Por lo pronto, en México ha muerto Juan Arvizu. ¡Murió y ni quién se enteró! Venía la Bruja conmigo cuando leí la noticia, pequeñita, en un diario de ayer: una hoja suelta caída en un charco. Nos detuvimos un instante a leer el robo a una fábrica de escobas (¿Para qué las querrán? ¿Para otra bruja? ¿O para un museo?), cuando qué veo, abajo se encogía el minúsculo titular: «Falleció el cantante Juan Arvizu, de los tiempos de la vitrola», o algo así. De los tiempos de la vitrola… ¿Habrase visto peor insulto? ¿Y los que escriben de cuáles son? De los del amplificador y el micrófono, cuando cualquier marica afónico canta. ¡Y sin embargo sepan los del periódico que la fama de Juan Arvizu tapó medio sol! Llenó una época: dos, tres, cuatro décadas. Después, poquito a poquito se eclipsó. De modo que al llegar la Muerte igualadora se fue tan calladamente como se fue mi vecino, anónimo igual que el día en que nació. Entró como si regresara a su cajón de olvido, a su cajón de viento.
Lo único que se me ocurre es correr. Y corro y corro por sobre los países y los tiempos y las montañas hasta llegar a Colombia, e irrumpo como una tromba en el Gusano de Luz:
—¡Clodomiro, pronto, pronto, prendé el traganíquel y poné «Nuevamente vendrás hacia mí» que se murió Juan Arvizu!
Y él:
—Ni sabía que estaba vivo.
Tampoco tú estás vivo Clodomiro, Clodomira, hace mucho que tu Gusano de Luz se despanzurró. Así que guardate tu suficiencia, tu impertinencia, aunque pensándolo más despacio tal vez no andés tan despistado, no puede estar vivo ni muerto quien es un sol. Muerto, tal vez, en su país sin memoria, y vano y necio, en una hoja amarillenta en el fondo de un charco. «Nuevamente vendrás hacia mí, te lo aseguro. Cuando nadie se acuerde de ti tú volverás…» Entonces, cumpliendo las palabras ineludibles del bolero, desde el fondo del charco, del olvido, Rodrigo ha vuelto. Y en tanto suena en el traganíquel Juan Arvizu volvemos al cuarto: al centro, bajo la luz rojiza, la luz polvosa, el catre de latón del general. Lo que no sabría decirte, Rodrigo, de esa luz que se cuela por una grieta que da al barranco, es si es la luz del ocaso o del alba. ¡Qué más da! Entremos de prisa, de prisa, que acabada la canción se acabó esto. «Cuando estés convencido que nadie en el mundo te pueda querer como yo, tú vendrás a mi lado, sé muy bien que vendrás». Vivió tanto Juan Arvizu, sol de mi juventud, que aunque yo era un joven y él un viejo al final nos igualamos. La vejez nos emparejó.
Esta noche, en ese otro país donde el balcón es «volado» y la silla «taburete», me paseo por el volado arrullando a Manuelito. Voy y vuelvo de extremo a extremo con el niño en mis brazos, explicándole las hijueputeces de la vida. Como él nació en la casa de Laureles, que es de ladrillo, no sabe de los alacranes de la casa de Boston, que era de tapia. No sabe que los alacranes, si se les envuelve en un círculo de periódicos encendidos, vuelven contra sí mismos su terrible aguijón y se inyectan la ponzoña. Cercados por la adversidad se suicidan. Con ese pecado de mi niñez, que en lo que me reste de días no alcanzaré a expiar, ahora lo sé, me estaba quemando el alma. Porque el alacrán es mi signo, signo de fuego.
Míralo, Manuelito, dibujado entre la infinidad de figuras o constelaciones que en el cielo forman los astros. A medio camino entre el Triángulo Austral y Libra… ¿lo ves? Son sus estrellas Antares, Graffias, Dschubba, Wei, Sargas, Girtad, Shaula, Jabbah, Al Niyat, Almyat, Lesath. Antares, estrella doble de luz rojiza, gigantesca, que multiplica en noventa y un millones de veces al sol, es el alfa, es la cabeza de donde parten los dos garfios con sus pinzas. En el filo de una pinza está Dschubba, y Schaula tiene en la cola el veneno del aguijón. Mira ahora el Pez Austral, mira la Cabra, mira a Sagitario, mira el Escudo, mira al Centauro. En el cielo hay de todo. Hay Leones y Arqueros, Águilas y Serpientes, Saetas y Lobos, pero la más cruel, la más dura, la más infame de las constelaciones soy yo: el Escorpión. Impreso en las oscuridades insondables para la Eternidad.
Pero ni eso. Ni siquiera. Las constelaciones son ilusorias y efímeras, espejismos pasajeros. Cree el observador ingenuo ver en ellas un toro, una balanza, un pez y acomoda los trazos. Como en el amor, ¿no? Uno ve lo que quiere. Y al cabo las constelaciones se deshacen y toman rumbo aparte sus estrellas, a veces rumbos opuestos como los tomaremos sin duda tú y yo. No hay constelaciones, Manuelito. Lo que hay en realidad son estrellas viajando solitarias.
Caía la vasta noche amparadora sobre Medellín y mi casa, y solos, juntos, juntos absolutamente por un instante, se fueron mi sino y el tuyo, niño, en pos de esas estrellas viajeras, enredados en sus coordenadas luminosas. Era la víspera de la navidad y se habían ido todos y nos habían dejado a los dos solos cuidando la casa: mil cachivaches viejos de mil años que la rutina acumuló. La tibia noche caía entre villancicos y sonajas, rezaban por donde quiera la novena que precede al advenimiento de Jesús. ¿Los oyes? Ya están en el penúltimo día. Mañana la oscuridad azul se encenderá de globos y de fuegos de artificio aun más fugaces que esas estrellas que te mostré. Hoy es 23 de diciembre, víspera de la noche más feliz, más venturosa: para ti Manuelito, para los niños. No para mí.
Bajo ahora de esas alturas siderales a las que de cuando en cuando me remonto siguiendo una tradición pascaliana que no sé de dónde me viene, para presentarles (regalarles) a mi amigo José Ruiz, dueño del almacén Don Camilo de ropa para caballero, en Junín, Medellín, aquí en la tierra. El almacén es uno cualquiera, pero el dueño no, es excepcional. Para proceder en orden retórico respecto a sus varias, muchas singularidades, empiezo el retrato hablado por arriba, por el techo; esto es, el no techo pues carece de pelo, está desentejado. Lo conocí de peluca negra brillosa a lo compadrito, que usó por años hasta un otoño del Central Park neoyorkino en que el viento se la llevó. «Gone with the wind…» Dicen que terminó enredada en unos cables de la luz, pero en honor a la estricta verdad que me he propuesto en este libro, no lo vi. De regreso a Medellín, eso sí, se chantó una boina escocesa de cuadros rojos y blancos, a la que hacía juego una bufanda de igual diseño.
—Con ésa te van a ahorcar, José —le digo por amistad.
Me contestó:
—¡Uah!
Sonido gutural suyo que quiere decir «¡Qué va!» Y he aquí que un día de esos que avanzan por Junín hacia las cinco de la tarde, en pleno cruce con Maracaibo se quitó la boina escocesa, y la ciudad asombrada no lo pudo creer. ¡A Don Camilo le estaba saliendo pelo! Esto es, no al almacén, al dueño… Envanecido, con los primeros aguardientes soltó el secreto: excremento verde de pájaro chouí, que le expedía del Paraguay, en unos frasquitos lacrados, su amigo el dictador Stroessner. Le salieron cuatro pelos hirsutos, como antenas, como alambres electrizados que agarraban mensajes de Marte.
—Tené mucho cuidado José —le aconsejaban los amigos—. Cuando haya tempestad metete bajo la tierra en un bunker no te vaya a caer un rayo.
Y él:
—¡Uah!
Debajo del susodicho pelo una cabeza, una cabeza de cincuenta, sesenta, setenta años e incluso más, vividos enteritos al servicio del tiránico señor que le ordenaba a gritos desde la panza:
—Mirá José la belleza que se acaba de meter al Metropol.
—¿Uál?
—El de blue jeans.
—Jajelojojé.
O sea: ya me lo acosté. Y es que, maravilla en esa caja de maravillas, lo más extraordinario de José Ruiz era la voz: macha, cascada, tartamuda, gutural, antioqueña. Hablaba en escritura cuneiforme.
—Ababaabajijoajajijo.
—¿Qué dijiste, José?
Dijo: «Venite conmigo a la finca y te doy unos calzoncillos». Su amigo Emilio, de toda una vida, era su traductor oficial, intérprete de esa caja de música para el resto de los mortales. Les escribí a los del Círculo de Praga anticipándoles, con una sola vuelta que se dieran por el almacén Don Camilo, una revolución bolchevique en fonética. Pero no contestaron. Pienso que la carta la interceptó la Komintern, y algún agente se la guardó para robarse las estampillas.
Para terminar con José Ruiz les diré que infinidad de veces me prometió llevarme a su finca de Quitacalzón donde me iba a obsequiar una de sus infinitas bellezas que le sobraban, migajas del gran banquete para su amigo el perro. Jamás cumplió. A mi devoción, a mi admiración, a mi simpatía respondió con palabras de viento. Yo le perdono. Y antes de que la muerte nos empareje y se lo acaben de desfondar los gusanos, generoso, sin resquemores, en pago le dedico este recuerdo.
La marca de mi moto es Lambretta. Costó dos mil pesos, y al cabo de diez años y diez choques la vendimos por diez mil. O se devaluó la moneda o se valorizó ella, o ambas cosas las dos juntas al mismo tiempo y a la vez. El comprador, émulo de mi tío Argemiro, debió de razonar así: «Si resistió tanto quiere decir que es muy fina, y puede resistir mucho más». Sumando los kilómetros recorridos, a cien por hora (lo más que daba), venían resultando, tras sucesivos borrones de la cuenta por agotarse el marcador, unos ciento noventa viajes a la luna o dos a Marte, según mi tío Ovidio, el sabio, calculó. La verdad es que esas infinitas distancias, más que yo las recorrieron mis hermanos, a quienes se la heredé tras mi espectacular caída, una noche, en un bache. Y era sin embargo noche de plenilunio, cuando en Colombia un cristiano alcanza a ver quién lo mató.
Volvía yo de Santa Anita y de un crepúsculo de amor y cafetales, por la carretera de Envigado a El Poblado. A la altura de la finca Oviedo se abría el bache inmenso, que no vi por ver la luna: de cabeza fui a dar contra el pavimento. Con la moto patas arriba aún rugiendo, me levanté palpándome mi estructura corporal, y al muchacho que traía atrás en la llamada parrilla, quien al igual que yo se levantaba:
—¿Estoy vivo? —le pregunté.
—Sí —contestó él, sin saber bien si él lo estaba.
Era Néstor el Pato, así nombrado pues caminaba como tal. El defecto, al fin de cuentas, se le trocaba en cualidad por realzarle su par de espléndidas cualidades. Con las bellezas pasa así: los desperfectos se hacen virtudes.
Merced a cuatro discos long-play y una semana de espera, accedió a acompañarme a Santa Anita. Al cafetal. Y entre los verdes cafetos florecidos de rubíes, abanicados por las anchas hojas de las matas de plátano, pasando lentas las nubes por el cielo y por la hojarasca del suelo una lagartija veloz, la tarde fue discurriendo filosófica y nosotros sentados en una piedra. Al fin, bajo el rojizo resplandor del ocaso, lo fui volcando suavemente como en novela de Vargas Vila sobre el humus primigenio, la antigua tierra que todo lo abarca y lo comprende. Débil, quedamente, todavía, con una de esas originalidades suyas protestó:
—A mí me gustan las mujeres.
Lo cual no dejó de asombrarme un poco en un pato.
—A quién no —contesté, y sin más dilaciones sellé con mis labios los suyos.
Patos, gatos, perros, burros, de todo me ha dado la vida, generosa aunque tardada; hasta algún ave de presa sanguinaria como un halcón cuchillero.
Anoche volví a soñar con la Bruja, que se ha apoderado de mis sueños. Íbamos por una carretera estrecha como la de El Poblado pero de excesivo tráfico, yo en mi Lambretta y ella detrás de mí corriendo, rebasando trucks y camiones en zigzag. De súbito, tras una curva, en una recta, que se sale ella de la carretera y se va hacia las casuchas de un alto polvoso donde corretean unos perros. Rápido, rápido, con imprudencia, dejando que siga de largo la Muerte que pasa cerquita en un truck, me salgo también de la carretera y me voy tras ella: «¡Bruja! ¡Bruja! ¡Bruja!» la llama mi angustia. Bajo de la moto, subo corriendo, entro a la casa y agitado pregunto: «¿No han visto por aquí una perra negra, alta, gran danés?» Cinco, diez moradores, locos furiosos que apenas si me contestan con la cabeza: «No». Mienten, sé que mienten, la vi entrar, y vivo el instante más aterrador de la existencia. Se me ha perdido la Bruja, me la retienen, ¿qué voy a hacer? ¡Echarme bajo las ruedas gigantescas de un truck! Entonces ella, que me ha oído, sale del interior oscuro del laberinto seguida de un perro roñoso, meneando la cola. «Vámonos Bruja» le dice quedito mi apremio. Y nos vamos, yo prodigándome en agradecimientos. Los monstruos, que por lo improviso de nuestro reencuentro no alcanzan a reaccionar y pierden su presa, ensopados por el chaparrón de mi gratitud nos dejan partir. Al cruzar el umbral de la puerta percibo en sus caras cortadas el odio, una expresión como de desidia y desprecio que significa, y acaso lo digan: «A qué agradecer tanto si no te la entregamos, pendejo, ella sola salió».
Bajé la cuesta con la Bruja preocupado, temiendo que ya nos hubieran robado la moto. Nada de eso, no hubo tiempo, todo fue muy repentino, sigue donde la dejé: en la gasolinera polvosa, desnuda ante las miradas rapaces de infinitos hampones. Mi timidez ante extraños le reprocha a la Bruja en voz baja: «¿Por qué te fuiste así? ¿Me quieres matar? ¿No ves que no tengo otra cosa en el mundo que tú?» Y ella: «Es que me llamó un perro amigo que conocí en Turquía». Al dar la patada que enciende el motor, «¿No te quieres venir conmigo en la moto?» le pregunto a la Bruja. «No», me contesta mi hermana Gloria. «Prefiero seguir corriendo». No sé por qué incongruencias del alma, o por qué caminos del sueño, en la encrucijada polvosa de esa gasolinera de dolor, tras el mortal peligro, Gloria era Bruja y Bruja era Gloria. Bañado en sudor despierto comprendiendo mi insensatez. ¿Cómo pude haberla llevado por semejante carretera estrecha, rebasando vehículos inmensos, desprotegida corriendo detrás de mí? Yo bien hubiera alcanzado a salvar en mi moto el choque fatal y ella no.
Un trago en cada fonda del camino. Para estas carreteritas de Antioquia, destartaladas y ruinosas, no hay otra fórmula. Se baja uno, se toma su aguardiente, y a seguir, de curva en curva, soñando, delirando, tragando polvo.
—Cinco aguardientes para los que vamos aquí, ¡pero dobles!
Sobre el burdo mostrador de tabla verde, el tendero los sirve con su pasante: unos pobres confites pueblerinos con sabor a anís y a menta, a tierno amor campesino bajo los cámbulos florecidos, o tras los juncales gráciles en el remanso del río, agua fría que hierve en el gran charco de sardinas escurridizas, escamas de brillos plateados rozándonos con su caricia fugaz la piel desnuda mientras arriba, a ras del tiempo, cruza con su vuelo torvo el gavilán. Ésa es Antioquia la mía. Era.
—Dígame una cosa señor, y perdone la indiscreción. ¿A cuántos han matado aquí?
—¡Qué va hombre! —dice el tendero—, aquí a ninguno.
Y mira al techo o a la pared. En la pared hay un almanaque viejo, de mi año, el año en que yo nací. Pero en vez de tenerme a mí en pañales tiene una rubia espléndida, atrevida, anunciando en traje de baño una cerveza en el calor. Hay también en la pared un letrero de lata verde oxidada y letras blancas en relieve herrumbroso que me contestan, mansas, cuando las miro: «Urosalina». ¡Urosalina! Es un remedio antiguo que no sé para qué sirvió, pero que lo anunciaban en las tapias de los caminos y lo vendían en las boticas, como en esa farmacia Pasteur de esa plaza de Cisneros de ese barrio de Guayaquil de esa Medellín mía y de mis abuelos que se fue. Llegaban a la plaza los arrieros con sus recuas cargadas de bultos y racimos. A los arrieros los reemplazó el hampa, y al hampa nada y su vacío lo tengo que llenar con recuerdos. Urosalina… Una voz en la radio, el nuevo invento, la anuncia así: «¡Urosalina! U-ere-o-ese-a-ele-i-ene-a», deletreándola a toda velocidad. ¡Urosalina! Cierro los ojos y la veo escribirse rápido, de un solo trazo, sobre la última tapia, cuarteada, calcinada, pero aún en pie, de la última casa, del último pueblo que quemó la violencia partidaria. Por su ventana abierta, que da al vacío, cruza una bandada de loros fanáticos pregonando: «¡Viva el gran partido conservador! ¡Mueran los liberales!» O viceversa. Porque si sube también baja el balancín. Se van los loros por el platanal y empinan el vuelo rozando la cruz de una tumba, el penacho de un plátano, llevándose al cielo, a jirones, el verdor de la tierra.
