Antes de dirigirse a la embajada británica, Erlendur fue a Vogar y aparcó su coche cerca del sótano donde en tiempos vivió Eva Lind y donde él había empezado su búsqueda. Pensaba en la niña con quemaduras que había encontrado en el apartamento. Se la habían quitado a su madre y había quedado a cargo del servicio de Asistencia a la Infancia. El hombre con quien vivía era el padre de la criatura. Una investigación de rutina puso en claro que la madre había ingresado dos veces en Urgencias a lo largo del año anterior, en una ocasión con un brazo roto, y en la otra con diversas contusiones; según ella, un accidente.
Otra comprobación rutinaria mostró que el compañero de la mujer constaba varias veces en los archivos de la policía. Aunque nunca por actos violentos. Tenía acusaciones por robo con allanamiento y por venta de estupefacientes, y se encontraba a la espera de juicio. Había estado una vez en prisión por reincidencia en delitos menores. Uno de ellos, un robo en un quiosco.
Erlendur estuvo un buen rato en el coche observando la puerta del apartamento. Reprimió sus deseos de fumar y estaba ya marchándose cuando se abrió la puerta. Salió un hombre acompañado de la nube de humo de un cigarrillo, que tiró al patio delantero de la casa. Era de estatura mediana, complexión fuerte y cabello largo y negro, e iba vestido de negro de pies a cabeza. El aspecto concordaba con la descripción de los archivos policiales. El hombre desapareció en la esquina y Erlendur se marchó en silencio.
La hija de Róbert recibió a Elinborg en la puerta. Elinborg le había telefoneado previamente. Se llamaba Harpa y estaba postrada en una silla de ruedas; sus piernas no eran sino piel y huesos, inertes, pero tenía el tronco y los brazos fuertes. Elinborg se llevó una sorpresa cuando le abrió la puerta, pero no dijo nada y ella la invitó a entrar. Dejó abierta la puerta y Elinborg entró y cerró. El apartamento era pequeño pero práctico pues estaba adaptado para su dueña: cocina y baño con instalaciones apropiadas, así como la sala, con las estanterías de libros a apenas un metro del suelo.
—Mis condolencias por el fallecimiento de tu padre —dijo Elinborg con cara de vergüenza, entrando en la sala detrás de Harpa.
—Muchas gracias —dijo la mujer de la silla de ruedas—. Ya era muy anciano. Espero no llegar a ser tan vieja como él. Lo último que querría sería acabar enferma en una institución y pasarme años esperando la muerte. Irme pudriendo en vida.
—Estamos investigando sobre unas personas que podrían haber vivido en una casa de veraneo en lo alto de Grafarholt, en la parte norte —dijo Elinborg—. No muy lejos de vuestra residencia. Fue en algún momento en torno a los años de la guerra, o durante el transcurso de esta. Hablamos con tu padre justo antes de su muerte, y nos contó que recordaba a una familia de aquella casa, aunque desgraciadamente no nos pudo contar mucho más.
Elinborg pensó sin querer en la mascarilla que cubría el rostro de Róbert. En sus dificultades para respirar y en sus manos exangües.
—Hablas de los huesos que han encontrado ¿verdad? —dijo Harpa arreglándose el cabello, que le había caído sobre la frente—. De los que hablaron en la televisión.
—Sí, hemos encontrado un esqueleto en ese lugar y estamos intentando averiguar de quién puede ser. ¿Tú recuerdas a la familia que mencionó tu padre?
—Yo tenía siete años cuando estalló la guerra —dijo Harpa—. Recuerdo a los soldados en Reikiavik. Vivíamos en Laugavegur, pero no recuerdo nada con claridad. Estaban también allí en la colina. En la parte sur. Levantaron barracones y un búnker. Había un tubo de cañón que sobresalía un montón. Todo de lo más espectacular. Nos tenían prohibido ir allí, a mi hermano y a mí. Recuerdo que todo estaba rodeado por una valla. Alambre de espino. No subíamos con mucha frecuencia. Pasábamos mucho tiempo en la residencia que construyó mi padre, pero solamente en verano, y naturalmente había gente en las casas de alrededor pero no nos conocíamos mucho.
—Tengo entendido, por lo que dijo tu padre, que había tres chavales en aquella casa. Podrían tener tu edad, más o menos. —Elinborg apartó los ojos de Harpa y miró la silla de ruedas—. Aunque quizá tus movimientos estuvieran limitados.
—Qué va —dijo Harpa dando un golpecito a la silla de ruedas—. Esto sucedió más tarde. Un accidente de coche. Tenía treinta años. No recuerdo ver a chicos en la colina. Recuerdo a otros chicos, pero no de allí.
