salir hacia la oficina. El tráfico estaba peor de lo que había supuesto Edward, ya que había habido un accidente en la 405, y voy a tener que darme más prisa de lo esperado. Sé que podía haberme limitado a ponerme uno de los cientos de trajes que Damien me ha comprado, pero este nuevo trabajo es mi territorio. Y tonta o no, quiero ponerme mi propia ropa y conducir mi propio coche.
También espero encontrarme la puerta abierta porque Jamie siempre olvida cerrarla, así que me sorprende bastante cuando descubro que tanto la llave como el pestillo están echados.
Rebusco en mi bolso para sacar las llaves y frunzo el ceño al entrar en el oscuro apartamento. Seguramente está dormida, y espero que sola. Aunque Jamie trae hombres a casa con la misma facilidad que gatos perdidos, suele echarlos una vez le han proporcionado su dosis de traqueteo de muelles. Es peligroso y me preocupa, porque se ha convertido en una especie de juego para ella. Y en su caso, a diferencia de lo que ocurre en mis relaciones con Damien, no creo que haya ningún tipo de palabra de seguridad para Jamie.
Su puerta está cerrada y considero la posibilidad de pasar de largo, pero este es mi primer día de trabajo y quiero ver a mi mejor amiga.
Llamo suavemente a la puerta y me acerco para intentar escuchar. Espero un gruñido seguido de una carrera hasta la puerta y un abrazo de primer día de trabajo. Pero solo hay silencio.
—¿James? —la llamo más fuerte, pero sigue sin haber respuesta.
Pongo la mano en el pomo y lo giro procurando a la vez mirar y no mirar, por si acaso esta vez ha permitido que el chico se quedara toda la noche.
Pero la habitación está oscura y vacía. Me digo que no tengo de qué preocuparme. Jamie probablemente tenía que ir a alguna parte esta mañana. O quizá se ha quedado durmiendo en algún otro sitio después de una noche de fiesta. Lo malo es que no me convence ninguna de estas dos explicaciones. Jamie no es de las que se levantan temprano y rara vez se queda a pasar la noche por ahí. No es su estilo quedarse dormida en un sofá, le gusta demasiado el confort de su casa.
Espero estar exagerando, pero saco el teléfono y le escribo un mensaje.
¿Dónde estás? ¿Tengo q mandar un equipo d rescate?
Me quedo ahí, esperando, mirando a la pantalla, pero mi móvil permanece en silencio.
Mierda.
Llamo, pero me salta el buzón de voz.
Ahora tengo un nudo en el estómago. No puedo llamar a la policía. Aunque no veo mucho la televisión, sí lo suficiente como para saber que no hacen nada hasta que no hayan pasado veinticuatro horas. Estoy a punto de marcar el número de Damien, pero mis dedos dudan. Quizá no haya nada que él pueda hacer, pero si me nota preocupada, estoy segura de que interrumpirá su reunión y vendrá por mucho que yo proteste. Es posible que, en mi cabeza, esté firmemente subido en un blanco corcel, pero yo no soy una damisela en apuros ni quiero serlo.
Bien. Vale. No hay problema. Probablemente Jamie esté en la ducha, que es donde yo también debería estar. Me ducharé y me cambiaré, y si para entonces todavía no me ha devuelto la llamada, volveré a mandarle un mensaje y a llamarla. Si continúa sin responder, avisaré a Ollie. No sé qué podría hacer, pero, como mi otro mejor amigo, puedo contar con él en caso de crisis. Además, tratándose de Ollie las probabilidades de interrumpir una cumbre de mil millones de dólares se ven drásticamente reducidas.
Y lo que es más importante, por mucho que me cueste reconocerlo, existe la posibilidad de que estén juntos. Ya se acostaron una vez que yo sepa. Y aunque Jamie jura que fue un hecho aislado y Ollie me haya asegurado que, excepto esa vez, siempre ha sido fiel a su prometida, no estoy muy segura de poder creerlos.
Esa posibilidad me preocupa porque se trata de mis dos mejores amigos, y no me gusta cómo nos ha afectado a los tres su encuentro amoroso.
