15

«Nuestro juego».

La fuerza con la que me golpean esas palabras me aturde, y doy un paso atrás. Alarga una mano, y aunque se la tomo sin dudarlo, me doy cuenta de que estoy negando con la cabeza. No como protesta, sino confundida.

—No… no te entiendo.

—Creo que sí me entiendes. Y creo que tú quieres lo mismo. Dime, Nikki, ¿las bragas te las dejaste en casa porque te gusta esa sensación, o porque te gusta saber que estás abierta a mí? ¿Que puedo tocarte, que puedo follarte, donde quiera y cuando quiera?

Trago saliva, porque es verdad. Es más: comprendo la melancolía que vi en sus ojos la noche del jueves, a la que siguió el deseo de poseerme cuando me tomó después de medianoche.

Tiene razón: soy suya. ¿Cómo no voy a serlo si lo tengo metido en el corazón?

Pero ¿esto?

Me está observando fijamente y me examina de la misma forma concienzuda que utiliza para revisar una transacción comercial o un informe. Pero yo soy una mujer, y mis emociones no siguen la pauta de un teletipo bursátil. Por supuesto, él también lo sabe, y bajo ese intelecto racional e inflexible, percibo la profunda vulnerabilidad de su alma.

Quiere esto. Quizá incluso necesita esto. Y me ha entregado a mí todo el poder.

Me da un vuelco el corazón, porque lo cierto es yo quiero lo mismo que él. ¿No ha sido por eso por lo que me he sentido perdida toda esta noche? Descubrí un nuevo lado de mí misma cuando jugamos a nuestro juego, y a pesar de ser suya, me siento más liberada que nunca, con más control sobre mi fuero interno y mis emociones. Creo que más centrada. Lo pienso mientras me paso el pulgar por el dedo que ha atado con mi propio cabello con tanta fuerza solo momentos antes.

Todavía estoy agarrada con fuerza a la vitrina. Bajo la mirada y veo los dos libros de Bradbury, y no puedo evitar estremecerme al recordar lo que Damien me ha contado. Me lo imagino, joven y fuerte, montado en su bici para escapar de su padre. Montado en bici para conocer a su héroe, el hombre que había creado mundos a partir de la tinta y la imaginación. Sin sustancia material alguna, pero lo suficientemente reales para un chico que necesitaba escapar.

¿Acaso es lo que está haciendo ahora? ¿Está creando una identidad falsa con humo y espejos y tentándome para que entre con él en esta fantasía? Pero lo que yo quiero con Damien no es una fantasía. Quiero la realidad. Los momentos en los que, como en la anécdota de Bradbury, Damien me deja entrar lo suficiente como para ver un poco de su pasado y un pedazo de su corazón.

El pecho se me encoge cuando dejo de mirar la vitrina y veo los ojos igualmente transparentes de Damien. Está esperando mi respuesta, y quiero fundirme con él y susurrarle «Sí, sí, por supuesto que sí». Pero me quedo quieta, paralizada por el temor a que si lo hago, me dejaré arrastrar hacia algo que no es real y que nunca lo será.

—¿Por qué? —le pregunto—. Antes dijiste que me querías. Pero ahora me tienes con o sin juego. —Levanto la pierna y señalo la tobillera esmeralda—. Todavía la llevo puesta, Damien. Sabes que siempre la llevaré conmigo. Así que ¿por qué? ¿Qué diferencia hay?

Inclina la cabeza hacia la vitrina.

—Dices que quieres que me abra más —me responde, y me asombra el modo en el que siempre parece saber lo que estoy pensando—. Yo también. Nikki, no quiero que haya secretos entre nosotros.

—Ya me has contado lo del club de tenis.

—No todo —replica.

Me quedo completamente inmóvil, porque sé que es verdad.

—Necesito límites, Nikki. Sobre todo ahora. Necesito saber… —Se calla de golpe y aparta la mirada. Aprieta la mandíbula como si estuviera luchando con las palabras—. Necesito saber que estarás aquí, a mi lado, sin importar lo que pase.

Parece tan vulnerable y hace que me sienta agradecida por tener tanto poder sobre un hombre con la fuerza de Damien.

—¿Acaso no lo sabes ya? Lo estaré.

Hay algo oscuro en la expresión de sus ojos cuando me vuelve a mirar.

—¿Cómo puedes saberlo, cuando todavía hay tantas cosas que no conoces?

No dice nada que yo no haya pensado ya, pero por un momento siento miedo. ¿Qué clase de secretos siniestros guarda Damien que todavía permanecen ocultos?

La cuestión es que comprendo mejor que nadie que necesite la coartada de un juego para poder intentar abrirse a mí. Yo me corto para soportar los horrores de mi infancia, pero ¿qué es lo que hace Damien? Nada, aparte de conquistar el mundo y aprender a enterrar profundamente sus secretos.