De tenducho en tenducho por esas carreteras olvidadas, llegamos una noche en el Studebaker a La Quinta Porra, la última fonda, donde acaban los caminos. En noble lenguaje de arrieros, matiz de más, matiz de menos, La Quinta Porra significa el fin del mundo. Más allá de ella no hay nada, sigue la nada cortada a pico, el acantilado del No Ser, el tope del Septentrión. Como por mandato de la varita de Moisés, de ese acantilado hueco brota un arroyo o quebrada, la Santa Elena, alias La Loca, que el día de la Santa Cruz se despeña, formidable, furibunda, perturbada, sobre Medellín a atronar mi infancia. Tales fueron sus estropicios y desmanes que la tuvieron que entubar. Le pusieron camisa de fuerza y la metieron en cintura, en hondos atanores bajo el pavimento. Y hoy son sus compañeras de reclusión las cloacas. Sólo yo en la ciudad olvidadiza oigo su queja. Desde su reducto de aflicción, con su voz de agua enturbiada, me llama por mi nombre. Dice que me conoció de niño, ella subiendo y subiendo y yo parado en la ventana.
—¿Cuál ventana?
—La de cierta casa de cierta calle de Ricaurte, vestido justamente usted con la ropa de su señora mamá.
—¡Shhh! —la callo—. No digás más, mujer, que vas a despistar al psiquiatra. Lo vas a mandar a la dirección errada. Y allí no se encuentra el que soy. Quizá en otra ventana…
De las intemperancias de antaño de la quebrada La Loca, de sus pasados ardores nada queda. Eco de mansedumbre, amurallada, se muere en un socavón.
El eterno borracho de siempre, José Alfredo, metido en su traganíquel cantaba en La Quinta Porra. «Tú sólo tú, has llenado de penas mi vida, abriendo una herida en mi corazón…» En el mío sigue cantando ahora y por alquimias del recuerdo surge, del desván de las presencias desvanecidas, Carlos Álvaro Isaza, del barrio de Manrique, con su esplendor de dieciocho años. Y puesto que en La Quinta Porra se acaba el mundo y lo que se acabó se acabó y no hay hacia dónde seguir, allí nos quedamos: echándole moneditas de veinte al traganíquel y aguardiente al alma. Para las doce, hora de las brujas en esa noche cerrada, emprendemos el retorno a Medellín.
Con su cupo completo, como llegó, volvía el Studebaker, Darío manejando y atrás conmigo el muchacho, a mi lado. Curva a la derecha, curva a la izquierda, nueva curva a la derecha, nueva curva a la izquierda, bajando, bajando, meciéndonos la carretera en su espiral embriagadora, arrullándonos, lanzándonos uno al otro en brazos del esquivo amor. No hay, amigo, mejor alcahueta que una carretera que baja de curva en curva por una montaña, a ritmo constante, enajenado. La gravedad y la inercia trabajan por la causa del amor, ¡y que conspire el mundo y sus jesuitas!
Todo fue bien hasta que se le durmió la mano al chofer y nos seguimos de frente, hacia la oscuridad del rodadero. Y ahí vamos en picada, pero en línea recta y con los pies bien puestos en el suelo. Nuestro Studebaker, acaso por lo tan enseñado que estaba a bajar a todos los abismos del alma, supo caer. En vez de irse dando tumbos y volteretas y payasadas de maromero, siguió con sus cuatro llantas firmes, lúcido, en sano juicio, barranca abajo abriendo trocha por los matorrales de la ladera, y así diez metros, veinte, treinta, ochenta, una cuadra, cien, hasta que caímos, aterrizamos, suavemente como en colchón de plumas, en la última curva, a la base misma de la cordillera, en Medellín de la Candelaria. Saliendo del vehículo atolondrado su servidor, que no fuma, encendió un cigarrillo Pielroja, y su mano irresponsable, inexperta, tiró el fósforo prendido a la buena de Dios. Como punta de flecha que encendiera el mágico Arquero, se fue el hilo de fuego recto, hacia arriba, a cordel, por el rastro de gasolina que dejó al bajar el carro. Diez metros, veinte, treinta, ochenta, una cuadra, cien, subió la flecha ígnea e incendió la montaña.
Entonces en la noche ciega fulguró el prodigio, aleteó el milagro. Como cuando usted enciende un fósforo en una caverna y echan a revolotear los murciélagos, así en la montaña de Santa Elena incendiada rompieron a volar las brujas. Cientos y cientos de brujas sacadas de sus nidos en pelota. Viejas gordas procaces y viejas flacas de nariz ganchuda y de mentón en punta. Todas, todas las brujas de Medellín y alrededores, es a saber, de Itagüí, Envigado, Bello, Caldas, La Estrella, Girardota, vociferantes, chillonas, huyendo en un revuelo de escobas a la voz de que «Se nos vino encima la quema de la Santa Inquisición». Cuánto quisiera que estuvieras hoy aquí conmigo abuela, tú que fuiste tan experta en brujas, para preguntarte: ¿Qué demonios hacían esa noche, noche oscura y cerrada, en una ladera de líquenes y helechos, en una montaña pelona? ¿Un aquelarre? No puede ser. Yo entiendo que para el aquelarre se van al país vasco, a un claro de luna en un valle de Guipúzcoa donde tienen instalado su macho cabrío, cornudo y lujurioso, el Gran Cabrón.
Buscó el afilador, fue a la cocina, cogió el cuchillo, le sacó filo, se lo guardó en la chaqueta, salió a la calle, tomó el camión, bajó en el parque, caminó la avenida, dobló en el callejón, entró al edificio, subió la escalera, metió la llave, abrió el apartamento, cruzó el pasillo, llegó al último cuarto, vio al hombre azorado, extrajo el arma y se la enterró en el pecho, del lado del corazón. Seguido por el asesino, con el cuchillo aún enterrado y brotándole a chorros la sangre, el hombre alcanzó a bajar la escalera y salir a la calle gritando, bendiciéndolo:
—¡Este hijueputa me mató!
Se desplomó sobre el asfalto y la muerte compasiva lo acogió en su inconmensurable imperio.
Lo anterior lo estableció el sumario. Y los nombres de los implicados: Luis Cortés la víctima, y Carlos Álvaro Isaza el victimario. Lo que nunca se pudo establecer fue: por qué lo mató. Si Luis era un hombre bueno y el muchacho también. Al muchacho ustedes lo conocieron, se lo presenté una noche en La Quinta Porra: el muchacho de Manrique, espléndido, que venía conmigo en el Studebaker, en el asiento de atrás, por esa montaña de Santa Elena cuando en la peor hora nos desbarrancamos, dejando lo empezado empezado. A la mañana siguiente, ni un día más ni un día menos, ocurrió lo dicho. Nada explicó el muchacho, nada alegó en su defensa, se hundió en su mutismo. Treinta años le chantaron y lo nuestro se quedó en el aire.
Con sus balcones aireados y sus amplias arquerías, blanca sobre los tejados rojos de Enciso, la cárcel de La Ladera, vista de lejos, mueve a la ensoñación. Uno se va a Casablanca en un tapete volador comprado en el mero zoco de Bagdad. Ya de cerca, adentro, viviéndola, La Ladera es otra cosa, la sucia realidad: celdas oscuras, albañales, por entre pasillos de altas rejas que dan a cinco patios de encierro donde se pasea enjaulado, enfurecido, yendo y viniendo en la ceguedad de su odio el humano dolor. A uno de esos patios fui a buscarlo un domingo, una mañana, a la hora de las visitas, a llevarle un pastel y un dinero. Un pastel que diligentemente revisaron a mi entrada los guardianes: diligente, pero no eficientemente pues adentro venía el cuchillo, el mismo con que había matado a Luis Cortés y que le compré al secretario del juzgado por lo que vale una botella de aguardiente. El cuchillo era uno cualquiera de cocina y el pastel por fuera blanco, blanco de azúcar endurecida, y por dentro oscurecido por la panela quemada: un bizcocho de novia o de primera comunión. Semanas habían transcurrido desde el proceso, la condena, y meses desde la noche del desbarrancadero y la mañana fatal. No sé lo que en ese tiempo habrá sentido el muchacho y en mi gran naufragio ni me importa. Sé lo que siento yo: un odio y unos celos inmensos. Los celos de esa muerte ajena que debió ser la mía, que un desconocido me arrebató, me roían el alma. Saqué del pastel el cuchillo, lo limpié con mi pañuelo, y se lo ofrecí con el dinero a su imposible redención:
—En el centro del corazón, en el mismo sitio, mátame a mí.
Vanas, perturbadas palabras que rebotaron contra la coraza de su silencio. Miraba sin mirar, oía sin oír. El que tenía frente a mí no era el mismo, era otro, un fantasma del otro, del que mató a Luis Cortés, el miserable que me lo robó.
Hoy caminó Manuelito. Dio un paso, otro, otro y se siguió de largo con sus manitas tendidas hacia mí, tambaleando, pero sin caer, y yo retrocediendo agachado, con las manos tendidas hacia él llamándolo:
—¡Más! ¡Más! ¡Más!
Salimos del cuarto de los papás, donde está su cuna, y entramos a la biblioteca. La cruzamos, y dejando el piso de tabla tomamos por el corredor de baldosa roja hasta llegar al tope de su hazaña, una escalera. Con los ojos iluminados por la dicha el niño no lo podía creer. Lo tomé en mis brazos y en premio le hice dar un gran salto hacia el techo, rumbo a lo más alto del aire. ¡Casi toca el cielo raso! Vuelto a tierra me sonríe con una satisfacción que se le desborda del alma. ¡Lo lograste Manuelito, lo lograste, aprendiste a caminar! Pero hasta aquí fue lo fácil, ahora viene lo peor. Abiertos están los infinitos caminos, los infinitos destinos, a ver si no te vas a extraviar.
¡Qué de candidez e ilusiones! ¡Cuánta estampita de primera comunión que amarilleó el tiempo! Rota, agujereada, apolillada… Sacratísimos doctores de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín y de la doctísima Universidad Javeriana de Bogotá, señor rector, señor decano, señoras, señores: El libre albedrío es ilusión, mera falacia. Por más que arrojen a Edipo a los lobos el niño crecerá, y matará a su padre, desposará a su madre, se vaciará los ojos. El destino está escrito en el cielo y escrito con sangre. Mi hermano Manuel será lo estipulado y nada más, como he sido el que soy. En el gran tinglado de palacios y miserias los dioses mueven sus muñequitos disfrazados de reyes y pordioseros con hilos que a trasluz alcanzo a adivinar. Muñequitos de trapo y de latón, títeres infatuados que se creen que se mueven solos, sin nadie atrás. No hay infinitos caminos, eminentes doctores, sólo hay un camino único para cada quién, y aunque soñemos que da curvas, que vuelve atrás, que lo podemos desviar, avanza recto, sin una sola encrucijada de elección. Esta noche saldrá mi rico amigo Chuchín Ortiz a la barriada, al encuentro de su destino, de su asesino.
Andaba entonces por Junín, y me lo regaló Chucho Lopera, un muchacho del barrio de San Javier, Juan no sé qué, también llamado Juanito Verga, cuyo atributo esencial doblaba el largo de este libro en su edición príncipe, en octavo mayor, la más espléndida, que yo dirigí. Infinidad de maricas iban tras él como clavitos arrastrados por un imán: mandaderos, mensajeros, meseros, cajeros, camioneros, procuradores, inspectores, personeros, un cónsul honorario y un representante a la Cámara, tartamudos, sordomudos, paralíticos, lisiados, presbíteros, coadjutores, seminaristas partidarios de Tomás de Aquino o de Duns Scotto, e Iván Saldarriaga, un intelectual marxista bajito, flaquito, chiquito, de saquito negro apretado y corbatica igual, barbita en punta o chivera y gafitas redondas de carey: una especie de Trotsky de terracota para adornar la sala, cuyo rigor dialéctico se jactaba de ser capaz de escribirnos un tratado de teología sin mencionar el nombre de Dios. Puro cuento. Jamás pudo. Se le fueron pasando los años y los años y no llegó al primer párrafo.
Bogotá, fría y sucia, tiritaba en su mugre. Y perdón por volver a lo ya dicho, a lo sabido, lo consabido, y avanzar retrocediendo hasta semejante ciudad. No sé si mi estancia en Bogotá precedió a Chucho Lopera o lo siguió ni me lo propongo averiguar, porque si bien el destino avanza recto, como saeta, el recuerdo, licencioso, se puede permitir sus libertades, e ir y venir y volver y planear, planear como gallinazo con vuelo plácido sobre colinas y ríos y valles, y aterrizar, si se le antoja, en plena altiplanicie o sabana de Bogotá, en la mera puerta del Arlequín. Un libro así, claro, es una colcha deshilvanada de retazos, pero ¿qué es la vida (no la falsa novela) sino retazos, pedacería, pedazos unidos por el débil hilo del «yo»? Y el hilo acaba por podrirlo el tiempo… Sé con fatigada certeza que un día fui un niño en la calle del Perú, y otro un muchacho que transitó Junín. Pero de ese lejano niño y muchacho he olvidado los rasgos. Cierro fuerte los ojos para verlos y no me veo. Si el tiempo burletero me deparara un encuentro, ahora, con el muchacho que fui, ¿me lo llevaría al matorral? ¿Por qué no? Con otros me ha pasado así, que sin saber los repito. ¿Pero se iría él conmigo? Interrogo al recuerdo, y desde su fondo opaco me responde sonriente, alcahueta, que sí: «¡Con cuántos viejos no te acostaste, animal! ¿Con diez? ¿Con veinte?» Dejo a mi generosidad de entonces que te lo explique, recuerdo, con mi franqueza, con mi llaneza: es que en Bogotá, imponderablemente desolada y sucia, los viejos me servían para conseguir muchachos. Uno que otro me daban en pago de lo que ya se comió la vejez y se habrán de acabar los gusanos. Hernando Giraldo, vaya un ejemplo, me regaló tras el sargento un torero: con veinte cornadas, una por año, ya algo viejo y muy toreado ¡pero qué se iba a hacer! Y a la esplendidez de Álvaro León Muñoz Cajiao, de la rancia alcurnia ilustre de la ilustre Popayán, doctor en leyes, le debo una belleza del subsuelo: Adolfo, la olleta indígena, como la catalogó cierto arqueólogo perverso. De todos modos gracias, hidalgo señor generoso, cierro los ojos y te recuerdo: cincuenta y cinco vividos años en que perdiste el pudor y el pelo, brillante la coronilla y una chispa de avidez insaciable en los ojos. Híbrido de Wilde y Gide, prototípico, próspero, sonriente, de chaleco, bastón y sombrero, a los muchachos les pagabas con veinte pesos, en billetico nuevo, y así como a mí me donaste la olleta indígena, a tu servidor se lo enviaste, con moño rojo, a un senador liberal, ex embajador en Ghana o la puta mierda, una momia famélica cuyo nombre olvidé. ¿Santacoloma acaso? Tal vez, un apellido de radionovela. Doctísimos doctores de la Universidad Javeriana: para los escasos decenios que nos restan, propongo dos postreras obras de caridad del cristiano: darle amor a quien lo pida y muerte a quien la quiera.
No por nada ni por nada pero no me gusta hablar de Bogotá. Tal vez por reparos literarios, por quisquilloso. Qué más quisiera yo que el libro mío fuera sólido, compacto, cual piedra para descalabrar y que sólo pasara en Medellín con su unidad de tema, tono, tiempo y espacio, en el curso de un año. Pero el destino, mal novelista, tira por la borda las unidades clásicas y nos dispersa, por aquí, por allá… Y hace que se cruce por el camino de uno el mismísimo Sartre, y que sea un personaje accesorio, un comparsa. ¿Lo ven? De un pelotazo nos manda hasta París y Roma, y de otro nos regresa a Bogotá: a la Calle Veintiuno entre carreras Cuarta y Quinta, arribita del Arlequín justamente, a mitad de la cuadra, donde vive Salvador Bustamante, pero no en casa propia pues la casa es ajena y no se sabe de quién, pues tampoco son dueños los que viven con él: otros u otras.
Por mi urbanidad inglesa, consubstancial, inmanente, no suelo dirigirles la palabra a desconocidos, a quienes no me han presentado en forma, formalmente, bajo techo, tomando el té. Nada de andar por la calle preguntándole a cuanto muchacho se para en una vitrina qué hora es. Así que caballero yo y caballero él, caballeros ambos, a Salvador y a mí nos presentaron. Nos presentó un hombrecito bajito, feíto, malito: Santa Isabel de los Cerros, que se aferraba a mi vida como una ladilla colérica. Homicida pero no asesino (mi educación jurídica, con él recibida, me impone la distinción), este réprobo descomulgado había ayudado a despachar al otro toldo, de un navajazo, en una riña de barrio, a un cristiano que se les fue barranca abajo por la calle en bajada del infierno, en pecado mortal, sin confesión. ¿Y por qué Santa Isabel un prófugo, un renegado? ¡Vaya Dios a saber! Por más que hurgo en el cajón del recuerdo, entre tanto cachivache viejo ni sé de dónde salió.