Me siento frustrada mientras entro en mi habitación y tiro el móvil en la cama, sin percatarme de la presencia de Lady Miau-Miau, que pasa totalmente desapercibida sobre mi blanco edredón. Levanta la cabeza en señal de protesta soñolienta y me mira hasta que me disculpo, y entonces se vuelve a dormir.
Por lo que parece, nuestra gata no comparte mi preocupación por el paradero de Jamie.
En parte porque ya llego tarde y en parte porque no quiero estar lejos del teléfono demasiado tiempo, me doy una ducha rápida. Me seco el pelo con la toalla y me pongo algo de gel para recolocar algunos rizos. He descubierto que es mucho más fácil cuidar de una melena a la altura de los hombros que de una que llega hasta la mitad de la espalda. No es que quiera repetir mi colapso emocional, pero, llegados a este punto, creo que me ha quedado bastante bien.
Me envuelvo en una toalla y abro la puerta de nuestro pequeño baño. Al hacerlo, una nube de vapor sale a mi paso y yo la sigo. Entonces salto como medio metro cuando oigo el agudo ruido de la cerámica rompiéndose en el suelo de la cocina.
Por un momento, me aterra la idea de que se trate de intrusos, el hombre del saco o Dios sabe quién. Pero lo que tendría que haber sido un grito se convierte en una carcajada cuando oigo la voz de Jamie al otro lado del apartamento.
—¡Oh, joder, Nikki! ¡Me acabo de cargar tu taza favorita!
—Estoy aquí —digo bajando deprisa las dos escaleras, dejando atrás nuestro pequeño comedor y encontrándome por fin de frente con Jamie en la cocina.
Me mira extrañada, seguramente porque todavía me estoy riendo. Aún tiene en la mano el asa de mi taza de los Dallas Cowboys. El resto de la cerámica azul rota está desperdigada por todo el suelo, a sus pies.
—Lo siento.
—No pasa nada.
Sigo riendo, aunque no sé por qué. Aliviada, supongo.
—De todas formas, era una taza ridícula —aclara, como si estuviera intentando consolarme por la pérdida—. Ni siquiera te gusta el fútbol.
—Era grande —contesto—. Podía llenarla con chocolate y nubes de azúcar sin que se desbordara al meter la cucharilla.
—Sí, pero ¿cuál es la gracia de beber chocolate caliente con nubes si luego te vas a poner exquisita?
No puedo rebatir eso, así que no lo hago. Entonces me pongo un par de chanclas que hay junto a las escaleras y entro en la cocina con cuidado para coger la pequeña escoba y el recogedor que puse debajo del fregadero cuando me mudé.
—Gracias —dice, aunque pone los ojos en blanco cuando le doy el cepillo—. Vale. De acuerdo —añade con un suspiro.
Cuando se agacha, mucho mejor vestida para el trabajo en vaqueros de lo que yo lo estoy envuelta en mi toalla, le pregunto dónde ha estado.
—Estaba preocupada —admito—. ¿Has dormido fuera?
—Mierda, no.
Recoge los últimos trozos de la taza con el recogedor e inclina la cabeza con una sonrisa en la cara como la del gato que se ha comido el canario.
—Quizá haya estado fuera toda la noche, pero no he dormido —continúa, aunque su fantástica sonrisa desaparece y me mira fijamente—. ¿Y tú? Porque me parece a mí que tu cama no tiene mucha acción desde hace algún tiempo. Dentro de nada vas a tener que pagarle un tratamiento psicológico. La soledad lleva a la depresión, ya sabes.
—Tienes toda la razón —digo con indiferencia—. Y, de hecho, no, yo tampoco estaba aquí.
—¡Ajá!
Levanto los brazos en señal de rendición.
—No quiero decir nada —puntualizo—. Pero si tuviera que decir algo, sería que, cuando yo duermo fuera, siempre lo hago con la misma persona. Tú tienes tantos hombres en tu vida que deberías crear una página de Facebook solamente para hacer el seguimiento.
—Pues no sería una mala idea, la verdad. Salvo porque esta vez creo que este tío es algo especial.
La miro boquiabierta.
—¿En serio?
—Totalmente. No es un maldito Damien-rey-del-mundo-Stark, pero no saldría corriendo si repitiéramos. E, incluso, si hubiera una tercera vez, llegado el caso.
