Damien no abre la boca durante todo el trayecto hasta el restaurante en la azotea y el aire en el ascensor se hace cada vez más denso. Estoy segura de que nuestro escolta, que creo que es el propietario amigo de Damien, está avergonzado porque uno de sus empleados haya filtrado dónde estaría él. Y el hecho de que Damien no nos hubiera presentado oficialmente es una prueba evidente de lo mucho que le ha molestado.
Los modales de Damien son siempre exquisitos.
En cuanto a mí, no puedo evitar sentir haber salido esta noche. Los paparazzi no han sido agradables, pero esta pesadumbre es aún peor.
Aprieto la mano de Damien.
—Pronto se cansarán de nosotros. Algún actor de cine se divorciará o pillarán a alguna estrella de un reality robando. Nosotros somos demasiado aburridos en comparación.
Por un momento, creo que mi plan no ha funcionado y entonces levanta nuestras manos entrelazadas para besarme los nudillos.
—Lo siento —dice—. Debería ser yo el que te hiciera sentir mejor a ti.
—Estoy contigo —razono—. Eso es lo único que me importa.
Me aprieta los dedos mientras mira al hombre.
—Alaine, perdona por mi falta de educación. Me gustaría presentarte a mi novia, Nikki Fairchild. Nikki, este es mi amigo Alaine Beauchene, uno de los mejores chefs de la ciudad y propietario de Le Caquelon.
—Es un placer —dice cogiéndome la mano—. Damien me ha hablado mucho de ti.
—Oh.
No sé por qué, pero sus palabras me sorprenden. Puedo imaginarme perfectamente hablando con Jamie de Damien, pero, de alguna forma, imaginarme a Damien hablando de mí con sus amigos es algo que ni se me había pasado por la cabeza. No puedo negar que saberlo me hace sentir bien. Es un hilo más en el tapiz que forman Nikki y Damien.
—Gracias por rescatarnos —digo.
Y entonces, dado que no puedo resistirme a echar un vistazo a esta faceta de la vida de Damien, añado:
—¿Y cómo os conocisteis?
—El padre de Alaine es médico deportivo. Nos conocimos en el circuito de competición.
—Dos jóvenes recorriendo Europa —recuerda Alaine con melancolía—. Fueron buenos tiempos, ¿eh?
Observo a Damien detenidamente. No sé mucho del tema, pero sí sé que sus años de jugador de tenis fueron de todo menos tiempos felices y agradables. Pero cuando sonríe, parece sincero.
—Fueron los mejores años —confirma Damien, y me alegra saber que no todo fue malo en esa época, que hubo uno o dos momentos de luz en medio de la oscuridad.
—Nosotros dos y Sofia —dice Alaine con una sonrisa. Me mira—. Tenía dos años menos y la muy pilla estaba decidida a pegarse a nosotros todo el rato. ¿Sabes algo de ella? ¿Cómo está?
—Bien —responde Damien.
Estoy segura de que Alaine capta la sequedad de su tono de voz porque sus labios se curvan al fruncir levemente el entrecejo para luego volver a lo que solo puedo interpretar como un intento de parecer alegre.
—En cualquier caso —dice mientras el ascensor llega a la azotea—, ya está bien de hablar de los viejos tiempos. Estáis aquí por la comida, no por los recuerdos.
Se abre la puerta y Alaine me hace un gesto para que salga la primera. Así lo hago y me encuentro en un área de recepción que solo cabría describir como espectacular. No es elegante, pero tampoco informal. Es singular, con un techo de cristal abierto, cruzado por haces de luz de colores. El mostrador es un acuario y el pelo de la mujer que se encuentra detrás de él es, por lo menos, tan colorido como el pez que hay en el tanque.