—Se vienen este sábado a las ocho que tengo fiesta —invitó Salvador, mi nuevo amigo, y siguió meticuloso en lo que estaba: pegándole pedacitos hexagonales de espejo a un mueble viejo, una especie de armario o aparador.
Pasó la semana y llegó el sábado, puntual, a las ocho a la fiesta: llegó alegre, optimista, en sano juicio, sin una copa, engalanado y escoltado por su servidor y su servidor por Santa Isabel de la Sierra que en todo quería estar y nada se quería perder y no se me quería despegar.
—¿Qué van a tomar? —preguntó Salvador recibiéndonos, muy anfitrión él, muy comedido—. Hay aguardiente.
—¿Y qué más hay? —pregunté.
—Más —contestó, y se fue por entre el gentío.
En verdad que la fiesta de Salvador andaba entre el zoológico y el bazar del anticuario. ¡Qué de ancianos raros! Altos, bajos, gordos, flacos, unos con otros y todos arrastrando la cumbia de la vejez. Un chaparrito bailaba incluso con una vela prendida, a riesgo de incendiarle la barba a su pareja cuando se le acercaba, en las evoluciones de la cumbia, que bailaba suelta. ¡Y qué meneo de caderas! ¡Qué remolino! Asombrado, pasmado, choquiado, abasourdi, étonné con tanto freak, me fui escaleras arriba por entre los remolinos danzantes en busca del anfitrión, que me encontré ante un tocador de luna redonda probándose una peluca de mujer.
—Decime Salvador una cosa —le increpé—. ¿No se te hace mucha locura hacer una fiesta con puro viejo y sin un muchacho? ¡Ni que fueras una sucursal del Arlequín!
—¿Sin un muchacho? —replicó—. Para eso te invité a vos.
Y enseñándome un trasero prominente dio media vuelta y se fue escalera abajo a hacer su show. Tenía unas cejas tupidas como matorrales, y unas piernas flacas peludas que no se tomaba la molestia de rasurar.
¡Y qué casa! Era una cajita de sorpresas. Buscando un baño me asomé a un cuarto y qué veo: en una cama de baldaquín azuloso, entre gasas azulinas, bajo un haz de luz azulado, un marica prieto azabache desnudo sobre la cojinería azul:
—Adonáis —dijo con voz flautada—. ¿Y tú?
—¿Yo?
Yo volví a cerrar lo que había abierto, de prisa, y bajé corriendo la escalera:
—Dígame señor dónde está el baño.
—¿Baño? Ahí.
Y me señaló una maceta con una planta seca, desnuda, marchita de tanto oprobio y de no ver la luz del sol.
Santa Isabel de los Montes me llamó aparte, celoso, empeñado como siempre en no quererme compartir.
—¿No querés un seconal? —me ofreció.
—Venga p’acá.
¡Pum! hacen las cápsulas de seconal cuando explotan en la barriga. Es una explosión seca, rojiza, que libera en mil pedazos de las oscuridades interiores la locura. Capsulitas rojas, redondeadas, alargadas, que se van como torpedos suicidas japoneses por los capilares al gran torrente de la sangre, a velocidad endemoniada, y por el gran torrente al alma. ¡Y vuela el acorazado! Adiós moral antigua, adiós padre, adiós madre, adiós patria, adiós casa, hechos añicos todos, polvo, pulverizados. ¡Yo soy yo y al diablo mis circunstancias! Si el seconal se pasa con aguardiente, la explosión se multiplica por mil. Y si luego se refina con marihuana, ya no alcanza el sistema decimal para medir, hay que pasar al megatón.
En un cuarto de abajo, el dormitorio de Salvador, se había concentrado la fiesta, andaban en las ceremonias de develación. Ante los ojos ávidos, dos sorpresas cubiertas con sendas sábanas. Salvador se echa al pico un aguardiente, y en maestro de ceremonias quita la primera sábana.
—¡Ooohhh!
Exclamación general. ¡Oh sorpresa! En su esplendor lumínico, con sus mil espejitos espejeantes, brilla ante los ojos desorbitados, con un chisporroteo de luces, la obra magna del artífice, el aparador de espejo y vidrio en su plenitud, terminado, lo que se dice un espejismo de cristal. Levantó su copa en pleno el aquelarre y brindaron los tintineos unísonos por la obra maestra y su creador. Yo, alucinado, drogado, me sostenía de una tranca que sin duda debía de usar el dueño para cerrar la puerta en sus sesiones de amor, y que por lo pronto me impedía caer, cuando he aquí que el mencionado viene hacia mí, me toma de la mano y me conduce al centro de la estancia:
—¡Para la juventud y la belleza un nuevo aplauso! —y me señala el cabrón.
Ovaciones… Se me subió el rojo a la cara y lo advirtió uno de los malditos:
—¡Ay qué tímido, qué encanto, qué pudor!
Tras de lo cual Salvador anunció un regalo sorpresa para el invitado de la noche, el joven huésped, yo. Y con gesto de prestidigitador contundente, que saca del aire un conejo, quitó la segunda sábana y se abrió un closet y del closet ¿qué sale? ¿qué aparece? Vestida de romano ¡la olleta indígena!
El colorete de la vergüenza se me subió a rojo subido de furia e indignación. ¡Venirme a regalar a mí sobrados míos, del mes pasado, de mi remoto ayer! Y tomando la tranca inmensa para cerrar la puerta arremetí a trancazos contra el palacio de cristal. En mil pedazos, en mil añicos, como fuegos de artificio del frenesí, volaron los mil espejitos hexagonales que encerraban en sus seis picos de seis brillos lustrosos, todo el cuidado, todo el esmero, todo el ensueño de Salvador. Y aniquilado el mueble inefable la emprendí con la misma furia y la misma tranca contra la concurrencia. Me sacaron maniatado, arrastrado, echando espuma. Voces dispersas me llegaban como del más allá:
—No lo pueden volver a invitar.
Reincidieron. A dos o tres fiestas más me invitaron, tras de las cuales se me cerraron todas las puertas y ventanas. La última fue lo que se dice espléndida y digna de rememoración. Pero antes debo consignar un episodio que aunque pasa en Medellín está con ella ligado por un lazo sutil. Pasa, para variar, bajo aguacero. Iba yo en mi Lambretta a entregar a su casa un muchacho, por uno de esos barrios nuevos de mi ciudad que pululan como países africanos, cuando rompió a canturrear una lloviznita menuda, tenue, que sin más ni más alzó el tono insolente y se volvió chaparrón. Chaparrón denso, cerrado, que impedía ver de aquí allá. Así que sin ver fuimos a dar a lo primero que se topó la moto, una iglesita de cemento nueva, recién pintada y abierta al público pero desierta. Y sin el más mínimo, mínimo, mínimo interés. Con decir que no tenía Señor Caído, Divino Rostro ni Madre Dolorosa… Sentados el muchacho y yo, uno junto al otro, en una banca de atrás, dejamos ir nuestros pensamientos callados, mientras afuera repiqueteaba la lluvia. El mío, como murciélago, se fue de un par de aletazos enormes, inflados de viento, por entre la luz de la tarde hasta la penumbra del altar del Señor Caído, allá en la Puerta del Perdón, allá en la iglesia de la Candelaria. Ante el altar, el lampadario de las veladoras que los fieles encienden, una por un peso, dos por dos, echando las monedas en una alcancía voraz. De ciento treinta y cinco veladoras que conté, en diez hileras sobre el soporte oblicuo ferroso, sólo había cinco ardiendo y el resto calladas, mudas, esperando. ¡No podía ser! Salvo que a un lado, ávida, con su ranura oscura, me miraba la alcancía siniestra… ¿Cómo iba yo a permitir que una moneda, que existe y pesa y tintinea, se fuera por esa ranura estéril, sedienta, al vientre seco del No Ser? Imposible. Así que acallé la voz interna cortando el nudo gordiano por lo sano. Tomó mi mano fervorosa la larga mecha para encender veladoras, y acercándosela al pabilo de una de las prendidas le contagié la llama y fui pasándola de una a otra, otra, otra, hasta que las ciento treinta y cinco chisporrotearon prodigando la luz por los cuatro reinos de la oscuridad y el silencio. ¡Fiat lux, y que pague el municipio! Unas en las hileras de arriba, otras en las hileras de abajo, las ciento treinta y cinco voces espléndidas entonaron en contrapunto un «Gloria in excelsis Deus» en alabanza del Señor. Y el Señor Caído, oh milagro, a su llamado purpurino se levantó.
Volví de sopetón a la iglesia nueva para encontrar mis piernas, sin mi permiso, entrelazadas a las del muchacho, y las bocas juntas igual, en un incendio frenético, desesperado, trémulo, abriendo las manos ciegas, uno tras otro, para apagarlo, los necios botones de esas antiguas y demenciales braguetas. Me empezaron a zumbar los oídos, y en ese templo desangelado rompió un vuelo de querubines entre un repique de campanas.
—Ah condenado impío, pervertido, malnacidos, desgraciados…
Era el sacristán que venía de la torre de tocar las campanas: un hombrecito minúsculo caído de Liliput justo a espaldas de nosotros, empinado, con una poma de Adán roja, brotada, y la cara roja en un incendio de furia e indignación.
—¡Los voy a hacer excomulgar!
¿Excomuniones a mí? ¡Pero a mata candelas! No me haga reír al payaso ni le eche polvo al terregal. Levanteme cuan alto era y lo miré incrédulo, como mira un gran danés a un chihuahueño que le ladra. Volvió a ladrar y ladró tan feo que una improvisada descarga de adrenalina me electrizó un circuito apagado y sin yo querer, salió una mano disparada y le propinó un bofetón seco, rotundo, contundente pero mal graduado pues el hombrecito se tambaleó, perdió el aplomo, se fue de espaldas con todo y rabia, contra el filo de una banca, y descalabrado por el occipucio se desplomó.
—¿Muerto? —preguntó el muchacho.
No, respiraba. Extendido en toda su dimensión sobre cinco baldosas, la rabia le seguía bombeando sangre verde biliosa al homúnculo con estertores en las venas del cuello. Pero del trancazo que se dio escampó, y secos pudimos salir al aire libre, a correr, a volar en la Lambretta, a romperle al arco iris el alma por su mero centro.
—Padre, he pecado.
—¿Cuándo?
—Siempre
—¿Cómo?
—Por los cuatro costados.
—¿Con quién?
—Solo y con todos.
—¿Dónde?
—Por doquier.
—¿Te arrepientes, hijo?
—No.
Separó de la mía su cara sudorosa y me miró derecho a los ojos. Vio en ellos un brillo ausente, cansado. Sintió una gran compasión por mí, y yo una gran compasión por él.
Presidía la casa de Salvador doña Anita, una anciana todo dulzura, todo decencia, todo bondad. ¿Qué hacía el ángel extraviado en esa casa de suciedad, en ese infierno de perversión, en esa mansión de locura? Los pisos de tabla rancia acumulaban una mugre pulgosa de años, y en el aire estancado, atávico, se hacía polvo la luz. En el cuarto grande de abajo vivía Salvador; en uno de arriba Adonáis; en otro doña Anita; en otro una lesbiana flaca, ausente, Siboney; en otro no sé quién, en otro no sé cómo, en otro no sé cuándo, en otro el doctor Segovia, un dentista viejo y en su profesión desahuciado porque la mano, firme para alzar la copa, al empuñar la fresa de escarbar temblaba.
Llegué a la última fiesta de Salvador como Cristo a la cruz, entre dos ladrones: Santa Isabel de la Sierra y un muchachito de dieciséis años, el gangstercito, hijo de Caco, saqueador de apartamentos, apropiador de limpiabrisas, raponero de relojes, dueño y señor de todo lo ajeno, cuya corta vida tan ocupada aún no conocía el baño, pero que ese sábado memorable, a nuestros ruegos insistentes de toda la semana, por la mañana lo conoció. Llegó bañado, perfumado, hecho un capullo. E igual y sobrios los tres.
—¿Qué van a tomar? —pregunta Salvador en anfitrión, muy obsequioso—. Hay aguardiente.
Pero no bien cruzamos el umbral de la segunda puerta y nos vamos a empujar el mencionado cuando qué vemos: quebrado, entablillado, desastillado, Adonáis el inefable. En el filo de un murito estrecho, de un patio estrecho, bajo los tejados vecinos, se había instalado el animal a broncearse al sol. ¡Al débil sol de la sabana! Se durmió, rodó, cayó, se partió en cuatro.
Tarata-ta-ta-tán, tarata-ta-ta-tán, tarata-ta-ta-tan, tan, tan, tan, táaan… Estoy tarariando «Boquita salá», la cumbia más hermosa que parió la tierra. Y la estoy bailando entre el viejerío con el gangstercito contra mí apretado, mientras bendigo la fortuna y el sol que me ilumina.
—¿Quieren un seconal? —pregunta Santa Isabel de los Páramos.
—A ver.
Al quinto seconal y vigésimo aguardiente me llevé al gangstercito a uno de los cuartos de arriba.
—Quítese esa ropa —le digo, seco, cuando no le veo muy buena voluntad—. Y los pantalones también.
Sin que pueda decir por qué, todo se estaba atrancando, ¡y que se me bota la chispa del encendedor! Saqué la navaja vieja y se la puse en el cuello, contra la vena esa grande del cuello.
—¡Qué pasó, hijueputica, con qué me vas a salir!
—Con nada, con que quería ir al baño.
—¿A qué?
—A orinar.
—Orina ahí —y le señalé la pared, una pared verde oscuro de mugre lustrosa—, que esto es un chiquero y nosotros somos los cerdos.
Orinó y dócil vino a mí, me abrazó, y en sus dientes que querían quebrarse contra los míos sentí que toda la gran ruindad de la vida, el hondo abismo con que a los dos nos separaba se hacía tierra firme, continua, por donde la llama que me incendiaba a mí cruzó a incendiarle el alma.
Y mientras los dos pimpollos, los dos palomos se arrullaban arriba, ¿qué pasaba en la cumbia de abajo, entre el viejerío? Pasaba que en semejante ciudad fría, helada, el aire del interior se recalentó y a alguno se le ocurrió abrir la ventana y claro, vieron los vecinos, y claro, llamaron a la policía, y claro, vino la policía, en dos patrullas, a ver la fiesta de hombres solos, la rara conjunción de planetas, el fenómeno sideral. Irrumpieron en la sala como gato en ratonera, ¡y a volar invitados por todas partes en desbandada! Ante el estrépito y el vocerío salí del cuarto a ver, a ver la estampida de maricas: agentes de seguros, agentes de drogas, agentes viajeros, farmaceutas, tinterillos, negociantes, tenderos se precipitaban atropellados hacia el murito de Adonáis para escapar por los techos vecinos. Caían unos, brincaban otros, y yo pensaba en el destino del pueblo elegido: en Moisés y los suyos cruzando por una faja estrecha de tierra el Mar Rojo. Entre los que alcancé a distinguir y alcanzo ahora a recordar, veo a un conocido mío agente viajero a quien llamaban La Parca, y no porque recordara a la pelona sino por su discreto obrar y callar. Veo también a los dos hermanos Child, de la alta sociedad bogotana (el vicio nivela), jovencitos entonces, de cincuenta años. Y a otro conocido mío, antediluviano, precámbrico, que decía el muy mimoso:
—Mi jefe conoce mi enfermedad.
Y yo, en desentendido:
—¿Cuál?
Y el enfermito:
—La misma tuya, no te hagás.
Y su servidor:
—Yo no tengo ninguna, yo estoy bien de salud.
—¡Pero qué están haciendo, desgraciados! —dije irrumpiendo en la sala semiempelota, y el gangstercito siguiéndome igual—. ¿No ven que están violando la constitución?
Diez, veinte tombos con su uniforme de paño verde de billar y los garrotes desenvainados habían invadido la sala.
—¿No saben que hay un artículo que consagra el derecho de libre asociación, el sesenta y nueve creo?
No, no lo sabían. Entonces ¿para qué pasó Bolívar el páramo de Pisba, para qué se ganó Boyacá? ¡A qué tanto fragor, tanto polvo! ¿Y el general Uribe para qué murió? ¿Para que al primero que se le ocurra irrumpa e interrumpa, haga y deshaga? ¡O qué! ¿La sangre mártir derramada era estéril? ¡Qué iba a decir el Ministro de Justicia, la Charry, amigo mío, cuando se enterara del atropello contranatura, anticonstitucional! ¿Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? Y el gangstercito atrás de mí, apretando en su bolsillo mi navaja:
—Sí, yo lo respaldo a él.
—¡Pero cómo un baile de hombres solos! —seguía alegando el cabo.
¿Y doña Anita qué? ¿No veía el señor oficial la cabeza blanca, el porte, la distinción, la dignidad, la decencia? ¿Quería más? ¿No le bastaba como garantía la anciana? Y todo el mundo acobardado, menos yo, tratándolo de convencer. Entonces que se le ocurre al doctor Segovia subir a sacar de su cuarto a Siboney, a despertarla, para que viera la policía si había o no había una mujer. Bajó la lesbiana pálida, los ojos hundidos, negros, semidormidos, amoratados, cortado su pelito corto al cepillo, y en camisón blanco sucio, deshilachado, que patentizaba sus formas planas. La verdadera imagen de la desolación.