Esto es lo más cerca que he visto a Jamie hablar de una relación. Decir que estoy alucinando es quedarme corta.
—No puedes soltarme una bomba así, justo cuando llego tarde al trabajo. Así que, venga, sigamos hablando mientras me visto.
Me sigue hasta el dormitorio y se sienta en mi escritorio, frente a mi portátil. Está abierto y el salvapantallas es una presentación de una serie de fotografías de Damien que hice en Santa Bárbara. Damien, con tanta luz y buen humor en la mirada que no puedo ver esas fotos sin sonreír. Entre el salvapantallas y el exquisito y original Monet que Damien me regaló y que ahora está colgado entre mi escritorio y mi vestidor, no puedo entrar en esta habitación sin sentirme amada. Es un sentimiento agradable al que no estoy acostumbrada. En la universidad, mi apartamento solo era un sitio en el que vivir. En casa de mi madre, mi habitación era un lugar del que quería escapar. Pero aquí, está Jamie y mi libertad recién descubierta. Hay emoción. Hay potencial.
Sobre todo, está Damien.
Esta habitación es una prueba evidente de que he pasado página y de que estoy en el camino que yo misma he elegido.
En mi escritorio, Jamie teclea sin parar.
—Raine —dice por fin.
Yo estoy junto al armario, intentando decidir si me pongo una falda azul o una gris, así que tardo unos segundos en darme cuenta de a qué se refiere.
—Bryan Raine —repite cuando me giro para mirarla, como si eso me lo explicara todo.
Dado que mi cara sigue dejando claro que no tengo ni idea de qué me está hablando, agita la cabeza en un falso gesto de exasperación y señala la pantalla del portátil.
—Mi chico se llama Bryan Raine.
A pesar de mis prisas, tengo suficiente curiosidad como para renunciar al análisis de mi armario y ver qué está haciendo. Cuando llego al escritorio, veo que ha recopilado una serie de imágenes. Todas son del mismo hombre. Guapo, casi todas sin camisa, con muy buena pinta y con el tipo de ojos, estructura facial y ese pelo rubio descuidado que la cámara adora. De hecho, la mayoría de las imágenes son de anuncios. Coches, colonia para hombre, vaqueros… Tengo que confesar que, sin duda, ese hombre es capaz de vender un par de pantalones.
—Es este —dice Jamie, llena de orgullo.
—¿Este es el tío con el que saliste anoche?
—Si —contesta con una sonrisa pícara—. Aunque lo que es salir, no salimos mucho. Está bueno, ¿eh?
—Está muy bien —digo volviendo al vestidor para buscar unas bragas y un sujetador.
Por un momento, dudo. En mi juego con Damien, tenía que acatar sus normas y, durante las dos últimas semanas, no había llevado ni bragas ni sujetador. Al principio, me resultó raro, pero innegablemente sexy, sobre todo cuando estaba con él, sabiendo que, en cualquier momento, podía deslizar una mano bajo mi falda. Que podía tocarme, provocarme e, incluso, meterme el dedo.
Hay algo terriblemente erótico en estar desnudo bajo la ropa e, incluso cuando Damien no estaba cerca, mi cuerpo estaba en tensión y era consciente de cada hilo del tejido que cubría mi trasero y de cada soplo de brisa que acariciaba mi sexo. Llevo toda mi vida intentando escapar de mi madre, pero todavía se cuela por las rendijas. Y en su mundo, la emoción de la libertad sexual no anula la necesidad de llevar bragas en el trabajo.
Me pongo la ropa interior, suspiro y vuelvo al armario para seguir debatiendo qué ponerme.
Miro a Jamie para saber si ella tiene alguna opinión, pero todavía sigue absorta en la pantalla.
—No babees encima de mi ordenador —la reprendo—. ¿Y cómo le has conocido?
—Es mi coprotagonista —explica refiriéndose al anuncio que está a punto de empezar a rodar—. Ante todo es modelo, pero también ha hecho algunas apariciones en televisión e, incluso, ha sido uno de los tipos malos de la última de James Bond.
—¿De verdad?
Yo he visto esa película y no lo recuerdo.
—Bueno, estaba por allí con una pistola y aparecía muy sexy —corrige—. Pero era uno de los chicos malos.