—Hay unos groselleros cerca del lugar donde estuvo la residencia de veraneo donde encontramos los huesos. Tu padre habló de una mujer que iba por allí, entiendo que más tarde. Frecuentaba aquel lugar y, según dijo, iba vestida de verde y estaba torcida.
—¿Torcida?
—Eso fue lo que me dijo, o más bien lo que escribió.
Elinborg sacó el papel donde Róbert había escrito y se lo pasó a Harpa.
—Parece haber sido mientras seguíais teniendo la residencia de veraneo allí —continuó Elinborg—. Tengo entendido que la vendisteis hacia mil novecientos setenta.
—Setenta y dos —dijo Harpa.
—¿Recuerdas a esa mujer?
—No, y mi padre no me habló de ella. Siento mucho no poder serviros de ayuda, pero nunca vi a esa mujer, ni sé nada de ella, ni recuerdo en ese lugar a la gente de quien hablas.
—¿Te imaginas lo que quería decir tu padre con la palabra «torcida»?
—Lo que significa, ni más ni menos. Él siempre decía lo que quería decir, sin error. Era un hombre muy preciso. Un buen hombre. Fue muy bueno conmigo después del accidente. Mi marido me abandonó. Aguantó tres años después del accidente, luego se largó.
Elinborg tuvo la sensación de que había sonreído, pero permanecía seria.
Un funcionario de la embajada británica recibió a Erlendur con tan exquisita amabilidad y diplomacia que casi contestó con una reverencia. Se trataba del secretario. Era de elevada estatura y delgado, vestido con un traje de chaqueta impecable y unos zapatos de charol relucientes, y hablaba un islandés desprovisto de errores, para gran alegría de Erlendur, que hablaba mal el inglés y lo comprendía peor. Respiró con alivio al saber que sería el secretario quien hablara como un niño en su conversación.
El despacho estaba tan impecable como su ocupante, lo que a Erlendur le hizo pensar en su oficina, que siempre parecía que acabara de sufrir un bombardeo. El secretario, que se llamaba Jim, le ofreció asiento.
—Me encanta lo poco formales que sois en Islandia —le dijo Jim.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí? —preguntó Erlendur, sin saber qué era lo que le hacía sentirse como una anciana que hubiera ido a tomar el té.
—Bueno, casi veinte años —dijo Jim asintiendo con la cabeza—. Gracias por la pregunta. Precisamente la Segunda Guerra Mundial es un tema que despierta mi interés. Me refiero a la Segunda Guerra Mundial aquí, en Islandia. Escribí mi tesis de máster sobre ese tema en la London School of Economics. Cuando telefoneaste para preguntar por los barracones esos, pensé que podría ayudarte.
—Dominas estupendamente el islandés.
—Muchas gracias. Mi mujer es islandesa.
—¿Y qué hay de esos barracones? —preguntó Erlendur para entrar en materia.
—Bueno, no he dispuesto de mucho tiempo, pero he encontrado en la embajada documentos sobre la construcción de barracones durante la guerra. Si hay que buscar más detalles, tú dirás. Pero había algunos barracones donde ahora está el campo de golf de Grafarholt.
Jim cogió de la mesa unos papeles y los hojeó.
—Allí construyeron también un… ¿cómo lo llamáis, un búnker? ¿O casamata de artillería? Un blocao. Un destacamento de la 16.ª División de Infantería estaba a cargo del búnker, pero aún no he podido enterarme de quiénes ocupaban los barracones. Creo que allí hubo un cuartel de intendencia. No sé por qué lo instalaron en esa colina, pero había barracones y búnkeres por todas partes, a lo largo de la carretera de Mosfellsdalur, en Kollafiördur y en Hvalfiördur.
—Estamos pensando en la posibilidad de que hubiera desaparecido alguien en la colina, como ya te comenté por teléfono. ¿Sabes si desapareció, o se dio por desaparecido, a algún militar de allí?
—¿Crees que hay algún indicio de que los huesos que habéis encontrado puedan corresponder a un soldado británico?
—Quizá no haya muchos indicios de tal cosa, pero pensamos que la persona a la que pertenecen los huesos fue enterrada durante los años de guerra, y si había ingleses en la zona lo mejor es excluirlos lo antes posible.
—Lo comprobaré, pero no sé si ese tipo de datos se conservan durante mucho tiempo. Los americanos ocuparon el lugar, como todo lo demás, cuando nos fuimos nosotros, en 1941. La mayoría de nuestros militares salieron del país, aunque no todos.
—¿De modo que estos terrenos quedaron a cargo de los americanos?
—Lo comprobaré. He hablado con la embajada de Estados Unidos a ver qué dicen. Eso te ahorrará trámites.
—Aquí teníais policía militar.
—Sí, claro. Lo mejor será empezar por ahí. Eso llevará unos días. O semanas.