—¡Qué! —dijo el cabo—. ¡No me vengan ahora a mí con que esto es mujer, no me crean tan pendejo!
—¿Qué eres tú? —le pregunta entonces el doctor Segovia a Siboney—. Dícelos ya.
Y ella, sin entender muy bien, entredormida:
—Soy liberal. Del partido liberal.
—No es cuestión —volví a terciar yo iracundo— de lo que sea o no sea la señorita, ni de medio cromosoma de más o de menos, es cuestión de la Carta Magna y los Derechos del Hombre.
—¡Cuál hombre! —dice el maldito cabo.
—El que vea o no vea aquí. Y se restaura el statu quo ipso facto y se les devuelve a estos ciudadanos las garantías conculcadas, o se incendia el país. Introibo ad altare Dei, ad Deum qui laetificat juventutem meam.
Ahogado, convulso, asfixiado, dándome tumbos el pecho, hipo, arcadas de indignación me llevaron a la sombra, a una silla del comedor, y mientras Salvador, Santa Isabel, el doctor Segovia y demás caballeros seguían negociando con la Ley, otros me daban aire con un periódico, El Espectador. Trajeron una botella de alcohol para untarme, que les arrebaté y de un trago me tomé media. Me la arrebataron ellos y la otra media me la untaron en la sien.
Con mil zalamerías me sacaron a la calle una vez que la policía se marchó. «Sí señor, así hay que hablarle a estos esbirros, ¡fuerte!» le iba diciendo mi yo borracho a mi yo drogado por la Carrera Séptima, abrazados tambaleándose, y Santa Isabel atrás a cien pasos, a prudente distancia pues si se me acercaba lo estrangulaba. Amanecí nublado y con dolor de cabeza pero satisfecho de mi actuación, esperando la gratitud de todos, ¡y qué resulta! ¡La gratitud de nadie! Que nadie me quería hablar. Que dizque por culpa mía le habían tenido que pagar a la policía una coima inmensa, que gracias a ellos yo estaba libre, que me fuera a la quinta porra, que no me volverían a dirigir la palabra, que no me querían ver. ¿Y el gangstercito? Vuelto a la realidad y al claror del día, entreviendo el abismo a que lo había bajado me tomó un odio ciego, y aunque no lo intentó sé de buena fuente que me quería matar. Primero el Gusano de Luz, luego la montaña de Santa Elena, luego la iglesita nueva, luego la casa de Salvador: un íncubo con cuchillo, un terremoto, un homúnculo rabioso, un rodadero y para acabar de ajustar la policía. Entonces se empezó a temer seriamente el desplome de mi sólida salud mental. ¡Cinco coitus interruptus en veinte páginas! Demasiado para un cerebro.
Odio la pobreza. Por ruin y roñosa, indolente y perezosa, altanera y servil. Y por ignorante además. El pobre no lee, no estudia, no progresa, no se quiere superar. Viven en bidonviles, tugurios, vecindades, favelas, y el trabajo les causa horror. Todo lo esperan del patrón o el gobierno, o de usted o de mí. Otras veces se dan a rezar y se encomiendan a la Virgen del Cobre, y sentados en sus respectivos culos aguardan la lotería, algún milagro alcahueta, o que les hagan la revolución. Por eso no quiero al pobre. ¿Que pinte una pared? Empuerca la alfombra. ¿Que limpie la alfombra? Empuerca la pared. Deja sobre mi tapiz fino y caro, el gobelino, sus dedos pegajosos, pringosos, huellas digitales de criminal. ¿Por qué serán así? Su paladar no detecta el caviar, el salmón, las trufas; sólo sabores burdos: arroz y frijoles. En cuanto al tacto, no distinguen ni el algodón: el lino y la seda se les hacen fibras sintéticas. Y si se les da universidad entran en huelga. La pobreza cohabita con la ignorancia; duermen amancebadas en profusión de olores bajo el mismo techo, sobre el mismo lecho, y se multiplican por diez. El pobre nada tiene y si algo tiene, un cuerpo astroso, lo cuida como si fuera de oro, que ni de rico: con mañas de prevención. Que yo no hago esto, que menos lo otro, que no soy eso, que qué se cree usted. Por eso no quiero al pobre. ¿Por qué serán así?
Vi la otra noche, en calle céntrica, durmiendo sobre periódicos, una mujer del pueblo con sus tres hijitos que parió. Todos tirados en plena acera a la entrada de un banco, ¿me lo pueden creer? Tendió hacia mí sus sucias manos pedigüeñas, y su boca desvergonzada prodigó el nombre de Dios.
—No lo devalúes, infame, inicua, bochorno público, cállate ya. Que si Él existe no existes tú.
Saqué de mi cerebro un machete y ¡zuas! De un solo tajo eliminados cuatro focos de infección. No sé por qué las sociedades ricas que se respeten dejan persistir la pobreza, si es tan fácil de eliminar: con quien la padezca.
No soy de los que presumen de lo que no han tenido como tantos que he conocido en este mundo, en ése, en aquél. Si digo que tuve esto fue que lo tuve, y si digo belleza, belleza fue. Y belleza a la luz del día, no en noche avanzada cuando la necesidad no juzga bien. Se obnubila, se empecina, así esté borracha y bajo una vela y vea a tientas como veo yo desde que me robaron las gafas en plena plaza de Cisneros en pleno barrio de Guayaquil: se fueron como volando por la ventanilla del bus. Por eso no se extrañe si alguna vez le pregunto: «¿Es belleza?» Usted dice que sí, que más o menos, o que definitivamente no. Mas como soy yo el que pago yo soy el que escojo, así que al final de cuentas lo que usted opine o no opine al final no cuenta. «¿Entonces para qué me pregunta?» dirá usted. Muy sencillo: para confirmar.
No menos de cinco, y entre ellos Salvador Bustamante a quien se lo presenté de lejos, me confirmaron que el chiquillo del barrio del norte era belleza, y hoy como entonces se me vuelve a trabar la lengua ante sus quince años en flor. Por eso no digo más. O sí, que Bogotá se divide en dos: norte y sur. Al norte los ricos, al sur los pobres; al norte los buenos, al sur los malos. De suerte que este pecador que sólo había tenido habitantes del sur dañado cuando vio el prodigio del barrio rico se agarró a una verja para no caer, y subió al colmo de la admiración.
—¿Qué ven mis ojos? —pregunté incrédulo—. ¿Una belleza?
—Sí —respondió comedida Santa Isabel de los Aires.
—Pues ve y tráemela.
Fue por él diligente, y cruzando de ida y vuelta la calle me lo trajo y me lo presentó formalmente, como me gusta a mí. Al punto me entró un sueño atrasado y el chiquillo, con una solidaridad de clase encantadora, de gente bien, se ofreció a acompañarme a dormir. Y no me pregunte, padre, adónde nos fuimos porque lo olvidé. Ni cómo era el niño porque también lo olvidé. Quiero recordar si era de pelo rubio, o castaño, ondulado, si con ojos verdes, rojos, azules… Quiero y no puedo. Pero lo que sí les puedo asegurar es que era un ángel con estructura corporal como se verá por la continuación, y que al ser rico introducía en mi vida plana y monótona algo que el pobre se niega a entender: el matiz. No capta el pobre el tintineo del buen vino ni el timbre del Stradivarius. Sordo a sonidos y sabores, embotada en los registros medios la sensibilidad, ¡cómo va a entender las sutilezas o esfumaturas del amor! Y eso que ya Marx se lo explicó hace cien mil años, en su lenguaje de neologismos, soez, que la clase alta no es la baja, que no son una sino dos. Libre en fin mi camino de la humana envidia, y sin intromisiones de nada ni de nadie, todo fue bien por esta vez hasta llegar a término. Tenso el arco se disparó por fin la flecha, roto el cordel se fue al cielo la cometa.
¿Ven a qué malabarismos obliga Victor Hugo por no haber llevado a cabalidad la revolución romántica? A seguir hablando en perífrasis como cualquier Racine de peluca empolvada. Nada de que al pan pan y al vino vino y a la vaca vaca. No: la lactífera consorte del toro. Y ya que empecé hablando en perífrasis paso a hablar en parábolas. Y que entienda el entendedor y adivine quien adivine.
Algo más que un recuerdo impreciso me dejó el ángel de ensoñadores ojos, y ello se fue poniendo de manifiesto al cabo de una semana, justamente cuando ya creía el héroe haberse librado de la locura. Bajo el cielo límpido, azul, con mar en calma, mi esquife alígero que tantas tempestades y furias había arrostrado empezó a hacer agua: una gotica, otra, otra y a irse a pique sin que el capitán pudiera parar el naufragio. El desafiante edificio de bases carcomidas ante sus propios ojos incrédulos se desplomaba. ¡Cómo! O uno u otro. ¿Era barco o edificio? ¡En qué quedamos! Eran ambos, era yo, era la Dama de las Camelias que se iba, que se iba, que se iba… Mi padre capeando sus tempestades en el Senado; mi madre en su nube; y el héroe heroico se moría, se moría, se moría… Fui por vez postrera al viejo piano, a acariciar su tejado amarillento con esa sonata Tempestad de Beethoven, que entre nota falsa y nota desafinada sonó a Schönberg. Adiós piano mío… ¿Escribirán mis hermanos un libro tierno para recordarme? Ahora sé que no. El libro lo escribo yo o me tiran al bote del olvido.
Salí a la calle, al cielo azul con una sola nube, negra, desflecada, justo sobre mi casa. ¿La nube de mi madre? No, puesto que al caminar yo una cuadra caminó a mi paso siguiéndome. Era mi nube. Piensa el vulgo que la muerte es una viuda vieja, calva, de luto, con una guadaña. Anda errado. La muerte es una nube negra desflecada que cuando se da a seguirnos es porque va a caer. ¿Cómo? Manda un rayo. Subí al bus y dejé de verla un buen tramo (nadie ve a través de un techo). Adiós busecito mío, adiós rolos y carteristas bogotanos, adiós, adiós. Bajo en el centro y lo primero que hago es mirar hacia arriba: sola en la comba azul, sobre mi cabeza, allí estaba. Caminé hasta la Carrera Séptima: avanzó a mi paso. Me detuve en la reja del ángel: se detuvo. Tomé hacia la Calle Veintiuno: tomó conmigo. Me seguía como un sombrero. Por la Calle Veintiuno cruzando la Carrera Quinta, a mitad de la cuadra, entré a la casa de Salvador dejándola instalada afuera, encima, esperándome.
—Salvador, me voy a morir.
—¿Cuándo?
—Hoy.
—Déjalo para la semana próxima que el sábado tengo fiesta.
Inútil que le explicara, inútil que me entendiera que con el angelito rico para mí la fiesta se acabó. Se enfundó Salvador su saco viejo, ancho y desguarangado, y salió con el moribundo a la calle. Bajamos por la Calle Veintiuno, pasamos frente al Arlequín, doblamos por la Carrera Séptima, y la nube arriba siguiéndonos, siguiéndome. Entonces Salvador, ese hombre de cejas tupidas que venía a mi lado, ex administrador de hoteles, ex agente viajero, ex vendedor de drogas (remedios), ex capitán de corbeta, pensó en sus fiestas arruinadas, en su mueble de cristal desbaratado y en el dulce sabor de la venganza. ¿Y cómo sabe usted qué pensó o qué no pensó si usted no es novelista de tercera persona? ¿Si tanto presume de no andar metido en mentes ajenas? Muy simple, mi querido Watson: por lo que vino a continuación, en la farmacia. Había en el mostrador dos monjitas de ojos azules, un anciano de pelo blanco, una señorita vieja soltera, y una señora beatífica, dulce, embarazada, con sus dos niñitos de cinco y siete años que volvían con sus morralitos inocentes de la escuela. Comprando qué sé yo, aspirina, mentolín, árnica, urosalina… Y el boticario yendo, viniendo, atendiendo. Y que Salvador sin respetar turnos abre la boca y dice y grita y ordena, con ese vozarrón suyo ronco, alto, bajo, profundo, delgado, timbrado, la voz del trueno:
—¡Un benzetacil de un millón doscientas mil unidades para éste, que le pegaron una gonorrea!
¡Me quise morir! Eso: me quise morir y esfumar el cadáver. Los ojos de todo el mundo se me vinieron encima como moscas sobre un tarro de miel, o mejor dicho: como avispas toriadas saliendo de su avispero.
—¿Qué es una gonosea, mamá? —preguntó el niñito de siete años.
Después empezó a transcurrir la eternidad con sus segundos, minutos, horas, días, años, eones: millones de millones, hasta que por fin el boticario, ya despachado todo el mundo, nos hizo pasar a la trastienda. Y allí nuevo oprobio. Ya me estaba arremangando la camisa cuando él, con la jeringa en ristre, desenvainada, que me ordena:
—Ahí no. Bájese los pantalones.
Sigue lo que jamás usted me podrá creer como no me lo han creído médicos, bioquímicos, biólogos, infectólogos, premios Nobel, Nadal, Mors Cabott… Que en el momento mismo en que penetró la aguja y empezó a pasar el líquido me curé. En ese momento mismo: no en el que sigue ni dos días después. Porque lo sentí en el cuerpo, en la sangre, en el alma, y además afuera se esfumó la nube y volvieron a cantar los pájaros.
Para la enfermedad esa que dijeron mi amigo Salvador y el niñito hoy ya no sirve el benzetacil: sólo para otra clásica, la que enloqueció a Baudelaire. Los microbios implicados en el primer crimen se hicieron resistentes, se atrincheraron en nuevas cápsulas proteínicas, verdaderos bunkers rabiosos de los que hay que sacarlos con kanamicina, una bala formidable que disparó el doctor Kanamate, japonés. Así que por lo que a ella se refiere no se preocupe, pierda cuidado, no tema usted, si algún problema le resulta me llama a mí.
La Muerte, que me tenía puesto el ojo desde chiquito, en realidad poco más me molestaba. Nada en mi niñez, casi nada en mi juventud. Luego se dio a llamar con toques quedos, luego menos, luego más, más fuertes, más, importunos, insistentes, y ahora arma un escándalo ensordecedor a mi puerta. Bruja le ladra sin dejarse intimidar: «A éste no me lo tocas, maldita». No sabe la pobrecita, la inconsciente, que somos las dos únicas uvas que le faltan de su cosecha; ayer, antier, una aquí, otra allí, ya el resto las arrancó, dejando desolado por doquiera su viñedo de eternidad. Mañana cuando despierte solo, cuando no te vea a mi lado, Bruja, saldré a abrir.
Estuve en el entierro del maestro González, mi tocayo, el primero a que asistí. ¿Éramos veinte, treinta? A lo sumo. Como chiquillos traviesos que en cualquier parte arman parranda, un sol risueño correteaba con la brisa por el cementerio nuevo de Envigado. Se metían a los huecos negros de las tumbas abiertas, los nichos ávidos, para volver a salir, a resbalarse por los mármoles blancos, a despeinar señoras, a sacarle chispas al cobre y al bronce de los floreros, de los letreros: «Lucas de Ochoa: mil ochocientos tantos, mil novecientos tal». La primera paletada de tierra sonó pesada en el silencio. Luego otra, otra, otra, deslizándose sobre el ataúd el montículo de tierra, vaciándose, desmoronándose, nivelándose. Un único orador, improvisado, un espontáneo, trepado sobre una tumba o no sé qué parapeto se echó un discurso estentóreo: que Fernando González, o Lucas de Ochoa, su alter ego, había vivido así y asá, había ido a este lado y a este otro, y había escrito tales y cuales libros que acaso se los tragara en su voracidad el olvido, pero una frase suya, una al menos, ésa sí no se la iba a tragar, y nos la suelta:
—«Putísima es la vida».
Y se bajó. Y sobre el silencio sepulcral sonó mi carcajada. El maestro, mi tocayo, a quien no conocí, era un solemne cabrón: como en vida escandalizaba viejas saliendo de su Otraparte en pelota, así de muerto todavía tenía ganas de joder. ¡Con razón había ido a decirle mi adiós!
No le dio Dios el don de la palabra al presidente Turbay de Colombia. Ignoro si otros. Él es un hombre de pelo cortado al cepillo, corbatín de punticos blancos y rojos y una voz indescriptible: sólo suya. Por estos días, en el ir y venir de jefes de Estado que se ha desatado por el mundo, anda de visita en el país donde vivo. ¿A qué vino mi paisano? No lo sé ni me interesa, pero una cosa soy yo de día y otra soy yo de noche: sobre mis sueños no tengo el más mínimo control. Se me van por los caminos más impensados. Y así se fueron a la rueda de prensa del presidente Turbay, abriéndose paso a codazos por entre un barullo de reporteros. Me dio la impresión de hallarme ante un muñeco de ventrílocuo. Y sin embargo nadie le movía, nadie le prestaba los ademanes, la voz. El muñeco hablaba solo por su cuenta y riesgo. Luego, para aligerar las tensiones internacionales, se aflojó el corbatín, y se puso a contar chistes: lo dejaron solo.
—Esta espina no se queda adentro —dice—, mañana me la saco.
