No encontramos tráfico en el viaje de vuelta a Malibú, así que Damien aprovecha para conducir a toda velocidad por la autopista y, luego, por las carreteras serpenteantes de los cañones de Malibú.
Consigue hacer el trayecto en menos de veinte minutos, lo que es, probablemente, tanto un récord como una prueba de que los tipos de Bugatti no habían mentido en cuanto a la rapidez de su coche.
A pesar de la brevedad del viaje, incluso a pesar de la adrenalina, me parecen los veinte minutos más largos de mi vida.
Ahora estamos en casa y Damien está retirando lenta y dolorosamente despacio la cuerda de debajo de mi ropa. La cinturilla de la falda está demasiado ajustada y ofrece cierta resistencia, lo suficiente como para que la cuerda se deslice entre los cachetes de mi trasero y por mi sexo, por lo que tengo que morderme el labio para no gritar ante la creciente sensación que provoca dentro de mí.
—Damien —murmuro. Es la única palabra que consigo pronunciar.
Estamos en el desértico vestíbulo de esta casa a medio terminar. La habitación es grande y está vacía, e incluso mi respiración parece producir eco. Detrás de nosotros, la puerta de entrada aún permanece abierta.
Pero a mí no me importa nada de eso. En este momento, de hecho, el duro suelo de mármol me parece bastante atrayente.
Busco la mirada de Damien y veo mi propio deseo reflejado en sus ojos. Esta noche han sido todo preliminares y eso está bien, pero ahora quiero más. Quiero que me follen.
Quiero a Damien.
—Quítate la ropa —me ordena en cuanto termina de sacar la cuerda, que todavía cuelga de mi cuello.
Asiento con la cabeza y cumplo sus instrucciones en silencio, quitándome en primer lugar la falda y después el jersey por la cabeza. Mientras lo hago, Damien se acerca a la puerta y la cierra de un golpe. Cuando vuelve, estoy intentando deshacer el nudo que rodea mi cuello.
—No —dice—. Déjatelo.
Me agacho y desabrocho las pequeñas hebillas que rodean mis tobillos. Suspiro al sentirme liberada de la presión de los zapatos. El mármol está frío bajo mis pies y, teniendo en cuenta cómo el deseo había calentado mi cuerpo, me sorprende que no suba vapor con solo tocarlo.
Ahora estoy desnuda, con la cuerda rodeando mi cuello, y él está totalmente vestido, con el traje todavía impecable. Ese detalle me excita aún más.
Soy consciente de todo lo que me rodea y me inunda. El calor de Damien, que está a tan solo unos centímetros de mí. El rápido latido de mi pulso en el cuello. La excitación en mi sexo, desesperado por sentir su tacto.
Nuestras miradas se encuentran y se me entrecorta la respiración. No me sorprende el deseo que veo en sus ojos, pero no me espero todo lo demás. La cruda emoción. El anhelo desesperado que ni siquiera se esfuerza en ocultar.
—Nikki —dice, y con un rápido movimiento coge la cuerda y tira de mí.
Me tambaleo y, entonces, me veo contra él, con mi piel caliente contra el frío algodón de su camisa. Sin embargo, no tengo tiempo de pensar en su tacto, porque su boca se funde con la mía en un beso que es más un asalto que una seducción. Reclama, exige. Solo puedo saborear a Damien, solo puedo sentir a Damien. Él es todo mi mundo y sé con absoluta seguridad que, en ese instante, su mundo también se reduce a nosotros dos.
—Quiero ir despacio —dice cuando deja de besarme—. Quiero hacer que gimas ante la expectativa y te retuerzas de pasión. Quiero que supliques.
Trago saliva. Yo también lo quiero.
—Pero, joder, Nikki, no puedo esperar.
—Entonces no esperes. —Mi voz ronca se abre paso a través del deseo.
—Oh, Dios mío, ¿qué me has hecho?
Las palabras parecen que le han sido arrancadas, y funde su boca con la mía incluso antes de acabar la frase. Al mismo tiempo, me levanta, con un brazo rodeando mi espalda y el otro bajo mis rodillas. Me acurruco contra él, deleitándome en el tacto de sus brazos envolviéndome, pero queriendo más. Mucho más.
Me lleva escaleras arriba y me deja de pie delante de la puerta cerrada del balcón. A duras penas si he recuperado el equilibrio cuando su boca atrapa la mía una vez más en un violento beso y nos tambaleamos hacia atrás. La cama está allí, obstaculizando el paso, evitando que nos caigamos al suelo en un frenesí avaricioso y exigente de labios y manos.
El colchón acaricia la parte trasera de mis muslos, pero antes de que pueda pensar siquiera en sentarme, Damien interrumpe el beso.
—No —dice y se gira—. Inclínate. Con las manos en la cama.