—Pero todavía no habéis empezado a rodar, ¿no? —le pregunto porque todavía sigo confusa—. Entonces ¿por qué sales con él? ¿Cuál me pongo? —añado enseñándole las dos faldas entre las que dudo.
—La azul. Y me ha llamado. Dijo que, dado que básicamente el anuncio es una historia de amor en treinta segundos, deberíamos salir y ver si teníamos química.
—¿Y a que la química es buena?
—Increíble —confirma Jamie.
Aunque todavía no soy demasiado entusiasta, dada la facilidad que tiene Jamie para saltar de cama en cama, tengo que reconocer que, esta mañana, mi compañera de piso está radiante. Animada, realmente bien, e imagino que el nuevo trabajo y el nuevo novio tienen mucho que ver en ello. Siento un ansia protectora mezclada con alivio y una pizca de preocupación. Jamie nunca me lo había confesado, pero estoy bastante segura de que antes de que me mudara a vivir con ella, escogía sus compañeros no tanto en función de la atracción como por la necesidad de pagar la hipoteca. Si llega a consolidarse una relación auténtica entre Jamie y Bryan Raine, nadie se alegrará más que yo. Pero si, al final, le rompe el corazón, tengo la sensación de que mi fuerte y autosuficiente compañera de piso se quedará hecha pedazos.
La miro y veo que está frunciendo el ceño. Trago saliva, me preocupa que mis temores se hayan visto reflejados en mi rostro.
—¿Qué pasa?
—¿De verdad piensas ponerte una falda? Creía que los techies erais más de vaqueros y camisetas con ecuaciones matemáticas.
Refunfuño un poco porque resulta que tengo varias camisetas con chistes matemáticos realmente buenos.
—Es mi primer día de trabajo y no voy a encargarme de la parte tecnológica, ¿recuerdas? Estoy en el equipo directivo. Quiero parecer profesional.
Me he subido la cremallera de la falda y me dispongo a ponerme mi par favorito de zapatillas, un top de seda blanco y una chaqueta muy mona que encontré en una de esas tiendas de ropa de segunda mano a las que me llevó Jamie durante nuestras compras compulsivas de recién llegada a Los Ángeles. Es de corte clásico con un sutil estampado en gris y azul. La dependienta nos contó que la había llevado uno de los personajes de una serie de televisión que yo ni siquiera había visto, pero que Jamie me dijo que era muy divertida.
—Quiero que me cuentes más cosas de ese tío —le digo y vuelvo al baño para maquillarme a toda prisa—. Pero tengo que seguir vistiéndome.
Me sigue y se apoya en la puerta mientras me pinto la raya de los ojos y me pongo algo de rímel en las pestañas. Cuando por fin termino, hago un pequeño giro en la pequeña zona que queda entre la bañera y el lavabo.
—¿Estoy bien?
—¿Y cuándo no lo estás? —contesta—. Y si alguien pregunta, Lauren Graham llevó esa chaqueta en Las chicas Gilmore. Confía en mí, es estupenda.
Asiento con la cabeza creyendo en su palabra.
—¿Quieres que nos veamos después del trabajo? Te hablaré de Raine y tú también puedes contarme qué has estado haciendo durante todas estas noches que has pasado fuera de casa. Quiero saberlo todo.
—Suena bien —digo sin molestarme en aclarar que, en lo que respecta a Damien, no pienso contarle «todo»—. ¿En el Du-par?
—¿Estás de broma? Quiero una copa. Nos vemos en el Firefly —propone refiriéndose al bar de Ventura Boulevard al que fuimos la primera noche.
—Te mando un mensaje en cuanto salga del trabajo —digo y la abrazo—. Me alegro de que hayas conocido a alguien. Estoy deseando que me lo cuentes.
—Y yo ver más —contesta con una sonrisa malévola—. Créeme, podría pasarme todo el día mirando a ese hombre.
Dejo a Jamie suspirando y, probablemente, rememorando la gimnasia sexual de la noche anterior. Corro escaleras abajo hasta la zona de aparcamiento y, cuando salgo, veo el Bentley por el espejo retrovisor. No le quito ojo de encima hasta que giro, pero no se mueve del sitio y, cuando me incorporo a Ventura Boulevard, no puedo evitar sonreír. Al fin y al cabo, no todos los días puedo burlar a Damien Stark.
