—Ya hemos llegado —anuncia Damien después de un trayecto que debe de haber sido de miles de kilómetros.
—¿Es aquí?
Miro a través de la ventanilla y veo que estamos entrando en la vía de acceso del hotel Century Plaza.
—Bájate la falda, cariño —me dice—. A menos que quieras dar un premio sorpresa al aparcacoches.
Me remuevo en el asiento y me tapo por completo. Luego me inclino todavía más y me pongo los zapatos. Tengo el cuerpo tenso e impaciente, y me cuesta adaptarme a esta nueva realidad.
—¿Vamos a dormir en un hotel?
La idea me resulta excitante.
—Tú sí —declara mientras nos detenemos al lado del aparcacoches.
Un joven vestido con un uniforme rojo se acerca presuroso al lado del coche de Damien.
—Solo voy a dejar a la señorita —le dice.
Estoy completamente confusa.
—¿Qué vas a…?
—Vete a registrarte a la recepción —me interrumpe—. No te preocupes, ya tienes hecha una reserva. Te sugiero que te tomes una copa. Siéntate en el bar. Es un lugar precioso, y el camarero hace unos martinis magníficos.
Me quedo quieta en el asiento mientras el joven me mantiene la puerta abierta. Espero a que Damien diga algo más, pero ya ha sacado su móvil y está revisando los mensajes de texto. No tengo muy claro en qué consiste el juego, pero al menos me he dado cuenta de que se trata de uno.
—Sí, señor. —Salgo del coche, pero me acuerdo del bolso—. Un momento.
Me inclino de nuevo hacia el interior del coche y me aseguro de que el vestido se abra lo suficiente como para que Damien tenga una visión tentadora de lo que llevo debajo del vestido. Que es absolutamente nada.
—Dale una propina al joven, cariño —le digo cuando me incorporo.
Después me doy la vuelta y me dirijo hacia el hotel asegurándome de mover las caderas de manera que la falda se contonee mientras camino.
Nunca he estado en este hotel, y es asombroso. Tardo un momento en orientarme, pero encuentro tanto la recepción como el bar. Me dirijo primero a la recepción y sonrío a todos los hombres de aspecto refinado que me saludan.
—Vengo a registrarme. Nikki Fairchild.
El conserje teclea en el ordenador y luego vuelve a mirarme más sonriente todavía.
—Veo que tiene reservada la suite del ático. ¿Puedo hacer que alguien le lleve el equipaje?
—Gracias, no será necesario.
No me molesto en explicarle que no tengo equipaje.
—¿Una llave o dos?
—Solo una —le respondo. Después de todo, soy una mujer que está sola.
Me planteo subir a la habitación y tumbarme desnuda en la cama, pero Damien me ha dicho que me tome una copa, y siento curiosidad, tanto por los planes que tiene para esta noche como por la mención de ese martini tan magnífico.
Pero, sobre todo, lo hago porque no quiero darle motivos a Damien para que me castigue, ya que tengo la certeza absoluta de que esa represalia sería la abstinencia, y eso es algo que yo no tengo planeado para esta noche.
Es tarde, pero el bar está lleno. Hay unas cuantas mujeres, y la mayoría de los hombres van vestidos con trajes de chaqueta. Si tenemos en cuenta la vestimenta de negocios, supongo que debe de tratarse de una conferencia, porque casi todas las mesas están ocupadas. Me siento en uno de los taburetes de la barra, tal y como me dijo Damien, y pido un dirty martini. Mientras espero que el camarero lo prepare, echo un vistazo al vestíbulo, pero no veo señal alguna de Damien.
No estoy segura de qué es lo que debo esperar, y tengo que reprimir las ganas de sacar el móvil y llamarle. En vez de eso, me digo a mí misma que la paciencia es una virtud. No es precisamente una de las mías, pero lo es a pesar de ello.
—Parece distraída. ¿Puedo ayudarla en algo?
La voz pertenece a un individuo de aspecto agradable que está sentado a un taburete a cierta de distancia de mí en la barra. Por fin veo a Damien, y estoy a punto de decirle al hombre que no, que estoy bien, cuando cruzo la mirada con Damien, que se sienta con un gesto deliberado en una mesa cercana junto a otros tres hombres.
—No, gracias. Estoy bien.
El camarero me pone el martini delante. Bebo un sorbo, confusa, y me pregunto qué pasará a continuación.