La pared de la izquierda está totalmente hecha de cristal y permite ver un trozo de Santa Mónica y del Westside, así como un pedacito de la playa y la vista más pequeña del muelle. La pared de enfrente parece estar hecha de paneles que brillan del mismo color que los haces de luz que cruzan el techo. No estoy segura de si el diseño es moderno o futurista, pero me gusta. Está de moda y es diferente y tan colorido que no creo que esa neblina gris que se ha asentado sobre nosotros esta noche pueda perdurar.
—Tengo que volver a la cocina —dice Alaine—. Pero Mónica os llevará a vuestro reservado. Señorita Fairchild, ha sido un placer. Disfrutad de vuestra cena y espero veros el viernes que viene en la inauguración.
Su tono de voz se eleva como si se tratara de una pregunta, pero yo no sé qué contestar porque no tengo ni idea de lo que está hablando.
—No voy a ir —objeta Damien—. Pero te llamaré la semana que viene. Tenemos que quedar.
Sus palabras son educadas y definitivamente amistosas, pero dichas desde detrás de una máscara. Me pregunto si Alaine puede verlo. ¿Realmente conoce a Damien? ¿O solo conoce los pedazos y detalles del hombre que su amigo le ha ido revelando poco a poco a lo largo de los años?
Tengo la sensación de que se trata más bien de lo último. Dudo que alguien haya visto alguna vez lo que hay bajo la máscara de Damien, y la idea de estar incluida en ese grupo me pone triste. Quiero desesperadamente llenar de luz todas esas sombras e, incluso, creo que Damien también quiere que lo haga, pero lleva tanto tiempo levantando un muro en torno a su vida privada que me parece que ha olvidado cómo se construye una puerta. Y ahora, solo espero que podamos esculpir juntos la piedra.
Seguimos a Mónica entre las mesas hasta llegar a un panel de brillante luz verde. La chica tira de una manivela que ni siquiera había visto y la usa para apartar el panel, como las paredes en las películas japonesas. Dentro, hay una mesa entre dos bancos parecidos a los de un reservado, pero no es un auténtico reservado porque al sentarse o colocarse detrás de estos, hay un espacio abierto entre la mesa y la ventana con vistas al espectacular y profusamente iluminado muelle de Santa Mónica.
Sigo a Damien hasta el cristal, llevada por la atracción que ejercen sobre mí tanto el hombre como los vivos colores.
—Su vino ya está respirando —dice Mónica señalando la mesa—, y también tiene agua mineral con y sin gas. ¿Tomará lo de costumbre, señor Stark?
—Solo el postre —indica—. Para dos.
Mónica inclina la cabeza y contesta:
—Enseguida lo traigo. Mientras tanto, disfruten del vino y de las vistas.
Se va, se cierran los paneles y Damien se queda inmóvil a mi lado. De repente, sin previo aviso, lanza la palma de su mano contra el cristal.
—¡Damien! —grito.
Espero oír conmoción en el reservado de al lado o, al menos, el repiqueteo de los tacones de Mónica corriendo para ver qué sucede, pero no pasa nada de eso. Por lo visto estamos mejor aislados de lo que imaginaba.
—¿De verdad quieres saber cuánto dinero tengo? —pregunta Damien, y yo parpadeo ante una pregunta tan aparentemente aleatoria.
—Yo… no. No exactamente.
—Más que el PIB de muchos países y desde luego lo suficiente como para estar cómodo el resto de mi vida y más —dice girando la cara hacia mí—. Pero, al parecer, no lo suficiente como para mantener a esos cabrones alejados de ti.
Mi corazón se derrite.
—Damien. No pasa nada. Estoy bien.
—Tus fotos en bañador circulan por todo el maldito internet por mi culpa.
—Estoy en internet en bañador porque mi madre me obligó a desfilar desde que tenía cuatro años. Y porque no tuve valor para decirle que no cuando me hice mayor. No estoy en internet por culpa de esos capullos de ahí fuera. No estoy en internet por tu culpa.
—No me gusta que algo que viene de mí te haga daño a ti. No me gusta —repite—. Pero no sé si tengo la fuerza para cambiarlo.
—¿La fuerza? —repito, pero no recibo respuesta.
Veo cómo se ensombrece su rostro antes de que se gire de nuevo hacia la ventana. Damien Stark, el hombre más fuerte que conozco, se está derrumbando y, de repente, siento miedo.
—¿Damien?
Aprieta la mano contra el cristal y puedo ver cómo se contraen sus músculos.
—Una vez tuve una pequeña compañía de vino y queso para gourmets —dice—. O, mejor dicho, Stark International la tenía.
La cabeza me da vueltas por el giro que está tomando la conversación. No sé por qué me está contando todo esto, pero supongo que tiene alguna razón. Me pongo detrás de él y me abrazo a su espalda. Rodeo su cintura con mis brazos y acaricio su nuca con mis labios.
—Cuéntamelo —digo.
—La prensa descubrió que Stark International estaba detrás de ese negocio familiar y empezaron a arremeter contra él. No importaba que no se tratara de una producción al por mayor. No habíamos cambiado el sistema. Nos habíamos limitado a invertir suficiente capital como para que la empresa pudiera crecer dentro de sus propios parámetros, pero los acusaron de ser una gran empresa disfrazada de pequeño negocio, una treta para engañar al consumidor. Toda esa atención negativa paralizó el crecimiento y, de repente, una empresa con beneficios entró en pérdidas.
—¿Y qué hiciste? —pregunto aguantando la respiración porque empiezo a ver por dónde va y no me gusta.
—Me retiré. Con mucha publicidad y boato. Pero, a pesar de todo, la empresa necesitó algún tiempo para volver a su estado inicial. Que la asociaran a Stark International casi destruye un negocio cuyo queso y vino adoraba.
—Yo no soy ni queso ni vino —digo con suavidad—. Y no me estoy hundiendo. Jamás podría hundirme contigo a mi lado. Tú me sujetas, Damien. Ambos lo sabemos.
Guarda silencio durante tanto tiempo que creo que mis palabras no lo han conmovido. Y entonces, con una brusquedad tal que me deja sin respiración, se da la vuelta y me coloca con la espalda contra el frío cristal. Se aparta lo suficiente como para poder mirarme a la cara y, de repente, su boca está sobre la mía, besándome. Me besa con fuerza y exigencia, y pronto estoy atrapada entre el cristal y Damien, con la noche infinita ante mí y la fuerza de su beso que me mantiene anclada.
Cuando el beso se acaba, veo una ferocidad desconocida en sus ojos.
—Lo haré —dice—. Si tengo que dejarte para protegerte, lo haré, aunque me mate.
—No, no lo harás —argumento mientras la respiración se me acelera y mi pecho se tensa con dolor en señal de protesta y miedo—. No lo harás porque también me mataría a mí.
—Oh, Nikki.
Baja la cabeza para volver a acercar su boca a la mía, con mayor suavidad esta vez, pero igual de posesivo. Arqueo la espalda y me dejo llevar por su tacto. Soy como un interruptor y basta el más mínimo contacto con Damien para que una descarga eléctrica recorra todo mi cuerpo. Para encenderme y hacerme brillar.
—¿Sabes lo que me gustaría hacerte ahora mismo?
—Dímelo —imploro.
—Quiero desnudarte y empujarte contra el cristal. Quiero recorrer tu cuerpo con los dedos, lo justo para despertar tus sentidos con mi tacto. Quiero que veas las luces del muelle brillar a tus espaldas y quiero ver mi propio reflejo en tus ojos mientras te corres.
Tengo la boca seca, así que el pequeño «oh» que pronuncio a duras penas consigue emitir un sonido.
—Pero no puedo. Te recuerdo que he dicho que no iba a tocarte.
—No te lo tendré en cuenta.
—Pero eso sería incumplir las normas.
Tengo que contenerme para no gimotear.