Cumplo sus órdenes, con la cuerda colgando de mi cuello como una correa ornamental. Contoneo el trasero con coquetería mientras me imagino en esa posición.
—Para alguien que dice que no puede esperar, te estás tomando tu tiempo.
—Quizá esté esperando una disculpa. No es muy considerado recordarle a un hombre que el paraíso se acaba en unas horas —se burla severamente—. Una jovencita con una educación tan refinada debería tener más tacto y no sacar un tema tan doloroso varias veces a lo largo de una velada. ¿Qué ha sido de la etiqueta y el decoro?
—Esa es una buena pregunta, señor Stark. Quizá no sea tan educada y refinada como usted creía.
—Quizá no —dice mientras sus dedos recorren mi espalda—. No me gusta que me recuerden que se acerca el fin. Ha sido muy descortés por su parte mencionarlo con semejante crudeza.
—Bastante descortés —reconozco—. Grosero, incluso. Definitivamente desconsiderado. Y decididamente no merecedor del sello de aprobación de Emily Post.
No responde. Estoy bastante segura de que su silencio esconde una risa.
Vuelvo a contonearme con coquetería.
—Quizá debería castigarme.
No tardo mucho en percatarme de que he utilizado las palabras equivocadas. Continúa sin decir nada, pero ahora ese silencio se vuelve oscuro y denso en vez de luminoso y pícaro.
—¿Debería? —dice por fin con voz grave y contenida—. ¿Crees que no he visto cómo te clavabas las uñas en los muslos cuando estábamos en el coche, camino del restaurante? Y eso que solo estábamos hablando de los paparazzi. Y todo empeoró cuando nos abordaron. No perdiste el control, Nikki, pero te costó.
Cierro los ojos e intento no recordar.
—Nikki, mírame —exige en tono autoritario y, aunque mi instinto es provocarlo, me lo pienso mejor.
Mantengo mi postura, pero giro la cabeza hacia la derecha. Da un paso a un lado para entrar en mi campo de visión y obligarme a mirarle a la cara. Hay fuego ahí, pero también preocupación. Debería habérmelo esperado. Otra cosa es cuando él lo inicia, sorprendiéndome con una punzada en mi trasero para sumar al dolor entre mis muslos.
Pero cuando soy yo la que pide que me haga daño, duda. Es su forma de protegerme, pero, en estos momentos, protección es lo último que quiero. Es la emoción sensual de la palma de su mano en mi trasero.
—Nikki —dice. Eso es. Solo mi nombre. Pero percibo su tono interrogativo.
Empiezo a responder, pero las palabras no me salen con la fluidez que esperaba, porque la verdad es que ahora sé que no he dejado las autolesiones tan atrás como yo pensaba. Esta noche no he parado de clavarme las uñas en la carne. Pero no hace ni una semana que lancé un cuchillo en la cocina, enfadada y asustada por mi imperativa necesidad de apretar la hoja contra mi piel, y desvanecer todos mis temores y dudas en el éxtasis incontenible del dolor. He ganado la batalla, pero no la guerra, y mi pelo ahora corto es una cicatriz en mi alma como las costras abultadas de mis muslos lo son en mi piel.
«¿Por eso lo deseo?» ¿Anhelo el azote de sus palmas porque necesito el dolor? ¿El placer que siento al entregarme completamente a Damien proviene del mismo lugar que ha fomentado mi compulsión a autolesionarme?
Este pensamiento se retuerce en mi interior, oscuro y desagradable, y me obligo a apartarlo de mi cabeza. No es verdad. Y si así fuera, estoy a salvo con Damien, sea cual sea el origen de mi deseo. Me ha demostrado tantas cosas, tantas veces.
De repente, ya no estoy inclinada sobre la cama. Me ha cogido de los brazos y tira de mí para ponerme en pie frente a él.
—Joder, Nikki —dice—. ¡Háblame!
Presiono sus mejillas con las palmas de la mano y atrapo su boca con la mía, dejando que el beso sea cada vez más profundo a medida que me aprieta contra su pecho. Noto que su cuerpo está relajado y el miedo que pudiera haber despertado en su interior con mi silencio ahora parece filtrarse por sus poros.
—Te necesito —digo cuando interrumpo el beso—. A ti. No necesito eso.
Sus ojos son decididos y parecen ver tan dentro de mí que sé que no puedo ocultarle ningún secreto. Inspiro profundamente y le abro mi corazón.
—No lo necesito —aseguro—, pero lo quiero.
Percibo un leve tic en el músculo de la mandíbula, como si estuviera intentando no perder el control.
—¿De verdad? —pregunta.
Asiento con la cabeza y trago saliva. Me arden las mejillas y eso me molesta. He tenido más intimidad con Damien que con ninguna otra persona en mi vida, ¿y todavía me sonrojo? Es una reacción ridícula de niñita, probablemente inculcada por mi madre, y ya solo eso en sí mismo me disgusta, lo que me da fuerzas.
