14

Espero un momento después de que Evelyn se haya ido, y luego rodeo con rapidez la fiesta. Unas pocas personas me sonríen y me hacen gestos de asentimiento al mismo tiempo que dan un paso a un lado invitándome sutilmente a que me una a las conversaciones. Pero paso de largo. No tengo tiempo para nadie más que para Damien, y atravieso el bullicio con una determinación clara.

Cuando por fin le veo, me paro en seco. Está en un grupo pequeño escuchando lo que cuenta una mujer con cabello castaño rizado. Como si notara que lo estoy mirando, Damien se vuelve. Sus ojos me descubren y, de repente, todo a mi alrededor parece disolverse. La gente se convierte en manchas borrosas de colores, y la conversación en poco más que un ruido de fondo. Somos las dos únicas personas de la estancia, y me quedo transfigurada, con un cosquilleo por todo el cuerpo y la boca seca de repente. Parece que este hombre me ha lanzado un encantamiento, y que yo participo de buen grado en el hechizo.

Quiero disfrutar del calor que se extiende entre nosotros dos. Hoy he sentido tanto frío, con el cuerpo azotado por vientos helados y mareas cambiantes. Quiero quedarme aquí, perdida en el tiempo. Perdida en Damien.

Pero no puedo. Tengo cosas que hacer. Cosas que decir. Así que me obligo a mí misma a moverme. Doy un solo paso adelante, y todo vuelve a definirse, la gente se mueve, las parejas charlan, se entrechocan las copas. Pero mis ojos no se apartan de la cara de Damien, y le ofrezco una sonrisa que muestra disculpa y perdón. Y que es también una invitación.

Después, con el corazón palpitando de un modo enloquecido, me doy media vuelta y me alejo.

Me cuesta un tremendo esfuerzo no mirar hacia atrás, pero lo consigo. Vuelvo a la cocina y luego sigo por el corto pasillo que lleva hasta el ascensor de servicio. Entro y bajo un piso, hasta la biblioteca de la segunda planta. Es un lugar que no está abierto a los invitados de la fiesta. Es el espacio privado de Damien, y aunque estoy tremendamente nerviosa, sé que yo también puedo estar aquí y sonrío cuando salgo del ascensor para dirigirme a un pequeño lugar que alberga un centro de trabajo informatizado. Esta zona no se puede ver desde las escaleras, pero yo tampoco puedo ver esas luces mágicas y chispeantes. Y algo mágico y chispeante es precisamente lo que necesito ahora mismo.

Salgo de la estancia y paso junto a las estanterías apenas iluminadas hasta llegar a la entreplanta abierta. Las luces que parpadean en la barandilla no son menos impresionantes desde este ángulo, y me descuelgo la cámara del hombro para enfocarlas de cerca, hasta que lo único que veo son puntos de luz difusa y cada uno de ellos reluce convertido en un prisma radiante de color intenso.

Aprieto el botón de disparo una vez, y luego otra, y no tardo en quedarme absorta en el mundo que capto con la cámara. La perfección de los ángulos de esta casa que adoro. La cubierta desgastada de una novela de Philip K. Dick que Damien ha dejado en una mesita auxiliar. Incluso los invitados de la fiesta, o lo poco que puedo ver de ellos, mientras parecen flotar por encima de mí. Desde aquí no oigo sus voces, y solo puedo ver la cabeza y los hombros de aquellos pocos que se acercan al rellano.

Tampoco puedo ver mi retrato, y ahora mismo me alegro de ello. Me siento muy feliz por saber que Damien no traicionó mi confianza, pero todavía me noto vulnerable y dolida.

Sé que Damien está detrás de mí antes incluso de que hable. Quizá he oído sus pasos de un modo subconsciente. O quizá me llegó el aroma de su colonia.

Lo más probable es que sencillamente estemos en armonía el uno con el otro de tal modo que es imposible que mi cuerpo esté cerca del suyo sin que pida a gritos que me toque.

—Espero que esto signifique que ya no estás enfadada conmigo —me dice.