—Está jugando conmigo, señor Stark.
—Sí —dice con claridad—. Lo estoy haciendo.
—Supongo que es justo, señor. Después de todo, soy suya. Al menos esta noche. Pero mañana, seré una mujer rica y cambiaremos las normas del juego.
Durante unos segundos, permanece inmóvil. Luego asiente lentamente con la cabeza.
—Bien visto, señorita Fairchild. Tengo que asegurarme de obtener rendimiento económico.
—¿Rendimiento económico?
—¿Has leído el artículo de Forbes que te envié? —pregunta—. El periodista hizo un buen trabajo describiendo mi filosofía empresarial.
—Sí, lo he leído.
En realidad, lo había leído varias veces, saboreando cada cotilleo sobre Damien, el empresario.
—Sí, señor —me corrige.
—Sí, señor —repito—. He leído el artículo.
—Entonces sabrá que atribuyo buena parte de mi éxito a mi capacidad para sacar el máximo beneficio de cada transacción económica.
Me humedezco los labios.
—¿Y yo soy una transacción económica?
—Sí, lo eres.
—Ah, vale. ¿Y cómo esperas obtener beneficios?
—Ya te lo he dicho —insiste—. Si no prestas atención…
—Has dicho que vas a hacer que me corra.
Esboza una leve sonrisa y las esquinas de sus ojos se arrugan.
—Sí, eso he dicho. Buena chica. Después de todo, te mereces un sobresaliente.
Entonces, con un brillo taimado en los ojos, Damien coge el pequeño trozo de cuerda que sobresale de mi espalda y empieza a tirar lentamente.
«Oh-Dios-mío».
Es como si estuviera creando electricidad con la fricción. Cierro los ojos mientras se me entrecorta y acelera la respiración.
—Damien —susurro.
—¿Te gusta?
—Sí… Oh, Dios, sí.
—Bien —dice, y entonces suelta la cuerda.
La fricción se detiene y abro los ojos.
Me mira y sonríe con petulancia.
—¿Frustrada, señorita Fairchild?
—No —miento, pero hasta yo percibo el lloriqueo malhumorado de mi voz.
Se ríe y me besa la nariz.
—Paciencia, cariño. Tengo un regalo para ti.
Pulsa un botón en la mesa y la luz que corona el panel de la puerta pasa del rojo al verde.
Miro a Damien con curiosidad.
—El panel se cierra para preservar la intimidad. Cuando llega la comida, el camarero pulsa un botón en el exterior y el botón se pone rojo.
—Y el verde lo abre.
Es un sistema interesante y me doy cuenta de que habríamos tenido total intimidad si Damien me hubiese desnudado y follado contra la ventana, como había anunciado.
Imagino el tacto del frío cristal en mi espalda. De las manos de Damien en mis pechos. De su boca en mi cuello. Y su miembro entrando cada vez más dentro de mí hasta que exploto en un abanico de colores que rivalizarían con las brillantes luces del muelle en la distancia.
—Nikki…
Doy un respingo al darme cuenta de que el camarero está poniendo una fondue en la mesa y Damien me hace gestos para que me siente. Aunque el camarero parece distraído, estoy segura de que Damien sabe lo que se me estaba pasando por la cabeza.
«Cochina», articula.
Le dedico la más inocente de mis sonrisas y pestañeo para completar el efecto.
Hay un adorno en medio de la mesa que, al final, resulta no ser un adorno. Se trata de un artilugio calentador sobre el que el camarero coloca un olla de piedra pesada, le caquelon, con chocolate parcialmente fundido. Otro camarero tiene una cesta con todo tipo de cosas para bañar en el chocolate, desde jugosas fresas a pequeños trocitos de queso. Sonrío a Damien como una niña con zapatos nuevos.
—¿Fondue de chocolate?
—Había pensado en queso —dice una vez que el camarero ha salido y cerrado la puerta—. Pero así me aseguro de que no voy a ser castigado por la falta de sexo.