Vuelvo a bajar la mirada hacia los libros de la vitrina, y no puedo evitar que se dibuje una sonrisa en mis labios. Incluso los pequeños detalles son un gran paso para Damien. Pero todo lo malo que hay en su pasado, cosas como Sara Padgett y la culpabilidad que sintió por el suicidio de la pobre chica, son el tipo de cosas que Damien necesita decir con la protección que proporciona una red.

La verdad desgarradora me atraviesa.

«El juego es su red».

Y una vez está colocada la red, ¿no tiene sentido que el contacto físico entre nosotros refuerce el lado emocional?

Quizá me estoy inventando una justificación, pero no puedo negar que quiero lo que me está ofreciendo. Sin embargo, el deseo no logra disipar el miedo sordo que sigue bullendo en mi interior.

Damien debe notar mis dudas, porque alarga un brazo para tomar una de mis manos. Solo entonces me doy cuenta de que llevo un rato retorciéndome el dedo maltratado de la mano izquierda con el pulgar y el índice de la mano derecha.

—¿Puedes contestarme? —me pide con voz suave.

Trago saliva y me esfuerzo por hacer salir las palabras.

—Tengo miedo —le confieso.

—¿De qué?

—De ti —le respondo y me arrepiento de inmediato de haberlo dicho cuando veo en sus ojos que está dolido y confuso—. No, no se trata de eso. —Me acerco a él y le pongo las manos en las mejillas—. Eres lo mejor que me ha ocurrido en la vida.

—Eso sí que suena de miedo.

Sonrío agradecida de que me haga sentirme relajada de nuevo.

—A veces tengo miedo de estar utilizándote. —Me callo un momento, a la espera de que haga un chiste sobre lo mucho que le gustaría que le utilizara como quisiera, pero se queda callado, a la espera, y me doy cuenta de que comprende lo difícil que me está resultando explicarme—. Me refiero a estar utilizándote como si fueras una muleta.

Pienso en las cicatrices que me marcan los muslos. En el hilo con el que me he rodeado la punta del dedo. En el peso del cuchillo en la mano y en el éxtasis del primer aguijonazo de dolor intenso cuando el filo me corta la piel.

Sobre todo pienso en lo mucho que he necesitado todas esas cosas, y en las cicatrices que tengo fruto de mi debilidad.

Trago saliva otra vez y bajo la vista porque no quiero mirar a los ojos a este hombre que ya ve tanto en mi fuero interno.

—Tengo miedo de que seas un sustituto del dolor.

—Entiendo —me dice, pero no hay emoción alguna en sus palabras. Ni rabia ni dolor. Nada.

Y entonces nos quedamos en silencio.

Inspiro profundamente, pero no levanto la mirada. Temo demasiado lo que pueda ver en su cara.

Solo pasan unos pocos segundos, pero son densos, cargados con el peso de las cosas que no se dicen. Por fin, me pone un dedo debajo de la barbilla y me levanta la cara, así que tengo que cerrar los ojos o mirarle directamente.

Le miro y de inmediato tengo que parpadear para contener las lágrimas. Porque no veo ni rabia ni dolor ni pena. Es adoración, y es posible que incluso un poco de respeto.

—¿Damien?

—Cariño… —Da un paso hacia mí, y veo que la fuerza de voluntad le hace detenerse para mantener la distancia suficiente como para darme espacio, pero lo bastante cerca como para proporcionarme fuerza—. Dime… dime qué consigues con el dolor.

—Ya lo sabes —le respondo. Ya se lo he dicho.

—Por favor.

—Me permite concentrarme —le respondo mientras me baja una lágrima por la mejilla—. Me centra. Me proporciona fuerzas.

—Entiendo.

Me pasa el pulgar por la mejilla y me enjuga una lágrima.

—Lo siento —me disculpo.

—No lo sientas. —Capto la sombra de una sonrisa en la comisura de sus labios y me doy cuenta de que siento menos miedo. Que, de hecho, empiezo a tener un poco de esperanza.

—Nikki, tú me haces sentir afortunado. ¿Es que no lo ves? —Mi cara debe dejar claro que no es así, porque continúa—: Si de verdad hago todas esas cosas por ti, te conforto, te centro, te doy fuerzas, eso para mí vale más que cada centavo que haya ganado levantando Stark International.

—Damien… —empiezo a decir, pero no me salen las palabras. Nunca me lo había planteado así.

—Pero, cariño, eso no es verdad —añade—. Esa fuerza está en ti. El dolor es tu manera de sacarla a la superficie. Y por lo que a mí respecta… Me gusta pensar que para ti soy un espejo. Que cuando me miras, ves en mí el reflejo de todo lo que eres realmente.