Estoy de pie al lado de la barandilla, de espaldas a él, y siento la leve caricia de una sonrisa en mis labios.

Oigo el roce de su ropa cuando se acerca. Está ahí, justo detrás de mí, y noto cómo el aire se vuelve denso entre nosotros.

—Lo siento mucho. No era mi intención que Giselle lo supiera. Y jamás me hubiera imaginado que se lo contaría a Bruce.

Cierro los ojos y pienso en Blaine y en el secreto que Damien guardó.

—Damien Stark, eres una persona excepcionalmente buena —le respondo.

Por un momento, se queda completamente inmóvil a mi espalda.

—No, no lo soy. Pero de vez en cuando hago algo bueno. —Me desliza una mano con suavidad sobre la piel desnuda del hombro, e inspiro entrecortadamente—. ¿Te lo ha dicho Evelyn?

—Sí.

Noto la necesidad en mi voz. Estoy segura de que él también la percibe.

Me coloca las manos en la cintura y luego me besa el cabello.

—Ojalá no lo hubiera hecho. No quería que te enfadaras con Blaine.

—No lo estoy. Lo hubiera estado si me hubiera enterado de buenas a primeras que fue él, pero tú has parado ese golpe. —Me giro sobre mí misma sin soltarme de sus manos—. Como ya he dicho, eres buena persona.

—Lo lamento. Y todavía lamento más que Giselle llegara temprano. No estaba invitada, y sé que te ha hecho sentir avergonzada.

—No pasa nada. —Le tranquilizo y después pienso que quizá Evelyn tenga razón sobre los motivos del comportamiento de Giselle, así que se lo pregunto—. ¿Por qué no me dijiste que Giselle y tú estuvisteis saliendo?

Parece realmente sorprendido por la pregunta.

—No me lo preguntaste.

—Sabes que me lo preguntaba. Esa noche. Nuestra primera noche.

Se queda pensativo un momento, y luego sonríe tímidamente como si mi pregunta le hubiera parecido divertida.

—Damien… —le digo fingiendo enfado al mismo tiempo que le doy un golpecito en el brazo.

—Giselle y yo salimos unas cuantas veces, pero eso fue mucho antes de que se casara con Bruce. Y si no recuerdo mal, cuando apareció Giselle, yo estaba intentando seducirte. No pensé que contarte mi historial sentimental fuera apropiado para conseguir mi objetivo.

Tengo que sonreír. El recuerdo de aquel viaje en la limusina de Damien va más allá de lo excitante.

—Después de eso, el tema no volvió a salir —añade—. Tampoco había motivo para que lo hiciera. Solo hay una mujer que me interese —me dice con una intensidad que hace que me flaqueen las piernas.

Me levanta la barbilla.

—¿Estás mejor?

—Sí. —Frunzo el ceño, pero más para mí que para él—. No me gusta nada sentirme como una arpía celosa —le confieso—. Pero de repente me he visto bombardeada de Giselle por todos lados. El cuadro, el viaje de regreso de Palm Springs, lo que dijo Tanner y, para colmo, me entero de que estuvisteis saliendo.

—No tengo ni idea de lo que dijo Tanner o qué tiene que ver Palm Springs con todo esto, pero por lo que se refiere al cuadro, puedo asegurarte que Giselle me ha vuelto a prometer que no le dirá a nadie que tú eres la modelo. Puede ser un poco inconsciente, pero no incumplirá su promesa.

—¿Has hablado con ella esta noche?

—Sí.

—Ah. Bueno, me alegro de que lo hayas hecho —admito—. Y tampoco creo que Bruce se lo diga a nadie más.

—¿Quieres que hable con él? Todavía no lo he hecho.

—No. Confío en él.

Damien asiente con gesto satisfecho.

—¿Qué hay de Tanner? —me pregunta.

Le cuento la teoría de Tanner de que me habían contratado para tener contenta a Giselle y veo cómo aflora la ira en los ojos de Damien. Me echo a reír.

—Ya le han despedido, y gracias, pero no quiero que hagas nada más.

—¿Y qué más iba a poder hacer?