Parezco confusa porque continúa.
—Alaine importa el chocolate de la filial suiza que te mencioné antes.
—¿De verdad? —pregunto curioseando en la olla—. Ya sé que eres exquisito, así que supongo que tu chocolate también lo será.
Como para demostrarlo, cojo una fresa, pero él me sujeta la mano con suavidad.
—No, no —dice.
Lo miro.
—Hum, ¿perdona? ¡Es chocolate!
Se ríe.
—Cierra los ojos.
Los entorno, pero no los cierro.
—¿Desobediencia, señorita Fairchild? Le gusta vivir peligrosamente…
Sonrío con superioridad, pero también los cierro. Tras unos segundos, siento como algo suave acaricia mis mejillas y me cubre los ojos. ¿Una servilleta o un pañuelo? No estoy segura, pero sea lo que sea, Damien lo está utilizando para vendarme los ojos.
—¿Qué…? —inicio la pregunta, pero la interrumpe colocando un dedo sobre mi boca.
—Le he hecho una promesa, señorita Fairchild.
Asiento con la cabeza mientras noto cómo mis pezones se endurecen y mi sexo se contrae al recordar las palabras de Damien.
—Vas a hacer que me corra.
—Eso también —dice, y puedo oír cómo se ríe—. Pero además he dicho que iba a darte de comer y creo que ambas cosas pueden combinarse.
Por un momento, no siento nada y, entonces, la cuerda que todavía está entre mis piernas se tensa; Damien está tirando de ella suavemente desde atrás. Jadeo y, cuando lo hago, algo frío acaricia mis labios.
—Ábrela para mí —me ordena Damien, y eso hago.
Vuelve a acariciar mis labios con el objeto misterioso. Es suave y áspero al mismo tiempo y, aunque intento captar algo de su olor, el aroma embriagador del chocolate, que lo invade todo, me lo impide.
—Ahora, muerde —dice, y, cuando lo hago, gimo de placer ante la dulce explosión de una fresa en mi boca.
Su jugo se escurre por mi mejilla y, entonces, allí está Damien, lamiéndolo con su lengua, deslizándola entre las comisuras de mi boca, saboreando el zumo que escapa y provocándome sin compasión.
—Creía que no ibas a tocarme —digo girando la cabeza en un intento por encontrar su boca.
Quiero besarlo. Quiero sentir su tacto en mi piel.
—Después de todo, ¿quieres que cumpla mi promesa? —pregunta mientras vuelve a tirar de la cuerda.
Gimoteo y levanto las caderas de la silla. Puedo notar lo excitada que estoy y lo resbaladiza que está la cuerda. Está muy cerca de mi clítoris, pero no lo suficiente, y ansío esa atención suave y específica.
—No —respiro.
Quiero rogarle que me toque, que rompa su promesa.
Suelta una risita.
—Ah, pero soy un hombre íntegro. Aunque, bueno, puedo mantenerme fiel al espíritu de la promesa y no a la letra. ¿Quieres que presione suavemente tu clítoris con mi dedo? ¿Sentir esa dura protuberancia bajo mi dedo? ¿Provocarlo, acariciarlo, jugar con él hasta hacer que te corras?
—Yo…
—Chis. No hables, Nikki. No hasta que te diga que puedes hacerlo. ¿De acuerdo?
Asiento con la cabeza.
—Bien. Sigamos discutiendo los parámetros de mi promesa. Quizá quieras que deslice mis manos entre tus piernas. Que las abra. Que te tire en este banco y te bese hasta llegar a ellas. Que respire el aroma de tu sexo y sumerja mi lengua en tus dulces pliegues, más deliciosos que todos los chocolates del mundo.
«Sí —quiero decir—. Oh, sí, por favor».
—O quizá solo quieres que te folle.
Gimo, pero Damien me ignora.