—Lo quiero —repito—. Y no porque necesite el dolor, sino porque te necesito a ti.
Lo necesito más de lo que soy capaz de reconocer. Necesito sus manos sobre mi piel. Quiero ser su objeto de deseo. Quiero deleitarme en la idea de que no hay nada que Damien quiera más que complacerme y que no hay nada que yo quiera más que rendirme ante él.
Traga saliva, abrumado por mis palabras.
—Yo también te necesito, Nikki. ¡Dios, cómo te necesito!
Inspiro profundamente, recreándome en esas palabras más de lo que él jamás podrá saber.
—Entonces, tócame.
Y lo hace, «oh, cómo lo hace», y, aunque espero las caricias, la pasión y el asalto sensual inmediato, me desarma el fervor en su mirada y la firme línea de su boca. Para él, no hay nada más en el mundo que yo y puedo verlo en cada esquina de su cuerpo. Puedo saborearlo en su beso, intenso y prolongado.
—A la cama —dice cuando interrumpe el beso—. Inclínate, con las piernas abiertas.
Elevo las cejas en señal de pregunta.
—¡Qué mandón!
Me da una pequeña palmada en el trasero y yo jadeo, tanto por la sorpresa como por la excitación.
—¿Qué has dicho?
—Sí, señor —corrijo obedientemente intentando no sonreír.
Vuelvo a la cama y me inclino, colocando mis manos con firmeza sobre el colchón, con una excitación tan evidente que siento que se impregna como el perfume; no soy capaz de pensar. Solo quiero que Damien encienda mi pasión. Que Damien entre dentro de mí.
Sus manos rodean mi trasero, describiendo círculos lentos y sensuales. Siento una oleada de aire frío sobre mi piel cuando interrumpe el contacto, y grito de placer y dolor al sentir una palmada muy fuerte en mi culo y, luego, sus palmas apretando el punto de impacto para calmar el escozor.
Lentamente desliza su mano entre mis piernas.
—Oh, cariño —murmura mientras me recorre con sus dedos.
Estoy tremendamente húmeda y tiemblo al sentir su tacto tan cerca que tengo que resistirme a la tentación de retirar una mano de la cama y tocarme en la zona que Damien está evitando con tanto esmero.
«Y entonces…»
Pongo todo mi peso en mi mano izquierda e introduzco la mano derecha entre mis piernas. Un escalofrío me atraviesa mientras me acaricio el clítoris con el dedo. Estoy excitada y sensible, y muy, muy cerca.
—Oh, has sido mala —dice Damien mientras sus dedos acarician los míos.
Trago saliva, anticipando otro azote, pero no llega. En su lugar, me inclina aún más contra la cama de tal forma que mi única opción es volver a apoyar la mano si no quiero caerme de bruces.
Damien aparta la mano y gimoteo al perder el contacto. No me está tocando y ese es el peor de los castigos que me puede infligir. Por un segundo me pregunto si esto era lo que tenía planeado. Dejarme así, doblada, desnuda, con el trasero al aire, esperando y esperando. Quizá sea así, lo sé, y no puedo evitar sonreír al pensarlo. Me hará enfadar y me volverá loca, pero sé que cuando se acabe el castigo y, por fin, me folle, habrá valido la pena.
Sin embargo, no es lo que tenía planeado. Oigo el sonido de su cremallera, seguido del roce de sus vaqueros contra su piel cuando se los quita a toda prisa. Me muerdo el labio y exhalo ante el dulce triunfo de sentir su polla presionando contra mi trasero mientras mi cuerpo se abre a él anticipándose con dulzura. «Por favor, Damien. Tómame. Tómame ahora». Quiero gritar esas palabras, pero guardo silencio. No obstante, no me quedo quieta. No puedo evitarlo. Mi cuerpo está anhelante y ansioso, y mis caderas se giran en torno a su miembro y su leve gemido de placer me pone aún más frenética.
Sus manos sujetan mis caderas y no puedo evitar un gemido de protesta. Se ríe y la frustración hace que quiera pedírselo a gritos porque me está provocando minuciosa y concienzudamente.
Entonces noto la punta de su pene en los húmedos pliegues de mi sexo y quiero gritar aliviada. Al principio me provoca, no entrando demasiado, y me muerdo el labio inferior con tanta fuerza que tengo miedo de hacerme sangre. La expectación es brutal pero dulce. La tiene tan dura y está tan listo que nos está atormentando a los dos al insistir en controlar su empuje, utilizando mis caderas como freno.
Yo carezco por completo de su control. Cada centímetro de mí lo anhela desesperadamente y mis músculos se tensan con avidez en torno a él con cada vaivén tentador. «Más hondo. Más fuerte. Oh, Dios mío, por favor».