—Pues no lo sé —le contesto mientras pienso en mi antiguo novio Kurt—. Mandarle a los yakuza. Controlar un satélite para que lo destruya desde el espacio con un rayo láser. A ver, de verdad, ¿qué puedes hacer?

—Lo del rayo láser desde el espacio me gusta.

—Prométemelo.

—Te lo prometo. Ya está fuera de Innovative y lejos de ti. Se acabó.

—Bien —le respondo, aunque he de admitir que no me disgustaría mucho que un láser acabara con Tanner.

—¿Y qué es eso de Palm Springs? —me pregunta—. Siempre me ha parecido un lugar muy relajante. Siento curiosidad por saber el motivo por el que un lugar tan encantador ha entrado en tu lista negra.

—Te estás burlando de mí.

—Solo un poco.

—Deberías haberme dicho que llevaste a Giselle de vuelta a su casa en la limusina.

—Ah. —Asiente con gesto solemne—. Sí, entiendo lo que quieres decir. Debería haberlo hecho. Lo habría hecho. Si la hubiera llevado de vuelta a su casa en la limusina.

Se está mostrando condescendiente conmigo, pero no me importa porque me quedo con el «no la llevé a casa».

—Pero volviste en la limusina. Supuse que lo hacías porque las llevabas a ella y a las pinturas. Pero si no fue así, ¿por qué no volviste en helicóptero? ¿No era eso lo que ibas a hacer?

—Lo era. Pero todas mis reuniones acabaron increíblemente pronto y, como ya habrás notado, tengo todo un universo que dirigir. Es difícil hacer negocios desde un helicóptero. El nivel de ruido hace que te cueste concentrarte, y me he dado cuenta de que los clientes internacionales se vuelven quisquillosos si creen que les estás gritando. Además, es mucho más fácil hacer paradas imprevistas por el camino con un vehículo terrestre, y cuando me di cuenta de que tenía tiempo, organicé unas cuantas paradas en Fullerton y en Pasadena.

Me cruzo de brazos e inclino la cabeza hacia un lado.

—Entonces ¿qué quiere decir, señor Stark?

—Quiero decir que cuando me di cuenta de que el plan de trabajo iba a cambiar, llamé a mi oficina para que enviaran la limusina. Mi secretaria me dijo que me había llamado Giselle para que le recomendara alguna compañía de transporte de Palm Springs que pudiera llevar unas cuantas pinturas para la exposición. Al parecer, había decidido llevarse más de las que le cabían en el coche.

—Y como tú estabas allí mismo, te ofreciste a traerlas.

—A las pinturas —admite—. No a ella. Como tú misma has dicho, puedo ser una persona muy agradable.

Me echo a reír.

—Sí, es verdad.

—Me pregunto si puedo hacerte una sugerencia.

—Bueno… claro.

—La próxima vez que quieras preguntarme si llevo o no a otra mujer en la limusina, solo tienes que coger el teléfono y consultármelo.

—Vale. Lo haré. —Muevo la cabeza en un gesto de desesperación—. Lo siento mucho, de verdad. Últimamente he estado de mal humor.

—Yo también.

Pienso en la expresión turbada y tormentosa que he visto en sus ojos. En los problemas legales que parecen estar acumulándose.

—¿Me dirás por qué?

Me mira durante un rato tan largo que acabo temiendo que no me responda.

—No quiero que lo que tenemos se acabe.

—Ah. —No es la respuesta que me esperaba, pero no puedo negar que el alivio casi hace que me asfixie—. No. Yo tampoco.

Mi piel empieza a calentarse por la tibieza de su voz. Me observa atentamente la cara.

—¿No quieres? —me susurra por fin, y en sus ojos veo la misma melancolía vulnerable que vi anoche.