Empiezo a llorar sin control, y se acerca a una mesita de café que hay cerca para traerme una caja de pañuelos… Me siento sobrepasada y boba, pero también inmensamente feliz.

—Hablas como si estuvieras enamorado de mí —le digo.

No me responde, pero sus ojos se iluminan con una lenta sonrisa. Se acerca más y me pone una mano en la nuca al mismo tiempo que posa sus labios sobre los míos en un beso que comienza dulce y suave, pero que acaba siendo tan profundo y apasionado que me recorre todo el cuerpo hasta hacer que doble los dedos de los pies.

—Di que sí, cariño —me dice después del beso—. Dime que eres mía.

—¿Cuánto tiempo? —le pregunto sin aliento.

Pero no me contesta. No le hace falta hacerlo. Veo la respuesta en sus ojos: el tiempo que haga falta. El tiempo que nosotros queramos. El tiempo que yo permita que continúe.

No dice nada. Solo se queda de pie frente a mí. Hay tanto en juego dependiendo de mi respuesta, pero sus ojos se mantienen en calma y su actitud es relajada. Damien es un hombre que no deja ver aquello que no quiere que se vea. Sin embargo, hay tanto que quiere enseñarme, y hay tanto que quiero compartir con él.

Dudo solo un instante más, y solo porque quiero mirarle. Quiero beber de este hombre que tiene más fuerza que cualquier otro ser humano que haya conocido y que, a pesar de ello, está dispuesto a mostrarse humilde ante mí.

¿Cómo puedo haber pensado que ha compartido muy poco conmigo? Quizá no lo haya manifestado con hechos concretos, pero Damien me ha mostrado su corazón.

—Sí —le respondo a la vez que le ofrezco la mano—. Señor Stark, tenemos un trato.

La sonrisa que aparece en su cara lo hace de un modo lento y travieso, y me echo a reír en voz alta.

—Ay, ay —digo.

—Cariño, no tienes ni idea. —Me estrecha la mano—. Vamos.

Puesto que hemos «desaparecido en combate» en mitad de la fiesta que Damien da en su propia casa en parte para celebrar un retrato conmigo como modelo y que cuelga de una de sus paredes, deduzco que el motivo por el que subimos en el ascensor de servicio es para volver a incorporarnos de un modo discreto al resto de los invitados.

La primera persona que vemos cuando salimos al pequeño pasillo que lleva a la cocina es a Gregory, el distinguido mayordomo de cabello gris de Damien.

—La señorita Fairchild y yo vamos a salir.

Parpadeo sorprendida. Gregory ni se inmuta.

—Por supuesto, señor Stark. Me encargaré de supervisar la limpieza y el cierre de la casa.

—¿Nos vamos? —le susurro cuando Gregory ya se ha ido, mientras Damien me arrastra hacia la estancia principal.

—Así es.

Pienso en llevarle la contraria. Llevo a la famosa autora de libros de etiqueta, Emily Post, y a la señorita Buenas Maneras metidas en la sangre, por no mencionar las reglas sociales todavía más estrictas de la señora Elizabeth Fairchild. Uno no debe abandonar su propia fiesta. Hay reglas. Se debe observar el comportamiento apropiado en cada momento y respetar las cortesías sociales. Sea lo que sea lo que se le ha ocurrido a Damien, puede esperar, y yo debería decírselo. Debería mostrarme firme e insistir en que nos quedemos aquí, socializando y enfrascados en conversaciones educadas.

En vez de eso, aparto mentalmente de un manotazo el reglamento de mi madre y me quedo tranquilamente callada.

Paramos tres veces. La primera para hablar con Giselle, quien parece desconcertada, aunque no discute. Mantengo mi experta sonrisa de plástico mientras Damien y ella hablan. Ya no estoy tan enfadada con ella como lo estaba antes, pero tampoco pienso intentar hacerme su amiga. La siguiente parada es con Evelyn y Blaine para felicitarles y despedirnos. Estoy dándole la mano a Blaine con un gesto muy correcto cuando nos quedamos mirando y nos echamos a reír.

—Ven aquí —me dice y tira de mí para darme un abrazo.

El abrazo que me da Evelyn es todavía más efusivo, y cuando estamos pegadas me susurra al oído.

—Me alegro de no ser la única que va a pillar un poco esta noche.

—¿Solo un poco? —le contesto, y sonrío cuando se echa a reír con malicia.

—Ahí lo tienes, Texas —me dice mientras me suelta—. Por eso me gustas. —Luego me apunta con un dedo—. Nos vemos esta semana. Fotos, vino y charla tonta, y no necesariamente por ese orden.

—Tenemos una cita —respondo y en ese momento me doy cuenta de que me he dejado la cámara en la biblioteca.

—Déjala —me sugiere Damien cuando se lo digo—. Te prometo que no la necesitarás.