—A todas estas posibilidades, señorita Fairchild, digo que no. He prometido que no te iba a tocar y no lo haré. No tocaré tu sexo, en ningún caso. En cuanto a lo demás… Bueno, quizá podamos hacer una o dos excepciones. Asiente si lo entiendes.
Asiento con la cabeza.
—Buena chica. Ahora prueba esto.
Abro la boca y descubro una sorpresa realmente deliciosa: una tarta de queso cremosa que Damien había sumergido en chocolate. Suspiro, lo engullo y relamo cada trocito de chocolate de mis labios.
—Niña mala —me reprende Damien—. No has dejado nada para mí.
Mientras hablamos, vuelve a jugar con la cuerda. Cierro los ojos bajo la venda y dejo que me invadan esas dulces sensaciones.
No ha pasado mucho tiempo cuando Damien se detiene. Es hora de otra sorpresa. Esta vez, un trozo de bizcocho bañado en chocolate. Y luego una nube de azúcar. Y después, oh, Dios, el dedo de Damien en mi boca. Primero lamo el chocolate y, luego, chupo su dedo con avidez. Recorro su piel con la lengua, metiendo y sacando el dedo de mi boca hasta que oigo un suave gemido. Ahora sé que lo tengo.
Espero la siguiente sorpresa, pero, en vez de eso, noto cómo Damien tira del hombro de mi jersey
—Saca el brazo —me dice, y hago lo que me ordena.
Repite el mismo procedimiento con el otro lado hasta que ambos brazos quedan fuera del jersey y así puede subírmelo hasta los hombros.
—Creo que parece una buena idea. Quizá tenga que probarla yo mismo.
No tengo ni idea de lo que está hablando, hasta que noto algo caliente, húmedo y pegajoso en mis pechos. Y entonces el dedo de Damien está de nuevo en mi boca y vuelvo a chupar el chocolate de su piel. Pero esta vez él hace lo mismo y mientras yo lo lamo, él también lo hace. Su boca está en mis pechos llenos de chocolate. Lame, chupa y con cada movimiento erótico, mi pezón se vuelve más y más duro, y mi aureola se contrae. Mi sexo también se tensa, excitado y deseoso, y fuertemente estimulado por la cuerda con la que juega Damien, sincronizando el tempo de sus suaves tirones con el ritmo de su boca en mi pecho.
Una y otra vez, la cuerda tira y se afloja, una suave fricción que me lleva al borde del precipicio.
Una y otra vez, su boca se burla y me provoca. Chupa, tira y muerde, sin demasiada fuerza pero lo suficiente como para que lo sienta. Lo suficiente para que esa intensa y suave sensación recorra todo mi cuerpo directamente hasta la cuerda que me atormenta con suavidad.
Una y otra vez, más y más, creciendo y creciendo hasta que, por fin, los temblores de mi cuerpo me llevan a un crescendo que me inunda como una ola.
Me dejo llevar, permitiendo que mis caderas se muevan mientras me deslizo por la cuerda y concentrándome en la sensación que me produce la boca de Damien en mi pecho. Es explosivo y brutal, y jadeo mientras aumenta y, entonces, me hundo cuando el placer se desvanece tras el inevitable fin de mi orgasmo y me quedo sonriendo en la luz embriagadora.
Lentamente, Damien lame el último trozo de chocolate de mi piel desnuda. A continuación, me ayuda a ponerme el jersey.
—Dime, Nikki —dice Damien con voz suave y seductora—. ¿Te ha gustado el postre?
—Por Dios, sí.
—¿Quieres más? —pregunta mientras me quita la venda de los ojos.
Parpadeo y respiro al verlo, mi guapo Damien, todavía con un trocito de chocolate en la comisura de sus labios. Me inclino y lo beso, utilizando la punta de la lengua para saborear las últimas gotas.
—No quiero más de lo mismo. —Respiro—. Ahora, lo único que quiero es a ti.