—Damien, por Dios. Claro que no. —Inspiro profundamente mientras pienso en cómo explicarle lo que siento—. Esta noche parece que todo está saliendo al revés, como si nada fuera como se supone que tendría que ser. Ni siquiera esta casa. Estoy tan acostumbrada a venir a aquí. Al estar delante de ese balcón y posar para Blaine a sabiendas de que estás mirando y de que cuando Blaine se marche, tú y yo nos quedaremos a solas en esta casa, en esa cama. —Le sonrío con gesto lloroso—. Me encantó que quisieras regalármela, pero me pareció un detalle de despedida. Como si estuviéramos cerrando una puerta.

—La cama solo era un regalo. Algo para que te lo quedaras, sobre lo que tumbarte, con lo que pensar en nosotros. Pero esta noche pensé que eras tú la que quería zanjar lo nuestro. ¿Qué fue lo que dijiste? ¿Que ya no hay juego ni reglas?

—Estaba furiosa —admito.

—No me gusta pensar que te he hecho daño o que te he decepcionado.

—No lo has hecho, de verdad.

—¿Tú crees? No sé…

Frunce el ceño y me recorre la cara con la mirada, pero no sé qué es lo que está buscando.

—¿Damien?

—Te he estado observando esta noche —me dice, y sus palabras suenan muy contenidas, igual que si estuviera caminando sobre una superficie de cristal.

No digo nada y me quedo quieta, sin saber adónde llevará esto.

—No he podido evitarlo —continúa diciendo—. Cuando estás en una habitación no tengo más remedio que mirarte. Atraes mi mirada. Me obligas a mirarte. Y caigo gustoso en tu hechizo. —Sus ojos se iluminan con una sonrisa, pero ni siquiera eso oculta la preocupación que veo en ellos—. Te vi con Jamie. Vi cómo hablabas con Bruce. Te oí reírte mientras hablabas con esas ridículas estrellas televisivas. Vi la expresión de dolor en tu cara cuando te escapaste de la fiesta con Evelyn. Y cada sonrisa, cada fruncimiento de ceño, cada risa y cada muestra de dolor en tus ojos me herían, Nikki, porque no era yo quien estaba compartiendo todo eso contigo.

Aprieto los labios y trago saliva, pero no contesto.

—Pero esto fue lo que me hizo más daño —me dice mientras me levanta la mano izquierda.

Parpadeo, y una lágrima solitaria se desliza lentamente por mi mejilla.

—¿Me has visto?

La punta del dedo ha recuperado su color normal, y ya no queda señal alguna del hilo. A pesar de ello, parece palpitar por el recuerdo del dolor. Un dolor que Damien calma con un único beso suave.

—¿Me dirás por qué?

Quiero agachar la cabeza, pero me obligo a mí misma a mirarle a la cara. Con Damien no me siento débil o frágil, pero sí avergonzada, porque me pidió que acudiera a él si alguna otra vez necesitaba sentir dolor. Y es la segunda vez que rompo esa promesa. Al menos el dedo sobrevivió al ataque con mejor compostura que el cabello.

—Ya te lo he dicho casi todo. Ha sido un día de perros.

—Muy bien. Ahora dime el resto.

Su voz es pausada, con un tono relajado que me tranquiliza.

—Es esta fiesta —admito—. Ver a Giselle actuar como si fuera la anfitriona. Mirar a mi alrededor y ver muebles que no conozco. —Ahora que expreso todo esto me doy cuenta de lo mucho que me estaban incomodando—. Ni siquiera reconocí el tercer piso. Esa habitación, esta casa… han sido nuestras tanto tiempo. Pero esta noche no lo eran.

«Y yo no era tuya».

Pienso esto último, pero no lo digo en voz alta. En vez de eso, me encojo de hombros, un poco avergonzada por haber dicho tantas cosas. Me siento frágil y vulnerable, y no me gusta sentirme de esa manera. Así que espero a que me diga algo que me tranquilice.

Esas palabras tardan un momento en llegar y, cuando lo hacen, me sorprenden.

—Ven conmigo —me dice con una sonrisa enigmática.

Me alarga una mano y me conduce hasta una sala de lectura casi oculta en la pared oriental. Es la zona más privada de la entreplanta, y desde allí no se ve el tercer piso. Está a oscuras, y la única iluminación procede de las luces parpadeantes de la barandilla.