Y anoche volvió a convocar rueda de prensa: el corbatín se lo puso de pulsera, se quitó la peluca, la dentadura postiza, y quedó hecho una vieja calva, desdentada, despechugada. Para cubrirse las desnudeces me arrancó la sábana con que me cobijo, que está hecha jirones. Con uno de esos harapos a modo de severo rebozo se tapó la cabeza y declaró:
—Yo soy Golda Meir de Israel, pregunten.
—¿Y de los árabes qué? —pregunta el primer periodista.
—Les voy a dar por el Gólam —responde Turbay-Golda Meir, y suelta todo el mundo la carcajada.
Después le preguntan por los palestinos y dice:
—En vez de carne de puerco, me los voy a comer este sábado con ensalada.
Y al bombardeo de preguntas que sigue contesta con una sarta de genialidades: un collar de dos metros de perlas de inteligencia. La multitud, que llenaba una vasta plaza y sus aledaños, riéndose lo ovacionaba. Así salió la foto del periódico, que le mostré orgulloso:
—Ahora sí que se la lució presidente —le digo—, puso el nombre de Colombia por lo más bajo, por lo más alto.
Y él, con su modestia:
—Hacemos lo que podemos.
Habla en pluralidad ficticia como obispo o vendedor de almacén.
Al cementerio de Envigado volví la otra noche con Alfonsito, en mi Lambretta, a constatar: a constatar si no seguía en pie el Ángel del Silencio.
—¿Ves Alfonsito lo que me sospechaba? No está. Alguien lo ha debido de tumbar y lo quitaron.
Dejamos la moto oculta tras unos túmulos y asegurada con dos candados (no fuera a verla algún celador ladrón), y abriéndonos paso con una vela nos adentramos por los caminos de sombra.
—Mira ahí Alfonsito, ¿lo ves? Ahí está enterrado el maestro González, que por capricho se dio en llamarse Ochoa como tú. De suerte que tú eras tocayo suyo por el apellido de su doble: yo por el nombre del original. Pero pasemos adelante que te voy a mostrar la tumba de un muchacho. Mira bien, mira las fechas y saca la cuenta: diecisiete años vividos a caballo de los dos siglos, hace mucho. Por lo cual a Chucho Lopera se le escapó. ¿No se te hace todo el paseo una cabronada? Ven, sentémonos ahora a descansar, a meditar.
Sentados sobre la blanca tumba del muchacho divagando, abrazándonos, estrechándonos para no caer, íbamos en la frágil barquita de la vida al vaivén del hondo oleaje del vasto mar de la muerte que rugía bajo nosotros, cuando surgió la luna curiosa, y paso a paso, pasito, callada, con sus pasos de luz silenciosos se nos fue llegando por nuestra galería de tumbas la muy disimulada y entrometida, indiscreta, a curiosear:
—¡Cómo! ¿También aquí?
—Sí, también.
A quien corresponda o le pueda interesar: El suscrito, con cédula de ciudadanía ocho millones trescientos cuarenta y un mil doscientos noventa y cuatro de Envigado, Antioquia, en uso pleno y cabal de sus facultades mentales y legales, para lo futuro dispone y estipula: Que el cuerpo que deja atrás, que fuera de hombre libre en fiesta permanente de sí mismo, no se meta en ataúd claustrofóbico, cerrado, para festín de gusanos, ni se queme en horno crematorio ramplón: Se ha de quemar, sí, pero a cielo abierto, al fuego de una fogata de excursionista prendida con carbón de leña, en un bosque de abedules (o en su defecto pinos). Las cenizas, para que las disperse, se le confiarán a uno de esos espléndidos remolinos que se forman en las planicies norteamericanas por falta de montañas, y que con la misma facilidad se llevan lo que encuentran, granjas, pueblos y ciudades. ¡Al corazón del tornado!
Violadora de parajes recónditos, mi Lambretta llega adonde no llega el carro o el peatón. De tanto transitar por las carreteritas de este mundo se ha tropezado con una a medio terminar, cerrada, que apenas están asfaltando y que se tardarán varios meses en abrir: sube en espiral por la montaña hacia los paisajes friolentos de Rionegro y Llano Grande. Nosotros, una noche, saltando la alambrada que la cierra subimos por ella. Nosotros somos tres: su servidor y su Lambretta, y otro cuyos rasgos y nombre olvidé, no así las circunstancias íntimas que a él me ligaron esa noche, inútiles de revivir aquí pues se repiten ciegamente, empecinadas, monótonas, desde que bajó del árbol el animal ese bípedo y criminal, infatuado y efímero.
En una explanada de una curva nos detuvimos a contemplar el panorama: expandida, espléndida, Medellín, la villa, que se ha pegado un estirón como de muchacho de quince años. ¡Y yo que la vi nacer! Bueno, es un decir, ella me vio a mí, pero nos llevábamos poco tiempo: dos siglos en que por esperarme no avanzó nada. Pero aterrizo yo, me ve y le entra la locura: a correr, a crecer, a no dejar lote baldío. Ya llenó el valle, ya llenó las anexas montañas: a uno y otras los ha empedrado de luces. Que ahora, a mis pies, palpitan de intimidades. Mi mente sucia, que no se conforma con lo que mi cuerpo tiene entre manos, se da a divagar por el barrio de Boston, por el barrio de San Javier, por el barrio de Manrique… Cuánta pasión contenida allá abajo bajo esos techos, encerrada, aprisionada por un carcelero indetectable, implacable, quemándose sola. En San Javier vive Jesús Lopera, mi amigo, y en mi locura que desvaría pienso en un redentor. Nos subimos los pantalones, volvemos a la Lambretta y emprendemos el descenso. ¡Cómo puedes ser de bello, Medellín, de noche! ¡Por qué amaneces!
El fluoroacetato de sodio es uno de los raticidas más potentes con que cuenta el hombre: estable por períodos prolongados y uniformemente letal, no sólo para los roedores a quienes va dirigido, sino para cuanta especie se le atraviese en el camino incluyendo al presuntuoso Homo sapiens, el envenenador. Pruébelo y verá. Es un polvito blanco, fino, soluble en agua y sin sabor. Como quien dice la muerte insípida. Aspirado su toxicidad umbral límite es de cinco centésimas de miligramo por metro cúbico de aire. Tomado, con un cuarto de gramo disuelto basta. De modo que ya sabe las cantidades. Si cree que oliéndolo le causa tos y lo prefiere en líquido, tómeselo con un brandy fino, o mejor coñac, o mejor champaña y de Champagne que la ocasión lo amerita.
Con aguardiente se lo han debido de tomar los muchachos de Envigado que desataron la epidemia de suicidios: cinco o seis en una primera ola. Después vinieron otras en marejada. Entre tanta insensatez (la juventud tiene prisa), los iniciadores tuvieron al menos la buena idea de irse a tomar el coctel al cementerio: al viejo cementerio nuevo de Envigado, donde a falta de tornado yo quiero estar. A las familias les evitaron el acarreo. ¡Cuánto quisiera en cambio ya ir yo en carreta! Pero al descubierto, sin la camisa de fuerza de un ataúd, boca arriba, respirando, viendo pasar las nubes tras las copas de los árboles, sin respirar, sin ver…
Se mataron y nunca supe por qué. Tal vez por la suprema razón del hombre, que es de los niños: porque sí. Se fue en el primer viaje un hermano de Alfonsito, de dieciséis años que aún me pesan. No lo conocí. De haberlo conocido lo habría llevado al mismo sitio pero con mejor intención: a vivir.
Tomado el polvito blanco, fino, insípido, soluble en agua, sigue un período de latencia de treinta minutos a dos horas, tras el cual se inicia el cuadro clínico: irritabilidad y hormigueo nasal que se extiende a la cara, a las extremidades, calambres, vómitos. Luego convulsiones generalizadas y depresión neurológica hasta llegar al coma. Si se hiciera el electrocardiograma, manifestaría un aumento en la amplitud de la onda t y ritmo irregular junto con contracciones ventriculares prematuras que progresan hasta la taquicardia y fibrilación ventricular. El mágico tambor para entonces su redoble y se paran las ambiciones, las ilusiones, los sueños…
Solía ir con Adolfo, la olleta indígena, a las mangas de donde arranca el cerro de Monserrate, abriéndonos camino a tropezones por entre la perra oscuridad de la noche y sus rastrojos. Se arrodillaba él sobre la tierra fría y húmeda, y mirándome con mirada oblicua, suplicante, como elevada a un dios de bruma, me abría la bragueta y se daba a hacer lo que le dictaba su marica gana. Y mientras hacía lo que quería, lo que le saciaba, lo que le tranquilizaba, como Dios mandaba, yo miraba las estrellas y la iglesia encendida allá a su lado en el pico de Monserrate y pensaba: «Vida inmunda que me das nada más esto perdiéndose tanta belleza en los barrios del norte». Pero era al menos un muchacho, no otro viejo más entre el viejerío que en cada esquina me resultaba como perras en celo. Algo después, mirando siempre al vasto cielo, perdiéndome por su Vía Láctea le encharcaba la cara. Aunque llevaba conmigo un pañuelo blanco, limpio, de blancura inmaculada me abstuve de dárselo. Así que se tuvo que limpiar con la manga de su chaqueta.
—Piensa en la infinidad de hijueputas que se van ahí —le dije—, de los que se escapa el mundo.
Lo que más he querido es mi abuela. La he querido de aquí hasta la estrella Alfa Centauro, y de ahí al confín de la última galaxia. Una vez más, como ven, el sistema decimal no me alcanza. En cuanto a ella, sé que también me quería, y más que a ninguno de sus numerosos hijos y nietos. No más, sin embargo, que a mi abuelo, su esposo, a quien le había entregado desde hacía mucho el corazón, su corazón de paloma, humilde, manso, plácido… Y así era su amor por mí frente al mío por ella desesperado. Yo la quería instante por instante, uno a uno, contándolos, sabiendo que se acaban, que se van, que se los lleva la brisa que barre el corredor de Santa Anita soplando traicionera.
Ahora la abuela nos está sirviendo la comida, y el reloj del caballito dice siete veces «Tin Tan»:
—Son las siete, trasnochadores, les queda una hora para el rosario e irse a dormir.
A la mesa del comedor estamos el abuelo, Elenita, Darío y yo. La abuela, sirviendo, va y viene del comedor a la cocina, de la cocina al comedor, pasando por el repostero, hasta que por fin se sienta. Ya ha callado su alharaca el reloj y comemos los cinco en silencio, en un silencio inusual. Sin que medie razón ninguna nadie habla. Entonces el tintineo de los cubiertos chocando contra la loza adquiere un peso desmesurado, llena con su absurdo el mundo. Sintonizados mi hermano y yo en la misma onda, nos reímos con risitas contenidas. Sintonizados los tres viejos en su onda, nos miran de reojo con extrañeza. Cuando pruebo con mi cuchillo el timbre de un vaso, que dice «¡Tin!», Elenita protesta:
—¡Eh, se embobaron éstos, ni que estuvieran marihuanos!
¿Marihuanos? Fue el bulto de leña seca que enloqueció la hoguera. Prorrumpimos los dos en una carcajada convulsa, en un ataque largo, lívido, espasmódico, que nada podía contener, apretándonos la barriga para no reventar ante la Muerte atónita que se negaba a creer semejante ultraje: que dos se le murieran de risa en su mera cara.
—Se embobaron —decían por todo comentario los viejos, y más leña para la hoguera.
De toda evidencia, la palabra que desató la explosión la captó Elenita en algún jirón del pensamiento nuestro que le llegó en el viento. ¿Cómo, si no, pudo saberla esa pobre vieja enferma que vivía encerrada en esa finca, sin salir, lejos de toda nueva realidad? ¿Y cuando la palabra ni se conocía en Medellín, donde de los nombrados no había más que Santa Isabel, sus atracadores y yo? ¿Y cuando de mí nadie podía sospechar? ¿Y de Darío menos, pues esa noche, justamente, entraba a la hermandad del humo porque yo lo inicié? No, Elenita simplemente leyó en nuestro pensamiento, y sus labios, maquinales, repitieron lo que leyeron, esa palabra cuyo sentido profundo desconocía y habría de morir sin conocer. Una dolorosa barrera se alzó de súbito entre nosotros y ellos, entre mi hermano y yo que nos reíamos y los abuelos que nos observaban extrañados. Pese a mi inmenso amor por ellos los sentí infinitamente lejanos, perdiéndose en la bruma de su realidad, otra realidad, su ajena, muriente realidad.
Un viento polvoso que hacía lagrimear los ojos me impedía forjar el cigarro. Íbamos en un vehículo abierto, montados en la velocidad. El aire denso, vuelto viento a nuestro paso, como perro de carretera nos seguía ladrando, estorbando. Era la noche de los siete toques del reloj del caballito pero algo antes, sobre las seis y media calculo yo pues ya había oscurecido: una oscuridad alígera, polvosa, por la autopista del sur que pasa a un par de kilómetros frente a Envigado. Y autopista es un decir, aunque recta era una carreterita como cualquiera de Antioquia, llena de baches. Mientras algún muchacho me servía de rompevientos, de pantalla, yo limpiaba de semillas la hierba inefable. Y se las iba dando al viento loco rabioso para que se contentara, como quien yendo en trineo por la nieve polar les tira a los lobos su mujer. El viento, impredecible, las recibía con beneplácito y las depositaba suavemente, a su capricho, cual pólenes preciosos con domo de pelusas o paracaídas a la vera del camino. Es la hermandad de los hachidis como la Iglesia y el comunismo: proselitistas. Siembran para cosechar. Germinarán las semillas, se expandirán, se abrirán en hojas lanceoladas de un verde impúdico.
En ese papel deleznable de los cigarrillos Pielroja, su blanca sábana, luchando contra las impertinencias del viento mis dedos torpes armaron el cigarro que mis labios sellaron con saliva. Lo encendí, y tras de aspirar a golpes secos su humo antiguo que ahoga el alma, antes que a nadie se lo di a mi hermano:
—Trágatelo todo, que no se pierda.
La secta de los hachidis cuida el humo como Santo Tomás el esperma: como si escaseara. Supongo que dejamos la autopista doblando hacia Envigado y Sabaneta, pues estábamos en Santa Anita, sentados a la mesa del comedor, al dar las siete. No sé de quién era el vehículo abierto, ni por qué no íbamos en nuestro Studebaker, ni quiénes venían con nosotros, ni quién manejaba. Sólo sé que en el instante fugaz, que por esa carreterita recta, indefectible, se iba rumbo a las siete campanadas de un reloj demente a velocidad endemoniada, por virtud del genio que se expandía hasta el cielo en el humo del alma arrastraba a mi hermano a mi destino.
Llegaba a las cinco a Junín, pasaban las bellezas… Puesto que en copretérito acaba siempre el repetido presente, la cotidianidad, que es lo que uno es y no otra cosa, el copretérito debiera ser el gran tiempo del recuerdo. No es así. Es el tiempo del olvido: el fondo opaco del cuadro, la trama repetida de la tela sobre la cual, aquí y allá, resaltan engañosos unos cuantos toques de luz. Los toques de luz son el pretérito: Abrió Clodomiro con su manojo de llaves la puerta y entré con Rodrigo al cuarto. Cuánto se traiciona la verdad escribiendo en toques de luz, en pretérito, según la vieja fórmula del relato que reduce la vida a sus solos momentos radiantes, los que del pantano de la repetición y la costumbre rescató la memoria. Es que el pretérito hace creer que la vida es luz, y más que luz la vida es fondo. Cualquier vida: la de Don Juan, la de Casanova, la de Jack the Ripper. Monótonos y repetidos, aman y matan como reza la monja de clausura. El recuerdo entonces, al no conservar las infinitas variantes de la monotonía, de una burda pincelada traza el fondo: A las cinco solía llegar a Junín… Toda mi vida por años cabe empero en esa frase. Lo demás es memoria, presunción.
Cuánto quisiera saber decir cómo atardece de distinto en los barrios de Medellín: en Manrique, en Aranjuez, en Prado… Cómo se marcha de distinto la luz. Cómo pesa de distinto el aire. Cómo se van de distinto por el aire las palabras. Cómo en su quietud sonámbula, ya en la última frontera de lo real, a un paso de la revelación, en el lindero, al límite, desafiando el enigma, la tarde se me vuelve sueño de marihuano.
Mi amigo Florencio Sánchez despanzurraba las palabras. Las inflaba hasta la hipérbole o las minimizaba hasta la aniquilación. Decía «pobretón» y hablaba de un millonario, y llamaba «genio» a cualquier medianía de su vecindad. Sus límites de significado no eran los míos, los de usted, los de todo el mundo. Haciéndose así el loco poco a poco lo logró, y paseaba su locura por un inmenso jardín: a veces, no siempre… Su mal, creo, era semántico pues su sintaxis andaba bien (hacía la concordancia de género y número como manda la Academia), pero en cambio, sin ser daltónico pues veía el verde verde y el rojo rojo, manejando uno que otro carro robado se detenía en los sigas y arrancaba en los altos, a velocidad endemoniada: «Mi mamá es mi papá». Por sus descripciones minuciosas («Las palabras me entran por aquí, doblan por allí, salen por allá») logré localizar su mal en la tercera circunvolución frontal izquierda del cerebro.
