Damien anuda el extremo de la cuerda de tal manera que, básicamente, forma una especie de gargantilla con una cola muy larga que baja hasta mis pechos y mi sexo, y que luego vuelve a mis manos, que todavía permanecen atadas a la espalda por el otro extremo de la misma cuerda. Me muevo un poco. Estoy nerviosa y excitada, y también un poco incómoda.
Me observa de arriba abajo muy despacio.
—Me siento tentado a encargar otro retrato, señorita Fairchild. Me encantaría tenerla así todo el tiempo.
Sonrío con superioridad.
—¿Esto es una negociación, señor Stark? No me vendo barata, pero tratándose de alguien con un gusto tan refinado, estoy segura de que podríamos llegar a un acuerdo.
Se echa a reír y tengo que morderme el labio para no unirme a su carcajada.
—Nada me gustaría más que negociar con usted, pero me temo que no nos queda tiempo.
—¿Tiempo?
—Tenemos sitios a los que ir —dice—, y gente a la que ver.
«Oh». De repente, su advertencia de que me costaría no perder el control empieza a tener sentido.
Echo un vistazo a mi cuerpo, muy desnudo y muy atado.
—No voy vestida para la ocasión.
—Va tan bien vestida que la moral tradicional de nuestra sociedad no me permite sacarla así. Soy un hombre muy egoísta y no me interesa compartirla con el resto del mundo.
—Créame —digo con cierto tono de ironía—, tampoco me interesa que me comparta.
Mi mente vuelve al retrato, en el que estoy atada de forma muy parecida a como lo estoy ahora. Un cuadro enorme que colgará de la pared de una habitación destinada al ocio. En cierta forma, creo que Damien ya me ha compartido y que ya he consentido en ser compartida. Pero en el retrato soy anónima. Ha sido un término clave en nuestro acuerdo.
—Estoy realmente encantado de oírlo, señorita Fairchild. Sobre todo porque, como bien me ha recordado, es usted de mi exclusiva propiedad hasta la medianoche. Total y absolutamente mía para hacer lo que me plazca. ¿No es así?
—Sí.
—Para tocarla, provocarla y tentarla.
Mi cuerpo se tensa como respuesta a sus palabras, pero consigo asentir con la cabeza.
—Para castigarla y para alabarla.
—Damien…
Mi voz es franca y él me hace callar posando suavemente sus dedos sobre mis labios. Entonces me rodea muy despacio.
—Para vestirla, para alimentarla. Mía, Nikki —dice acariciando mi nuca con su aliento, con tanta intimidad como una mano en mi sexo.
—Mía para protegerla, mía para amarla.
Ha terminado de rodearme y ahora está frente a mí.
—Mía para gobernarla. Dígame, Nikki. Dígame lo que quiero oír.
—Soy suya —susurro.
Ansío sentir su tacto. Mi cuerpo está en tal grado de alerta que me siento embriagada, drogada por el dulce narcótico que supone Damien.
—Buena chica —murmura en un susurro casi inaudible.
Lentamente se vuelve a colocar detrás de mí. Giro la cabeza intentando verlo, pero no sé lo que está haciendo hasta que noto cómo afloja los nudos que mantienen atadas mis muñecas.
—Estoy sorprendida. Después de lo que ha dicho, no creía que me liberaría.
—¿Y quién dice que lo estoy haciendo? —dice con voz baja y sensual, y me abraza y acaricia—. Estoy cuidando de ti, Nikki. Total y absolutamente.
Cierro los ojos ante la expectativa. Detrás de mí, termina de deshacer los nudos. Suspiro y me froto las muñecas, algo insensibles tras tanto tiempo en la misma posición. Intento adivinar lo que Damien tiene planeado, pero es inútil. No tengo la más mínima idea y observo con impotencia cómo cruza la habitación hasta el armario donde se acumulan una selección de tops de diseño más amplia que la de Neiman Marcus, allí en Dallas. Escoge un jersey negro sin mangas de cuello vuelto y regresa a mi lado.
—Voy a vestirte —dice—. Levanta los brazos.
Obedezco. El nudo está flojo pero ajustado y no puedo negar que queda perfecto. Me llevo la mano al cuello, disfrutando de la libertad de movimiento y contenta al comprobar que el cuello alto y suelto tapa la cuerda que todavía cuelga entre mis pechos, bajo el jersey.