—¿Qué haces? —le pregunto cuando me empuja hacia la pared y luego aprieta un botón.

De inmediato, una luz suave ilumina la larga vitrina de cristal que tenemos delante. Solo hay dos objetos dentro, como si fuera un lugar reservado para tesoros y solo se hubieran encontrado dos.

Son unas copias desgastadas de Fahrenheit 451 y de Crónicas marcianas, dos obras de Ray Bradbury. Me siento confusa, pero sé que Damien me ha llevado allí por algo.

—Bradbury es uno de mis escritores favoritos —dice para empezar.

—Lo sé.

Me había hablado de su amor por la ciencia ficción desde pequeño. En cierto modo, era un arma contra su padre, su entrenador y su vida. Le comprendo. ¿Cómo no iba a comprenderle cuando yo confié en mis propias armas?

—Vivía en Los Ángeles, y un día oí que iba a firmar libros en una tienda del Valle. Le supliqué a mi padre que me llevara, pero ya había programado una sesión de entrenamiento adicional con mi entrenador, y ninguno de los dos estaba dispuesto a darme un descanso.

—¿Qué hiciste?

Sonrió lentamente de oreja a oreja.

—Fui a la firma de libros de todos modos.

—¿Cuántos años tenías?

—Once.

—Pero ¿cómo llegaste? ¿No vivías en Inglewood?

—Le dije a mi padre que iba a la pista, me subí a la bici y me fui a Studio City.

—¿Con once años? ¿En Los Ángeles? Es un milagro que sobrevivieras.

—Créeme cuando te digo que el viaje fue mucho menos peligroso de lo que fue mi padre cuando se enteró de lo que había hecho —me responde con ironía.

—Pero es una distancia tremenda. ¿Pedaleaste todo el camino?

—Solo son unos veinticinco kilómetros, pero las colinas y el tráfico hicieron que tardara más de lo que había calculado. Así que cuando me di cuenta de que iba a llegar tarde, decidí hacer autoestop.

Se me encogió el pecho al recordar la advertencia de mi madre sobre no hablar con los extraños y no recoger jamás a nadie en la carretera. Me sentí aterrorizada por el niño que había sido, por el terrible riesgo que había corrido porque el padre al que estaba manteniendo era un canalla demasiado grande como para acceder a una pequeña petición que le haría muy feliz.

—Por los pelos, pero llegué a tiempo.

Por supuesto, sé que no le pasó nada, pero a pesar de eso, al oírlo relajo los hombros.

—Y conseguiste los libros —comento a la vez que señalo la vitrina con un gesto de la barbilla.

—Por desgracia, no. Llegué dentro del horario previsto para la firma, pero ya se habían quedado sin libros. Decidí pedirle a Bradbury que al menos me firmara un marcapáginas, así que le conté lo que me había pasado. Él me respondió que podía hacer algo mejor, y antes de que me diera cuenta, había metido la bici en el maletero de su coche y nos dirigíamos hacia su casa. Pasé tres horas charlando con él en su sala de estar, y luego me dejó escoger dos libros de sus estanterías. Me los firmó, y su chófer me llevó a casa.

Me siento ridículamente conmovida por el relato, y parpadeo para contener las lágrimas que amenazan con escaparse.

—¿Y tu padre?

—Nunca se lo conté. Estaba enfadado como nunca, pero lo único que le dije fue que me había ido en bici por la playa. Me lo hizo pagar —añade con voz sombría—, pero tenía mis libros. Todavía los tengo. —Y él también señala la vitrina.

—Así es. Parece ser que Bradbury era un hombre realmente agradable.

—Sí que lo era.

—Es una anécdota maravillosa —le comento, y es verdad. Esas son las partes de su vida que quiero que formen parte de mí. Partes de Damien que me llenen—. Pero no tengo claro por qué me cuentas esto ahora.