—Como desees —dice sin que ni siquiera me haya dado cuenta de que lo ha dicho en voz alta, porque lo tengo dentro, me llena y su cuerpo me empuja mientras mantengo las manos en la cama para no perder el equilibrio.
Tengo el trasero arqueado y estoy apoyada en los dedos de los pies, como si mi cuerpo estuviera haciendo todo lo posible por atraerlo más y más dentro. Lo quiero todo de él. Para consumir y ser consumido.
Y cuando la saca y la vuelve a meter dentro con un solo y potente movimiento, estoy segura de que el mundo va a explotar a mi alrededor.
—Casi estás —susurra y, a juzgar por la tensión en su voz, él también está a punto.
—Sí —digo, pero mi voz suena tan animal que dudo que la palabra resulte coherente.
—Tócate —ordena.
La excitación que crece en mi interior parece atravesar mi cuerpo como una descarga eléctrica.
—¿Qué? —pregunto y gimo al ver cómo sigue torturándome despacio, como si supiera exactamente cuánta presión tiene que ejercer para llevarme al límite, y cuánta se necesita para hacer que me corra.
—Me has oído.
Me humedezco los labios y trago saliva. Me tiemblan los dedos por el deseo de obedecer. De sentir donde se unen nuestros cuerpos y de acariciar su duro miembro mientras recorro mi hipersensible clítoris.
—Yo… Yo creía que eso no estaba bien —susurro sintiéndome extrañamente avergonzada.
Su respuesta casi me pone en órbita:
—Quizá me guste que seas mala.
Jadeo y trago saliva. Entonces libero mi mano derecha, lo que me hace perder un poco el equilibrio, pero él me sujeta con el brazo que rodea mi cintura. Deslizo mi mano y acaricio levemente mi húmedo clítoris. Mi cuerpo se tensa y mis músculos se contraen con avidez para atraerle aún más dentro de mí. Me siento gloriosa, llena y tan desesperadamente cerca que sé que el más leve roce supondrá el final.
Es lo que quiero, pero también ansío seguir sintiéndolo. La forma en que nuestros cuerpos se unen a medida que se desliza dentro de mí. Mi mano se vuelve a centrar en mis propios pliegues humedecidos. Lo siento allí, como acero aterciopelado, y oigo sus gemidos cuando lo acaricio suavemente.
—¡Dios, Nikki, no puedo aguantar más!
—Pues no lo hagas.
Cierro los ojos, y mis dedos a duras penas han rozado mi clítoris cuando lo noto estremecerse y me aprieta la cadera mientras me llena. Su liberación desencadena la mía y me aferro con más fuerza a él, teniendo que volver a apoyar la mano en la cama para no caerme, aunque ya da igual porque estoy demasiado sensible como para seguir tocándome.
—Nikki —susurra cuando su cuerpo deja de temblar.
Suelta mi cintura e, inmediatamente, me coge cuando empiezo a flaquear por culpa de unas piernas tan débiles que no estoy segura de ser capaz de levantarme.
—Creo que estoy hecha polvo —digo—. Eso sí, si lo que pretendías era castigarme, has fallado estrepitosamente.
—¿Eso crees? —pregunta alzando la voz provocativamente—. Me parece que estás asumiendo que he acabado contigo. Te garantizo que no.
—Oh. —Mi pulso se acelera otra vez—. Esa es una información muy interesante.
—Me alegra escuchar que estás intrigada —dice deslizando su mano hacia mis piernas aún débiles—. Pero, esta vez, quizá prefieras tumbarte. Pareces un poco inestable.
—¿Tú crees?
Me coge en brazos de tal forma que vuelvo a estar apoyada contra su pecho. Me siento cómoda, segura y amada, y cuando me coloca con cuidado sobre la cama y me besa suavemente en la frente, me emociono ante tanta dulzura. Pero entonces sus ojos adquieren un brillo diabólico.
—No te duermas aún —dice mientras desata la cuerda de mi cuello para, a reglón seguido, volver a atarla, esta vez a mis muñecas.
Anuda el otro extremo fuertemente al poste de la cama. Su cara está justo encima de la mía y puedo ver su malvada sonrisa.
—Voy a disfrutar con esto. Y tú también, Nikki.
Me humedezco los labios, mientras todo pensamiento de ternura se desvanece bajo el peso de las promesas decadentes y mudas de Damien Stark.
Coge la bata que hay a los pies de la cama, le quita el cinturón y me roza levemente con él. Entonces esboza una sonrisa cargada de intención.
—La mano izquierda.
Obedezco y levanto la mano por encima de la cabeza, sujetando la barra del cabecero. Ahora tengo los brazos abiertos, la espalda levemente arqueada y las piernas atadas juntas.