A continuación, coge una pequeña minifalda de cuero y yo, obediente, me la pongo con cuidado para no pisar la cuerda que todavía cuelga delante de mí y que Damien se asegura de ocultar debajo de la ropa.
—Damien —digo y, aunque intento que suene serio, no puedo ocultar la excitación que me provoca ese nombre.
—Silencio —responde.
Se coloca detrás de mí, imagino que para subirme la cremallera, pero, por el contrario, busca entre mis piernas la cuerda que cuelga y tira de ella. Una vez más, me estremezco al sentir el tacto de la seda sobre mi piel, extremadamente sensible. Tira de ella hacia arriba ocultándola bajo la falda, pero dejando un pequeño trozo engarzado en la cinturilla. Entonces, me sube la cremallera.
—No creo que eso aporte demasiado al conjunto —digo al ver por encima de mi hombro el destello del rojo que se asemeja a una cremallera exótica.
—Me permito disentir —replica, y enfatiza sus palabras con un lento aunque firme tirón de la cuerda.
Grito de placer y sorpresa. El roce simultáneo en mi sexo y mi trasero es más de lo que puedo soportar.
—Necesitas unos zapatos —dice con suavidad, esta vez cruzando a la zona de los estantes para zapatos.
Coge un par de sandalias negras de tiras con un tacón de ocho centímetros que no pasan desapercibidos.
—Estos valdrán —comenta—. Y por mucho que me guste que te pongas medias, prescindiremos de ellas esta noche.
Solo puedo asentir y sentarme en el banco de cuero blanco al que me lleva. Al hacerlo, la cuerda se tensa y estoy segura de que eso era justo lo que tenía pensado Damien.
Se arrodilla ante mí y coge mi pie. Tengo las rodillas separadas y, mientras me pone el zapato y abrocha la pequeña hebilla en torno a mi tobillo, levanta la mirada en busca de mis ojos para luego bajarla hacia la oscuridad de mis piernas entreabiertas. Excepto por una cuerda de seda roja, estoy totalmente desnuda bajo la falda. Desnuda y húmeda, y tan necesitada que quiero deslizar mis caderas como si le rogara en silencio que me toque. Que me tome.
Sin embargo, con Damien no tengo que suplicar. En cuanto abrocha la hebilla del otro zapato, me pone los pies en el suelo. Por culpa de los tacones, ahora mis rodillas sobresalen por encima del banco, lo que hace que mi falda también se suba un poco, permitiendo así que el hombre que hay delante de mí disfrute de una vista todavía mejor.
Suavemente, coloca la palma de su mano sobre mi rodilla desnuda. Entonces se inclina y recorre la sensible piel del interior de mi muslo derecho con sus labios. Tiemblo al sentir el contacto, y la presión de la cuerda hace que la sensación resulte todavía más erótica.
—Eres como una droga —dice Damien con voz suave, y su respiración sobre mi piel es tan seductora que tengo que cerrar los ojos y agarrarme con más fuerza al banco.
—No voy a tocarte… Todavía no. Pero no puedo negarme el sabor de tu piel.
—Sí —susurro. Es la única palabra que consigo pronunciar, pero también es la única que importa.
Sus manos dejan de presionar mis piernas mientras me besa suavemente el interior de los muslos.
—Arriba —ordena mientras empuja la falda.
Me levanto del banco y él aprovecha para subir la falda por encima de mi trasero desnudo, así que cuando me vuelvo a sentar, lo hago sobre el cálido banco de cuero. Sus manos siguen en mis caderas y su pulgar acaricia suavemente la peor de mis cicatrices, allí donde corté con demasiada profundidad y luego no quise ir a que me curaran en urgencias. Me hice un apaño con cinta adhesiva y pegamento. Sobreviví, pero me ha quedado esa horrible señal que me recuerda todo el daño emocional que puse en ella.
Entre mis piernas, los labios de Damien recorren otra cicatriz de enfado.
—Eres preciosa —murmura—. Fuerte, preciosa y mía.
Me estremezco y parpadeo para intentar no llorar. Espero sinceramente que tenga razón, pero sigo temiendo que mi fuerza sea como una goma elástica. Si tira demasiado, me romperé.
Pero no puedo preocuparme por eso ahora. No puedo pensar en otra cosa que en los labios de Damien recorriendo mi piel y en la presión de sus manos en mis piernas.
Con suavidad, aparta aún más mis muslos y yo obedezco voluntariamente, casi con desesperación. Lo necesito ahora, necesito perderme en sus manos, y Damien no me decepciona. Siento su respiración sobre mi sexo, y mi propia respiración se acelera, mi pecho sube y baja y mis pezones se endurecen bajo el jersey de punto.
Me provoca con su lengua acariciando la suave piel entre mis piernas y mi sexo. Cierro los ojos con fuerza e intento no retorcerme. Pero no puedo evitarlo y, cuando lo hago, esa maravillosa y detestable cuerda se desliza sobre mi húmedo centro. Estoy tan excitada que esa leve fricción basta para que una descarga eléctrica recorra mi cuerpo. Encojo los dedos de los pies dentro de los zapatos de tal forma que solo las puntas tocan el suelo y mis rodillas quedan todavía más altas. Quiero más, ayúdame, necesito más, y entonces, gracias a Dios, siento su lengua sobre mi clítoris y eso es todo lo que necesito. Me siento abrumada, reclinada, agarrándome con las manos al banco con tal fuerza que temo hundir el marco.
Me tiene embelesada con su boca dándome tanto placer, penetrándome con su lengua. El orgasmo que atormenta mi cuerpo parece eterno y cierro las piernas atrapando a Damien sin tener muy claro si lo hago porque quiero que no pare o porque no estoy segura de poder sobrevivir a tal avalancha de placer.
Siento su incipiente barba contra mis muslos y jadeo; me doy cuenta de que he estado aguantando la respiración. Me inclino hacia delante, recuperando el control de mis sentidos, y paso mis dedos por su pelo. No quiero que pare y, aun así, necesito que me rodee con sus brazos. Necesito tenerlo cerca y besarlo, y tiro de él bruscamente. Reclamo su boca con la mía y lo beso con intensidad, deleitándome con mi propio sabor en sus labios.
—Llévame a la cama —imploro unos segundos después.
Solo había saboreado a Damien una única vez y, como un refugiado muerto de hambre, estaba lejos de sentirme saciada.
—Por favor, llévame a la cama —repito.
—Todavía no —dice Damien con los ojos oscurecidos por la promesa—. Antes vamos a salir.
Me deslizo en el suave asiento de cuero del acompañante mientras Damien maniobra el elegante y veloz Bugatti Veyron por la autopista de la costa del Pacífico. Nunca lo ha mencionado, pero creo que, de todos los coches que tiene, este es su favorito. Desde luego, es el que más usamos e incluso he conseguido, por fin, memorizar la marca y el modelo. Ahora es «el Bugatti», no «ese coche de nombre impronunciable».
Damien sonríe y, obviamente, disfruta poniendo el coche a prueba mientras nos alejamos de Malibú en dirección a Dios sabe dónde. No me lo ha dicho y yo tampoco he preguntado. Adondequiera que vayamos, estoy segura de que será un lugar fabuloso, así que yo me dejo llevar, feliz mientras le observo. Damien Stark, mi sexy y juguetón multimillonario. Sonrío aún más. «Es mío», pienso. Eso es lo que él ha dicho de mí. Que soy suya.
Pero ¿realmente funciona también a la inversa? ¿Damien es mío? ¿Acaso puede un hombre como Damien Stark (un hombre celoso de su poder y aún más de sus secretos) pertenecer a alguien?
Aparta la atención de la carretera y levanta las cejas pensativo, creando dos surcos horizontales en su frente, hasta entonces perfecta.
—Un centavo por tus pensamientos —dice.
Me esfuerzo por esbozar una sonrisa que borre mis preocupaciones.
—Desconozco sus balances, señor Stark, pero estoy segura de que usted vale mucho más de un centavo.
—Me siento halagado.
—¿Por mi estimación de su valor?
—Porque estuvieras pensando en mí —dice apartando sus ojos de la carretera el tiempo suficiente como para encontrarse con los míos—. Aunque supongo que no debería asombrarme. No pasa un minuto sin que yo piense en ti.
Sus palabras suenan tan suaves como el whisky e igual de embriagadoras.
—Incluso al módico precio de un centavo, si tuviera que pagar cada vez que pensara en ti, mi fortuna ya se habría evaporado —concluye.
—Oh.
Mi sonrisa es dulce, ridícula y estúpidamente tímida. Acababa de borrar de un plumazo, de esa forma tan propia de Damien Stark, todas mis preocupaciones.
—Entonces no te cobraré. No me gustaría verte arruinado.
Esbozo una sonrisa pícara mientras me acurruco en el suave asiento de cuero.
—Además, me gustan demasiado tus coches —continúo.
—Imagino que hacen más llevadero el aguantarme.
—Oh, sí, por supuesto —digo—. Los coches, la ropa, el avión privado…
Empiezo a contar con los dedos.
—¿Los paparazzi? —pregunta mirándome e, incluso en ese breve contacto visual, puedo percibir preocupación en su rostro.
Hago una mueca.
—A veces me dan ganas de sacar mi Leica y hacerles fotos a ellos. Así sabrían lo que se siente —señalo frunciendo el ceño—. Por otra parte, me encanta la cámara.
Pienso en aquel día en el que Damien me sorprendió con ella después de decirle que me encantaría hacer mis pinitos en fotografía.
—No quiero ensuciarla sacándoles fotos —digo como si tuviera mal sabor de boca.
—Además —añade Damien—, ningún tabloide pagaría por una foto de ellos. Te prefieren a ti. Y por eso, por mi culpa, has perdido parte de privacidad.
Me muevo en el asiento para poder mirarlo directamente. ¿Es este el motivo de su preocupación? ¿Trataba sobre eso la llamada telefónica? ¿Lo había llamado su abogado para avisarle de que aparecerían nuevas fotos nuestras en las portadas de media docena de revistas la semana siguiente? Mentalmente, me retrotraigo a la semana pasada, intentando averiguar qué imagen podría ser tan perturbadora como para causarle semejante consternación.
Los tabloides ya tenían como una docena de fotos mías en bañador, cortesía de varios concursos de belleza en los que había participado a lo largo de los años. Verme expuesta así en la primera línea de caja en el supermercado había sido una experiencia bastante desagradable, pero después de respirar hondo como un millón de veces, me acordé de que muchos de esos concursos habían estado abiertos al público e incluso, al menos dos de ellos, habían sido televisados.
No se me ocurre nada más perturbador que pudiera publicarse sobre mí o sobre nosotros dos. Desde luego no hay nada que Damien y yo hayamos hecho en público que mi madre no pueda ver. Y en cuanto al ámbito privado, bueno, si los paparazzi tienen fotos de nuestro ámbito privado, tendrán que echarle mucho valor para publicarlas y hacer frente a la cólera de Damien.
«Pero también está el balcón de la casa de Malibú».
Había posado desnuda y maniatada durante días delante de esa puerta abierta y, aunque la propiedad de Damien se extiende a lo largo de varios kilómetros y que la playa que hay a lo lejos es privada, es bastante probable que un fotógrafo con recursos pudiera…
Ni siquiera me atrevo a pensarlo. Una sensación de miedo me invade, tan real que, de repente, siento náuseas. Un sudor frío parece haberse apoderado de mí.
—No tienen nada nuevo, ¿no? —digo intentando conservar la calma.
Puedo soportar la atención que conlleva ser la novia de Damien, pero ¿imágenes mías, desnuda, en la prensa y en internet? «Oh, Dios mío…»
—No es que hayan dado un paso más allá, ¿no? Es decir, no han utilizado una lente de largo alcance enfocada hacia el balcón, ¿verdad?
—Gracias a Dios, no.
Su respuesta es tan rápida y parece tan sorprendido que tengo claro que no se trata de eso.
Me relajo y recupero el control.
—Bien —digo—. Creí que…
Hago una pausa porque necesito coger aire. Me descubro clavándome las uñas en las rodillas, así que aflojo las manos y hago un esfuerzo por relajarme. No necesito sentir dolor para superar esto. De hecho, no hay nada que superar excepto el miedo. Y, además, tengo a Damien para aferrarme a él.