A pesar de que mi viejo Honda no tiene tanto estilo y de que últimamente no le funcionan bien las luces de freno, consigo ir de Studio City a las oficinas de Innovative Resources, en Burbank, en menos de quince minutos sin que se me cale. Para mí esto es un comienzo estelar. Aparco junto a un Mini Cooper rojo al que miro con envidia, cierro mi coche y pongo rumbo al feo edificio de estuco de cuatro plantas en el que se encuentran las oficinas de Innovative junto a otros subarrendados.
Mi teléfono suena, me paro en mitad del aparcamiento para sacarlo del bolso y sonrío al ver que se trata de un mensaje de Damien.
Pienso en ti. Pórtate bien en tu primer día. Juega con los otros niños, pero no compartas tus golosinas.
Me río y tecleo una respuesta.
Yo solo comparto mis golosinas contigo.
Su respuesta me hace sonreír.
Me alegra saberlo.
Respondo deprisa.
Estoy entrando en el edificio ahora mismo. Deséame suerte.
Su respuesta es igual de rápida.
Suerte, aunque no la necesitas. La reunión se reanuda en breve. Tengo que irme. Nos vemos esta noche. Hasta entonces, imagíname tocándote.
Respondo.
Siempre lo hago.
Suspiro feliz mientras vuelvo a meter el móvil en el bolso, no sin antes mirar la hora. Solo son las diez menos cuarto, lo que significa que he llegado un cuarto de hora antes.
Mi móvil vuelve a sonar, así que lo saco otra vez. Es Damien.
—Me lo estoy imaginando —respondo con tono de voz seductor.
—Pero ¿qué diablos crees que estás haciendo?
No suena nada seductor. De hecho, parece bastante cabreado. Hago una mueca. Me temo que ya ha hablado con Edward.
—Ir a trabajar.
—Yo debería estar en una reunión en estos momentos.
—¿Y por qué no lo estás?
—Joder, Nikki…
—No —le espeto—. Soy la única que puede decir eso. Maldita sea, Damien, soy perfectamente capaz de conducir yo misma. Y si quieres ofrecerme los servicios de Edward, primero pregúntame. Es fácil. Tan solo tienes que decirme: «Nikki, cariño, luz de mi vida, ¿puede llevarte mi chófer al trabajo?».
Se hace el silencio y espero que se esté riendo.
—¿Y me dirías que sí?
—No —admito—. Pero eso es lo que deberías haber hecho. Es mi trabajo, Damien. Quiero venir en mi coche. Vendré en mi coche.
—No quiero que aparezcan los paparazzi y estés sola.
«Oh». Me siento algo mejor. No estoy de acuerdo con lo que ha hecho, pero, al menos, sé que hay una razón.
—No hay nadie aquí —aclaro.
—Pero podría haberlo.
—Y lo habría sobrellevado —respondo probablemente con demasiada aspereza—. No puedes estar conmigo cada segundo del día, por mucho que me guste la idea. Voy a tener que encontrármelos estando sola. Es algo que va a pasar y los dos tendremos que vivir con ello.
Le oigo espirar.
—Pues no me gusta.
—A mí tampoco.
—Maldita sea, Nikki.
No respondo. No sé qué decir.
Por fin, Damien habla.
—Me vuelvo a mi reunión —concluye, pero, en realidad, lo que quiere decir es: «Estoy preocupado por ti».
—Estoy bien —le aclaro—. Y ¿Damien?
—¿Sí?
—Gracias. Emoción correcta. Ejecución cutre.
Se echa a reír.
—Tenemos que ponernos de acuerdo en estar en desacuerdo al respecto —señala—. Esta no es una discusión que pueda tener desde Palm Springs.
Frunzo el ceño. Por lo visto sí es una discusión que puede tener en Los Ángeles. Genial.
Realmente tiene que volver a la reunión, así que pone fin a la llamada y yo me quedo refunfuñando al teléfono, convencida de que no solo voy a tener que lidiar con los paparazzi, sino también con Damien, que intenta hacerme de canguro las veinticuatro horas del día.
Intento no pensar en ello y me dirijo al edificio. Ya no tengo tiempo de tomarme un café, pero no pasa nada porque así no corro el riesgo de tirármelo sobre mi blusa blanca. Como me recuerda la voz de mi madre resonando en mi interior, «hay mejores formas de causar buena impresión que con manchas de café en la ropa».
La recepción está en la cuarta planta, así que pulso el botón del ascensor y espero a que llegue.
Por fin, la puerta se abre y me echo a un lado para que pueda salir la gente. Estoy a punto de entrar cuando oigo una voz gutural que me resulta familiar detrás de mí.
—Vaya, mírate, Texas. Vestida para ir a alguna parte.
Me giro y me encuentro con Evelyn Dodge, una mujer estridente como pocas y una de mis personas favoritas. Lleva unos pantalones negros vaporosos y unas sandalias doradas que parecen importadas de Marruecos. Los pantalones casi no se ven bajo una camisa con diferentes estampados bastante chillona que, por lo que sé, fue diseñada cosiendo juntas varias docenas de pañuelos Hermès. Parece una especie de cíngara de gustos caros.
—Sabía que hoy era tu primer día, pero no pensaba que tendría la suerte de toparme contigo.
Me doy cuenta de que todavía la estoy mirando con cara de sorpresa —y de que estoy bloqueando la puerta del ascensor—. Me aparto a un lado para que el pequeño grupo de personas que se había acumulado pueda entrar y me obligo a hablar a pesar de la sonrisa que cruza mi cara.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —pregunto.
Evelyn vive en Malibú, no demasiado lejos de la nueva casa de Damien y no es de las que bajan al valle, a no ser que se avecine el Apocalipsis.
—Lo mismo que tú, Texas.
Levanto una ceja como muestra de diversión.
—¿Te vas a meter en el sector tecnológico? ¿Vas a diseñar una aplicación para iPhone para presentar la obra de Blaine?
Se da un toquecito en la nariz y me señala.
—Pues no es mala idea, la verdad, y quizá me tengas que dar algunos consejos más tarde. Pero no. Estoy aquí para ver a Bruce.
—¿Por qué?
La pregunta sale de mi boca antes de que me dé cuenta de lo impertinente que suena.
Sin embargo, Evelyn no es de las que se ofenden.
—Necesito una de sus llaves —responde y, luego, suelta una carcajada ronca—. Pero no te preocupes. No es un encuentro amoroso. Blaine es más de lo que puedo soportar en ese apartado y ahora quiere retocar algunos de los cuadros para la exposición del sábado, pero, según parece, están en el almacén exterior de la galería.
Ahora sí que estoy confusa.
—¿Y Giselle no puede abrirte?
Giselle es la mujer de Bruce y la propietaria de algunas galerías del sur de California. En el cóctel del sábado no solo se va a exponer mi retrato, aunque solo unos pocos invitados sabrán que yo he sido la modelo, sino también otras obras de Blaine.
—Por supuesto, si no fuera porque se ha ido a Palm Springs, pero me ha llamado yendo de camino. Por lo visto ha ido a recoger unas cuantas piezas de su galería de allí y su ayudante no tiene ninguna copia de la llave. Por qué diablos Giselle le dio la llave a Bruce en vez de a su ayudante es algo que ignoro. A veces, esa mujer me desconcierta.
—Damien también está en Palm Springs. Se fue allí esta mañana.
—Una pena que Giselle no lo supiera. Podía haberle devuelto los cuadros y me habría ahorrado un viaje —se lamenta moviendo la cabeza—. Francamente, habría preferido ir a Palm Springs antes que a Burbank y estoy segura de que lo sabe, pero creo que ella y Brucey han vuelto a discutir.
—¿Por qué se pelean?
—Con esos dos, ¡quién sabe!
Evita la conversación como si se tratara de una historia que viene de lejos, y aunque a mí el tema «Giselle» me resulta desagradable, siento un interés innegable. Cuando conocí a Damien en la fiesta de Evelyn, había sentido celos de ella durante unos cinco minutos, el tiempo que me pareció que era la mujer que iba del brazo de Damien. Sin embargo, cuando supe que estaba casada, aparté mis celos a esa oscura esquina a la que pertenecían. No diré que vuelva a estar celosa, pero mi esperanza de que Bruce y Giselle regresen a un estado de felicidad marital es, definitivamente, más un deseo egoísta que bienintencionado.
