17

El zumbido agudo del timbre de una puerta me despierta con un sobresalto. Me incorporo, confusa. Ni siquiera sabía que los hoteles tuvieran timbres, pero al parecer, las suites de los ejecutivos que son más ricos que Midas sí que los tienen, porque sin duda se trata de un timbre, y está claro que nadie abre la puerta.

—¿Damien?

Espero que su respuesta me llegue desde el cuarto de baño, y cuando no lo hace, salgo de debajo de la colcha y me pongo en pie. Tengo el cuerpo relajado y dolorido al mismo tiempo, como si no supiera cómo sentirse después de la aventura de la noche anterior.

Otro timbrazo me sobresalta, pero a este le sigue una voz.

—¡Servicio de habitaciones! —anuncia.

La posibilidad de un café me activa.

—¡Un momento! —respondo, y luego miro a mi alrededor en busca de algo que ponerme. Veo un albornoz doblado con cuidado sobre el respaldo de una silla, lo que es apropiado si tenemos en cuenta el estado de mi vestido. Damien me lo ha dejado ahí, por supuesto. Pero ¿dónde demonios está él?

Me apresuro a salir del dormitorio para cruzar la zona del comedor y llegar hasta la puerta. Aunque el camarero debe de llevar esperando por lo menos cinco minutos, no está alterado en lo más mínimo.

—Buenos días, señora —me saluda mientras empuja el carrito y empieza a distribuir el desayuno sobre la mesa del comedor, que ya está limpia. Damien ha estado muy ocupado esta mañana.

El camarero va destapando cada plato a medida que los pasa del carrito a la mesa, y me doy cuenta de que estoy desfallecida. Hay café, zumo de naranja, huevos, tostadas, un gofre, fruta y suficiente beicon como para alimentar a un pequeño ejército. Pero no hay platos ni tazas como para un ejército. De hecho, solo hay una taza de café, un vaso para el zumo y solo un juego de cubiertos de plata envueltos en una servilleta de hilo negro.

Quizá estoy un poco lenta esta mañana, pero por fin me doy cuenta de lo que pasa: Damien se ha escapado.

—¿Desea algo más?

—No, gracias. ¿Necesito firmar un recibo o algo así?

—No, señora, pero tengo esto para usted. —Se lleva una mano al bolsillo de la chaqueta y saca un pequeño sobre, que me entrega—. El señor Stark pidió que se lo entregáramos con el desayuno.

—Ah. —Tomo la nota, sorprendida pero encantada—. Gracias.

Me quedo con el sobre en la mano hasta que se marcha. Es papel de lino grueso, y el membrete del hotel está estampado en relieve en la solapa. Está cerrado, y utilizo el cuchillo para cortar el borde. Saco una pequeña hoja del mismo tipo de papel. Cuando la desdoblo, veo la caligrafía pulcra y precisa de Damien.

Mi querida señorita Fairchild:

Disfrute de su desayuno. Si prefieres otra cosa, solo tienes que llamar al servicio de habitaciones. No sabía lo que te apetecía. Yo me levanté con ganas de ti, pero tenías un aspecto tan dulce que preferí dejarte dormir. Tengo que estar en San Diego a las seis de la mañana para un desayuno de negocios con un socio problemático, pero volveré a Los Ángeles a las once. Quédate en la habitación. Compra en la tienda de regalos. Utiliza el spa. Haz lo que quieras.

Te veré dentro de pocas horas, y el resto del domingo será para nosotros. Espero impaciente nuestro próximo encuentro delicioso.

Por cierto, debo confesar que nunca he seducido a una mujer atractiva en el bar de un hotel. Después de conocerte, me pregunto cuántas oportunidades habré desaprovechado todos estos años…

Te veo luego. Hasta entonces, imagíname tocándote.

Tuyo,

DAMIEN

P.D.: Te sugiero que te pongas otra cosa que no sea ese vestido azul roto. Échale un vistazo al armario.

Sonrío tanto que me duele. Me llevo la carta al pecho y suspiro. Luego me dejo caer en la cama y recuerdo cada momento libidinoso de la noche anterior. Después paso la mañana haciendo lo que Damien me ha sugerido. Hay un vestido sin mangas con un estampado floral junto a un bonito par de sandalias Yellow Box. Me lo pongo todo para bajar al spa y someterme a una sesión completa de manicura y pedicura. En cuanto tengo las uñas secas, bajo al vestíbulo y compro un par de camisetas enormes para mí y para Damien con el escudo de Beverly Hills, y dos gorras de béisbol a juego.