—¿Nikki?
Cuando hablo, mi voz suena normal.
—Como sacaste el tema de los paparazzi, pensé que la llamada había sido sobre eso.
—¿Llamada?
—La de antes —digo—. En la casa. Parecías molesto.
Abre los ojos en un auténtico gesto de sorpresa.
—¿Ah, sí?
Levanto un hombro en señal de concesión.
—No creo que Blaine se diera cuenta, pero yo te conozco.
—Sí —admite—. Parece que sí me conoces. Pero no, esa llamada no ha tenido nada que ver con esos buitres.
Casi puedo ver una neblina roja de ira alrededor de Damien, pero no sé si está enfadado con la persona que lo llamó o conmigo.
Me aclaro la garganta y sigo hablando como si no hubiera dicho nada.
—Además —continúo—, los paparazzi no son una de tus propiedades, sino más bien una plaga. No me gustan, pero estoy aprendiendo a vivir con ellos.
Me mira y percibo una expresión de preocupación. Era mucho esperar que Damien no se hubiera percatado de mi pequeño ataque de nervios. Si algo tengo claro es que se da cuenta de todo.
—De verdad —digo y lo hago con total sinceridad. Mientras nadie tenga una foto mía desnuda hecha con una lente de largo alcance, todo irá bien—. Son como las hormigas coloradas de Texas. Se arremolinan alrededor, pero el truco es no ponerse en medio. Y si te muerden, su picadura se va rápido. —Lo digo con tanta firmeza que casi me lo creo—. Además, tu hotel de Santa Bárbara y tu ático hacen que todo merezca la pena.
Guarda silencio durante tanto tiempo que estoy segura de que mi táctica para cambiar de tema ha resultado del todo fallida.
—Y no te olvides de la casa de Hawái —dice, por fin.
Suspiro aliviada.
—Ah, pero ¿tienes una casa en Hawái?
—Y un apartamento en París.
—Oh, lo que quieres es que se me caiga la baba.
—¿Y he mencionado que Stark International tiene varias filiales en el sector de la alimentación, así como una importante participación en una empresa que produce bombones suizos de lujo?
Cruzo los brazos. Si esto es «Juguemos a enumerar todas las posesiones de Stark», podemos pasarnos horas.
—¿Eres consciente de que el hecho de que nunca me hayas ofrecido uno de esos bombones puede hacer que te guarde rencor durante, al menos, dos semanas?
—¿Dos semanas? —dice con la mano en el botón del volante que controla los altavoces—. Y usted, señorita Fairchild, ¿va a aguantar todo ese tiempo sin sexo?
Gruño de forma poco femenina.
—A duras penas. Además, la idea es castigarte a ti, no a mí misma.
—Ya veo —dice apartando la mano del botón—. Entonces no es necesario molestar a Sylvia a estas horas. Le diré que pida tus bombones mañana por la mañana.
Me río.
—Ahora mismo, esos bombones encabezan mi lista de tus activos, pero también estoy muy impresionada por tu fabuloso buen gusto a la hora de escoger restaurante. Por cierto, eso es una pista.
—Aplaudo tu sutileza.
—Lo intento.
—Y por ello te recompensaré diciéndote que ya casi hemos llegado.
—¿De verdad?
Había estado ignorando todo lo que rodeaba al coche, pero ahora miro por la ventanilla del acompañante. Llevamos en la carretera casi media hora, con el oscuro Pacífico y sus olas mecidas por la luna rompiendo a mi derecha mientras avanzamos en dirección sur. Ahora veo que hemos llegado a Santa Mónica y, tras unos cuantos giros y semáforos, estamos en Ocean Avenue, entre Santa Mónica y Arizona.
Damien se detiene frente a un elegante edificio blanco y, hasta donde puedo ver, solo se aprecian amplias curvas y ningún ángulo pronunciado. Tiene varias plantas y está casi a oscuras, pero cuando me acerco a la ventana y miro hacia arriba, veo que el último piso está bastante iluminado.
Hay un puesto de aparcacoches cerca y un chico no mucho más joven que Damien viene corriendo hasta mi puerta. Damien, a toda prisa, pulsa el botón que activa los seguros del coche. Lo miro con curiosidad, pero no me da ninguna explicación y se limita a salir y rodear el Bugatti hasta donde el aparcacoches espera en vano.
Me impresionan las diferencias entre ambos hombres. Supongo que el aparcacoches debe de tener unos veintiséis años, solo dos más que yo y cuatro menos que Damien. Sin embargo, Damien parece tan seguro de sí mismo que aparenta no tener edad. Como un héroe mitológico, sus tribulaciones lo han endurecido, dándole una seguridad tan atractiva y sexy que casi eclipsa la belleza física del hombre.
A los treinta, Damien ya ha conquistado el mundo. El aparcacoches, que ahora parece confundido al no tener ninguna puerta que abrir, probablemente tenga problemas para pagar el alquiler. No me siento mal por él, es como muchos de los jóvenes de Los Ángeles. Aspirantes a actores, escritores o modelos que llegaron a esta ciudad con la esperanza de triunfar. Aquí la excepción es Damien. Él no necesita esta ciudad; solo se necesita a sí mismo.
Una vez más, vuelvo a sentir esa desagradable punzada en el corazón porque, si mis divagaciones son ciertas, ¿qué dice eso de mí? Sé que me desea, veo el anhelo en sus ojos cada vez que lo miro, pero necesito a Damien tanto como el aire que respiro y, a veces, tengo miedo de que, aunque nuestra pasión es mutua, la necesidad solo sea mía.
Mis pensamientos melancólicos se evaporan cuando Damien abre la puerta y veo que me sonríe, y aprieta la mandíbula en un gesto protector tan feroz que no logro reprimir un suspiro. Me ofrece su mano para ayudarme a salir del automóvil, con su cuerpo colocado de tal forma que es imposible que el aparcacoches pueda ver nada inapropiado, a pesar de mis intentos fallidos de salir con recato de un vehículo tan sumamente bajo.
Gracias a Dios, puedo realizar la maniobra con éxito y Damien suelta mi mano para después rodearme la cintura con su brazo. Es verano, pero estando tan cerca de la playa el aire resulta fresco, así que me pego a él para aprovecharme de su calor. Damien le lanza las llaves al aparcacoches, que parece a punto de llorar de alegría al poder ponerse al volante de un coche tan excepcional.
—Déjame adivinar —digo mientras esperamos a que el chico, bastante incompetente, entregue el tíquet a Damien—. Eres el dueño del edificio.
Lo observo mientras hablamos. Solo la entrada está bien iluminada y, entre las sombras, veo grupos de personas. Parejas hablando. Hombres vistiendo desde bañadores hasta trajes de chaqueta. Supongo que es normal. Al fin y al cabo, la playa está al otro lado de la calle.
—¿Este edificio? No, aunque quizá haga una oferta si sale a la venta. En estos momentos, es un complejo de oficinas, pero con esta ubicación podría convertirse fácilmente en un hotel. Conservaría el restaurante de la azotea, y no solo porque sea amigo del propietario.
El aparcacoches le entrega a Damien el tíquet y, por primera vez, veo el nombre del restaurante.
—¿Le Caquelon? —pregunto mientras nos dirigimos a la puerta—. No había oído hablar de él.
—Es excelente. Tiene unas vistas maravillosas y una comida aún mejor —dice con una sonrisa de lobo mientras me recorre con su mirada de arriba abajo—. Y las mesas son muy, muy privadas.
—Oh.
Trago saliva porque ahí está: ese sonido sensual que es Damien. Eso me hace pasar en un segundo de la calma y la serenidad a una creciente necesidad carnal y sexual. «Voy a hacer que te corras», me dijo, y, Dios mío, espero que cumpla su promesa.
Me aclaro la garganta e intento calmarme y bajar las pulsaciones. Estoy segura de que puede notar el latido de mi corazón.
—¿Y qué significa el nombre? —pregunto.
Antes de que pueda responder, los grupos se separan y parecen apiñarse. De pronto las luces estroboscópicas de las cámaras destellan y los buitres gritan sus preguntas. Ha pasado tan deprisa que no me ha dado tiempo ni a pensar. Automáticamente borro toda expresión de mi cara y esbozo una pequeña sonrisa. Durante muchos años, me he escondido tras una máscara producto de la práctica. La Nikki social, la Nikki hija, la Nikki de pasarela.