—Bien —dice Damien una vez ha asegurado esa muñeca también—. Pero creo que todavía podemos mejorarlo más.
Con un objetivo claro, baja de la cama y se dirige a la puerta que lleva al patio, compuesta por paneles deslizantes de cristal. La abre y deja entrar la brisa nocturna. El aire es frío, pero estoy tan caliente que a duras penas si lo noto. Se queda junto a la puerta con las manos apoyadas suavemente sobre las finas cortinas blancas que revoloteaban sobre mí mientras posaba para Blaine.
—¿Te acuerdas de nuestra primera noche? —pregunta.
¿Y cómo no iba a hacerlo? Esas cortinas. Esta cama. Y yo, entregada a la avalancha sensual de Damien, con mis miedos y mis vergüenzas aliviadas por sus besos y sus suaves palabras.
No digo nada. Solo susurro.
—Sí.
—Yo también —dice y luego tira de dos paneles de la cortina, uno con cada mano, y los arranca de los aros metálicos que los fijan al riel.
Desde mi perspectiva, veo cómo los músculos de su espalda se flexionan y, luego, la suave oleada de vaporoso blanco cae al suelo, liberada por la voluntad de Damien. Mis labios dibujan una pequeña sonrisa; también me ha liberado a mí.
Al instante vuelve a estar a mi lado y, como preveía, utiliza las cortinas para atar mis piernas a la barra de hierro a los pies de la cama. El resultado es dulce y dolorosamente íntimo. Estoy abierta de piernas y con los brazos extendidos. No puedo tocarlo ni tocarme. No puedo girarme. Y, por supuesto, tampoco puedo cerrar las piernas para ocultar mi húmedo e inflamado sexo. Giro la cabeza a un lado, con una parte de mí queriendo esconderse bajo las sábanas y la otra realmente excitada al saberme totalmente abierta a Damien. Suya, para lo que él quiera.
Me pregunto qué tiene en mente y gimoteo cuando lo veo alejarse de la cama en vez de tumbarse a mi lado. Me muerdo el labio inferior, sintiéndome, de repente, preocupada. Sé que, pase lo que pase, acabará bien. Pero también sé que Damien es un maestro en el control de las expectativas. Si me deja así, abierta de piernas y preparada, corro el riesgo de ponerme a gritar.
—No te preocupes —dice como si me hubiera leído la mente—. Mi idea era atormentarte un poco, pero esta noche eso supondría atormentarme a mí mismo también.
—¿Sadismo, no masoquismo? —insinúo maliciosamente y sonrío cuando rompe a reír.
—¿Sadismo, señorita Fairchild? Déjeme ver si recuerdo cómo era la definición. Creo que el sadismo es la obtención de gratificación sexual infligiendo dolor, sufrimiento o humillación a otra persona —dice mientras se desplaza hacia la mesita que hay junto a la cama y abre un cajón—. Admito lo de la gratificación sexual, y tengo la intención de ser ampliamente gratificado antes de que acabe la noche, pero exploremos el resto, ¿no le parece?
Me humedezco los labios mientras saca una caja de cerillas del cajón. Confío plenamente en Damien, pero ¿qué demonios piensa hacer con las cerillas?
—Dígame, señorita Fairchild, ¿le duele algo?
Trago saliva. Estoy en graves apuros, pero a años luz de sentir dolor.
—No.
—Me alegra oírlo.
Atraviesa la habitación y desaparece de mi vista. Unos minutos después, vuelve con una gruesa vela, con la llama titilando al moverse.
—La cera de una vela puede ser muy seductora —explica en respuesta a mi mirada inquisitiva—. La sensación que produce el cambio rápido de temperatura. La forma en la que se endurece cuando se enfría sobre la piel. ¿Alguna vez ha experimentado algo así, señorita Fairchild?
Muevo la cabeza.
—No.
No sé si estoy asustada o excitada.
—Hummm —dice como si estuviera memorizando mis palabras—. Bien, hoy solo me interesa una cosa de esta vela.
Se detiene junto a la cama e inclina la vela para que la cera caiga sobre la superficie de mármol de uno de los laterales. A continuación, coloca la vela en la cera y espera a que se enfríe para formar una especie de soporte. Después, saca algo más del cajón. Me doy cuenta de que se trata de un mando a distancia cuando la luz del aplique se empieza a atenuar. Pronto estamos en penumbra, bañados solo por el naranja titilante de una única vela.
—Oh…
—¿Decepcionada? —pregunta.
—No —digo mientras siento cómo se me encienden las mejillas—. Pero confieso que estaba un poco intrigada.
—¿Lo estabas? Tengo que recordar eso. Pero ¿por dónde íbamos? Oh, sí. Sadismo.
Se apoya en la cama y se arrodilla entre mis piernas abiertas. Se me entrecorta la respiración cuando coloca suavemente sus manos en mis muslos, justo por encima de las rodillas, con los pulgares reposando en mi sensible piel interior.