El hombre se sienta en el taburete que tengo al lado, y luego se inclina todavía más sobre mi espacio personal. Por un momento considero la posibilidad de cambiarme de taburete, pero decido quedarme donde estoy, con una postura rígida, con un lenguaje corporal muy, muy claro.
Sin embargo, por lo que parece, el tipo es un analfabeto en lo que se refiere al lenguaje corporal.
—¿Estás aquí por la conferencia? —me pregunta, y me llega el olor a alcohol en su aliento.
—No. Estoy buscando un poco de tiempo a solas.
—Tienes suerte —insiste el hombre, que es incapaz de captar una indirecta—. Reglamentos sobre seguros. Horas y horas de formación continua.
—Ah.
Tengo puesta mi cara de cortesía helada, pero, al parecer, también es ciego.
Se acerca todavía más, y ya se encuentra en un ángulo tal que tiene que agarrarse a la propia barra para evitar resbalarse hacia el suelo. Cedo y comienzo a inclinarme hacia el otro lado.
—Se me ocurren modos mejores de pasar la noche —me susurra en voz baja y con unas intenciones inconfundibles—. Y estamos en un hotel. Saca tú las conclusiones.
—No soy muy buena sacando conclusiones —le miento.
Pienso en la posibilidad de irme a una mesa, pero Damien me ha dicho específicamente que me quedara en la barra, y sin importar lo que pase, esta noche pienso seguir las reglas.
—A mí me parece que eres muy buena en muchas cosas —me dice mientras me mira el escote.
Me giro y veo que el camarero me pone un nuevo martini delante.
—Invitación del caballero —anuncia y señala a Damien.
—Qué amable —y sonrío a Damien, lo que parece irritar a mi acompañante.
Damien se pone en pie, les dice algo a los hombres con los que estaba sentado y se dirige hacia la barra. Se coloca a mi lado, y como siempre ocurre cuando está cerca, de repente soy muy consciente de su presencia, de mi propio cuerpo, de la rotación de la Tierra bajo nosotros.
Le sonrío.
—Gracias por la copa, señor.
Veo que uno de los músculos de la mejilla se le tensa cuando oye la última palabra. Sonrío de nuevo. No se lo esperaba.
—Espero que le guste el dirty martini.
—Cuanto más dirty, mejor.
—Eh, piérdase, ¿vale? Estaba charlando con la señorita.
Damien se vuelve hacia él.
—No. No lo creo. La quiero para mí.
El tipo abre los ojos como platos, pero recupera la compostura con rapidez.
—La señorita quiere estar a solas.
Al parecer, ahora es todo un caballero.
—¿De verdad? —Me mira y luego habla despacio y con mucha claridad—. ¿Has venido aquí para estar sola? ¿O para que te follen?
—Yo… —No tengo ni idea de lo que debo responder. El tipo, que sigue a nuestro lado, se ha quedado al parecer tan pasmado que no abre la boca—. Supongo que dependerá de quién me folle —logro decir al cabo de un momento.
—Me gusta tu respuesta. ¿Cómo te llamas? —me pregunta Damien.
—Louise —le respondo dando mi segundo nombre sin pensármelo.
Damien sonríe.
—Encantado de conocerte, Louise. Quiero que vengas conmigo ahora mismo.
Se me escapa un jadeo de sorpresa por la vergüenza, pero, increíblemente, tampoco puedo negar que me ha excitado.
—Yo…
—Ahora.
Alarga una mano, y solo dudo un momento en aceptarla.
El individuo se nos queda mirando con la boca abierta.
Damien me ayuda a bajarme del taburete y le hace un amistoso gesto con el mentón al tipo de los seguros.
—Quizá la próxima vez —le dice mientras el tipo le sigue mirando como si Damien hubiera realizado alguna clase de truco de magia. Al menos le dejamos asombrado, no cabreado.
Me siento aturdida mientras sigo a Damien. Quiero echarme a reír. Quiero cogerlo de la mano y rodar por el vestíbulo. Quiero empujarlo contra la pared con todas mis fuerzas y reclamar su boca contra la mía. Quiero que me ponga las manos encima. Lo quiero dentro de mí.
Quiero que me folle justo como me dijo. Y lo quiero ahora mismo.
Al parecer, lo mismo le pasa a Damien. En cuanto se cierran las puertas del ascensor, me empuja contra la pared. Aprieta con fuerza su boca contra la mía y desliza la mano debajo de la falda para meterme dos dedos. Empujo las caderas contra él, ansiosa, deseando más de él de lo que puedo conseguir en el ascensor.