Ahora soy la Nikki pública.
Damien aprieta su mano en torno a mi cintura y aunque no dice nada, siento cómo la tensión crece dentro de él.
—Camina —susurra—. Todo lo que tenemos que hacer es entrar.
Dentro, como su abogado Charles me había explicado, estábamos a salvo en una propiedad privada.
—¡Nikki! —grita una voz que destaca de entre la muchedumbre y que me resulta tan familiar que quiero darme la vuelta. Sin embargo, no reacciono y sigo mirando al frente, revelando únicamente mi pequeña sonrisa pública.
—Las fotos que salieron la semana pasada del concurso de bañadores de Miss Texas se ha extendido como un virus. ¿Es verdad que las ha filtrado para promocionar su nueva carrera como modelo?
En mi mente, me imagino apretando mi mano en un puño, clavándome las uñas en la carne.
—¿Y qué me puede decir de la televisión? ¿Es verdad que va a protagonizar un nuevo reality el año que viene?
No, nada de puños. Tengo una cuchilla de afeitar, y esa dura y afilada lámina de acero recorre mi piel, un dolor frío al que poder agarrarme.
«No».
Aparto el pensamiento de las cuchillas y el dolor de la cabeza. Me enfurece que estos parásitos sean un catalizador de mis debilidades. No merece la pena que malgaste mi tiempo con ellos, y mucho menos mi dolor.
—Nikki, ¿qué se siente al haber atrapado a uno de los solteros más cotizados del mundo?
Respiro profundamente mientras la mano de Damien me aprieta aún más la cintura, acercándome más a él. Damien. No necesito el dolor, no. No son nada, nada. Estoy centrada y tengo a Damien aquí para ayudarme.
—¡Señor Stark! ¿Tiene algo que decir sobre los rumores que aseguran que se ha negado a ir a la inauguración del club de tenis el viernes que viene?
Por un momento, creo que Damien va a tropezar, pero seguimos avanzando y la puerta se abre ante nosotros. Un hombre que aparenta más de dos metros de altura aparece de repente flanqueado por otros dos hombres trajeados que se nos colocan a ambos lados. Los tres forman una barrera triangular y nos movemos como una flecha a través de la multitud hasta el otro lado del umbral, a un lugar seguro.
En cuanto la puerta se cierra a nuestras espaldas, mi pecho se relaja y mi respiración se ralentiza. Damien deja de rodearme con el brazo, pero entrelaza sus dedos con los míos. Me mira con una pregunta clara en su mirada.
—Estoy bien —digo mientras corremos hacia el ascensor—. De verdad.
El hombre alto, Damien y yo entramos en la cabina del ascensor, mientras que los otros dos se quedan fuera, posiblemente para asegurarse de que ninguno de los buitres intenta entrar en el restaurante alegando que quiere cenar. Cuando se cierra la puerta, miro a Damien. Sus ojos brillan de pura furia, pero bajo ella se intuye una preocupación por mí tan poderosa que casi se me saltan las lágrimas.
Poco a poco, levanta mi mano y me besa la palma con suavidad y dulzura.
—Lo siento muchísimo —dice el gigante con un acento que no consigo ubicar—. Un ayudante de camarero vio la reserva. Parece que esperaba sacar algo más que unas propinas esta noche.
—Lo entiendo —responde Damien.
Su tono es bastante neutro, pero con cierta tensión, y me aprieta aún más la mano. No creo ser la única que se da cuenta de que Damien se está esforzando por controlar ese temperamento que le hizo tan famoso en sus tiempos de tenista. De hecho, ese temperamento fue el causante de la lesión que lo dejó con un ojo de cada color.
—Me gustaría hablar con ese jovencito —apostilla.
—Ya lo he despedido —replica el hombre alto—. Se le ha acompañado a la puerta justo en el momento en el que he venido a ayudarte a ti y a la señorita.
—Bien —dice Damien, y yo estoy de acuerdo, porque teniendo en cuenta la ira que veo reflejada en la cara de Damien, si el chico llega a estar todavía en el edificio, debería haberse preocupado seriamente.