—Humillación era lo siguiente, creo. ¿Se siente humillada, señorita Fairchild? Después de todo, está totalmente expuesta ante mí. Abierta como una flor y tan, tan excitada. Estás muy guapa, Nikki —dice, y puedo percibir la pasión en su voz—. Pero ¿te sientes humillada?
Giro la cabeza a un lado porque, ciertamente, me siento expuesta. Expuesta y abierta, decadente y salvaje. Sin embargo, no me siento humillada. Al contrario, estoy excitada. Y creo que es esa extraña combinación de emociones la que sonroja mis mejillas de una forma tan ridícula.
—No —susurro.
—Mírame.
Muevo la cabeza hasta encontrar sus ojos, el ámbar brillando por la luz de la vela y el casi negro, tan negro como la eternidad.
—No te sientes humillada —dice—. Y tampoco sufres, supongo.
—No.
—Bien.
Sus labios esbozan una sonrisa mientras sus manos acarician la parte interior de mis muslos, con el dedo pulgar recorriendo suavemente mis peores cicatrices.
—Señorita Fairchild, es usted excepcional. Podría quedarme mirándola durante horas. Perderme en usted para siempre.
Inspiro temblorosamente. Los músculos de mi sexo se contraen por el deseo y siento mis pechos tan pesados que casi duelen. Quiero moverme, quiero satisfacer mi anhelo sexual, pero estoy inmóvil e indefensa.
—Me gusta comprobar que puedo hacer que te sonrojes —admite, excitado.
Trago saliva.
—¿Por qué?
—Porque sé por qué lo haces.
—¿De verdad? Vale, pues en ese caso, por favor, señor Stark, comparta sus ideas.
—Porque te tengo abierta de piernas. Porque estás desnuda frente a mí, indefensa. Porque puedo hacerte cualquier cosa ahora mismo, cualquier cosa. Y porque todo eso te excita.
Ahueca sus manos sobre mi sexo y yo suelto un gemido tan suave que a duras penas si llega a respiración.
—Así que dígame, señorita Fairchild. Si no le duele ni sufre ni se siente humillada, ¿cómo se siente en realidad?
—Excitada —admito, y mis mejillas se sonrojan aún más.
Incluso a la luz de la vela, puedo ver cómo su rostro se oscurece al oír mis palabras. No soy la única que está excitada en estos momentos.
Empiezo a hablar, pero agita la cabeza.
—Calla y cierra los ojos. Voy a besarte.
Cumplo sus órdenes y mis labios ya esperan los suyos. Pero no es en mis labios donde siento la presión de su beso. Siento la rugosidad de su barba incipiente en mi muslo y, a continuación, en el pliegue entre mi pierna y mi sexo. Mi respiración se vuelve entrecortada, y todo el jugueteo que había habido en el aire tan solo unos minutos antes desaparece para dar paso al deseo, la necesidad y la desesperación silenciosa.
Siento su boca sobre mí, su lengua me relame a un ritmo diseñado para volverme completamente loca.
Sus pulgares me provocan, no yendo demasiado lejos para no entrar, pero, combinados con el poder erótico de su lengua en mi clítoris, es un milagro que mi cuerpo no se parta por la fuerza de las sensaciones que me atraviesan.
Tengo la espalda arqueada y las caderas giradas. Instintivamente, intento cerrar las piernas para anticiparme a esta oleada de placer, tan potente que roza el dolor. Pero no puedo. Estoy atada y solo puedo ceder ante estas increíbles sensaciones.
Las manos de Damien se mueven para sujetar mis caderas, inmovilizándome aún más. Me siento ebria de lujuria, intoxicada de deseo, y cierro los ojos y dejo que mi cabeza caiga hacia atrás, rendida a la lengua y la boca de Damien, que obra una especie de magia erótica en mí que me lleva más y más allá, hasta que la magia culmina en una explosión de chispas y colores, y estrellas fugaces que me dejan agotada y sin aliento.
Poco a poco vuelvo en mí y jadeo, abierta de piernas sobre la cama. Mi pecho sube y baja; mi cuerpo está tan sensible que puedo sentir cada hilo de las sábanas que hay debajo de mí. Me siento mimada, consentida, adorada y utilizada. Estoy segura de que ya solo queda que Damien me desate y me estreche entre sus brazos, para después caer en el éxtasis del descanso. Porque, ¿qué más podíamos hacer esa noche? Él me había agotado total y dulcemente.
Tratándose de Damien Stark, jamás debería dar nada por sentado.
Sus dientes rozan mi pezón y yo me arqueo, olvidando toda idea de descanso. Me siento avasallada, desgarrada por su asalto sexual, pero no quiero que se acabe. El tormento es delicioso, y con gusto me quedaría así para siempre, privada de alimentos, amigos y del mundo exterior, si con ello pudiera escapar a los brazos de Damien.