—¿Y cómo te va a ti? —continúa Evelyn—. Sigo esperando que tú y esa cámara tuya aceptéis mi oferta y vengas a mi casa a emborracharte e intercambiar cotilleos, pero supongo que ya no me necesitas ahora que tienes las vistas de Damien a tu disposición.
—Y son unas vistas impresionantes —admito—. Pero me encantaría hacerte una visita alguna vez.
—Cuando quieras. Tráete la cámara si te apetece —propone—. O ven solo por el alcohol y los cotilleos. En mi casa hay barra libre de ambas cosas. Y de consejos, si los necesitas. Pero, según me cuentan, te va bastante bien.
—Blaine te ha estado hablando de mí —digo sin poder evitar sonreír.
A primera vista, ese joven y delgado artista y esta mujer grande y estridente no parecen hacer buena pareja. Y aunque Evelyn diría que solo tiene a Blaine para que le mantenga la cama caliente, tengo la sensación de que hay mucho más entre ellos de lo que parece.
—Diablos, sí. ¿Para qué serviría enviar a ese chico ahí fuera, al mundo, si luego no regresara con algún chisme?
—¿Y?
—Eres aburridamente aburrida —me reprocha, burlona—. Según he oído, nadas en felicidad.
Me echo a reír.
—Viviré con ello.
—Bien. Me alegro de no ser la única que tiene sexo salvaje con regularidad.
Me sonrojo y tengo que presionar los labios para no soltar una carcajada.
—Pero es algo más, ¿verdad? Por lo que cuenta Blaine, parece que has conseguido domar a la fiera.
No respondo, pero me gusta tanto oír esas palabras que estoy segura de haberme ruborizado.
—¿Así que no hay nuevos dramas en el horizonte?
—No —apunto con cautela, porque no es el momento ni el lugar de contarle lo de las amenazas de Carl. Aunque, a juzgar por su tono de voz, no puedo evitar pensar que quizá ya lo sabe—. ¿Por qué? ¿Hay algo que debería saber?
Hace un gesto con la mano.
—No, nada.
Entrecierro los ojos. Evelyn pudo haber sido buena mintiendo en su época de agente, pero ha perdido práctica.
Me mira y suelta una carcajada.
—Joder, Texas. Lo digo en serio. No es nada de lo que te tengas que preocupar. Al menos no por ahora.
Durante nuestra conversación varios grupos de personas han subido y bajado del ascensor y, una vez más, la cabina se abre ante nosotras.
—Es hora de ir a trabajar, ¿no? —dice Evelyn.
—No te vas a escapar con tanta facilidad —replico mientras la sigo.
Tengo la intención de interrogarla, pero no me da tiempo en un trayecto tan corto y, cuando las puertas se abren, ya no hay privacidad. La recepcionista, una chica de mi edad que, según recuerdo, se llama Cindy, se pone en pie inmediatamente.
—Uau, es genial que estés aquí —me dice y, luego, se sonroja—. Es decir, vas a encajar aquí a la perfección. Podemos comer juntas, si quieres.
—Gracias —respondo mirando de reojo a Evelyn, a la que esto parece divertirle—. Creo que hoy como con Bruce.
—Oh, vale. El señor Tolley te está esperando. Dame un segundo y estoy contigo.
Se dirige a Evelyn antes de que tenga la oportunidad de decirle que se supone que primero tengo que ver a la responsable de Recursos Humanos.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Evelyn Dodge. He llamado a Bruce para recoger…
—Oh, por supuesto, señorita Dodge.
Sale de detrás del mostrador y le da a Evelyn un sobre que, presumiblemente, contiene una llave.
Evelyn lo mete en su enorme bolso y me señala con el dedo.
—Nos vemos mañana, Texas.
—Sí —contesto de forma ostensible. Evelyn es una de esas personas que conocen la identidad de la mujer del retrato de Blaine—. Seguramente mañana me verás mucho.
Evelyn suelta una carcajada y vuelve al ascensor. Yo sigo a Cindy por las salas grises hasta la oficina de Bruce, mientras las carcajadas de Evelyn todavía resuenan en mis oídos.