—Dios… Louise —me dice, y los dos nos echamos a reír.
—Creí que quizá alguien podría reconocernos. Es mi segundo nombre.
—Lo sé, pero creo que todos estaban demasiado achispados como para que les importara. Y, además, lejos de sus ciudades.
—Podría haber habido paparazzi.
—Que se jodan los paparazzi —me replica Damien con una voz tan seca como la lija.
—Preferiría que me jodieras a mí.
Me besa otra vez. Con fuerza.
—Ese hombre se ha quedado muy decepcionado —comento cuando se separa.
—Solo he reclamado algo que es mío. Además, he llevado a cabo una buena obra al proporcionarle a ese hombre una fantasía para que esté entretenido esta noche. —Mete con facilidad un tercer dedo y me muerdo el labio inferior para ahogar un grito de placer—. No me digas que no te ha gustado.
—Me ha gustado —admito mientras empiezan a abrirse las puertas—. Mucho.
Retira los dedos y a continuación me indica que salga del ascensor. Refuerza el gesto con una leve palmadita en mi trasero. Nuestra habitación se encuentra al final del pasillo, y me quedo impresionada cuando salimos. La suite tiene una sala de estar, una zona de comedor y un dormitorio aparte.
La puerta se cierra con un chasquido a nuestra espalda.
—Para ser una mujer a la que le gusta ser mía, la verdad es que se te daba muy bien tontear con ese tipo.
Todavía estoy en shock, pero me giro al oírle decir eso, lista para defenderme, porque de lo que estoy más que segura es de no haber tonteado con don Avasallador.
Pero decido quedarme en silencio cuando veo la expresión divertida de sus ojos. Aunque también hay algo más, y sé dónde va a acabar todo esto.
Hago un gesto despreocupado con la cabeza.
—¿Y qué podía hacer? No me hacías caso. Solo estaba charlando.
—Ese quería algo más que charlar.
Me toma de la mano y me lleva a la zona del comedor hasta que llegamos al lado de una gran mesa redonda. Me da la vuelta para ponerse a mi espalda y luego me sube una mano por la pierna hasta meterla por debajo de la falda.
—Debes tener muy claro que me perteneces por completo. Eres mía para darte placer —me dice mientras me acaricia suavemente el clítoris, lo que provoca una serie de estremecimientos en mi interior— o para darte tormento. —Me propina un fuerte azote en el trasero y se me escapa un grito que sale de la garganta convertido en una oleada de placer—. ¿Te ha gustado? —me pregunta en un murmullo.
«Dios, sí». Entonces levanto el trasero para que pueda alcanzarlo mejor.
—Ábrete de piernas.
Le obedezco con ganas, impaciente por sentirlo dentro de mí. Oigo el sonido metálico de la cremallera y luego el susurro del tejido contra la piel cuando se quita los calzoncillos. Se deja puesta la camisa, y el borde de algodón almidonado me roza la piel cuando se inclina de nuevo hacia delante. Seguro que lo hace sin intención, pero es algo que casi me vuelve loca.
Vuelve a ponerme una mano entre las piernas, y con la otra me rodea un pecho. Empiezo a levantarme, pero me ordena con firmeza que me quede como estoy, doblada sobre mí misma y preparada para él.
—Quieres que te folle, ¿verdad?
—Sí —gimo.
Me alegro de tener las manos sobre la mesa. No creo que mis piernas sean capaces de sostenerme por sí solas. Soy poco más que una pura sensación. Soy ansiedad y deseo y energía sexual, y si no me deja correrme pronto, me temo que todo el placer contenido hará que me desmaye.
Desliza dos dedos dentro de mí y gimo cuando mi cuerpo se tensa a su alrededor. Estoy cerca, muy cerca, y me muerdo el labio inferior a la espera de una explosión que me sacuda hasta el alma.
Pero no llega.
Como tampoco llego yo a correrme, y gimoteo en señal de protesta cuando me saca los dedos y me coloca las manos sobre las caderas en una postura relativamente casta.
—Date la vuelta, cariño. Quiero verte la cara —me dice.
Me giro, y sus ojos me dicen más de lo que podrían decirme nunca las palabras. Me derrito bajo el deseo que veo en ellos. La avidez y la necesidad. Me atraviesa hasta que lo único que veo en el mundo es a Damien.
—Bésame —le susurro.
Lo hace, con un beso violento y ansioso que me aprieta los labios hasta que noto sangre. Me tumba sobre la resistente mesa y luego agarra el vestido a la altura del corpiño y me lo abre de un tirón, lo que deja al aire mis pechos. Dejo escapar un grito y me arqueo para ir en su busca. Le rodeo la cabeza con las manos cuando su boca se cierra sobre un pezón y lo mordisquea con la fuerza suficiente como para hacerme respirar entre dientes. Floto sobre una ola de placer tan intenso que raya lo doloroso.
—Ahora —me dice, y lo que me queda de vestido acaba por encima de la cintura.
Noto la dureza de la mesa en la espalda, pero no me importa. Abro las piernas por completo para que entre y grito cuando me penetra profundamente. Arqueo la espalda para responder a sus empujes, y me siento frenética y salvaje y… suya.
«De Damien».
Explota dentro de mí con mi nombre en sus labios. Después, blando y agotado, mete la mano donde estoy resbaladiza por su semen. Jadeo mientras me acaricia describiendo pequeños círculos, cada vez con más rapidez, hasta que grito de nuevo y mi cuerpo se contorsiona por el orgasmo que me recorre por completo, hasta que finalmente llega la calma cuando el cansancio y el éxtasis se apoderan de mí.
—Vaya —digo y me acurruco a su lado.
—Pues sí. —Es su respuesta.
Nos quedamos así durante unos momentos, sin dejar de estar abrazados.
—Esta mesa es muy incómoda —digo al cabo de un rato.
Damien se echa a reír.
—Además, creo que deberíamos limpiarla. No creo que las doncellas sean muy comprensivas al respecto.
—Estoy seguro de que ya han visto de todo.
Me giro y le miro a los ojos con las cejas levantadas.
—Vale —acepta—. Nos encargaremos nosotros, pero ahora lo que voy a hacer es llevarte a la cama.
Me tiende una mano y le sigo hasta el amplio dormitorio donde hay una cama que parece mucho más cómoda que la mesa.
—Vaya, un colchón. Toda una novedad.
—Ven aquí.
Tira de mí hacia la cama, y dejamos en el suelo la ropa que nos queda antes de meternos debajo de las sábanas. Me acurruco a su lado y nos quedamos tumbados durante lo que me parecen horas, charlando y cambiando de canal para ver trozos de películas antiguas.
Esta es otra cosa que adoro de Damien, el paso de la pasión más frenética a estos momentos dulces cuando me siento segura, tranquila y querida a su lado. Es tan dulce y satisfactorio como una copa de oporto después de una comida realmente exquisita.
—No estoy cansada —comento cuando veo que según el reloj son las cuatro de la madrugada—. Diría que mañana me voy a arrepentir de esto, pero ya es mañana.
—¿Te arrepentirás?
Niego con la cabeza.
—Ni un solo momento de la noche.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por permitirme estas fantasías.
Me echo a reír.
—Pero bueno, señor Stark. ¿Es que no me ha oído? Estoy a sus órdenes.
Me besa con suavidad.
—Y me alegro mucho, mucho de eso.
Nos quedamos quietos, en silencio, durante unos momentos. Luego Damien continúa.
—Esa llamada, por la que me preguntaste. Eran malas noticias. De un amigo.
—Ah. Lo siento. —Recuerdo lo que dijo Charles Maynard—. ¿Tu amigo está en Alemania?
Me mira fijamente.
—¿Por qué lo preguntas?
Me encojo de hombros.
—Charles tiene una voz potente.
—Sí que la tiene. No, lo de Alemania es otra cosa.
—¿Un juicio? ¿Una de las filiales de Stark International o algo así?
Hace una mueca antes de contestar.
—Algo así.
—¿Estás preocupado?
—No —responde con firmeza—. Charles se encargará de solucionarlo.
Asiento. Puesto que no sé nada de las leyes sobre el comercio internacional, no puedo añadir mucho más.
—¿Quieres hablar de las malas noticias sobre tu amigo?
Durante un momento me parece que va a decir que no, pero luego habla con voz lenta y pausada, como si estuviera esforzándose por controlarse.
—Se trata de Sofia.
Tardo un momento en reconocer el nombre.
—¿Tu amiga de la infancia? ¿La que mencionó Alaine?
Hace un gesto afirmativo.
—Se ha metido en ciertos problemas. No es la primera vez, pero es frustrante. Siempre tengo la esperanza de que será capaz de arreglar su vida, pero sigue equivocándose una y otra vez.