Abro los ojos cuando se incorpora y su sonrisa autocomplaciente sugiere que sabe lo que estoy pensando. Entonces aparta la mirada y su sonrisa se evapora, dando lugar a una expresión neutra e indescifrable.
La preocupación me invade.
—¿Damien?
Instintivamente, giro la cabeza y mi mirada sigue la dirección de la suya. Hay un reloj colgado en la pared, entre una serie de fotos enmarcadas, uno de los pocos objetos personales que Damien ya ha colocado en este proyecto de casa. «Oh».
Automáticamente, intento sentarme, pero sigo atrapada, atada con las piernas abiertas a la cama, desnuda y vulnerable. No obstante, de alguna forma, en ese momento Damien parece más vulnerable que yo.
—Menos de un minuto —dice girando la cabeza para poder mirarme directamente a la cara—. ¿Te vas a convertir en una calabaza o lo haré yo?
Sus palabras suenan livianas, pero hay algo en su tono que me preocupa y me perturba.
—No creo que me gustaras si fueras una calabaza —digo intentando forzar sus palabras—. Y el naranja me queda fatal.
Se ríe y mis preocupaciones se desvanecen cuando me sienta, soportando todo mi peso sobre sus rodillas y con su erección rozando provocativamente mi vientre. Recorre mi boca con la punta de sus dedos y jadeo cuando, de repente, me doy cuenta de que había olvidado respirar.
Se desliza por mi cuerpo y acaricia con los dedos la pulsera tobillera de platino y esmeraldas que me regaló cuando empezó nuestro juego. Me mira y sus ojos arden de pasión.
—Sigues siendo mía —susurra.
Y antes de que pueda responder, cambia de postura y me penetra con tal rapidez que grito de sorpresa y pasión. Nos movemos al unísono, haciendo el amor lenta y suavemente, y cuando siento su cuerpo estremeciéndose sobre mí, cierro los ojos llevada por la satisfacción femenina de saber que ha encontrado el placer en mi cuerpo.
Finalmente se aparta y se acurruca junto a mí.
—Nikki.
No parece una petición ni una pregunta. Solo es mi nombre en sus labios, pero me inunda como la cálida luz del sol.
Nos quedamos tumbados así, con nuestros cuerpos rozándose, hasta que ya no puedo soportar la inmovilidad.
—Desátame —digo.
Levanta la cabeza para mirarme. Todavía puedo ver el fuego en sus ojos, pero también hay algo de jugueteo. Se toma su tiempo para liberarme.
—¿Perdona? —digo y doy un golpecito con las uñas en el armazón del lecho—. ¿Te has perdido entre la mitad de la cama y el cabecero?
—Estoy considerando mis opciones —replica—. ¿Por qué debería hacerlo?
—Porque en breve empezaré a tener calambres en los brazos.
—No me importaría darte un masaje.
Lo miro y frunzo el ceño.
—Y porque das una fiesta aquí el sábado y tus invitados se harían preguntas.
—Quizá, pero ¿no estaría bien que los invitados tuvieran un tema del que hablar?
—Aunque odio profundamente privar a tus invitados de conversación interesante, sigo queriendo que me desates las manos.
—¿De verdad? —dice.
Recorre mi costado con un dedo y yo me muerdo el labio inferior para intentar no retorcerme. La sensación es deliciosa, un cruce de caricia y cosquilleo, y mi piel se estremece a su paso.
—¿Y qué es lo que le gustaría hacer con las manos, señorita Fairchild? —continúa.
—Tocarle —respondo con osadía—. Puedo hacerlo. Después de todo, estamos en igualdad de condiciones ahora que ya ha pasado la medianoche. ¿No es así, señor?
Se produce una pausa antes de que su cabeza se incline en un rápido y formal movimiento de asentimiento.
—Sí, señora —confirma mientras se dispone a aflojar los nudos que sujetan mis muñecas—. Lo estamos.
Una vez liberadas mis manos, me siento mientras desata mis tobillos. Cierro las piernas, disfrutando de la sensación de poder moverme de nuevo. Entonces me arrodillo en la cama frente a Damien, que está sentado a los pies, observándome. Es difícil no mirarlo. Parece todavía más regio iluminado por la luz de la vela. Extiendo los brazos, queriendo sentirlo bajo mis dedos. Queriendo sentir su calor contra mi piel. Lentamente, poso mi mano en su corazón y cierro los ojos para sentir sus latidos, fuertes y firmes como el hombre que los genera.