—Porque los objetos de esta casa son importantes para mí. No el decorado que he traído para la fiesta, sino las cosas de verdad. Todavía no hay mucho, pero todo lo que hay es muy valioso para mí. Las piezas de arte. Cada objeto. Hasta el mobiliario. —Me mira, y veo la pasión en sus ojos. Pero no es sexual. Esto es más profundo—. Nikki, tú no eres una excepción. Te traje a esta casa porque te quiero aquí, lo mismo que quería tu retrato.

Me humedezco los labios.

—¿Qué quieres decirme?

—Lo que quiero decirte es que me has hecho tremendamente feliz cuando me has dicho que te sentías celosa al ver a Giselle actuar de anfitriona de la fiesta. Vamos a dejar algo claro. Ella no es la anfitriona de esta casa, y nunca podría serlo. ¿Lo entiendes?

Hago un gesto de asentimiento lleno de nerviosismo. Me he quedado sin respiración. Me he quedado anonada. Y tengo un ansia desesperada por encontrarme dentro del círculo que forman sus brazos.

El aire crepita entre nosotros cuando da un paso hacia mí. Está cerca, tan cerca, y, sin embargo, todavía no me ha tocado. Todavía. Da la impresión de que nos estuviera castigando a los dos. De que nos estuviera recordando el motivo por el que nunca deberíamos estar separados: porque el acercamiento es altamente explosivo.

—Damien.

Es lo único que consigo decir.

Me acaricia lentamente el brazo con la punta de los dedos. Me muerdo el labio inferior y cierro los ojos.

—No. Mírame —me pide.

Lo hago, y mis ojos se clavan en los suyos mientras sus dedos siguen bajando y bajando y bajando hasta que pone su mano sobre la mía, y las dos quedan apoyadas sobre mi muslo, por encima del borde del vestido. Tiene la palma de la mano abierta, y cubre la mía por completo. Levanta lentamente nuestras manos unidas para subir la falda hasta que el borde me queda a la altura del trasero.

—Este es tu sitio —me dice—. Tu sitio es cualquier lugar en el que yo esté. Eres mía. Dilo.

—Lo soy. Soy tuya.

Mi respiración se acelera cuando suelta mi mano y la suya empieza a subir más todavía, lentamente, muy lentamente, tan lentamente.

—Te necesito. —Su voz ronca me provoca oleadas de deseo por todo el cuerpo. Mi sexo se tensa, y tengo que echar mano de todo mi autocontrol para no agarrar el puñetero borde de la falda y levantármelo hasta la cintura—. Te necesito ahora.

—Dios, sí —logro decir a duras penas—. Damien, sí, por favor.

Me empuja hacia atrás con brusquedad hasta que estoy atrapada en el rincón. Tengo la vitrina a mi lado y alargo una mano para apoyarme en la madera pulida mientras su boca se aproxima a la mía. El beso es salvaje, enfebrecido. Lo he echado tanto en falta que tomo ansiosamente todo lo que me ofrece.

Sus dedos continúan subiendo al mismo tiempo que devoro con ansia su boca, que mi lengua lucha con la suya, que mis dientes le rozan los labios. Un momento después, de repente, sus dedos me acarician el sexo y se me escapa un grito, y ese sonido de placer solo se ve apagado por el ataque renovado de sus labios contra los míos.

—Sin bragas —me dice a la vez que me introduce profundamente un dedo—. Dijiste…

—Mentí —le respondo, aunque no sé cómo soy capaz de articular palabra—. Cállate y bésame.

—¿Besarla? Señorita Fairchild, voy a hacer mucho más que besarla.

—¿Y la fiesta?

—A la mierda la fiesta —me gruñe.

—Si baja alguien…

—No va a bajar nadie.

—Pero si…

—Nikki.

—¿Qué?

—Cállate.

Es una orden que no puedo desobedecer, porque me tapa la boca con la suya y su lengua me llena. Me abro a él, ansiosa por probarlo, por perderme en él.

Me levanta el muslo con fuerza. Doblo la rodilla y rodeo su pierna con la mía. La falda se desliza de nuevo, y él me la sube un poco más, hasta que quedo completamente expuesta. Interrumpe el beso el tiempo suficiente como para bajar la mirada a mi sexo desnudo, y su gruñido es grave, casi doloroso. No puedo tocarlo. Necesito las manos para mantener el equilibrio entre la pared y la vitrina, y me veo atormentada por el deseo de notar su sexo en mi mano. De acariciarle y sentir lo mucho que me anhela, de saber que su deseo es comparable al mío.

Sus manos me envuelven, sus dedos se deslizan sobre mi piel y me hacen temblar. Estoy completamente húmeda y el contacto de sus manos me está volviendo loca.

—Damien, por favor…

—Por favor, ¿qué?

—Por favor, por favor, fóllame.

—Como desee la señora —me responde.

Cierro los ojos mientras desliza de un modo deliberadamente lento un dedo dentro de mí. Luego echo la cabeza hacia atrás y sonrío al oír el sonido musical de la cremallera de los pantalones que está bajando con la otra mano.

Noto la dureza de su erección contra la pierna. Después me acaricia con la punta para enervarme más. Baja las manos y me coloca una en el trasero para levantarme un poco. Después me suelta para que caiga sobre él al mismo tiempo que la empuja hacia mi interior. Una, dos veces, cada vez más profundamente hasta que nos sumergimos en un frenesí en el que estrella su cuerpo contra el mío, y yo quiero más, mucho más, y seguro que el ruido de mi cuerpo al chocar contra la pared hace que toda la casa se estremezca. ¿Cómo es posible que los invitados no oigan nada, cuando el sonido de nuestra pasión reverbera en mis oídos?

Jadeo sin parar y me agarro a la vitrina cuando una descarga de chispas eléctricas se concentra en mi interior, cada vez más y más concentrado, hasta que amenaza con estallar. Y entonces estoy cerca, tan cerca y…

Empiezo a gritar y un momento después noto su mano sobre la boca. Echo otra vez la cabeza hacia atrás y contengo un grito de placer. Mis músculos palpitan a su alrededor y le aprietan más y más, con más y más fuerza mientras sigue entrando en mí una y otra vez.

Abro los ojos y veo que me está mirando. Sus ojos me recorren la cara con una expresión de pasión tan obvia que me parece que voy a correrme solo con su mirada.

—Damien —susurro.

Su nombre parece convertirse en un botón de ignición. El éxtasis recorre todo su cuerpo, le noto apretarse contra mí. Su cuerpo se tensa todavía más, y después llega la sensación cálida cuando se corre en mi interior.

Deja escapar el aliento y apoya todo su cuerpo sobre el mío.

—Nikki.

—Lo sé —le digo en un susurro.

Me besa rozándome con suavidad los labios, un beso tierno que contrasta con la pasión del acto, y es algo perfecto.

Ahora está blando y sale de mi interior. Tengo los muslos pegajosos, y aunque sé que tengo que hacerlo, no quiero limpiarme la sensación que su cuerpo me ha dejado en la piel.

—Espera —me dice. Tiene un pañuelo en la mano y me limpia con delicadeza. Luego me recoloca el vestido—. Ya está, como nueva.

—Mejor —le respondo.

Me acaricia el cabello y luego me recorre el oído con los dedos para terminar pasándome el pulgar por los labios. Parece intentar convencerse de que soy real.

—No me gustó cómo me sentí hoy —me dice por fin—. Ni verte así. Ni saber que estabas enfadada conmigo.

—A mí tampoco —admito.

—Supongo que es cierto lo que dicen del sexo de reconciliación.

—Sin duda.

Me toma de la mano.

—Lo que dije lo decía en serio, Nikki. No quiero que esto se acabe. No quiero que nos separemos.

Le miro a la cara, a su semblante cincelado y a los ojos firmes y exigentes, y me siento confusa.

—Lo sé. Yo tampoco quiero.

Me acaricia la mejilla y luego enrolla un mechón de pelo alrededor de uno de mis dedos.

—No —insiste—. Tengo que dejarlo claro. No quiero que se acabe nuestro acuerdo. Eres mía, y existen ciertas reglas. Y quiero que nuestro juego continúe.