—No sé qué decirte —le replico—. No se me ocurre una imagen más bonita que verte desnudo delante de una ventana.

—¿Acaso insinúas que esta noche habrá algún tipo de desnudez?

—Eso espero, señor Stark. Eso espero, con muchas ganas.

Jamie es la última persona a la que buscamos. La encontramos en una mesa del balcón enfrascada en medio de una conversación con un tipo de cabello alborotado con una camisa de estampado hawaiano.

«Oh, no, Jamie», pienso. «Otro no. No después de lo de Raine».

—Eh, vosotros dos —nos llama al vernos—. Louis, te presento a mi compañera de piso, Nikki. Supongo que ya conoces al señor Stark.

Mientras Louis y Damien se saludan, Jamie me mira con rapidez.

«¿Va todo bien?»

Hago un gesto de asentimiento.

«Todo va bien». Miro a Louis. «¿Vas a…»

Jamie arruga la nariz y niega levemente con la cabeza.

—Louis es director —explica Jamie con voz despreocupada—. Estamos hablando de la tele. Es una casa estupenda —añade volviéndose hacia Damien—. La fiesta es mejor todavía.

—Me alegro de que te guste. Nikki y yo nos hemos acercado para despedirnos.

—Ah.

Jamie me mira con una expresión pícara. Le muestro mi sonrisa más inocente.

—Edward te llevará a casa cuando quieras —le dice Damien—. Disfruta.

—Genial. Muchas gracias.

Jamie me da un abrazo de despedida y Damien y yo nos marchamos por la cocina hacia la zona de servicio para que no nos retrase nadie que nos vea marcharnos por las escaleras.

—¿Dónde vamos, señor Stark? —le pregunto cuando por fin salimos al fresco aire nocturno—. ¿Quiere dar un paseo?

—En realidad, me apetece más un paseo en coche.

Damien suele aparcar delante de la casa, pero esta noche el camino de la entrada ha sido tomado por un grupo de guardacoches que ha contratado para que se encargue de los vehículos de los invitados.

Le sigo mientras rodeamos la casa y frunzo el ceño cuando pasamos de largo por delante del garaje.

—¿Dónde vamos?

—A un sitio que todavía no has visto.

—Vaya.

Siento curiosidad. Le tomo de la mano y miro a mi alrededor. Nos encontramos en una zona que se extiende al norte de la casa, lejos de las luces de la fiesta. Estamos a oscuras aquí, salvo por los suaves focos hábilmente camuflados entre las plantas y las piedras.

Tiene razón. A pesar de todo el tiempo que he pasado en el tercer piso, he explorado muy poco el resto de la casa o del terreno circundante. Por supuesto, el entorno paisajístico cercano a la estructura se ha terminado de construir hace poco, y más allá del perímetro de los plantíos de flores y de los senderos para pasear y de las zonas de picnic, las plantas todavía crecen salvajes, aunque veo que Damien ha contratado a alguien para que despeje parte de los matorrales e instale luces suaves para marcar las sendas que se pueden recorrer por esa zona de vegetación baja.

—Esto es muy hermoso —le comento mientras seguimos un sendero de grandes losas de piedra que se aleja serpenteando de la casa.

—Sí que lo es —dice mostrándose de acuerdo, pero sin apartar los ojos de mí.

—Vigile el camino, señor Stark.

—Prefiero vigilarte a ti.

Sonrío cuando me envuelve con sus brazos y me da un beso capaz de derretir los huesos. El fuego que provocó en mi interior no hace mucho no se ha apagado del todo, y sus brasas se avivan de nuevo.

—¿Aquí? —le susurro al mismo tiempo que aprieto con fuerza mi sexo contra su muslo. Gimo débilmente por el suave tormento de la presión—. ¿Fuera? ¿Sobre estas piedras duras y frías?

Puede que mis palabras expresen cierto reparo, pero sé que mi tono de voz indica lo contrario. En este momento pienso que lo que más deseo es sentir la presión de las piedras en la espalda y la sensación de Damien excitado y caliente en mi interior.

Me responde en voz baja y sensual, con un leve matiz de burla.

—¿Qué es lo que quiere exactamente que le haga, señorita Fairchild? —Me roza el hombro con los dedos y me retira el tirante del vestido—. ¿Esto? —pregunta y se inclina sobre la curva de mi pecho para rozarme la piel con los labios.

Jadeo y el pecho se me agita con fuerza, y la tela que todavía está enganchada al pezón erecto me acaricia de un modo provocativo.

—¿O quizá es esto?

Desliza los dedos por la pierna y sube lentamente hasta que me roza la piel entre el muslo y el sexo.

—Quizá —susurro.

—Sería muy dulce, ¿no? —me pregunta mientras mueve de nuevo la mano hacia arriba y recorre la línea de vello recortado del pubis para después bajar y provocarme en el mismo punto blando de la otra pierna—. Aquí, bajo las estrellas, con mis manos sobre ti, y solo la noche a nuestro alrededor. Mi lengua en tu pecho, el aire fresco rozándote ese pezón. Una brisa fría frotándose contra tu sexo caliente.

Se me aflojan las piernas, y le rodeó el cuello con los brazos para no derretirme con sus palabras y sus caricias.

—¿Esto es lo que quieres?

—Sí.

Sonríe lentamente y jadeo de nuevo con fuerza cuando se inclina sobre mí. Me roza con los labios la comisura de la boca, y luego sube a mis sienes. Pasa a mi oído. Noto su aliento cálido, y después un susurro que apenas es una palabra.

—No.

No me doy cuenta, pero debo emitir alguna clase de sonido de protesta, porque se ríe en voz baja.

—No —repite—. Tengo pensada otra cosa.

Me quita con suavidad las manos del cuello, me pone bien el vestido y tira de mí para volver a recorrer el sendero. Le sigo, irritada, excitada y muy, muy ansiosa.

Un instante después me señala una zona lisa que se extiende entre dos laderas cubiertas de matorrales.

—Estoy pensando poner una pista de tenis ahí.

Observo atentamente su cara, pero la expresión que muestra su rostro es de cautela.

—¿De verdad?

Me tengo que esforzar por mantener un tono de voz despreocupado. Sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que jugó al tenis. Es más, sé por qué dejó de jugar.

—Quizá. Todavía no lo he decidido. Ha pasado tanto tiempo, y temo que…

Se calla, pero frunce el ceño y se le arruga toda la frente.

—¿… que no sea divertido? —sugiero en un intento de acabar la frase.

No me responde, pero veo la afirmación en sus ojos.

—Bueno, si pones una pista ahí, me podrás enseñar a jugar —comento en tono de broma—. Así seguro que te resultará divertido. Te lo prometo. Te reirás mucho jugando conmigo.

—¿Reírme? —repite, y me alegra oír una nota burlona en su voz—. Te imagino con un vestido de tenis y reírme no es lo que se me ocurre.

—Pero ¿se aplicarán nuestras reglas, señor Stark? No estoy segura de cuánto tenis llegaremos a practicar si llevo uno de esos vestidos sin ropa interior.

—Siento curiosidad, señorita Fairchild. Creo que me ha ayudado a decidirme. Empezaré a buscar empresas de construcción mañana mismo.

—Muy divertido.

—Tú ríete, pero ya verás cuando te pille detrás de la jaula de las pelotas.

—No me dices más que guarradas.

Se echa a reír y me agarra de la mano. Corro para poder mantenerme a su lado. Estoy de buen humor, y me alegro de que nos hayamos escapado de la fiesta. Fuera cual fuese el drama que estaba viviendo, ya se ha desvanecido. Solo estamos Damien y yo bajo el amplio manto de la noche.

—¿Qué? —me pregunta.

Niego con la cabeza.

—No he dicho nada.

—Estás sonriendo.

—Quizá soy feliz.

—¿Lo eres? —me pregunta mientras sus ojos me recorren toda la cara—. Yo también lo soy.

—Damien…

Me acerco ansiando un beso, pero me detiene con un dedo en los labios.

—No, no. Si empezamos con eso, nunca llegaremos a donde quiero llevarte.

—¿Es que vamos a algún sitio? Empezaba a pensar que solo nos íbamos de excursión a Ventura County.

—En realidad, ya hemos llegado.

Nos detenemos delante de una colina cubierta de vides.

—Precioso, pero si planeas abusar de mí entre las flores, quiero decirte que me hubiera gustado igualmente en el sendero de piedras.

—Tomaré nota para futuras referencias. Pero no es nuestro destino final.

—Ah.

No responde a mi pregunta. Al menos, no con palabras. En vez de eso, saca un mando a distancia, aprieta un pequeño botón rojo y un par de puertas de madera, camufladas entre las vides, comienzan a abrirse. Del interior sale un haz de luz que se hace más amplio a medida que se abren. Tengo la sensación de que se debería oír una banda sonora, como la Oda a la Alegría o algo así, mientras se abren esas puertas.

Al principio no puedo ver nada porque mi vista no se ha adaptado a ese repentino cambio de luz, pero cuando Damien me lleva hacia la puerta ya abierta, me doy cuenta de que se trata de un garaje. Para ser exactos, de un garaje enorme, y cuando llego a la entrada, me quedo allí y cuento por lo menos quince coches clásicos, sofisticados y alineados.

Las paredes son blancas, al igual que el suelo de cemento. Las luces del techo también son de un blanco intenso. Por un momento tengo la sensación de que he muerto y he subido al cielo de los coches. Me giro y miro a Damien con la boca abierta.

—Tienes que estar de broma. Has acabado la casa hace nada, ¿y ya tienes un garaje totalmente equipado para quince coches oculto en una colina?

—No quería que un garaje adosado estropeara el paisaje —me explica—. Aunque debo decir que el garaje estaba en la propiedad mucho antes que la casa. Lo construí hace tres años mientras el arquitecto estaba diseñando los planos de la residencia. Y, para que conste, es un garaje para veinte coches.

Le miro con expresión de aburrimiento.

—¿Todo este espacio en la colina y solo veinte? ¿Y separado de la casa? A ver, señor Stark, ¿y si llueve?

—Utilizo el túnel de acceso —me responde al mismo tiempo que me señala con la barbilla el otro extremo del garaje, donde hay una puerta de metal sobre la que se lee la palabra «Residencia» escrita con grandes letras rojas en mayúsculas.

—Eres un cliché andante —le digo, pero no dejo de reírme.

—En absoluto. Soy un cliché sobre ruedas.

Parece emocionado, como un niño que estuviera jugando con sus juguetes favoritos la mañana de Navidad, y su humor es contagioso.

—¿Qué coche es este? —le pregunto deteniéndome al lado del que está más cerca de la puerta.

Es de estilo antiguo y descapotable, y me imagino a una joven de los años veinte al volante saludando a los jóvenes y sintiéndose muy ufana por su atrevimiento.

—Un coche de paseo Gardner —me explica—. Pero ven aquí, voy a enseñarte mi verdadera joya. —Recorremos dos filas hasta llegar a un modelo muy antiguo, tan sofisticado y reluciente que parece brillar tanto como el propio garaje—. Un Baker Electric. El primer propietario de este mismo coche fue el propio Thomas Edison.

—¿De verdad? —Me siento debidamente impresionada—. Debería estar en un museo.

—Lo presto a menudo para exposiciones, pero no de un modo permanente. No le veo sentido a tener unos juguetes tan extraordinarios si no puedo sacarlos para disfrutar de ellos. Tampoco le veo sentido a tener mucho dinero y no utilizarlo para comprar cosas interesantes, ya sean para mí o para la gente por la que me preocupo.

Pienso en el Monet y en la cámara y en la ropa y en todos los demás regalos que me ha hecho.

—Por suerte para aquellos de nosotros que somos los receptores de tu magnanimidad, tienes un gusto excelente.

—Sin duda lo tengo, señorita Fairchild. —Alarga una mano hacia mí—. Ven. Te mostraré nuestro vehículo para esta noche.

Avanzamos entre las filas de coches y nos detenemos delante de un automóvil bajo de dos asientos de color verde hoja con un capó que parece más largo que el propio coche.

—Muy bien —le digo sin poder dejar de sonreír—. Cuéntamelo todo.

Es como si le hubiese dado permiso para cantar.

—Es un Jaguar Roadster E-Type —empieza a contarme de forma pormenorizada todos los intrincados detalles de este magnífico automóvil que, me asegura, nos llevará hasta nuestro destino con lujo y estilo.

—Espero que no haya un Trivial después, porque no me he enterado de nada aparte del nombre y, de hecho, estoy muy impresionada.

—Eso será suficiente.

—¿Lo has restaurado tú?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Edward me contó lo del Bentley. No te imagino cubierto de grasa y aceite.

—Es curioso —me dice con una pasión evidente en la voz—. Yo sí que te imagino desnuda y cubierta de aceites, abierta en una cama a la espera de que te folle.

—Ah. —Es lo único que acierto a decir—. Ah.

Se echa a reír y me abre la puerta. El coche es tan bajo que es casi imposible entrar y salir con recato con una falda tan corta, algo de lo que Damien se da cuenta de inmediato, ya que su mano sube por la parte posterior del muslo y acaba entre mis piernas. Mi cuerpo se estremece cuando me toca, y gimo cuando mete lentamente dos dedos en mi interior. Me agarro al lateral de la puerta y mantengo un equilibrio precario mientras todo mi cuerpo tiembla de deseo. Quiero cerrar las piernas, pero no puedo. Tengo un pie sobre el suelo del coche y el otro sobre el cemento. Si cambio de postura, me caigo.

Pero lo cierto es que no quiero cambiar de postura.

—Sí. Así es como te quiero. Caliente y húmeda y ardiendo de ganas por mí. Quiero que estés preparada para follar, Nikki. En cualquier sitio, en cualquier momento, te quiero dispuesta.

—Siempre estoy lista para ti —le susurro, porque es lo que quiere oír y porque es verdad.

—Debería follarte ahora mismo —me dice mientras introduce y saca los dedos muy despacio. Mi sexo se tensa para tirar de él hacia dentro, ansiando más y más. Lo quiero todo—. Debería tumbarte boca abajo en el capó del coche, levantarte la falda y darte unos azotes hasta que tengas el trasero rojo y palpitante. Luego debería metértela en tu dulce y húmedo sexo. ¿Eso es lo que quieres, Nikki? Puedes decírmelo. Dime todo lo que quieres que te haga, Nikki. Dime cómo quieres que te folle.

Tengo los ojos cerrados y siento los pechos pesados. Estoy muy húmeda y me siento muy llena. Ya tengo tres, no, cuatro dedos dentro, y muevo las caderas sin parar porque quiero notarlo más fuerte, más rápido, más profundamente.

—Dime —repite.

—Necesito que me folles —le digo—. Necesito tus manos en mis pechos y tu polla muy dentro de mí. Te necesito, Damien. Por favor, por favor, te necesito tanto.

Me saca los dedos y traza unos suaves círculos sobre mi clítoris mientras con la palma de la otra mano me frota suavemente el sexo. Me llega el olor de mi excitación, pero no me importa. Sigo moviéndome de un lado a otro para que aumente la sensación. Estoy cerca, muy cerca, y quiero correrme en sus brazos. No me importa que estemos en su garaje, que esté inclinada medio fuera, medio dentro del coche. Lo único que quiero es a Damien. Lo único que quiero es que me lleve a donde quiero llegar.

—Gracias —me susurra mientras retira la mano.

—Damien… —gimo—. Joder, Damien, por favor.

—¿Se siente frustrada, señorita Fairchild?

—Sabes que lo estoy.

—Bien. —La satisfacción en su voz me hace sonreír a pesar de mi lamentable estado de frustración—. Sube al coche.

Hago lo que me dice y me siento con las piernas muy juntas con la esperanza de que esa presión mitigará un poco la necesidad desesperada que me invade.

Da la vuelta al coche y se sienta a mi lado. Me mira con un gesto de obvia diversión.

—Separe las piernas, señorita Fairchild. No se correrá hasta que yo le diga que se puede correr.

Le miro con gesto hostil, pero le obedezco.

—Disculpe, pero no la he oído.

—Sí, señor.

—Buena chica.

Me quedo allí sentada, inmersa en mi frustración sexual, mientras enciende el coche y maniobra para salir. Supongo que saldrá por el mismo lugar por el que hemos entrado, pero continúa en la dirección en la que estábamos caminando, lo que me extraña, ya que lo único que veo es una pared. Pero cuando nos acercamos, aprieta un botón del salpicadero y una sección de la pared se desliza hacia un lado.

De repente, nos encontramos en un túnel oscuro con las paredes cubiertas por una interminable serie de tubos de luz que iluminan todo el camino. Cada tubo solo es visible cuando nos acercamos, lo que crea el espejismo de que nos dirigimos hacia el infinito. Me siento como una especie de chica Bond que estuviera persiguiendo a los malos.

—¿Dónde vamos?

—Tú espera —me contesta.

Delante de nosotros desaparecen las luces y por un momento temo que algo vaya mal en la millonaria ruta de escape de Damien, pero resulta que sencillamente hemos llegado al exterior de la colina. Salimos a una carretera particular, de Damien, por supuesto, y después de seguirla durante un rato entramos en una serpenteante carretera de Malibú y recorremos las colinas hasta que, por fin, llegamos a la autopista de la costa del Pacífico.

—¿De verdad no vas a decírmelo?

Todavía estoy suavemente excitada. El coche es muy bajo y se pega al suelo, y es muy potente, así que noto el retumbar del motor contra el trasero. La vibración resulta un tanto seductora. Siento los pechos hinchados y sensibles, y aunque la tela del vestido es suave, tengo los pezones tan duros que están dolorosamente erectos.

Damien no me toca, pero me mira de reojo, y veo la sonrisa de diversión que aparece en sus labios.

—¿Vamos a Los Ángeles? Son casi las once.

—Me temo que la voy a tener levantada hasta más tarde de su hora habitual de acostarse, señorita Fairchild.

Podría protestar, pero solo sería para guardar las apariencias, así que me recuesto contra la suavidad del cuero y contemplo cómo pasa el océano por mi derecha. Sin embargo, noto los ojos de Damien sobre mí y me giro hacia él con gesto ceñudo.

—Vigile la carretera, señor Stark.

—Prefiero vigilarla a usted —me contesta, pero vuelve a concentrarse en la conducción. Luego levanta la mano y ajusta el espejo retrovisor—. Mucho mejor ahora —añade, y sus labios vuelven a torcerse en una sonrisa burlona.

—¿Te gusta el paisaje? —le pregunto.

Tengo las piernas separadas, como me ha ordenado, y el borde de la falda subido hasta la mitad del muslo.

—Me gustará todavía más dentro de un minuto.

Le miro de reojo y, de repente, siento curiosidad.

—¿Ah, sí?

—Me fijé en el modo en que contemplabas las obras de Blaine —me comenta de una manera despreocupada.

—Tiene mucho talento.

—La forma en que es capaz de retratar la excitación, la vergüenza, el ansia sexual. Tiene algunos cuadros en su galería que muestran a una mujer a punto de tener un orgasmo. Es realmente espectacular.

—Esos no los he visto.

—¿Cuál de los de esta noche te ha gustado más?

—Me han gustado todos.

—¿De verdad? Creí ver un poco más de interés en tu cara cuando contemplabas el de la mujer en el diván. ¿Sabes a cuál me refiero?

—Sí.

Se me ha acelerado el pulso. Recuerdo el cuadro… y ya me imagino adónde quiere llegar Damien.

—¿Qué es lo que está haciendo? —me pregunta.

—Se está tocando —le respondo.

—Su amante se encuentra a un lado. Tiene las piernas completamente abiertas.

—Sí.

Tengo que esforzarme para articular esa única palabra.

—Quítate los zapatos —me ordena, y me agacho para luchar con las pequeñas hebillas—. Levántate la falda hasta la cintura. Quiero que estés desnuda contra el cuero. Dios, Nikki, sí —añade cuando termino de obedecerle.

Noto el cuero suave y fresco contra mi piel al rojo vivo. Las vibraciones que retumban debajo de mí me parecen todavía más eróticas, y me siento lasciva y salvaje.

—Ábrete bien de piernas, cariño. Como la mujer de la pintura.

Lo que me dice, junto a lo que presagia, es tan erótico como sus caricias, y mi cuerpo, que ya está hipersensible, se acelera al máximo. Soy consciente de cada movimiento, de cada roce del aire contra la piel, de cada latido del corazón, de cada diminuta gota de sudor que se desliza entre mis pechos. Me esfuerzo por controlar la respiración y levanto una pierna para meterla entre el salpicadero y la puerta. Luego muevo la otra y pongo el tobillo al otro lado de la palanca de cambios. Estoy todo lo abierta que puedo, y cuando bajo la mano para reclinar el respaldo, el movimiento hace que levante un poco las caderas. Se me escapa un pequeño gemido ahogado. Siento un cosquilleo por todo el cuerpo, pero lo que más noto es el intenso palpitar entre mis piernas.

—Ella está allí, recostada, suplicándole en silencio a su amante. Tiene el sexo húmedo, los pechos sensibles y sus pezones suplican que los chupen.

—Damien, por favor…

—Pero no se toca —sigue diciendo Damien, y contengo un gemido de frustración—. Le gusta dejarla así, con la brisa soplando en su sexo ansioso.

Se inclina hacia delante y ajusta los mandos del aire acondicionado para que un chorro de aire frío me dé justo entre las piernas. Es algo suave y libidinoso, y hace que mi deseo crezca.

—Si fuera alguien amable, dejaría que se tocara, pero si te fijas bien en la pintura, puedes ver cómo ella tiene la mano suspendida en el aire, impaciente, pero sin tocarse. ¿Te fijaste en eso, Nikki?

—No. Estoy segura de que se estaba tocando —le respondo con convicción.

—¿De verdad estás segura? Bueno, eso es lo que pasa con el arte. Es diferente para cada persona. ¿Quieres que te diga lo que yo veo?

Trago saliva y muevo la cabeza asintiendo.

—Veo al hombre que no está en el cuadro. La mujer lo es todo para él, y no hay nada que le agrade más que proporcionarle placer. No simplemente un polvo rápido y un orgasmo igual de rápido, Nikki. No. Él quiere que alcancen su propio nirvana. Colocar un placer sobre otro placer hasta que se entrecrucen las líneas y ninguno sepa con certeza si es un tormento o una delicia.

Me humedezco los labios, tengo la boca seca. Soy increíblemente consciente de todo mi cuerpo. Del movimiento del coche. De mis pechos, tan sensibles bajo el fino tejido.

—Quiere que su amante confíe en él. Que se entregue a él por completo. Que le deje organizar los placeres de su cuerpo. Pero él quiere que sea ella quien decida. Le deja una mano libre, y ese es el momento que Blaine capta en su cuadro.

Se gira hacia mí y me mira un momento antes de volver a concentrarse en la carretera.

—Así que la cuestión es… ¿se toca o confía en él? —Su voz es cálida y suave e íntima como las caricias que ansío—. Dímelo tú, Nikki. ¿Qué hace la mujer?

—Confía en él —susurro.

Luego cierro los ojos y me dejo llevar por el movimiento del coche y la promesa de Damien de los placeres venideros.