Después de eso, me siento al lado de la piscina con una revista y me tomo un par de bloody Mary y leo todo lo posible sobre los últimos caprichos de los famosos en lo que sin duda resultará ser un intento inútil de impresionar a Jamie con mi conocimiento sobre Hollywood. En la revista solo se ve una pequeña foto en la que salimos Damien y yo, y decido de inmediato que esta publicación en concreto es un millón de veces más responsable que sus competidoras.

A las once todavía no sé nada de Damien, así que regreso a la habitación para esperarle. El vodka se me sube a la cabeza y supongo que me duermo, porque lo siguiente que noto es que el colchón se mueve. Abro los ojos y delante de mí tengo la visión más atractiva que se puede tener.

—Hola —le saludo.

—Hola a ti también. ¿Qué has hecho hoy, de momento?

—Muy poco —admito—. Ha sido magnífico.

—¿Te importaría que saliéramos? Hay un sitio al que quiero llevarte.

—¿Sí? ¿Dónde?

—A patinar por la playa de Venice —me responde, y me echo a reír… hasta que me doy cuenta de que me lo dice en serio.

—¿De verdad?

—Es divertido. ¿Lo has hecho alguna vez?

Confieso que no, y Damien me contesta que ya va siendo hora de que eso cambie.

—En ese caso, tengo los complementos perfectos. —Desenvuelvo las camisetas y las gorras. Me pongo una de las camisetas sobre el vestido y meto todo el cabello debajo de una gorra—. Cuanto más nos parezcamos a un turista, menos reconocibles seremos.

—Por no mencionar que estás tremendamente preciosa.

Me miro en el espejo de cuerpo entero y decido que podría ser peor. No soy un ejemplo de moda, pero parezco una turista dispuesta a pasar una relajada tarde de domingo.

Damien, por supuesto, está tan sexy que debe de ser pecado, con la camiseta gris que se le ajusta al cuerpo y la gorra de béisbol negra que resalta su mandíbula esculpida y su magnífica sonrisa.

Tiene una mochila de cuero y me pide que le pase mi cartera y el móvil.

—Deja todo lo demás.

—¿No tenemos que dejar libre la habitación?

—Es mi habitación. Bueno, de la compañía —me explica—. La tenemos reservada de forma permanente para los clientes y los ejecutivos que nos visitan y que no son de la ciudad.

«No es un mal arreglo», pienso mientras bajamos a la caseta del aparcacoches. No tardamos en estar montados en el Jaguar y en dirigirnos hacia el oeste por la avenida de Santa Mónica.

Damien conoce bien las calles secundarias de Venice, y pronto deja el coche aparcado en un garaje con vigilancia y a nosotros sentados en un banco poniéndonos el equipo, los patines, los cascos y las rodilleras.

Veinte minutos después, estamos otra vez sentados en el banco para quitarnos todo y devolverlo al puesto de alquiler.

—Ya te dije que era muy mala —me disculpo.

—Sí que eres bastante mala —reconoce—. No tengo muy claro cómo alguien tan grácil puede carecer por completo de equilibrio.

—Tengo equilibrio. Pero no en estos cacharros de ruedas diminutas puestas en fila. ¿Qué te parece ir en bici?

Me mira sin parecer convencido.

Inclino la cabeza a un lado y levanto las cejas.

—Sí. Sé montar en bici.

Encontramos otro puesto de alquiler y paso las dos horas siguientes demostrándole que conservo esa habilidad de la infancia. Aunque, para ser sincera, en realidad no tiene nada que ver con esa época. Mi madre estaba demasiado preocupada por los posibles moratones y arañazos, así que no aprendí a montar en bici hasta que fui a la universidad.

—Otra parte perdida de tu infancia —me responde Damien cuando se lo cuento.

—No importa. Prefiero un día paseando en bici contigo por la playa que todo un verano de mi niñez.

—Por decirme eso te voy a comprar un helado.

Dejamos las bicis al lado del puesto de helados de color azul intenso y pedimos dos conos de una sola bola con virutas de chocolate encima. Luego guardamos las sandalias en la mochila de Damien y paseamos por la orilla. Como estamos en el Pacífico, el agua está helada incluso en verano, y me sorprende que la gente que está bañándose no se haya vuelto azul por el frío.

Caminamos entre las olas que se acercan hasta la orilla y dejamos que la arena se deslice entre los dedos de los pies cogidos de la mano y comiéndonos el helado. Una chica juega a tirarle un palo a su perro, grande y de color amarillo, y le cuento a Damien que siempre quise tener un cachorro, pero ¡sorpresa!, mi madre siempre se negó. Él me cuenta que un día llevó a casa un labrador abandonado en la calle, pero que su padre no le dejó quedárselo.

—Si tenemos en cuenta lo mucho que viajaba, probablemente fue lo mejor —admite Damien—. El pobre perro habría acabado encerrado todo el tiempo.

—Pero ¿acaso era esa la cuestión? Le decías a tu padre que querías el perro porque querías dejar el circuito de competiciones y el tenis. Querías quedarte en casa. Querías el perro. No querías viajar.

Damien me mira con una expresión curiosa en los ojos.

—Sí. Era eso exactamente —me confirma.

—¿Tuviste alguna vez un perro? Me refiero a una vez que dejaste el tenis y te convertiste en el señor Finanzas.

—No. —Frunce el ceño—. No, nunca lo he tenido. —Señala con un gesto burlón a la chica—. ¿Crees que me vendería el suyo?

—No lo creo.

Volvemos a las bicis y nos dirigimos en dirección opuesta, hacia Santa Mónica. Nos lo tomamos con calma y contemplamos a los turistas y a los habitantes del lugar que charlan y disfrutan del día. Cuando llegamos al centro comercial, aseguramos las bicis con los candados y recorremos paseando el Promenade hacia el Coffee Bean & Tea Leaf. Una vez aprovisionados con un par de cafés moca helados, seguimos paseando por la calle comercial hasta que Damien me dice que tiene ganas de una comida de verdad, y que ha llegado la hora de invitarme a cenar.

Sugiere The Ivy, pero hasta yo sé que es un lugar donde vas a ver y a que te vean.

—Para empezar, no creo que nos dejen entrar así vestidos, y además, no me parece que sea el mejor sitio para esquivar a los paparazzi.

—Entonces tendremos que comer pizza en porciones —me responde, y acabamos comiendo trozos de pizza pepperoni en una mesa de metal diminuta.

—Es imposible que The Ivy sea mejor que esto —le digo, y en este momento, hoy, con este hombre, lo digo muy en serio.

Miro al cielo cuando acabamos la pizza.

—Se está haciendo de noche. ¿No deberíamos devolver las bicis?

—Pronto. Quiero enseñarte algo.

Lo que quiere enseñarme es el Pier, el muelle de recreo, aunque le digo que ya lo he visitado antes.

—Pero ¿has montado en la noria?

—No. ¿Ahí es donde vamos?

—Soy un hombre misterioso, ¿recuerdas? No puedo revelar mis secretos.

—Me tomaré eso como un sí.

—Esa es una de las cosas que más admiro en ti: tu agudo intelecto.

Sonrío mientras recorremos caminando el resto del trayecto y después nos ponemos en la cola. Es sorprendentemente corta, y solo tenemos que esperar dos tandas de pasajeros antes de que nos indiquen cuál es nuestra cabina. Luego el encargado cierra la puerta y nos ponemos en movimiento.

Me río de tanto como disfruto. No solo no me he subido a esta noria. No me he subido a ninguna. Se mueve con lentitud, pero la cabina oscila mucho, lo que sería preocupante si no fuera porque tengo a Damien a mi lado, rodeándome con un brazo. Y ahora, cuando la cabina llega al punto más alto, Damien se agacha hacia la mochila que ha dejado a nuestros pies.

—¿Qué haces? ¡No me sueltes! —le grito.

Miro a nuestro alrededor, al mundo que nos rodea. El sol ya se ha puesto, y las luces del muelle brillan. Tengo la sensación de que nos encontramos en mitad de un país de ensueño. De hecho, en una parte demasiado alta de un país de ensueño.

—¿Por qué nos paramos? —le pregunto.

—Están subiendo y bajando pasajeros en la parte baja —me explica Damien.

Se ha incorporado y tiene en cada mano un par de regalos envueltos. Uno tiene el tamaño de una baraja de cartas. El otro es un poco más grande, del tamaño de un lector externo de DVD.

—¿Me has traído regalos?

—Sí.

Me quedo sin palabras.

—Yo no te he traído nada.

Me señala la gorra y la camiseta.

—Las cargué a la habitación.

—Lo que cuenta es la intención. Pero si no quieres los regalos…

Se inclina y finge que los va a guardar.

—No, no. Está bien.

Nos sonreímos.

—Primero el pequeño —me dice mientras me lo entrega.

La noria empieza a moverse de nuevo. Quito con cuidado el papel de regalo y dejo al descubierto una pequeña caja dorada. Cuando levanto la tapa, veo cuatro trufas de chocolate dentro.

—Ya has probado la fondue, pero nuestra especialidad son las trufas.

—¿Son de tu compañía? ¿La que está en Suiza?

—Ya te dije que haría que Sylvia pidiera unas cuantas para que las degustaras.

No puedo evitar sonreír de oreja a oreja mientras saco una de las trufas.

—¿Quieres probarlas?

Niega con la cabeza.

—Son todas para ti.

Tomo un bocado y gimo de placer. Probablemente son el equivalente al nirvana, pero en chocolate.

Termino la trufa y le devuelvo la caja para que la guarde en la mochila.

—Gracias. Siempre logras sorprenderme.

—¿Porque te he comprado chocolate?

—Sí —le respondo con sinceridad—. Por eso y por muchas cosas más.

Me besa con suavidad y después me entrega el otro paquete.

—Ahora este.

Lo desenvuelvo con cuidado y se me escapa una exclamación de asombro cuando veo qué es: un marco antiguo de latón con una fotografía impresionante de nosotros dos vestidos de etiqueta. Damien me había llevado a la ópera esa noche, y los paparazzi nos rodearon por todos lados. La foto apareció en la prensa, tengo una copia en mi archivo de recortes. Pero esta parece la original.

—Damien, es maravilloso —le susurro. No puedo apartar la mirada de esa imagen en la que estamos juntos—. ¿Cómo has conseguido esta foto?

—Llamé al periódico y les compré una copia. Estás especialmente hermosa en esa foto. Supongo que eso quiere decir que los paparazzi sirven para algo.

—Yo no diría tanto —contesto al mismo tiempo que frunzo la nariz—. Pero esto es algo que siempre guardaré.

La emoción me asfixia. He estado al lado de Damien cientos de veces, y hay como mínimo el mismo número de fotografías en los periódicos y en las páginas de internet, pero esto, una foto en un marco, transmite una sensación de permanencia, de realidad. Da la sensación de que es el futuro.

Parpadeo porque de repente me siento al borde de las lágrimas, pero también muy feliz.

—Pensé que podrías ponerlo en tu mesa de trabajo.

—Lo haré —le aseguro—. Así podré vernos todos los días.

La noria se detiene de nuevo, pero no me importa. Me llevo el marco al pecho con una mano y me inclino sobre Damien.

—Es el mejor regalo que me han hecho jamás —y lo digo muy en serio—. Además, ha sido un día maravilloso.

El lunes por la mañana en Innovative, Trish deja caer encima de mi mesa un kilo de papeles, en los que escribo mi dirección y firmo con mi nombre hasta que estoy segura de que me va a dar un calambre tremendo en la mano y que hará falta cirugía para recuperarme. Después de eso me da una vuelta por la oficina y me presenta a todo el mundo. Sonrío, asiento y finjo que voy a conseguir recordar todos los nombres. Ya he hecho ese recorrido antes, pero es agradable ver el lugar desde la óptica de un empleado. Terminamos en mi oficina, un pequeño espacio situado en la esquina sur con una vista al edificio del aparcamiento.

Pero es toda para mí.

Bruce entra cuando todavía estoy organizando la mesa.

—Bienvenida a tu segundo día. ¿Lo tienes todo?

—Lo único que me falta es el acceso a la red y ya estaré lista. —Miro el móvil para comprobar la hora—. Carla me ha dicho que me habrá incluido en el sistema dentro de la próxima hora, así que supongo que no tardará en ser oficial.

Bruce asiente y luego me da el resumen de lo que tengo que hacer hoy, que se reduce a unas cuantas reuniones internas y a que me familiarice con los diferentes productos de la compañía. Para cuando termine el día conoceré a mi equipo y tendré el puñado de productos de los que debo encargarme. Tengo mucho que aprender, tanto sobre las especificaciones de los productos como de los nombres del personal, pero, en general, me gusta el plan del día.