—¿Y qué sientes ahí? —le pregunté.
—Siento una broca —y hacía con el dedo índice el movimiento tembloroso de un taladro.
¿De dónde sacó la palabra «broca» este ignorante animal? Váyase a saber. También sin hablar portugués llamaba «rua» a la calle… Para acallar tantas voces desviroladas, para no oír más el taladro agujereándole ese caos de adentro, una tarde en que yo soñaba, con sendos tacos de dinamita metidos en sus dos oídos Florencio Sánchez se voló al más allá. Aunque no soy novelista de tercera persona, sí les puedo asegurar que lo último que oyó mi amigo fue la explosión.
La tarde esa del gran ruido se iban mis sueños en pos de los relatos de Aristóteles y sus griegos violadores de cadáveres, volando mi vasto vuelo sobre el campo de la extinta batalla, descendiendo, descendiendo en círculos trémulos, midiendo a ras del suelo la devastada discordia, burdos bronces de brillos filosos que hieren mis ojos de buitre, de zopilote, la coraza, el broquel, la greba, la lanza y el casco de crin del impúber guerrero, hacia él, hacia él, el más hermoso de la Hélade santa, cálido aún por su último ímpetu, a apagar en su cuerpo a picotazos el mío, contra el sudor y la sal y la sangre entre el brillo dorado. Sobre el ritmo de sus formas, silencioso, en la áspera quietud, vuelto el último eco del combate rumor de mar salobre, el viento acre hincha la clámide y mi turbación se embriaga. Miran mis ojos de carroña sus pies en las sandalias inmóviles, que jamás volverán a transitar la tierra. Hijo de la gran puta quien me meta en un ataúd y a mi libertad soberana. Que lo que no ató el tabú, ni el amor, ni el dogma lo dejen libre, que se aniquile libre sobre el montículo agreste adonde puedan bajar compasivos, piadosos, voraces los gallinazos. Entonces podré volar. Me iré con ellos en su vuelo ancho, plácido, el más espléndido que surcara los aires, que soñaran mis sueños, vuelo negro, preciso, impecable contra mi cielo azul.
Aquí el viento pulsa estas persianas como un virtuoso el cordaje de su laúd. Pero no modula, siempre en do mayor y do mayor, y me impide recordar.
La otra tarde (hace cincuenta años), vino Lorenzo Hervás y Panduro, de la Compañía de Jesús, a visitarme, a mi casa de Laureles, esto es de mi familia, su manicomio. A visitarme pero como le llegaba de visita a la mujer de mi tío Argemiro san Nicolás de Tolentino, convocado por ella para que le trajera el mercado: yucas, papas, plátanos, panela y si puede carne, san Nicolás, que está carísima. Si bien a mi invitado lo llamo yo por diverso motivo, por caprichos del alma.
Ya va para dos siglos que Lorenzo Hervás y Panduro se marchó de este mundo, y dos siglos bien contados desde que, con su orden jesuita, hubo de salir del reino expulsado por Carlos III, expulsado de su España cerril. Pero ¿España cerril? ¿No es un pleonasmo? No sé, hoy la lengua se me enrevesa con el viento. Pero pase, pase reverendo padre y siéntese donde se encuentre a gusto menos en ese sillón que es el de san Nicolás, que como es invisible no se sabe si está o no está. Echado pues usted de España se fue a Roma, donde el Papa le nombró bibliotecario del Quirinal (corríjame si estoy desbarrando), y entonces se embarcó en su locura, de una magnitud tal que me desafina el tímpano bueno de admiración: la Idea del Universo, en veinte tomos, donde iba el catálogo de las lenguas de las naciones conocidas. Trescientas registró usted, de las que compuso las gramáticas de cuarenta. Otras más se le quedaron inéditas o inconclusas, pero lo cierto es que en esa cantidad de gramáticas está la clave del asunto, la novedad de lo suyo. Antes que von Schlegel, que Humboldt, que los Grimm, que Schleicher, que Bopp, que Pott, que Rask, usted trascendió la gramática y vislumbró la lingüística. Jesuita y todo y así lo hayan olvidado, es pues usted un personaje de la dimensión que a mí me gusta, desmesurado. ¿Qué quiere tomar? ¿Un café? ¿O un vino de consagrar? Del que toma Fausto, el loro que ve ahí en su parra, para que se le suelte la lengua, es decir la física, no el idioma que es cosa más sutil. Es él un loro monocorde, que sólo sabe berriar y arriar la madre, no modula. Y lo que ve en ese extremo es un piano de doble teclado en que estudia mi hermana Gloria, un instrumento de tortura.
Ahora vamos a lo que vamos, a lo que le quiero decir: el proverbo. ¿Sabe lo que es? Es el sustituto del verbo, su reemplazo. Lo que es el pronombre al nombre lo es el proverbo al verbo, y ahí va un ejemplo: «Pensaba yo matar a mi vecino mas no lo hice, se me olvidó». Ese «hice», que suple a «matar», es el proverbo. ¿Otro ejemplo? ¿Quiere otro ejemplo? No lo hay. «Hacer» es el único proverbo que conozco en español. Pero, me dirá usted, ¿toda una categoría gramatical para una sola palabra? ¡Claro! Un solo salesiano justifica el Infierno.
Lo que le quiero decir en suma, reverendo padre, es que el idioma es como una anguila: escurridizo, inasible. De los gramáticos nuestros Andrés Bello, el que mejor dio cuenta de este idioma, no la dio ni del diez por ciento. El resto se le escapó como se le escapó a Nebrija, a Valdés, a Salvat, al «Brocense», y como se le escapará a todo el mundo —togas, levitas, birretes— porque la lengua cuando quiere, y en casi todo momento quiere, es irracional, y la gramática no: es necia. Y hablo de la gramática particular de un idioma, que de la general ni se diga. No conozco mayor cerrazón, después de la de Marx y los escolásticos, que la de los monjes de Port Royal con su sueño de una gramática universal y eterna, lo cual usted bien sabe que es una aberración. Aberrare, ir errante como voy yo, y por el cielo mi estrella fugitiva. Pero están por dar las cinco y debo irme a Junín. Le dejo con el vino, para que se entretenga, un pequeño rompecabezas: «Un niño lo más de lindo», que debe de resultar de «Un niño de lo más lindo», o sea «de lo más lindo que hay». Dígame si ese «lo» neutro y el probable desplazamiento de la preposición y la probable elipsis no son una locura. ¡Al diablo con los gramáticos! En cuanto a los niños de Colombia, de la ciudad o el campo, lo mismo da, son irrespetuosos y altaneros. Sin más inocencia que la del cuerpo, que les ayudaremos a perder, tienen de odio roída el alma. Soy y son y somos un país de rencores. Dionisio, Apolonio, Donato, Macrobio, Prisciano, Varrón, Reuchlin, Clénard, Ibn Barun y Beda y Alcuino y Aelfric y Sibawaih de Basra, gramáticos del griego, del latín, del sánscrito, de todas las lenguas y todos los milenios y todas las palabras… Torre de Babel, ruega por nosotros.
Grandes diferencias había entre Chucho Lopera y su admirador. Él no tomaba: yo sí. Él esperaba: yo no. Tenía su sobriedad la paciencia de aguardar un muchacho un día, una semana, un mes, un año, hasta que al fin, así fuera en el lindero de la vejez, a todos los lograba. Por veinte barrios de Medellín se extendían sus cultivos de bellezas. Así, claro, podía darse el lujo de esperar: hoy cosechaba lo que sembró ayer. Yo en cambio, ajeno a la agricultura y sus paciencias, me he pasado la vida entera dándole bofetones a la realidad. Con ese pensar alicorado de que es mucho lo que se tarda en cambiar de disco el traganíquel, y que a nadie se puede aguardar más de una copa, lo que dura su canción… ¡Equivocadamente hasta el umbral de las sombras!
Don Juan al revés, Jesús Lopera sólo vivió para conseguir muchachos. Ni el alcohol, ni la fama, ni el saber, ni el poder, ni el dinero le tentaron. Tan sólo, simple y candorosamente, los muchachos: los de Medellín y la tierra. Era su mal el ansia del absoluto. ¿O de lo absoluto, padre Lorenzo? ¿Cómo prefiere usted? Porque las cifras de su paisano Don Juan frente a las de mi amigo las veo ridículas. Ya contaba Chucho en millares cuando le conocí, y no llegaba a los veinte años. Después muchos años pasaron y le perdí la pista y le perdí la cuenta. Después, una noche, en un tiempo ajeno y un país ajeno, me encontré en un bar a José, alias Don Camilo, de sopetón, y de sopetón me dio la noticia, la del surtidor ese rojo que brotó y fue a romperse contra el techo. En ese instante decidí escribir su vida de santo. Sé que jamás lo haré. No quedan documentos. Y el viento no responde, y ruge si responde. Bienaventurado, en fin, Jesús Lopera y quien como él es hombre de un solo empeño. Sólo la gula, sólo la soberbia, sólo la avaricia, sólo la lujuria, no todas juntas. Bienaventurados ladrones, borrachos, lascivos, prevaricadores, marihuanos, que no abarcáis en la estrechez de vuestro espíritu todo el exceso de la tierra, porque de vosotros es la paz del cielo.
—Por Chucho —le dije a Don Camilo, y apuré la copa con que me encontró en la mano—. En su recuerdo.
¡La libreta! ¡La libreta! ¿Te acordás, José, de la famosa libreta? ¿Con sus incontables nombres que le rememoraban los más exuberantes pormenores? ¿Y el alarde y el oprobio exultante? Éste es así y se consigue asá. E iban desfilando blancos, negros, indios, zambos, rolos, mestizos, mulatos, y todas las combinaciones de la mala sangre que en tu país se dan, saltando alegremente hacia atrás rumbo al simio original.
Y sin embargo, al final de cuentas Chucho Lopera no era más que un solemne granuja, falto de maneras, envanecido, insolente, que jugaba con usted, conmigo, con el señor rector, con el señor cura, y a todos nos ponía a trabajar para sus fines, que eran los nuestros. El cura le prestaba la casa cural, yo la moto y el rector el colegio. Sí, un solemne granuja. Pero no podía ser de otro modo; los caballeros están bien en los torneos donde se puedan sacar a gusto uno que otro ojo y romperse la espina dorsal o la crisma, en el Metropol y el Miami de Junín no. ¿Qué van a hacer? ¿Qué polvo pueden levantar donde no hay pista? En Medellín además les roban la armadura y para ajustar los remata un carro; uno de esos carros rabiosos que por allí circulan sin tarjeta del antirrábico. No, en la capital de la granujería no sobrevive caballero, se lo digo yo que me tuve que marchar.
El año que anduvimos juntos hacía Chucho el primero de derecho y ya sacaba a cuanto pícaro podía de la cárcel a asolearse al sol del día: rateros, atracadores, violadores, cuchilleros, muchachos todos que su generosidad encartada después repartía entre sus amigos. Esto es, los aún vivos: Óscar Piedrahíta, Jaime Ocampo, Pacho Roosevelt, los Jorge Valencia, Alberto Valderrama, nombres que a usted nada le dicen pero a mí sí: una vida. Aunque alguno a mí me tocó de ese reparto de ex presidiarios, ésta es la hora, sin embargo, en que no sabría decir si fue de esos regalos de Chucho, o de los de Santa Isabel de la Sierra, de los que surgió mi fascinación por el hampa. Mi fascinación fascinada. Vuelvo tan sólo a lo ya dicho, a lo postulado, al matiz. Al reino del timbre y el bouquet, que es el mío. No es lo mismo, y Marx lo sabe, un muchacho de Laureles que un muchacho de Aranjuez, porque si en Laureles no amanece igual en Aranjuez atardece distinto, y en éste, con todo y su bello nombre, la luz brilla de pobre mientras que en aquél brilla de rico. Chucho, mensajero de la paz social, instalaba su ecuménica paciencia una semana en las cantinuchas de Aranjuez, otra en las heladerías de Laureles. Y le iban llegando los muchachos. Unos le traían otros, y otros otros. A unos les daba discos, a otros aguardiente, a otros camisetas, a otros calzoncillos, a otros marihuana. Y a todos y con la misma convicción amor eterno. A alguno que se nos acercó, no sé dónde y no sé cuándo, a reprocharle tanta promesa mentirosa y traicionera, oí que le contestó: «No existe el amor: existen momentos de amor». Es la única frase textual del santo que recuerdo. Con eso de que no soy Funes el memorioso ni novelista sabelotodo… Aquí la consigno para la posteridad. O para la historia de la zarzuela.
Cuando Glorita cumplió cinco años decidí que puesto que en dos siglos Mozart no se había repetido, ya era hora de acabar con el monopolio y que ella se sentara al piano a tocar. Le jalé con cariño la espiral de sus rizos dorados, le di un par de besos tiernos en la frente y la senté al inefable:
—¿Ves estos grupitos de teclas negras, de dos y tres, sobre las teclas blancas?
Y ella:
—Sí.
—Pues abajo de los grupitos de dos, del lado izquierdo, o sea de éste, donde te palpita el corazón, está el do. Vamos a ver: ¿cuál es éste?
—Do.
—¿Y éste?
—Do.
—¿Y éste?
—Do.
—Sí mi vida, son todos do y tú un prodigio, un genio, y te voy a hacer la mejor pianista del planeta tierra, para que se revuelquen de envidia negra en sus tumbas Liszt y Bussoni y von Bulow, van a ver. Y ahora a aprender la escala.
Después del do sigue el re, después del re sigue el mi, después del mi sigue el fa, después del fa sigue el sol, y se tocan ascendiendo o descendiendo así, con los dedos en orden como los puso en orden la madre naturaleza. Si quieres seguir hacia arriba tocas el la con el dedo tres, este de enmedio, haciéndolo pasar sobre el uno como un maromero. Luego tocas el si con el dos y el nuevo do con el uno y listo, ya estuvo la escala de do mayor. Y se la hice tocar, subiendo y bajando, con la mano derecha, con la izquierda, con ambas juntas. Y dándole un sonoro beso en su mejilla rosa declaré:
—Basta por hoy, que no se canse el genio.
Cayó en la trampa la niña, la pobre, la ingenua. Creyó que siempre iba a ser así y que se aprende piano con la misma facilidad con que rueda el mundo, de cabezas patasarriba dando la voltacanela. ¡Inmenso error!
Dócil y alegre volvió para la segunda lección al segundo día, y tras de pulsarle el acordeón de sus rizos dorados recomenzamos: tocamos la escala aprendida y pasamos a leer el pentagrama. A la media hora:
—No niñita, la bolita de la primera línea en clave de sol es mi, no fa.
Fue mi primer no, y tras ese no vinieron otros, otros, otros, tiernos, menos tiernos, ásperos, furibundos, y a la segunda clase siguió la tercera, la cuarta, la quinta, y para la quinta era su vida y la mía y la clase y mi casa un infierno.
—No, maldita, te dije que no era la, es si. ¡Si! ¡Si! ¡Si!
Y su servidor, el maestro, el demonio, le mordió el dedo índice, el anular, el meñique para que se le grabara con mis dientes furiosos la correcta ejecución. Lloró y le mordí la cabeza:
—¡Cabecidura!
Y me la llevé al lavamanos a mojarle con agua fría su cabeza caliente, recalentada, para que se le despejara mi ofuscación. Y vuelta al piano y ¡da capo!
—Y no me volvás a cometer el mismo error, maldita, o voy por el cuchillo a la cocina.
Cuántas veces no quise ir a esa cocina por el tal cuchillo para rajarle los dedos y sacarles los huesos y darles soltura, velocidad. ¡Dedos etéreos que pulsaran las teclas como ahora a mi persiana el viento!
Decimaquinta lección:
—Glorita niña: nadie te quiere ni te ha querido ni te querrá como yo. Por eso entiéndeme: las teclas son la prolongación de tus dedos, siéntelas, dóciles, y siente cómo tras de la tecla se va el martillo a percutir la cuerda que te resuena el alma. Porque tú eres el alma del piano, su cajita de resonancia límpida, pura, tintineante. Lo demás, tus dedos, el teclado son materia vil.
Émulo de Edison y compañía, yo soy el inventor del piano de doble teclado, una verdadera genialidad o maravilla que ni sé ni cómo se me ocurrió. Es a saber: por un lado un piano como cualquiera, normal como usted y yo; y por el otro otro, ídem, igual. Pero los dos conectados tecla a tecla por sutiles cables de alta tensión. El primer piano guía, el segundo electrocuta. Aunque ni tanto, electriza nada más: le manda al dedo culpable, el que tocó la nota falsa, una pequeña descarga eléctrica que lo deja escarmentado, sin ganas de reincidir. El primer piano, claro, lo toco yo, el maestro; el segundo lo toca la alumna, lo toca usted.
—Da capo, Glorita.
Do mi sol si do re do… Estamos tocando ahora la tercera sonata de Mozart, en Do mayor, acompasados, sonrientes, exactos. Sonriente yo y sonriente ella, con su mueca, para probarle a Liszt que nos burlamos de la dificultad. Dedo de ella que no entra a tiempo, que no da justo, al desfasarse del mío correspondiente recibe su pequeña descarga eléctrica, su merecido. Así que lo que más te conviene es ni un error. Total ¡si es tan fácil tocar el clavecín! Ya lo dijo Bach: la nota justa en el momento justo con la intensidad justa… El resto es aire, pretensión.