—Tenemos tiempo de sobra —dijo Erlendur pensando en Skarphédinn, que seguía trabajando en lo alto de la colina.
Sigurdur Óli estaba molestísimo con la tarea que le había encomendado Erlendur. Elsa lo había recibido en la puerta, lo había acompañado al sótano y lo había dejado allí, donde llevaba cuatro horas rebuscando en armarios y cajones y cajas de toda clase, sin saber exactamente qué era lo que buscaba. La mente se le iba una y otra vez a Bergthóra, y no hacía más que preguntarse si cuando llegara a casa volvería a recibirlo con las mismas ganas de sexo de las pasadas semanas. Tenía que preguntarle directamente por qué últimamente se mostraba tan deseosa con él en todo momento, si es que se debía a sus deseos de tener un hijo. Pero entonces se encontraría ante otro problema, del que habían hablado muchas veces sin llegar a ninguna conclusión: ¿no había llegado ya el momento de casarse con toda pompa y boato?
Aquella pregunta ardía en labios de ella y en sus apasionados besos. En realidad, él no se había formado todavía opinión alguna sobre el tema, y hacía lo posible por dilatar la respuesta. Sus pensamientos iban más o menos en esta línea: su convivencia iba bien. El amor florecía. ¿Por qué estropearlo todo con el matrimonio? Todo ese jaleo. La despedida de soltero. El cortejo por la nave de la iglesia. Los invitados. Los condones hinchados en la comitiva de la novia. Ridículo sin límites. Bergthóra no quería casarse en el ayuntamiento. Hablaba de fuegos artificiales y bellos recuerdos de que disfrutar en la vejez. Sigurdur Óli refunfuñó. Pensaba que era demasiado pronto para hablar de la vejez. El problema estaba aún por solucionar y le tocaba a él resolverlo, y no tenía la menor idea de lo que quería, excepto que no quería un matrimonio religioso pero tampoco herir a Bergthóra.
Leyó algunas de las cartas de amor de Benjamín K. y pudo comprobar, igual que Erlendur, su amor sincero y su enorme afecto hacia la mujer que un día desapareció de las calles de Reikiavik y según se dijo se tiró al mar. «Cariño mío. Amada mía. Cómo te echo de menos».
Cuánto amor, pensó Sigurdur Óli.
¿Era suficiente para matar?
La mayoría de los papeles y facturas estaban relacionados con los Almacenes Knudsen, y las esperanzas de Sigurdur Óli de encontrar algo útil ya se habían enfriado, cuando en un viejo armarito de documentos se topó con un papel donde ponía:
Höskuldur Thórarinsson
Anticipo renta Grafarholt
8kr.
Firm. Benjamín Knudsen
Erlendur estaba saliendo de la embajada cuando sonó su móvil.
—Encontré a un inquilino —dijo Sigurdur Óli—. O eso creo.
—¿Qué? —dijo Erlendur.
—De la casa de veraneo. Estoy saliendo del sótano de Benjamín. En toda mi vida no he visto nunca un montón semejante de trastos viejos. Sólo encontré un recibo según el cual un tal Höskuldur Thórarinsson pagó una renta de alquiler por Grafarholt.
—¿Höskuldur?
—Sí. Thórarinsson.
—¿Qué fecha tiene el recibo?
—No hay fecha. Ni año. El recibo es una factura con el membrete de los Almacenes Knudsen. La nota del alquiler está escrita en la parte de atrás. Firmada por Benjamín. Y también he encontrado facturas de lo que pueden ser materiales de construcción. Todo a cargo de los almacenes, y esas facturas sí que tienen fecha: 1938. Puede ser que se empezara la casa entonces, o que en ese momento ya estuviera en construcción.
—¿Y en qué año dicen que desapareció su amante?
—Espera, lo tengo anotado.
Erlendur esperó mientras Sigurdur Óli buscaba el dato. Tenía la costumbre de apuntar todo lo que encontraban, algo que Erlendur nunca había conseguido hacer. Oyó a Sigurdur Óli pasar hojas, y luego se puso de nuevo al teléfono.
—Desapareció en el año 1940. En primavera.
—Y Benjamín está construyendo su residencia de veraneo hasta ese momento pero de pronto lo para todo y la alquila.
—Y Höskuldur es uno de los inquilinos.
—¿Encontraste algo más sobre él?
—No, todavía no. ¿No sería bueno empezar por él? —preguntó Sigurdur Óli con la esperanza de poder escapar del sótano.
—Yo lo buscaré —dijo Erlendur, y añadió, para frustración de Sigurdur Óli—: mira a ver si encuentras entre esos trastos algo más de él u otras personas. Si hay una nota de esas podría haber otras más.