Bruce se pone en pie.

—Sé que prometí que el primer día comeríamos juntos, pero resulta que tengo una reunión con mi abogado. ¿Te importa que lo dejemos para otro momento?

—No te preocupes. Para serte sincera, estoy impaciente por leerme todo esto.

Parece aliviado, y le muestro mi mejor sonrisa de empleada cooperativa. Un instante después le cambia la expresión, y temo que mi sonrisa no haya conseguido el efecto deseado. Pero Bruce ya no está pensando en el trabajo.

—Creo que debería disculparme otra vez por lo que pasó el sábado por la noche.

—No —le respondo de inmediato porque lo cierto es que no quiero volver a eso—. No es necesario. De verdad.

Me mira fijamente, y luego asiente despacio.

—Bueno, solo espero que no fuera ese el motivo por el que Damien y tú os marchasteis tan pronto.

No puedo evitar ruborizarme.

—No lo fue. Y, por favor, dile a Giselle que no pasa nada. Te prometo que no estoy disgustada.

Su rostro se ensombrece.

—Se lo diré si la veo —me responde, y me quedo preguntándome cómo puedo cambiar de conversación, porque está claro que he tocado un tema que le resulta desagradable. Pero resulta que es Bruce quien cambia de asunto. Me deja encima de la mesa un ejemplar de Tech World Today—. ¿Has leído el número de esta semana?

No lo he leído, pero reconozco de inmediato la imagen de la portada del periódico un tanto sensacionalista. Es el logotipo de una compañía israelí sobreimpreso encima de una captura de pantalla de un programa muy avanzado de imágenes en tres dimensiones. Leo con rapidez el artículo y luego miro a Bruce.

—Hace cierto tiempo que se está trabajando en esto. Por lo que parece, han superado la fase de pruebas beta antes de lo que se esperaban.

—He oído decir por ahí que estabas trabajando en algo parecido en C-Squared —me comenta refiriéndose a la compañía de Carl.

—Es verdad —le confirmo. Luego decido lanzarme y contarle toda la verdad sobre lo que ocurrió. Me fastidia, pero no fui yo quien hizo nada malo—. Estaba en el equipo que le ofreció el producto de C-Squared a Damien.

—¿Fue así como os conocisteis?

—No. En realidad, ya nos habían presentado hacía unos cuantos años en Texas. Nos volvimos a ver en una de las fiestas de Evelyn. —No le menciono que Carl me llevó a la fiesta con la intención de que llamara la atención de Damien Stark. Fue la primera pista que tuve de que Carl era un gilipollas. Le siguieron otras muchas, y en rápida sucesión—. Lo cierto es que la presentación del producto fue genial, pero Damien se negó a invertir porque ya sabía que existía este producto israelí, aunque no nos lo dijo. Para entonces, él y yo ya habíamos empezado a salir.

Me ruborizo otra vez, porque el término «salir» no se acerca ni de lejos a la descripción de las cosas que hacía entonces con Damien.

Por suerte, Bruce no parece darse cuenta de mi sonrojo.

—Y Carl te culpó del fracaso.

—Y me despidió —añado con una leve sonrisa—. No es una de mis personas favoritas.

—Para serte sincero, Carl Rosenfeld no es precisamente el favorito de mucha gente.

Sonrío al encontrarme más cómoda de inmediato.

Cindy entra en mi oficina un momento después. Me trae un sobre de una compañía de mensajería local. No lleva remitente. Por supuesto, estoy segura de que se trata de Damien. Me fijo en el modo en que Cindy se queda cerca de la mesa, y deduzco que ella debe de pensar lo mismo y que siente curiosidad por saber qué le envía a su novia el multimillonario más sexy del mundo.

Yo también siento curiosidad, pero puesto que se trata de Damien, no pienso abrirlo con Bruce y Cindy delante. Lo dejo con gesto firme en una esquina de la mesa, justo al lado de donde he colocado la foto enmarcada en la que estamos Damien y yo.

—Papeleo del seguro —explico con despreocupación antes de girarme hacia Bruce y soltar lo primero que me parece relevante sobre la reunión de Suncoast de la semana pasada.

Por fin salen de la oficina, lo que en teoría me deja libre para trabajar. Alargo la mano de inmediato hacia el sobre.