Con suavidad, hago que se tumbe en la cama y me siento a horcajadas sobre él, con mis rodillas apretando ambos lados de su cintura. Recorro su pecho con los dedos y observo cómo un pequeño músculo se mueve en su mandíbula, prueba clara de lo mucho que se está resistiendo para no perder el control. Sonrío, disfrutando del poder que me ha cedido.
—Me haces sentir muy bien —digo—. Y quiero que tú te sientas igual.
—Ya lo hago. Cuando te toco. Cuando veo tu piel temblar de deseo. Cuando tus músculos se contraen y me atraen a tu interior. ¿Qué te hace pensar que no siento con mayor intensidad de lo que lo había hecho hasta ahora?
—Pero tú eres quien tiene el control.
Muevo un poco las caderas para dejarle claro que yo soy quien manda ahora.
—No —dice agitando la cabeza—. Eso es una ilusión. Eres tú, Nikki. Me has atrapado por completo y tienes mi corazón en tus manos. Sé amable conmigo. Es más frágil de lo que puedas creer.
Trago saliva y parpadeo, conmovida por sus palabras. Con suavidad, recorro su mandíbula inferior con un dedo, disfrutando de la sensación de su barba incipiente en mi piel. Me inclino, apretando mi cuerpo contra el suyo, y le doy un lento y profundo beso en la boca.
—¿Qué quieres? —pregunto cuando interrumpo el beso—. Ahora mismo, si pudieras tenerme como quisieras, ¿qué me pedirías que hiciera?
—Ahora mismo, te quiero a mi lado —responde—. Quiero abrazarte.
Me derrumbo al escuchar sus palabras y la garganta se me seca. Soy de lágrima fácil y muy emocional, y no creo haber sido jamás tan feliz. Suavemente, me retiro y me acurruco junto a él. Mi espalda se apoya en su pecho y miro hacia el mundo exterior a través de la ventana mientras me acaricia ocasionalmente el brazo. Ya nos habíamos tumbado así antes, así que resulta cálido y familiar. Somos nosotros.
—Voy a echar de menos esta cama —admito.
—Supongo que podría dejarla aquí, pero no encaja demasiado con la decoración.
—Bueno, si estás intentando ser tradicional…
Me callo, y él se ríe y me aprieta más contra su pecho. Todo resulta cómodo entre nosotros y me encanta la forma en que me siento cuando estoy con Damien. Me doy la vuelta para ver su cara, y me alegro muchísimo de hacerlo. Me besa en la frente y nos acurrucamos en la cama, uno frente al otro. Su mano está en la curva de mi cintura, y yo recorro su pecho arriba y abajo con los dedos. Tiene muy poco vello, pero parece terciopelo. Me divierto siguiendo un patrón y, cuando lo miro, esboza una sonrisa.
—¿Qué? —pregunto.
—¿Se divierte, señorita Fairchild?
—Pues, de hecho, sí.
—Me alegro. Antes no me gustó nada cómo te trataron esos bastardos.
—A mí tampoco —digo en lo que es, sin duda, el eufemismo del año—. Pero ahora estoy bien y te veo bien a ti también.
—Con gusto les habría arrancado la cabeza en el restaurante —admite.
—No lo dudo. Pero no me refería únicamente a los paparazzi.
—¿Entonces? —inquiere mirándome con cautela.
Levanto un hombro.
—Todavía me estoy preguntando a qué se debió esa llamada —admito—. ¿Pasa algo?
Me siento aliviada porque llevaba toda la tarde guardándomelo y ya no podía más.
—¿Ha hecho algo Carl? —continúo.
Damien no responde, así que lo miro con enfado.
—Venga, Damien. Todo eso que dijo Carl… Ambos sabemos que no va a desaparecer sin más.
—Me gustaría que desapareciera, sí —reconoció Damien—. Pero estoy de acuerdo contigo.
—¡Damien! —exclamo con un tono que expresa toda la desesperación que siento—. Dímelo ahora mismo. ¿Ha pasado algo que no me has contado? ¿Iba de eso la llamada?
—No —responde mientras recorre mi nariz con la punta de su dedo—. Te lo prometo.
Lo miro frunciendo el ceño.
Se mueve para que lo pueda ver mejor y entonces dibuja una «x» en su corazón.
Alzo una ceja y él levanta tres dedos como en el saludo de los boy scouts.
Me esfuerzo para no reírme y él levanta su dedo pequeño.
—¿Hacemos el juramento del meñique?
No puedo evitar reírme. Entrelazamos nuestros meñiques.
—Te lo juro —dice levantando nuestras manos unidas y besando la punta de mi dedo—, esa llamada no tenía nada que ver con Carl Rosenfeld.
Asiento con la cabeza. Le creo, pero sigo preocupada.
Porque, fuera quien fuese el que estuviera al otro lado del teléfono, tenía la habilidad de agrietar la fría coraza de Damien Stark. Y cualquiera que pueda hacer algo así, es para tomárselo en serio.