—Lo siento. Espero que le mejoren las cosas.
Me besa en la frente.
—Yo también.
Deseo que me cuente más, pero no lo hace. No me importa, y le cojo de la mano.
—Gracias.
No tiene que preguntarme a qué me refiero.
—Me estoy esforzando.
—Sé que lo haces. —Me acurruco de nuevo contra él y me siento a salvo, cálida—. Y te lo agradezco.
Estoy encogida de espaldas a él. Cierro los ojos y me acaricia la piel desnuda con los dedos. Los minutos pasan lentamente, y cuando habla de nuevo, ya he empezado a adormilarme, por lo que sus palabras parecen llegar como en un sueño.
—Antes no solía dormir desnudo.
—¿Por qué?
Solo estoy medio despierta, y me gusta que me haga imaginármelo desnudo antes de dormirme.
—Porque cuando viajábamos, Richter venía a mi habitación. Siempre me asignaban una habitación para mí solo, aunque los demás chicos tuvieran que compartir las suyas.
Abro los ojos, pero no me vuelvo. Temo que si le miro, dejará de hablar.
—¿Qué pasaba?
—Entraba. Y me tocaba. —Noto la tensión en su voz. El control, la fuerza—. Me amenazaba diciéndome que si se lo contaba a alguien, me quitarían todo lo que había conseguido. Que mi padre se quedaría sin dinero y nos moriríamos de hambre en la calle. Pero, sobre todo, me decía que acabaría teniendo la reputación de ser un chico que contaba mentiras asquerosas.
—Qué cabrón.
—Sí.
Permanezco en silencio y me pregunto si me contará algo más, pero se queda callado. No me importa. Esta noche me ha contado dos cosas de la máxima confianza, y sé que solo es una pequeña parte de algo más grande que está creciendo entre nosotros.
—Eso pensaba yo —añado tras unos momentos—. Pero supongo que estaba equivocada con tu padre.
—¿A qué te refieres?
—Supuse que sabía que tu entrenador abusaba de ti. En la limusina me di cuenta de que no era así.
Durante un momento solo hay silencio. Cuando Damien habla, sus palabras son puro hielo.
—Lo sabía.
Me giro impulsada por el asombro.
—¿Qué? Pero entonces… ¿por qué espera que vayas a la ceremonia del club de tenis si sabe lo que ese individuo te hizo?
—No lo sé —contesta Damien. Titubea, y la expresión de su rostro se vuelve más dura—. No —corrige—. Sí que lo sé. Los propietarios del club son una sociedad financiera que tiene su sede en Alemania. Es una compañía muy importante, con gente muy poderosa en el consejo de administración.
—No lo entiendo. ¿Es que tu padre tiene un cargo en esa compañía?
—No, y a mi padre no le importa si respaldo un club de tenis o una tienda de animales. Para él solo se trata de intercambiar favores. Si aparezco en la ceremonia, quizá esas personas importantes le harán unos cuantos favores en Alemania.
—¿De eso va el juicio del que he oído hablar?
—Sí. La verdad es que Charles está de acuerdo con mi padre. Está muy molesto por la declaración que hice en la fiesta de Garreth Todd, aunque no dejo de recordarle que cuanto más se retrase el tema, más horas de trabajo me podrá facturar. —Sonríe sin alegría—. Para serte sincero, creo que debería haber mantenido la boca bien cerrada. No acostumbro a actuar de un modo precipitado, y fue muy imprudente hacer esa declaración.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque es la verdad. Porque el club no debería llevar su nombre. Y porque estoy cansado de que todo el mundo piense que admiraba a ese hijo de puta.
—Entonces hiciste lo correcto.
—Quizá. Pero, a veces, incluso lo correcto tiene consecuencias desagradables.
—¿Tan mal están las cosas? —Me puede la preocupación—. ¿Una de tus compañías tiene problemas graves?
Damien duda.
—La situación tiene todo el potencial para ser muy grave —me responde por fin—. Pero no creo que llegue tan lejos. Todavía tengo unos cuantos hilos de los que tirar.
Asiento más tranquila. Si Damien no está preocupado, yo tampoco lo estaré.
—Ven —me ordena, y le obedezco gustosa.
Me acurruco entre sus brazos y dejo que la fuerza de su abrazo libere los últimos restos de preocupación. Lo único que quiero es a Damien, y me abandono al sueño envuelta en la comodidad de su cuerpo.