Lo abro y miro en su interior, y lo que encuentro es mi propio pañuelo rosa.

«Vale…»

Bueno, al menos ahora tengo una excusa para llamarle. Aunque lo cierto es que no la necesito.

Por desgracia, solo consigo ponerme en contacto con su buzón de voz.

—Hola. Soy yo. Muchas gracias por el pañuelo. Me viene muy bien. ¿Cómo lo has sabido? Me lo pasé muy bien ayer —añado, y luego dudo un momento antes de continuar—. Y pensé que quizá querrías saberlo: llevo una falda vaquera, una camiseta púrpura debajo de una chaqueta, y absolutamente nada más.

Estoy sonriendo cuando cuelgo el teléfono, y luego me cuesta concentrarme en las especificaciones que aparecen en la pantalla del ordenador portátil que me han dado en Innovative. Sin embargo, al cabo de un rato consigo centrarme, y no es hasta que uno de los chicos del grupo asoma la cabeza a través del hueco de la puerta cuando me doy cuenta de que llevo horas ensimismada en el trabajo.

—Voy a por un sándwich —me dice—. ¿Quieres algo?

—Alex, ¿verdad?

Asiente.

—¿Te importa si te acompaño?

—Ah. Bueno, claro. Vale. Sí, quiero decir. Solo voy a coger algo abajo y a subir para seguir trabajando.

—Me parece perfecto.

Cojo el bolso y le sigo hasta el ascensor. Es muy alto y tan delgado que calculo que yo peso al menos cinco kilos más que él. Lleva el pelo muy corto, casi al estilo militar, y lleva puesta una camiseta en la que proclama que Plutón sigue siendo un planeta. Estoy completamente de acuerdo, y se lo digo.

Eso da el pistoletazo de salida para la conversación. Para cuando llegamos al vestíbulo ya lo sé todo sobre él, excepto su número de la Seguridad Social, y me ha invitado a unirme cuando quiera a su hermandad de World of Warcraft.

—Así que estás saliendo con Damien Stark —pregunta mientras cruzamos el vestíbulo hacia la pequeña cafetería—. Eso es genial.

—Eso creo —le contesto con educación, pero no puedo evitar ponerme un poco tensa.

Empiezo a darme cuenta de que al ser la novia de Damien tengo que aceptar algo más que a él. Me he colocado bajo un microscopio. Para alguien que ha vivido la mayor parte de su vida bajo una máscara de indiferencia educada, no es el lugar más cómodo donde estar.

—Sí. Además, los sándwiches son muy buenos —añade, y me siento agradecida por el cambio de tema—. Pero las pizzas son una porquería.

—¿Y las ensaladas?

—Ni idea. No me va la comida de conejo. ¿Nos vemos en las escaleras?

Le digo que sí con la cabeza y luego me dirijo hacia la zona de la comida para conejos. Espero a que el camarero me prepare una ensalada Cobb cuando una mujer asiática que me resulta familiar se pone en cola detrás de mí. Todavía estoy intentando recordar de qué la conozco cuando me señala de forma educada antes de hablarme.

—De Innovative, ¿verdad? Eres la nueva.

—Nikki Fairchild —le confirmo—. Lo siento, me han presentado a un millón de personas, o eso me parece. No me acuerdo de tu nombre.

—No, no, tranquila. No nos han presentado. Soy Lisa Reynolds, asesora financiera. Conozco a Bruce desde hace años.

De repente recuerdo dónde la he visto.

—Estabas en el vestíbulo el viernes. En una de las mesas.

—Suelo estarlo una vez al día. No puedo vivir sin café y me gusta salir de la oficina. Toma —me dice mientras busca una tarjeta en el bolso—. Si alguna vez te quieres escapar aquí abajo para tomar un café, dame un toque.

—Gracias —le respondo realmente encantada.

No he conocido a mucha gente desde que me mudé a Los Ángeles y me siento exultante.

Le prometo a Lisa que la llamaré esta semana y luego subo con Alex. Quiero volver al trabajo, pero también sé que debería conocer a mi equipo. Le sugiero que comamos en la sala de descanso, pero tengo que confesar que me siento aliviada cuando me dice que va a comer en su mesa para poder jugar a World of Warcraft.

Ya he terminado la ensalada y estoy enfrascada en el análisis de un código problemático cuando me llama Damien.

—Hola. ¿Has visto ese artículo del Tech World?

—¿Vamos a hablar de trabajo, señorita Fairchild?

Me echo a reír.

—¿De qué íbamos a hablar si no? ¿Del pañuelo que me has mandado? Tu habilidad para escoger regalos se ha oxidado un poco, pero supongo que tiene cierta lógica. Si ya era mío, probablemente me guste.

—Tiene sentido. Lo recordaré para otros regalos. Pero en estos momentos, de lo que esperaba hablar era de una carta muy interesante que he recibido esta mañana.

Por un momento no tengo ni idea de lo que habla. Luego recuerdo el viaje en el Bentley.

«Ay».

—¿Estás en tu oficina o en un cubículo?

—En mi oficina.

Trago saliva al recordar todo lo que escribí en la carta.

—En ese caso, mi querida señorita Fairchild, creo que deberías cerrar la puerta. De hecho, creo que deberías hacerlo con llave.

—Damien, estoy trabajando —protesto, pero hago lo que me dice.

—Qué coincidencia. Yo también, así que imagínate mi sorpresa cuando me pongo a revisar el correo de la mañana. Solicitudes para participar en conferencias. Oportunidades para invertir. Propuestas inmobiliarias. Todas ellas interesantes, pero ninguna tan atractiva como la que encuentro cuando abro un sencillo sobre con mi propio membrete.

—Damien…

—Sí que sabes manejar las palabras, señorita Fairchild. Me sentí bastante aliviado de que mi secretaria estuviera sentada en su mesa mientras leía tu carta. No sé cómo hubiera sido capaz de ocultar mi erección. Eres bastante atrevida.

Levanto las cejas.

—¿Atrevida?

—Creo que me decías cosas como que todavía recordabas el sonido de mi voz, que era tan suave que casi te corrías al oírla. Y también sobre el fresco cuero contra tu trasero ardiente. Que incluso entonces ya querías mis manos sobre tu cuerpo, y mi polla dentro de ti. Que apenas me conocías, pero que ya querías entregarte por completo a mí. Sí, creo que atrevida es una descripción bastante precisa.

—Ah. —Al oír cómo recita mis propias palabras, tengo que mostrarme de acuerdo, pero sin decirlo—. Estaba inspirada.

—Me alegro mucho de oírlo. Cuando me encontré el pañuelo esta mañana en mi apartamento, me acordé de ti, y después de leer tu carta, pensé que debía devolvértelo de inmediato. Verás, creo que no le sacamos todo el partido que podíamos a esa prenda.

—¿Ah, no?

Tengo la boca seca.

—No —me responde en voz baja—. Pero pienso corregirlo. Se pueden hacer muchas cosas con un pañuelo. Un montón de cosas con su borde. Por ejemplo, se pueden acariciar suavemente unos pezones erectos. O rozar con suavidad un sexo ardiente. Te prometo que exploraremos por completo todas las posibilidades que ofrece.

—Ah.

Trago saliva.

—Llévalo puesto hoy y piensa en lo que haré con él esta noche.

—¿Esta noche? —le pregunto con el pañuelo ya alrededor del cuello.

Damien se echa a reír.

—Te recojo a las siete. Estarás desnuda a las ocho.

El resto de la tarde la paso en una nube, aunque consigo guardar mis pensamientos sobre Damien en un compartimento estanco para poder trabajar un poco. Salgo del ascensor al final del día con la cabeza gacha mientras leo un mensaje de Jamie donde me detalla exactamente lo maravilloso que es Raine, así que no me fijo en Carl hasta que está delante de mí.

—Nikki.

Me quedo inmóvil, me pilla completamente desprevenida por un momento. Me recupero y empiezo a caminar de nuevo.

—No tenemos nada de qué hablar.

—Espera. Por favor —me pide.

Quizá es por el modo que dice «Por favor», pero me detengo justo delante de la salida. No me giro, pero le oigo acercarse deprisa.

—Te doy solo dos minutos —le digo, antes de salir y esperar debajo de la marquesina de la entrada.

Se une a un grupo de gente que sale y se pone a mi lado. No le digo nada. Me quedó allí, con el rostro inexpresivo y los brazos cruzados sobre el pecho.

Tiene una revista debajo del brazo y hace ademán de entregármela, como si fuera una disculpa. No se la acepto, pero veo que es el mismo ejemplar de Tech World que Bruce me llevó esta misma mañana a la oficina. Le miro a los ojos y sigo en silencio.

—Joder, Nikki, no sabía que había otra compañía en ese mercado.

—¿Qué es lo que quieres, Carl? —le pregunto con una voz gélida.

—Es que… creo que actué de un modo imprudente y precipitado.

«¿Solo lo crees?» Me apetece gritarle eso a la cara y abofetearlo. Tengo que esforzarme para mantenerme impasible.

—Es que… pensé que te estabas follando a Stark.

Estoy a punto de estallar, y lo único que deseo ahora mismo es alejarme de este pequeño individuo tóxico, pero me obligo a sonreír tímidamente y a levantar la barbilla un poco.

—Es que lo hago.

Carl parece realmente avergonzado.

—Vale, vale. Es decir, sí, ya he visto las fotos en las que salís juntos y todo eso. Es que, bueno, pensé que os habíais peleado. O que quizá Stark pensaba que tú y yo teníamos algo.

—Te prometo que tiene un concepto mucho mejor de mí.

—Maldita sea, Nikki, estoy intentando pedirte perdón.

—¿De eso va todo esto?

Me siento sorprendida de verdad.

—La cagué, ¿vale? Fui un estúpido y lo saqué todo de quicio. —Se pasa los dedos por el cabello y se le queda de punta, lo que le da un aspecto de mayor preocupación aún—. Actué mal y lo siento.

Inclino la cabeza hacia un lado e intento oír la parte que todavía no ha dicho.

—Quieres decir que hiciste algo más aparte de despedirme, ¿verdad? —La piel empieza a picarme de la preocupación—. ¿Qué es lo que has hecho, Carl?

—Joder. Otra estupidez. Ya sabes.

—No, no lo sé. Lo único que recuerdo más o menos es que ibas a joder a Damien a base de bien. ¿Qué es lo que has hecho? —Tengo cerrada la mano izquierda con tanta fuerza que me clavo las uñas en la palma. Solo logro mantener la calma gracias a una inmensa fuerza de voluntad—. Joder, Carl. ¿De qué otra estupidez me estás hablando?

Se queda callado, con una expresión inescrutable en el rostro.

—Por Dios, Carl, ¿para qué has venido entonces?

Inspira profundamente.

—Sabes que Stark pagó a Padgett, ¿verdad? Y sabes que Padgett tiene que mantener la boca cerrada.

—¿Cómo sabes eso?

Eric Padgett amenazó con hacer pública su teoría de que Damien había tenido algo que ver con la muerte de su hermana, y Damien le extendió un cheque al muy mezquino para que se callara. No es algo en lo que me guste pensar. Es más, se supone que los términos del acuerdo son confidenciales.

—Sé muchas cosas. Padgett llegó a hablar mucho antes de que Stark le pagara. Y la mayor parte de las veces lo hizo delante de gente que le tiene muchas ganas a Stark. Créeme cuando te digo que me di cuenta muy deprisa de que Padgett era la menor de las preocupaciones de Stark. Hay mucha gente que quiere cargárselo.

—Incluido tú —le reprocho.

—Yo no. Ya no. Por eso he venido. Lo he entendido. Me equivoqué por completo, he hecho daño a Damien y te he hecho daño a ti. Solo te digo que no he sido el único.

—Entonces ¿quién más? ¿Y qué clase de estupidez es esa de la que hablas?

Niega con la cabeza.

—Tú solo dile a Stark que quizá no vea llegar esto. —Carraspea con un sonido desagradable—. Me quedé de piedra cuando me enteré de a quien se había unido Padgett para acabar con tu novio.

Permanezco inmóvil. Me está asustando más de lo que pueda imaginar.

—¿No me vas a decir quién es?

—Ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. Ya he cumplido con mi parte, y ahora me retiro de todo este follón. Lo que puedo prometerte es que, pase lo que pase, no será por mi culpa.

—¿Para qué has venido entonces?

—Porque decírtelo a ti es como decírselo a Stark. El mundo es muy pequeño y he quemado un puente que no debería haber tocado.

—¿Y crees que esto va a arreglarlo?

—No, pero creo que es un comienzo. —Me mira fijamente a los ojos—. Dile a Stark que mantenga su espalda bien cubierta.

—Se lo diré. Pero siempre lo hace —le respondo, orgullosa de conseguir que no me tiemble la voz.