Severo, cabizbajo, entre el reducido cortejo, iba tras el féretro el maestro González aspirando a pulmón pleno el olor del cadáver. Y el muerto adelante en su ataúd, en su ataúd volador en vilo volando con el viento. ¡A cuántos no describiste así, cabrón asistidor de entierros! Lo que nunca te imaginaste es que yo iba a ir igual, detrás del tuyo, viendo cómo te marchabas en paz en tu caja negra. Paradójica historia el que, sin yo saberlo (lo supe años después, treinta o cuarenta, cuando leí tus libros), el primer entierro a que asistí fuera el tuyo, habitué de esos luctuosos paseos. ¡Hijo de la gran puta quien vaya a mi entierro!
La Bruja tiene un reloj interno de maniática precisión: a la hora de comer quiere comer, a la hora de salir quiere salir, a la hora de correr quiere correr. Y ni un minuto más ni un instante menos, ella con sus manías y su servidor es su esclavo. Otros andan peor, enfermos del absoluto… Los niños se me acercan por el parque a indagar:
—¿Aún no ha mordido?
—Aún no —contesto yo y seguimos.
¡Vaya pregunta, qué idea! Como si para ella el acto trascendental de su existencia fuera morder, su razón suma. ¿Y la de la mía cuál es? Paseándome con la Bruja por ese parque, pensando en Glorita y mi concierto, el único que di, mis ojos de abatida soberbia extraviados por el suelo se encontraron un letrero, escrito con plumón rojo sobre el sardinel blanco que bordea el sendero de adoquín: «Nos vemos luego en la tienda», y firmado abajo unas comillas. ¿Cuándo es luego y en qué tienda y con quién me veo y quién me ve? Todo en el mensaje me intriga y me inquieta. A juzgar por la caligrafía y la ocurrencia de dejarlo en el piso (¿por qué no mejor en el viento?) diría que lo escribió un chiquillo de unos doce años, explorador. ¿O no mi querido Watson? Esas letras mayúsculas, de imprenta, como aprenden a escribir hoy los niños… Si ignoran la minúscula manuscrita, ¿cómo pueden alcanzar velocidad? Ha vuelto el hombre a la escritura en mayúsculas del latín antiguo. ¿No se les hace una locura avanzar dos milenios para retrocederlos de un tirón?
En la sala de conciertos del Instituto de Bellas Artes fue el mío, el primero, el último, el único que di: un mísero concierto de fin de curso en que tocaban otros, y que yo cerraba con un estudio de Chopin y un impromptu de Schubert del opus noventa, en Sol menor. Saludé, me senté al piano, al Steinway espléndido, y toqué el estudio que llaman revolucionario a velocidad endemoniada: notas secas, cortas, parejas, ejecución impecable, sin una nota falsa, sin alma, como debe ser. ¡Pum, pum! se acabó. Aplauso cerrado mas no me levanté a agradecer, no se me fuera a ir la buena suerte. Y ataqué el impromptu de Schubert igual, como un dardo, una saeta, derecho al alma. Ovación. Tal ovación que se soltó el aguacero. Sobre el techo de teja y lata, fervoroso, con un repiqueteo unánime el cielo también se dio a aplaudir. Me incliné una sola vez, mirando a todos de reojo con una mirada ingrata que quería decir: «¡Ingenuos!» y salí del escenario. Todo había sido una doble carambola de cinco bandas, un irrepetible chiripazo… Adentro Annamaría, mi maestra italiana, me dijo:
—Vuelve a salir que siguen aplaudiendo.
Y yo:
—No.
Y ella:
—Sí.
Volví a salir y el inmenso aplauso se me vino encima como una ola bañándome hasta la coronilla. Me incliné, sonreí, fui al piano y lo cerré. Y dándole la espalda a su negrura reluciente de prisioneras teclas blancas me volví a retirar, para la eternidad.
—¿Qué hiciste? —preguntó Annamaría.
—Nada —le contesté—, que esto se acabó. Si no tengo música propia en el alma me retiro, me voy al diablo. No nací para repetir lo que escribieron otros. Que lo repita un loro y que lo grabe un disco. Y adiós.
Tal es la historia de mi soberbia, de mi fracaso. Lo que sigue son variaciones sobre el mismo tema, sueños vueltos humo y humo recuerdos… En cuanto al piano de doble teclado que conoció el padre Hervás y Panduro y que usted oyó, también se fue al demonio: cuando mi padre, madre, tíos, hermanos, abuelos, el populacho ignaro, me quitaron a Glorita de las manos. Y así Mozart se quedó sin continuación.
Era un galpón inmenso repleto de muchachos. Cientos, cientos de muchachos de Manrique, de Aranjuez, de San Javier, de La América, reclutas que nos presentábamos a ver si servíamos (o mejor, si no servíamos) para el servicio militar. Un cabito arrogante (¡cuál no!) ordenaba a gritos con voz chillona: que en fila, que marchen, que esto, que lo otro, que fuera ropa. Y a obedecer, rebaño. A desvestirse todos poniendo la humilde ropa sobre el humilde piso frente a los pies descalzos, en montoncitos. ¡Qué espectáculo deplorable! El ser humano se devalúa mucho en pelota y en tanta cantidad. Se le quita la ropa y se le quitan de paso los signos. En fin, todas las estaturas, todas las contexturas, todos los colores, todos los tamaños, y todos acobardados como pollos mojados, y en el aire un sentimiento penoso de incomodidad y pudor. Y para acabar de ajustar, el ridículo: que lo que la santa madre naturaleza hizo para mirar al cielo mirara al suelo… Verdaderamente y de veras lamentable.
Dos filas se formaron: una larga larga larga, de los que no tenían impedimento; y otra corta corta de los que sí. «¿En cuál me formo?» pensé. En la corta, claro, no iba a pasarme un año entero de servicio militar oyendo rebuznar los burros. Así que en la corta me formé. El cabito nos fue revisando uno a uno, inquiriendo áspero, insolente, con su voz chillona:
—¿Usted qué tiene? ¿Qué alega?
Uno dizque sufría ataques de epilepsia, otro dizque era hijo único, otro dizque tenía la columna vertebral rota, otro dizque no veía de aquí allá. Y así de pregunta en respuesta el cabito se llegó hasta mí:
—¿Y a usted qué le pasa, qué tiene? —preguntó.
—Yo soy marica, mi general —contesté.
Un bofetón sonó sobre la carcajada unánime. Me tambaleé mientras adentro, en mi cerebro, vibró una infinidad de neuronas. Bajo los incontables armónicos mi oído absoluto reconoció el acorde: ¡Tónica! ¡Do mayor!
Luego, pensando en Cristo y en su otra mejilla añadí:
—Además en una guerra con Venezuela jamás empuñaría un arma contra un venezolano, porque si el de ellos es un país roñoso éste es más.
La mente obtusa del cabito no comprendió bien la frase; captó sí el desacato, la insumisión, y ¡plas!, otra bofetada en el otro cachete. Entonces, vive Dios, fue el acabose, lo que podía ocurrir ocurrió: de golpe y porrazo lo que miraba al suelo miró hacia el cielo, duro, rígido como riel del Transiberiano, hierro congelado en frío hirviendo. La carcajada general fue soberbia: dos, trescientos muchachos en pelota reventándose de la risa y el cabito y yo en el centro, él con su uniforme verde y la cara roja de ira y bochorno, yo demudado y desnudo en semejante situación. Un balde de agua fría es lo que me hacía falta para apagar el incendio, ¿pero quién lo traía y quién lo mandaba a traer? ¿El cabito? En el mundo de los signos, que es el de los animales de dos y cuatro patas, tras mi rígida respuesta su autoridad se derrumbó. El instante efímero se hizo entonces eterno. «Como no viene el balde, me dije, piensa en tus muertos queridos». «Aún no los tengo», me contesté. «Piensa entonces en tu primera comunión»: «La olvidé». «Trata, trata de recordar». Así volvió a mi mente olvidadiza el momento esplendoroso de mi primera comunión. Yo de siete años, sonrosado, de trajecito azul y corbatica negra, camisita almidonada, y desde el hombro izquierdo del saco, colgando sobre la manga, la alba insignia de azahar. «Colgando está bien, ¿y qué más?» En la mano izquierda el devocionario, y en la derecha el cirio enhiesto, chisporroteando. «Cirio no, no pienses en el cirio, piensa en el devocionario, con devoción». El cirio chisporroteaba encendido, escurriéndome por su tersura resbaladiza la cera candente hasta quemarme gota a gota la mano. Después, arrodillado yo y sosteniendo el monaguillo la patena bajo mi carita inocente para la eventualidad de que la hostia se cayera, saqué la lengua y recibí al Cordero. «¡Cómo te va a caber un cordero en la lengua, animal!»
Vestido y con libreta de reservista de tercera salí del cuartel abyecto. Creo que eso de reservista de tercera significa que cuando hayan muerto en el frente los jóvenes, los hombres, los niños, los viejos, las mujeres, entro yo. ¡Magno error! Yo por el tal país no muevo un dedo. ¡Ni el pulgar estúpido! Si soy yo el último yo entrego la bandera. O me hago con ella un disfraz.
Me fui al Miami a presumirle a Chucho Lopera de la infinidad de bellezas que habían visto en pelota mis ojos, a turbarle el sueño.
—¿Y por qué no anotaste las direcciones, los teléfonos? —me reconvino.
—¡Qué teléfonos! —le contesté—. Los mejores los dejaron allá adentro. Hazte enrolar.
Sospecho que lo intentó. Era capaz de eso y de mucho más: de hacerse meter preso para predicar en la cárcel, con hechos, su evangelio.
¿Cómo se llama la calle esa ancha donde estaba El Colmado, la que prolonga la Avenida de Mayo hacia abajo, pasando la plazuela de Nutibara y dejando el palacio de la Gobernación? El nombre lo olvidé. Yo soy un memorialista desmemoriado. ¿Y cómo pretende entonces, objetará usted, sacar un libro de memorias de semejante pozo de olvido? Muy simple, es que cuando olvido recuerdo. Recuerdo, por ejemplo, que soplaba la brisa y que íbamos por esa calle ancha Chucho y yo en mi Lambretta una mañana. ¿Hacia dónde? ¿Quiere saber hacia dónde? ¿A la corta, o a la larga? A la corta qué más da, y a la larga hacia donde vamos todos, a la muerte. Me aferro pues a la brisa para seguir, y la brisa me lleva, nos lleva a un parquecito fresco, sombreado de carboneros, donde se explaya la ancha calle. Hay en el parquecito en el momento en que pasamos una barra de muchachos, y disminuyo la velocidad. La barra ¿sabe qué es? Viene del lunfardo y significa «grupo de gente parada en las esquinas a joder». De gente o hijueputas. Los une el barrio y el alma del rebaño. Pues bien, mientras pasamos lentamente frente a los muchachos observándolos Chucho les dice un piropo obsceno. Acelero y como vinimos nos vamos, calle abajo pero a las carcajadas. Recobrados de su sorpresa los de la barra nos gritan en coro:
—¡Maricas!
Y nos arrean la madre. ¿Pero quién oye y quién entiende si el viento sopla en su contra y les rebota el insulto? Acelero, acelero, acelero, y con mi alfanje desnudo, filoso, vuelo en mi caballo blanco a degollar judíos y cristianos, a cortar cabezas. En mí arde el llamado de Mahoma, el fuego del Islam. ¿Saben cómo se llama la calle ancha que hace poco olvidé? Se llama Juanambú.
La araña teje su aviesa tela en un ángulo oscuro, ángulo pétreo de esta torre de prisión. Aquí me tiene encerrado el rey cristiano, el rey hortero, porque han de saber ustedes, como lo saben ellos, que tras este mísero hilvanador de recuerdos se esconde Boabdil, el depuesto emir de Granada, el último abencerraje. Me tienen, o creen tenerme prisionero mas no hay tal. Desde mi alta torre, mi atalaya, viendo pasar las nubes domino el tiempo, domino el mundo. ¿Ven allá en el confín terregoso los olivares secos? Es Galicia, el lindero de Portugal, y tras Portugal sigue la mar. Sepan tan sólo que si se me antoja y quiero rompo la reja y salgo por la ventana y dejo este encierro y bajo por un lazo que me hago con hilos de recuerdos. Después, ya en el borde donde acaba la mísera tierra, tomo mi blanca carabela y burlo el mar océano.
Bueno pues, sobre la mesa del comedor mientras Glorita toca el piano y Fausto maldice entre las uvas verdes, extiendo el ancho mapa de las conquistas mahometanas. Manuelito, que ya camina, se me acerca a curiosear, a aprender. Y yo le enseño. Le voy explicando qué es la Sunna y el Corán, y cómo las mujeres no tienen alma. Por eso cuando se mueren ¿ves? se pudren y se las comen los gusanos, y dejan un polvito blanco corriente, que mezclado con barro fino sirve para hacer bacinicas y vasijas de alfarero. Y le explico cómo de la Arabia fulgurante irradia la nueva fe hacia Damasco, hacia Bagdad, hacia Samarkanda, hacia El Cairo, hacia arriba, hacia abajo, hacia el este, hacia el oeste, al nadir, al cenit, quemando, arrasando, decapitando perros infieles y en especial cristianos, que huelen a chivo y sufrirán tormento eterno en los siete infiernos. Y así por todo el África negra y bordeando el Mediterráneo entre bereberes del Maghreb hasta llegar a España roñosa y sucia y con abluciones volverla un jardín. A España de los becerros ¿ves? ¡Rubíes! ¡Cimitarras! Luna de plata sobre el Bósforo, y reflejándose en las aguas Estambul… La mezquita con la torre del imán entre arreboles sube al cielo. Cuando crezcas, Manuelito, te llevaré al Jihad, la guerra santa, a despatarrar cristianos, y en camello de la Ceca a la Meca. Sólo Alá es grande y Mahoma es su profeta, y en mi casa y en mi fiesta y en mi libro mando yo.
Esto que toca ahora Glorita no va con Sherezada. Es Scarlatti, piense usted, ¡qué sosera seca! Taca-taca-taca-taca-taca. Notas, notas, una tras otra, huecas, vacuas, vacías. Así que me levanto del mapa para ir a callar ese espíritu polvoso de peluca ambigua, esa vaca horra.
—¡Basta de Scarlatti por hoy, niña, a trinar!
Y a trinar como si fuera un pájaro: un turpial o un canario. El trino, ha de saber usted así no haya ido al conservatorio, es un adorno musical, una fioritura: la repetición veloz de dos notas contiguas, do y re por ejemplo. Con los dedos dos y tres trina cualquiera, cualquier hijo sucio de vecino, pero con cuatro y tres no, y con cinco y cuatro menos. Y en ello radica el chiste, en emparejar lo que la naturaleza hizo disparejo. De suerte que cuando yo digo «Glorita trine», ella empieza a decir con los susodichos dedos: Do-re-do-re-do-re-do-re, y así por toda la mañana, toda la tarde, toda la eternidad. Este dorredorre va muy bien de fondo para leer a Heidegger.
Medellín, ciudad de cantinas, de burdeles y de iglesias. Matadero, puteadero, rezadero. En ti nací y en ti me muero hora a hora, día a día, año a año, divisando lo que sólo yo alcanzo a ver desde mi alta torre: que cruza por mi desierto Lawrence de Arabia, Lawrence el inglés en su camello seguido de sus dos pajes, dos chiquillos: Aúd y yo. Mas he aquí que sopla el viento traicionero del desierto, el viento separador. ¿Dónde te encontraré, Aúd, niño mío? ¿Adónde te ha llevado el simún? Te he buscado por las cantinas, los burdeles, las iglesias, donde me ha tocado vivir. Ahora disfrazado de cristiano entro al templo donde los niños comulgan fervorosos y los jóvenes oyen misa desde el atrio, templo de esta iglesia enemiga, asesina del amor.
¡Tin Tan! ¡Tin Tan! ¡Tin Tan! Doce veces acaba de decir el nombre implacable el reloj del comedor de Santa Anita. Si el tiempo es algo serio, ¿por qué lo medirá entonces llamando a un cómico? Por absurdas y no muy aparentes razones: porque Tin-Tan navega cruzando la bahía de Acapulco al son del mambo en su yate cargado de cocaína. Y en vez de la clepsidra o del reloj de sol o del reloj de arena, que miden con sus chorros silenciosos y su girar de sombras, en este barco loco se burla a Cronos con un polvito blanco, embriagador, que se nos va por la nariz. Amén, así sea.
Pero no divaguemos, no naveguemos. Dieron las doce y a la larga mesa del comedor almuerzan el abuelo, la abuela, Elenita, la madre Evangelina… Perdón, la abuela no, ella está sirviendo. Hay además a la mesa otros viejos: viejos y viejas de la familia cuyos rostros y nombres olvidé. Fantasmas entonces y hoy fantasmas de fantasmas. Yendo y viniendo, duro, seco, inexorable, el péndulo les advertía: «A comer rápido, ciudadanos, que el paseo se acabó». La madre Evangelina, madre de religión, madre paradójica pues, sin un solo hijo, era hermana de mi abuelo. Sesenta años habían transcurrido desde el día de su separación. Él era un niño de ocho o nueve años, ella una muchachita de quince o dieciséis; él se quedaba en su pueblo, ella se iba al lejano convento a tomar los hábitos. Desde entonces no se habían vuelto a ver. Sesenta años se dicen fácil, pero transitados por el doloroso camino… Sesenta años que el destino caprichoso exigió para volverlos a reunir, por un momento, la mañana de que hablo, tan efímera como la tarde que siguió, en Santa Anita. Yo presencié, viví los hechos. Muchos otros años han pasado desde entonces, casi otra vida, la mía, y sin embargo recuerdo el instante privilegiado, hacia las once de la mañana. Bajaron de un carro viejo, ella con no sé quiénes más de la familia. Lo que no alcanzo a distinguir son los rostros. Ni siquiera el de ella. Necesito detenimiento. Paro entonces el rollo en el proyector, pero el fotograma inmóvil se quema: del centro hacia los bordes, con un flamazo. Así que ruede el rollo, que siga la película a ver qué vemos. La monjita descendió del carro y mi abuelo fue a su encuentro: bajó los tres escalones del corredor y avanzó otros cuantos pasos por el sendero de cascajo. Se abrazaron llorando. Yo, huyendo de tanta lágrima, desvié la mirada; entonces vi llegar al viejo naranjo que daba las naranjas ombligonas un pájaro furiosamente rojo, rojo de sangre, rojo de llama, a posarse sobre las ramas. ¿Un cardenal? ¿Un cardenal in pectore? ¡Evangelina! ¿Era su nombre de pila? ¿O el nombre que adoptó en el convento? No lo sé ni queda a quién preguntárselo. Sé que llegaba de Bucaramanga, departamento de Santander. Evangelina, quien predica el evangelio…
Tras la decimasegunda campanada, cuando calló el reloj, dijeron ellos su oración y empezamos a comer, y Darío y yo a tocar el acordeón y la guitarra: viejas canciones de Colombia y un pasodoble de España que hablaba de Portugal: «Ay besamé, besamé, bésame que tengo frío, porque me falta el calor de tus besos cielo mío…» Y bajaba el bordón resonando hasta el fondo del alma.
Al caer de la tarde se despidieron. Volvía el instante de la separación, la segunda, la definitiva. Otros sesenta años de ésos no se le conceden a nadie. Bajaron los tres escalones del corredor hacia el camino de cascajo, y mientras Darío abría la portezuela del viejo carro, mi abuelo y la monjita se abrazaron por última vez. Yo miré hacia el naranjo y el pájaro rojo, erguido, arisco, alzó el vuelo al sentir mi mirada. Se fue a correr el telón de la noche con su aleteo bermejo. Nos despedimos, se despidieron. Partió el carro y volvió mi abuelo a la casa. Él y ella, los dos hermanos se fueron, ahora sí que cada quien por su lado hacia la muerte.
Si es tan grande mi aversión a Bogotá y tan fácil borrarlo de la cuenta, ¿por qué regreso entonces? Regreso porque no soy el novelista omnisciente que va y viene y quita y pone a su antojo, que baraja vidas y acomoda y miente; soy el que avanza desandando los pasos. Adonde estuvo el espectro ha de retornar. Humilde rastreador de hechos vividos, desvanecidos, me aferro a jirones de recuerdos, al sombrero del ahogado. No pertenezco yo al gremio de los sabelotodo soberbios que entran y salen por las mentes ajenas como Pedro por su casa, como cura por su iglesia, husmeando hasta los rincones más oscuros, olisqueando, olfateando, y para acabar nos escupen un monólogo interior. ¿Cómo puede un señor de dos manos y dos pies, o cuatro patas, saber lo que piensan cinco o diez o veinte personas, así las llame personajes, y repetir por páginas y páginas lo que dijeron, diálogos que no pudo oír porque no lo invitaron a la fiesta, ni menos pasar con grabadora, y contarnos luego lo que hicieron los dos amantes solos en el cuarto, y sin linterna seguirle los pasos al asesino en la oscuridad? A ver, dígame usted… ¿O es que acaso se siente el desdichado Dios Padre Nuestro Señor? Se siente sí porque el lector, desprevenido y crédulo, se deja llevar como burro vendado jalado de la testuz. Que yo sepa hasta hoy no hay forma de leer el pensamiento con rayos X, ni entrar al cuarto ajeno atravesando paredes. ¡Al diablo con el gobierno y con la novela! Pero si eso quieren y el pueblo alcahuetea, que sigan los sabelotodo mintiendo y los rateros en el poder robando, estorbando, legislando, que yo vuelvo, por lo pronto, a Bogotá.
Este Hernando Giraldo de quien la otra tarde les hablé era todo un gran señor. De paraguas, chaleco y sombrero, negro Mercedes Benz con chofer uniformado, Rolls Royce blanco y guardaespaldas más botellita fría de champán. Bueno, así fue después, cuando le sonrió la vida. Antes, cuando yo le conocí, sólo tenía el paraguas, el chaleco y el sombrero, amén de alguna ropita más de vestir que con el primer cadete o soldado, aligerado ya éste de botas y uniforme, de espada y sable, se quitaba él a toda velocidad. Diría usted una de esas películas viejas de cine mudo filmadas a dieciséis cuadros y pasadas en proyector sonoro a veinticuatro. ¡Qué bien se va la vida así, sin larga espera!
Sin el Mercedes pues, ni el británico Rolls Royce, salíamos por las calles céntricas de Bogotá a conseguir bellezas en nuestro flamante coche de San Fernando: unas veces a pie y otras andando. Y andando andando íbamos así: él adelante muy señor, muy recatado, y yo detrás a media cuadra siguiéndolo. Al llegar a una esquina, con breve gesto de la mano o de la cabeza me indicaba: a la izquierda. O a la derecha. No íbamos juntos, emparejados como hoy en día podríamos ir (pues la vejez empareja), porque dizque yo era muy joven y él muy viejo, y nadie le sabía nada ya que la humanidad, según él, en su optimismo, ni oye ni ve ni entiende. Según yo, en mi pesimismo, abre su inmensa boca, saca su larga lengua y comulga desde el atrio. Dos concepciones caminando juntas tras un muchacho, dos filosofías… Se detenía la belleza en un cine mientras cruzaba otra hacia el sur y seguía otra hacia el norte, y yo de aquí para allá sin saber qué camino tomar. Daba entonces marcha atrás Hernando, y pasando a mi lado sin mirarme, disimulado, mirando a un poste rapidito me reprochaba:
—¡Qué carajos, qué tanto devaneo! Concentrémonos en un solo frente o vamos a perder la batalla.
Mi precocidad para maquinar perversiones lo mantenía deslumbrado. Y su efectividad para realizarlas me deslumbraba a mí. Era un deslumbramiento mutuo. «Tal para cual» dice el dicho, y «Dios los hace y ellos se juntan» corrobora la bruja de mi vecina. Lástima que con semejante cúmulo de perfecciones, espirituales y corporales, yo tuviera el vicio de la marihuana que me mantenía al borde de cualquier barbaridad. Si no, hasta me haría su amante oficial así tuviera, claro, que pasarme todas las bellezas que se consiguiera por fuera, esto es en la calle y en el cuartel. Y semejante contubernio acaso ya fuera demasiado para la pacata Santa Fe de Bogotá. Mejor no, que siguiera la santa ciudad bien abrigada tomando su chocolate que nosotros, todavía con la borrachera viva, y a las cinco y media de la madrugada, salimos de su apartamento a conseguir promeseros.
—¿Qué son promeseros, Hernando?
Me imaginaba yo unos aprendices de meseros pero no había tal: eran los que los domingos subían de rodillas al santuario de Monserrate a pagar una promesa. Sin ir nosotros muy arriba, en la mera base del cerro, nos llovió del cielo ese amanecer dos especies de asesinos o camajanes que irían de manda por el feliz logro de un atraco: uno para él, otro para mí y a ver si después cambiábamos. Y conversando yo con el mío y él con el suyo, cruzamos el Parque de los Periodistas y regresamos al apartamento. Hernando, no bien entramos, dejome atónito con su efectividad y rapidez: se desabrochó a cien kilómetros por hora los mil botones del abrigo, del saco, del chaleco, de la bragueta y de los calzoncillos en fin, largos hasta dar al suelo. Viendo mi cara de asombro me explicó:
—Es que me entrené en el seminario, m’hijo, abriendo sotanas.
De Bogotá mi más remoto recuerdo es un dolor de cabeza intenso, que me causó la altura y me quitó una ducha de agua fría o el aire puro. Es que el agua y el aire de Bogotá son los más límpidos, muy ajenos a su alma… Llegamos en autoferro al anochecer: yo de desertor de la facultad de derecho, y mi padre, padre mío y de mi infinidad de hermanos, como padre, por añadidura, de la patria: senador por elección del pueblo y con la bendición del cielo, y por el partido conservador nada menos, que es el que hace llover.
El autoferro, trencito corto de dos o tres vagones, avanzaba zigzagueando como culebra borracha o rumbera por la carrilera tortuosa, subiendo y bajando cuestas, de la tierra fría a la caliente, de la caliente a la fría, de la caldera al páramo y del páramo a la caldera, helechos arriba, platanares abajo, cafetales en medio, volando garzas y gavilanes y los caimanes, con sus barrigas sanas y relucientes escamas, tendidos al sol del trópico de siesta en los playones, viendo pasar el río, pasar el tiempo… ¡Plas! Cerraba el maldito su larga trompa y se engullía dos o tres mil moscos de un solo acorde. Brrrr, ¡qué país! Tiembla el viajero de frío en el calor: es paludismo, mi querido barón de Humboldt, ¡quién lo mandó a venir!
Llegamos, digo, al anochecer: a la pequeña suite que ocupaba mi padre en el Hotel San Francisco.
—¿Y cómo podés pagar semejante lugar? —le pregunté mientras desempacaba el equipaje—. Te debe de costar una fortuna.
—No —me contestó—. El dueño nos hace un buen descuento a los senadores.
En efecto, varios de los senadores y representantes que enviaba al Congreso la provincia allí vivían. Si no éstos, que aquí no cuentan y no me importan, mi solo padre con su presencia le hacía subir una estrella al hotel. Y llegando yo se le aumentaba otra. Así el San Francisco fue el segundo hotel de Bogotá. Después de que mi padre y yo nos fuimos, andando el tiempo y haciendo sus estragos, del segundo puesto ese hotel pasó al tercero, al cuarto, al quinto y perdiendo, perdiendo sus estrellas acabó en lupanar. Así pasa, la vida es así. Hoteles, barrios, personas, a todos nos sucede igual, se nos va volando el momento de esplendor. Y cuando menos pensamos (o «acatamos», diría mi abuela), otros ya se instalaron y nos bajaron del pedestal.
Cierro por lo pronto los ojos y recobro el Hotel San Francisco, de alfombras relucientes. Y vuelve a transitar por su vestíbulo, por sus pasillos, por sus salones, ágil y próspero, el dueño: ¡Manuel Corrales! El nombre, que ni me va ni me viene, se me escribe de un solo trazo en el recuerdo, como raya de relámpago en la oscuridad. Ya lo ves, vejez hijueputa, de tus infinitos males uno no me roza al menos: el olvido. En campo mío, en mi terreno, en la memoria no te metas que te seguiré infligiendo las más resonantes derrotas. Y me sigo meciendo en mi mecedora y vuelvo, porque así lo quiero, a vivir la noche que acompañé a mi padre al Senado, la primera. Miro y vuelvo a mirar desde las barras y oigo: abajo, en el amplio recinto de curules de cuero (¡cuánto no han ambicionado tantos sentarse en una de ésas!) resuena una voz clara, timbrada, mientras desde su vasto fresco desvaído, entre caballos, lanzas y guerreros, dominándolo todo, el Impostor, el Ambicioso, el falso Libertador me mira, me devuelve la mirada. Varios minutos tardé en comprender lo insólito de la situación: quien hablaba, el de la voz clara y timbrada, era un negro: un senador negro por el departamento del Chocó donde aunque llueve día y noche el hombre, que allí es negro, no se destiñe, y sigue como llegó, sin mezclas ni concesiones, como recién desembarcado de África, negro puro y reluciente y perezoso. Pero el senador negro no hablaba en español: ¡hablaba en latín, y en latín ciceroniano! Se pronunciaba un discurso contra el ministro no sé qué, lo que se dice, sensu stricto, una catilinaria. Me restregué los ojos y pensé: ¿Qué oigo? ¿Dónde estoy? ¿Qué veo? ¿De veras son así los sueños de la marihuana? No era sueño, era Colombia: Colombia en mi pleno siglo hablándome en latín desde su mero centro, el gran recinto del Senado. Y en sus playones, afuera, cabeceando los caimanes…
Ahora son las once de la mañana y acompaño a mi padre por los pasillos del edificio del Congreso. Mis pasos se los tragan sus alfombras raídas, y raídos están los visillos que filtran la luz en las ventanas. Por entre sus rasgaduras algo alcanzo a distinguir del exterior.
—¿Cómo se llama el senador que pronunció anoche el discurso en latín? —le pregunto a mi padre.
Y como me contestó contesto ahora:
—Diego Luis Córdoba.
Afuera, en la Carrera Séptima, rechinaron las llantas de un carro: frenó en seco y mandó al diablo a un peatón. En la plaza, asustadas, volaron las palomas. Roñosa vejez, ya sé lo que eres: un acumularse de detritus en el cuerpo y en el alma de recuerdos. Cuando salimos a la plaza para irnos a almorzar cantaba el sol en Monserrate. Entonces, envidioso, para empañarle su concierto se soltó el aguacero.
Del mar de sombras que se entrechocan abajo, alto, y cada día más alto y luminoso y reluciente, se alza en mi memoria como un faro Laureano Gómez, jefe del partido conservador. Jamás sin embargo lo vi, jamás lo oí. Lo conocí de oídas y en una foto en que aparecía, ya al final de su vida, con mi padre. La foto tras su muerte, con el tiempo, se fue amarilleando, deslavando en un estante de la biblioteca de mi casa, al par que afuera se apagaba su recuerdo. Afuera, no en mí. No en vano había pasado como un vendaval sobre mi infancia su leyenda, la de su palabra de fuego. Laureano Gómez existió para removerle la mala conciencia a su país. Por ello nadie tan odiado en su historia. Quien nunca transigió donde se ha transigido siempre tenía que acaparar todos los odios. Le odiaban los liberales por demagogos, y los conservadores por tartufos. Los unos, buenos cortejadores de un pueblo vil con leyes de viento; los otros, muy dados a hacerles pasar carreteritas a sus terrenos y a sus fincas para valorizarlas desde el gobierno. Y unos y otros y todos por igual, de rodillas bajo la ubre seca de la vaca pública. El partido conservador, el suyo, tan escribano y ruin como el otro, iba a la zaga de su estela, remolcado a su pesar, avasallado. A la primera oportunidad le dio la espalda y corrió a prosternarse, rebaño rezandero, ante el traidor del cuartelazo, el nuevo repartidor de puestos y prebendas: un policía. En fin, para contrarrestar tanto odio en la balanza y terminar el retrato, unos cuantos amores: los más fuertes y duraderos como el mío. Yo no creo en ideologías. Creo en los hombres. En el hombre concreto que actúa así o asá.
Amigo mío, qué pena me da oírlo hablar de esa manera, como un arcaico, como un fanático. ¿Rectitud y honradez en tiempos de revolución? Tan viejo y tan ingenuo… Hombre, piense, recapacite. Si por una apreciación errada de la realidad ha vivido equivocadamente, haga acto de contrición que mientras uno vive todavía hay tiempo. No sea tonto, hágase nombrar. Y valorice el puesto. Cobre peaje. De aquí, de mi escritorio, no sale documento con mi firma impunemente. Vale tanto, y mañana vale más, y si no le sirve así se jode usted, que yo puedo esperar: monto las patas sobre el escritorio y oigo cantar el teléfono mientras cobro mi quincena. «El doctor no está», contesta mi secretaria: «Él está en junta con el ministro». O con el presidente si ya el ministro es usted. ¿Por qué no, si también lo fue el doctor Turbay? Y ya que sea ministro suba más, súbase al solio de Bolívar, que al fin no está tan alto si también en él se encaramó el doctor Turbay. Ya instalado ahí, entonces sí que se va a rascar de gusto la barriga. Nombre y reparta y que le den con la misma generosidad. Y al pueblo hoy dígale que la moneda está muy firme, justo la que mañana se devaluó. Con tanta presión del imperialismo internacional… Mienta que sólo la mentira es firme, sólo la mentira es sabia. La verdad, necia y cambiante, da visos como el terciopelo según le pegue la luz del sol. Tan relativa y efímera la pobre… Respecto al dinerito que recoja, fúndalo en barras de oro y guárdelas en cajas, o mejor, cajones grandes de seguridad. Pero fuera del país, lo más fuera que pueda en el extranjero, ojalá en un banco de Marte o de la galaxia exterior. Y si abre cuentas en ese banco, que no sean a su nombre: a los de su mujer, su querida, su hermano, sus hijos… ¿O qué? ¿Va a dejar aguantar necesidades a algún familiar del santo? