11

Damien se sienta a mi lado y cierra la puerta.

—Vámonos —dice a Edward, que asiente con la cabeza y se incorpora lentamente a la carretera.

Los reporteros se ponen delante del coche, haciendo fotos de la limusina y del padre de Damien, que golpea la ventanilla lateral y grita a este que pare.

Cojo la mano de Damien y, entonces, miro a la izquierda, a la cara del hombre mayor.

—Damien —digo—. Déjale entrar. Si no lo haces, esos reporteros se lo comerán vivo.

Silencio.

—Damien —repito con suavidad—. Tienes que averiguar a qué ha venido.

El rostro de Damien está tenso, su respiración es regular, y yo desearía saber en qué está pensando.

Por fin, aprieta mi mano y asiente con la cabeza.

—Para —le dice a Edward—. Abre las puertas y, en cuanto entre, atropella a esas pirañas si hace falta.

Un instante después, el hombre está dentro de la limusina y Edward da un giro brusco a la izquierda y acelera. Contengo la respiración, no porque me preocupe que atropelle a un reportero, sino porque no quiero que Edward se meta en problemas. Pronto está todo despejado y la limusina recorre Flower Street.

—Da una vuelta a la manzana, Edward —ordena Damien y mira atentamente a su padre, allí sentado, frente a nosotros—. ¿Qué quieres?

El hombre no le hace caso y se centra en mí.

—Tú debes de ser Nikki —dice—. He visto una foto tuya con mi chico en el periódico. Soy Jeremiah, pero puedes llamarme Jerry.

—¿Qué podemos hacer por usted, señor Stark? —pregunto.

—¡Podemos! —repite y nos mira a los dos—. ¡Podemos! —vuelve a decir, esta vez riéndose a carcajadas.

Aprieto la mano de Damien aún más fuerte. No me gustaba ese hombre antes de conocerlo, pero ahora me gusta todavía menos.

—La señorita Fairchild te ha hecho una pregunta —le interrumpe Damien—. ¿Qué podemos hacer por ti?

Puedo sentir cómo crece el sentimiento de ira en Damien y aprieto su mano. Estoy segura de que aquel hombre sentado tan relajadamente frente a nosotros o bien abusó de su propio hijo o bien fue cómplice del abuso, y no sé muy bien si sujeto la mano de Damien para darle mi apoyo o para evitar que se levante y le cruce la cara.

Jerry agita la cabeza como si se rindiera.

—Damien —dice dejando el nombre en el aire.

Mi impresión inicial es que se trata de alguien despreciable y que no es de fiar, pero ahora que lo veo más de cerca, me doy cuenta de que, en realidad, es atractivo, aunque un poco hortera, como alguien que ha descubierto el lujo demasiado tarde y ahora intenta recuperar el tiempo perdido.

—Repito —señala Damien—. ¿Qué podemos hacer por ti?

Jerry se echa hacia atrás en el asiento y su rostro adopta un aspecto calculador y nada atractivo. Puedo intuir cómo este hombre, que a pesar de sus bajos ingresos y sus orígenes de clase trabajadora, consiguió introducir a su hijo en el circuito de tenis internacional.

—¿Qué podéis hacer por mí? ¿Qué podéis hacer por mí? Ahora, nada de nada. Pero es que no se trata de mí. Se trata de ti. Y la has fastidiado bien.

—¿Ah, sí? —pregunta Damien con frialdad—. Déjame que te explique la situación. Estás en este coche únicamente porque la señorita insistió. Si quieres ganarte el derecho a quedarte, habla, y habla claro o si no, hemos terminado.

—¿Quieres claridad? ¿Qué te parece esto? Estás actuando como un maldito idiota, Damien Stark, y yo puedo ser muchas cosas, pero no soy el padre de un idiota. Haz que tus relaciones públicas de alto standing le den la vuelta a ese sinsentido que acabas de soltar por la boca. Escribe un bonito discurso que haga cantar a los ángeles. Arrastra tu trasero hasta la inauguración del viernes. Muestra la mejor de tus sonrisas y, si hace falta, firma un cheque con muchos ceros. Porque tienes que hacerlo, hijo. Tienes que superarlo. Tienes que ser totalmente honesto, maldita sea.

—No me llames «hijo».

—¡Diablos, Damien!

Observo a estos dos hombres intentando entender qué es lo que está pasando realmente. Tratando de averiguar por qué Damien se niega a asistir a la inauguración, a qué ha venido ese anuncio público y por qué es tan importante para el viejo Stark. Damien no ha dicho claramente que Richter abusara de él ni que su padre estuviera implicado. ¿Es eso lo que cree Jeremiah que pasará después? ¿Que una vez que Damien empiece a hablar, todo lo demás acabará por salir a la luz? Si, como sospecho, eso es realmente todo lo demás.

No lo sé y todo lo que puedo hacer es apretar fuertemente la mano de Damien.

Damien no ha respondido a las críticas de su padre. De hecho, se ha limitado a mirar al viejo a la cara con los ojos entrecerrados, como si los rasgos de ese hombre fueran algún tipo de ecuación en la que falta una variable.

Cuando, por fin, decide hablar, no entiendo a qué se refiere:

—¿Hasta qué punto estás metido en esto?

—No sé de qué me hablas —responde Jerry sentándose erguido, con los ojos bien abiertos como un niño al que están regañando. Incluso yo puedo ver que está mintiendo.

—Hablemos claro —dice Damien—. No me interesa ni tu opinión ni tu ayuda. Ahora fuera de aquí. Edward, para.

Hemos estado dando vueltas y ahora estamos en Pershing Square, a dos manzanas de distancia del club.

—Ni siquiera tengo el coche cerca.

—No me importa —replica Damien—. Fuera.

De repente, Edward está fuera abriendo la puerta. Jerry duda, mira a Damien y luego a mí.

—¿Ella lo sabe? Yo que tú no se lo diría, Damien —masculla con maldad—. Si quieres que se quede, no le cuentes nada.

Sale e, inmediatamente, Edward cierra la puerta tras de sí, como si él quisiera que se fuera tanto como nosotros.

Damien se pasa la mano por el pelo y suspira.

—Lo siento —dice.

—Vale, tú has conocido a mi madre y yo he conocido a tu padre, así que supongo que ya se puede decir que estamos saliendo.

Espero unos instantes, pero la expresión de Damien no cambia en absoluto.

—¡Eh! Todo va bien.

—Muy pocas cosas de este día entrarían en la categoría «todo va bien».

—Oh, no lo sé —dudo—. A mí me ha gustado bastante bailar contigo.

—Sí. A mí también. Ven aquí.

Ya estoy a su lado, pero me acerco todavía más y me apoyo en él. Tiene su brazo sobre mis hombros y me acaricia el brazo con los dedos. Me dejo caer y pongo la cabeza sobre su regazo. Me quito los zapatos y subo los pies al asiento mientras Damien me acaricia el pelo. Una parte de mí querría estar siempre así, calentita y segura en su regazo. Pero otra parte tiene preguntas, muchas preguntas. Me gustaría saber de qué estaba hablando su padre, por qué le preocupa tanto si apoya o no el club de tenis. Pero no quiero preguntar: quiero que Damien me lo cuente porque él desee que lo sepa.

«Si quieres que se quede, no le digas nada».

Siento un escalofrío. No puedo imaginarme nada tan horrible que me haga huir de Damien. Pero ¿no hay nada en el mundo que nos pueda separar? ¿O es que me falta imaginación?

Damien me sujeta tranquilamente durante el breve recorrido hasta el apartamento.

Permanece totalmente sereno mientras Edward entra con la limusina en el aparcamiento que hay bajo la Stark Tower.

No pierde la compostura durante el trayecto al vestíbulo del edificio ni desde el vestíbulo al ático de la planta cincuenta y siete, en el que se encuentran sus oficinas privadas a un lado y su residencia al otro.

No es hasta que abrimos la puerta del apartamento y entramos que Damien pierde la compostura y su fachada de calma se desvanece. Noto la desesperación en su mirada. Coge ambos extremos del pañuelo que todavía rodea mi cuello.

—¿No habías dicho que te atara?

Sus palabras son tan bruscas como la ira que todavía le invade.

—Sí —acepto porque sé que es lo que necesita. Necesita dejarse llevar por la pasión que siempre arde entre nosotros. Necesita olvidar lo que ha pasado: los paparazzi, su padre, Ollie e, incluso, mi propia negativa a reunirme con él esta noche.

Necesita hacer algo respecto a ese tapiz suyo que se está deshaciendo.

Necesita recuperar el control y yo solo quiero rendirme a él.

—Sí —repito con franqueza—. Sí, por favor.

Utiliza el pañuelo para cambiar nuestra posición hasta que mi espalda choca con la pared y él está sobre mí. Me cuesta respirar y mi cuerpo se acelera llevado por la excitación y el deseo. Con una mano sujeta ambos extremos del pañuelo y, con la otra, acaricia lentamente mi cuerpo, primero los pechos, luego el vientre y después la cadera. Sus caricias son suaves y sus movimientos, diseñados para derretirme. Funciona. Entreabro mis labios. Noto mi piel caliente y sensible. De no estar apoyada en una estructura sólida y con Damien sujetándome, creo que me habría caído al suelo porque mi cuerpo está demasiado débil y maleable como para mantenerme en pie.

Desliza su mano dentro de mi falda y pasa su dedo por debajo de la tira del tanga para comprobar que estoy excitada.

Me estremezco y un pequeño escalofrío recorre mi cuerpo, como un anticipo de la explosión que está por venir.

—Vaya, señorita Fairchild —dice—. Creo que me desea.

Me muerdo el labio inferior y no digo nada; no necesita oír la respuesta. Ya lo sabe.

Despacio, dolorosamente despacio, empieza a quitarme la ropa. El nudo de la falda. El pequeño tanga. La camiseta que saca lentamente por encima de mi cabeza. Incluso el pañuelo cae en el montón del suelo. Lo veo ahí, un solitario pedazo de color rosa en un mar negro, y suspiro.

—¿Pasa algo?

—Pensé que ibas a atarme.

—Quizá he cambiado de opinión.

—Oh.

—¿Alguna queja, señorita Fairchild?

—Jamás de usted, señor Stark.

—Buena respuesta. Serás recompensada por ello —dice mientras su expresión toma un cariz peligroso—. Ven conmigo.

Lo sigo hasta el dormitorio, extiende una manta en el suelo y, a continuación, abre uno de los baúles de piel del que saca dos trozos de cuerda que enrolla entre mis manos. Estoy perpleja. Esto no tiene nada que ver con un suave pañuelo rosa.

—¿Qué estás haciendo?

Pero Damien no responde. Solo me señala el suelo y me pide que me tumbe. Dudo un segundo, pero luego obedezco, colocando la cabeza cerca de los pies de la cama y el cuerpo bien extendido en la manta.

—Las manos por encima de la cabeza —ordena.

Levanto los brazos, mientras mi excitación va creciendo al mismo ritmo que mi curiosidad, y utiliza el trozo más corto de cuerda para atarme las muñecas y sujetarlas a la estructura de la gran cama.

—Te voy a complacer, Nikki —dice y, entonces, recorre mi brazo con un dedo, empezando por la muñeca y bajando suavemente por la parte interior del brazo, pasando por mi codo y, por último, por la parte exterior hasta alcanzar la sensible piel de la axila.

Me muerdo el labio inferior y me retuerzo. La sensación de su dedo sobre mi piel es exquisita. Es suave como una pluma, casi un cosquilleo, y salvaje y desesperadamente erótica.

—¿Ves cómo te retuerces? —pregunta—. Ese movimiento te permite controlar la intensidad para no verte desbordada por la avalancha de sensaciones. ¿Lo entiendes?

Asiento con la cabeza.

—Voy a eliminar esa posibilidad —anuncia y empieza a colocarme.

Junta las plantas de mis pies y, a continuación, enrolla la cuerda de yute a su alrededor una y dos veces. Compruebo las ataduras y descubro que no puedo mover los pies en absoluto. Me siento absolutamente indefensa, y eso me resulta desquiciante y excitante al mismo tiempo.

—Nada de retorcerse —dice Damien mientras extiende suavemente mis rodillas y lleva hasta abajo mis pies atados—. Nada de moverse. Sin escapatoria.

Básicamente, estoy en la postura de yoga de la mariposa, con las rodillas completamente separadas y a poca distancia del suelo. No soy especialmente atlética, pero mi madre me obligó a hacer yoga y ballet el tiempo suficiente como para adquirir cierta flexibilidad, por lo que Damien no tiene problemas para colocarme en esta posición.

Tengo la espalda arqueada, con la parte interior de los muslos en tensión. Y sí, mi sexo está totalmente expuesto. La postura es innegablemente erótica y no solo porque estoy muy abierta. Como Damien ha dicho, no tengo escapatoria. Estaré completamente a su merced. Damien ha perdido mucho esta noche, pero estas cuerdas y mi cuerpo pueden devolverle una parte.

Pero esto no es solamente algo que él necesita. Yo también. Quiero rendirme ante él. Quiero dejar mi placer en sus manos. Quiero flotar, solo con Damien para atarme.

Nuestras miradas se encuentran y cuando recorre mi cuerpo con su mirada, hay tanto fuego en sus ojos que es un milagro que no me deje marcas de quemaduras en la piel.

Ha utilizado la parte central de la cuerda larga para atarme los pies y ahora coge uno de los extremos libres para enrollarlo en torno a mi espinilla y muslo izquierdos.

—Te estoy dando placer, dolor y belleza, todo combinado —dice—. Quiero verte así, expuesta ante mí, con las piernas dobladas, con tu cuerpo formando un diamante que brilla y reluce para mí.

Tira fuerte de la cuerda para que marque mi piel y para asegurarse de que mis piernas quedan en el ángulo adecuado. Y, entonces, la anuda. Ahora estoy a medio atar y completamente excitada.

—Eres como el retrato —declara—. Una visión de belleza erótica. Pero un retrato no tiene piel y su belleza no puede sentir placer.

Cierra la boca sobre mi pecho y lo chupa, y yo siento una rápida descarga eléctrica que va de mi pezón a mi sexo, que se tensa como si suplicara atención. Pero Damien no tiene prisa, así que succiona y provoca, con sus dientes rozando mi delicado pezón, con su boca sobre mi piel hasta que la aureola se tensa y se arruga. Su lengua recorre mi piel y tiene razón: me muero por moverme debajo de él, por escapar aunque solo sea un poco de la desbordante dulzura de esta avalancha. Pero estoy atrapada y el ataque sensual continúa, llevándome más y más arriba hasta que comprendo que mi única opción es dejarme caer.

Justo cuando estoy segura de que voy a gritar si no para, empieza a descender besándome el vientre hasta llegar a mi ombligo. Me da un rápido mordisco juguetón y, entonces, se sienta y vuelve a la tarea de atarme. Coge la cuerda y, esta vez, se centra en mi otra pierna. Pero antes de hacerlo acaricia suavemente mi sexo. Estoy excitada y necesitada, y una sacudida me atraviesa. Quiero que vuelva a hacerlo, que me acaricie otra vez, sentir su boca y sus dedos dentro de mí. Quiero que esta sacudida se convierta en una explosión a gran escala. Eso es lo que quiero… y Damien lo sabe muy bien.

Sin embargo, no hace nada al respecto, excepto seguir con mi otra pierna.

—Estás húmeda, cariño. Y cada estremecimiento, cada signo, cada húmedo indicio de tu excitación están ahí, ante mis ojos. Dime que te gusta, Nikki —dice mientras lentamente acaba de atarme—. Dime que te gusta estar abierta y dispuesta para mí.

Mientras habla, sube y baja el dedo por mi pierna, y recorre la cuerda que me ata. Mi cuerpo se estremece y un escalofrío me atraviesa, desencadenado por la estela de sus caricias. A duras penas puedo respirar y mucho menos hablar. Quiero contarle todo lo que bulle en mi interior. Que me produce una alegría exquisita rendirme ante él. Entregarme a su placer y confiar en que él verá el mío.

Quiero decirle que esa «alegría» se queda corta a la hora de describir cómo me siento y es, ciertamente, una pobre medida del alcance de mi excitación.

Quiero abrirle mi corazón, pero solo alcanzo a decir:

—Sí.

Ha terminado de atarme y las cuerdas están bien apretadas. Se clavan en mi piel lo justo para pasar del placer al dolor. Cierro los ojos, lo dejo entrar y me pregunto si otra mujer necesitaría tiempo para acostumbrarse a esto. Yo no. Simplemente me tumbo y lo disfruto. Después de la noche que hemos pasado, esto es lo que quiero: todo lo que Damien me ofrezca.

Quiero el dolor y el placer, y todo lo que hay en medio.

Lenta y metódicamente, Damien coloca su mano en mis hombros y desliza sus dedos a lo largo de mi cuerpo, sobre mis pechos, a través de mi cintura y la parte interior de mis muslos.

Me muerdo el labio, luchando contra la terriblemente dulce sensación, pero tiene razón; atada así no puedo escapar, y los placenteros crescendos me arrastran al borde del sufrimiento.

Cuando, por fin, deja de tocarme, exhalo de golpe y solo entonces me doy cuenta de que había estado aguantando la respiración. Inspiro entrecortadamente, con mi pecho subiendo y bajando, y los ojos bien abiertos mientras observo a Damien ponerse en pie y quedarse junto a mis pies atados.

Despacio, dolorosamente despacio, se quita la ropa. Tiene una gran erección. Inspiro y mi respiración hace temblar mi pecho, y el deseo se acumula en mi sexo. Luego, con lenta deliberación, se acerca y se arrodilla sobre mis pies atados. Con cuidado, coloca las yemas de sus pulgares en la parte interior de mis muslos y desliza sus manos hacia arriba. Me estremezco y siento el cuerpo a punto de explotar. Pero sigue sin tocarme donde más lo deseo, y estoy al borde del precipicio.

—Es usted un hombre cruel, señor Stark.

—¿Lo soy?

Se inclina más sobre mí y esas manos que necesito tan desesperadamente entre mis piernas suben para recoger mis pechos. Jadeo mientras pellizca mis pezones, una vez más enviando descargas de deseo por todo mi cuerpo. Me muerdo el labio inferior y aprieto los ojos. Juro que si vuelve a hacerlo me correré y, en silencio, imploro para que lo repita una vez más.

Por supuesto, no lo hace, y me balanceo en mi precipicio imaginario, totalmente preparada para caer al abismo, pero no puedo llegar allí yo sola.

—¿Cruel? —susurra—. ¿O más bien estoy siendo muy, pero que muy bueno contigo?

—Cruel —afirmo con firmeza y sonrío cuando él se ríe.

Aparta sus manos de mis pechos y traza una curva hasta mis costados. Puedo sentir los frágiles huesos de mi caja torácica bajo sus fornidas manos, algo que me recuerda una vez más lo mucho que le pertenezco en estos momentos. Atada. Indefensa. Soy suya para provocarme, atormentarme y someterme.

Con ternura, me besa la pequeña cicatriz que tengo por encima del pubis. Siento el áspero tacto de su barba incipiente sobre mi piel sensible.

—Dime lo que quieres —exige—. Quiero oírtelo decir.

Abro la boca, pero no sale ni una sola palabra.

—A ti —por fin consigo decir con voz áspera—. Te quiero dentro de mí.

—Vaya, señorita Fairchild —murmura con una voz tan baja que a duras penas si puedo oírlo mientras sus labios rozan mi pubis—. ¿Está diciendo que quiere que la folle?

—Oh, Dios, sí.

—Me gusta tu respuesta —asegura colocando su mano sobre mi necesitado sexo—. Pero no creo que estés lista todavía.

Es bastante posible que muera de la frustración. Inspiro profundamente y busco las palabras.

—Señor Stark —digo con severidad—, si no es capaz de ver lo a punto que estoy, entonces lamento decirle que quizá no sea un amante tan hábil como creía.

—Al contrario —susurra—. Soy un amante excepcional. Solo tienes que tener más paciencia y permitirme demostrártelo, lenta, metódica y muy, muy concienzudamente.

No digo nada. Cada sensación de mi cuerpo, cada ápice de sentimiento y deseo irrumpen entre mis piernas. Me siento pesada, desbordada y desesperada.

Lo necesito dentro de mí. Si no me folla pronto, estoy segura al cien por cien de que voy a explotar.

—Damien, por favor.

—¿Esto? —dice introduciendo dos dedos dentro de mí. Empiezo a jadear mientras mi cuerpo se aferra hambriento a él.

Mis caderas giran sin mí, incluso en contra de mis pensamientos. Es una sensación extraña e increíble estar con las piernas atadas y abiertas de esta forma, porque él tiene razón: no puedo ocultar ni el más mínimo atisbo de deseo.

—Sí —consigo decir forzando las palabras a través de mis labios—. Pero más. A ti.

Añade otro dedo y retoma el movimiento lento y sensual de entrada y salida. Echo la cabeza hacia atrás y dejo que el placer se apodere de mí. Estoy cerca, tan cerca, que mis músculos se contraen para tirar de él hacia mí, con más fuerza y más profundidad. Y entonces, por fin, me da lo que realmente quiero. Coloca su cuerpo sobre el mío y se apoya en una mano, que coloca junto a mi cintura. Desliza su otra mano bajo mi trasero para levantarme levemente. Me resulta extraño porque no puedo ayudarle. Mis rodillas y pies ya no me responden, pero no es algo que me preocupe demasiado; de hecho, ya no me preocupa absolutamente nada porque Damien me está penetrando, abriéndose paso con sus caderas y su sexo bien erecto dentro de mí, mientras sujeta mis caderas con sus manos y tira de mí hacia él para llevarme al encuentro de sus embestidas.

Sus movimientos son regulares y la sensación de hormigueo que recorre mi cuerpo es una descarga eléctrica que crece hasta convertirse en una fuerza constante y arrolladora. Pero eso es lo que pasa con la electricidad: puede sorprenderte y, cuando Damien cambia el ritmo, grito mientras mi cuerpo tiembla en un potente e inesperado orgasmo que me atraviesa, transmitiendo las vibraciones por todo mi cuerpo como las ondas que provoca una piedra en un estanque.

Damien no se detiene. Me vuelve a embestir, cada vez con más fuerza y más rápido, una y otra vez, hasta que él también explota. Y, lo que es más, yo vuelvo a explotar con él.

—Oh, cariño, mi amor —dice mientras su cuerpo se funde con el mío.

—Ha sido espectacular —digo, sorprendida de haber sido capaz de formar palabras.

Se apoya en el codo y me mira.

—¿Estás bien?

—Mmm —gimo de satisfacción—. Estoy más que bien. Solo un poco agarrotada.

Suelta una risita entre dientes, me besa con suavidad en los labios y me pide que espere. Un instante después, empieza a limpiarme con cuidado y me desata lentamente, masajeando los lugares que apretaba la cuerda y extendiendo con cuidado mis extremidades.

Me coge, me lleva a la cama y se coloca lentamente detrás de mí para hacerme mimos, con los brazos alrededor de mi cintura. Suspiro, dejándome llevar por el placer de ser atendida tan bien. Me siento mimada y amada. Más que eso, me siento segura.

Por un instante permanecemos en silencio, pero mi mente regresa una y otra vez a lo que ha pasado esta noche y no puedo evitar preguntar.

—¿Damien?

—¿Sí? —Su voz suena cansada, así que no tardaremos mucho en dormirnos.

—¿A qué se refería tu padre? ¿Por qué se supone que tienes que ser honesto?

Guarda silencio durante tanto tiempo que aguanto la respiración.

—Solo quiere tocarme las narices —dice Damien por fin, pero hay algo más y estoy segura de que Damien sabe que lo sé.

—Damien…

Me da la vuelta y algo en su mirada me dice que ya está: si sigo presionando, me lo dirá.

Trago saliva, porque sé que lo importante no es saber la verdad, sino que Damien quiera contármelo.

Vuelvo a empezar.

—¿Cómo sabías dónde encontrarme esta noche?

Durante unos segundos, su expresión permanece impasible y, entonces, veo el brillo de una sonrisa en sus ojos, pero no se refleja en sus labios. Posa su mano sobre mi cabeza y me mira con tal gesto de adoración que me deja sin aliento.

—¿No lo sabes, Nikki? Da igual adónde vayas, yo siempre te encontraré.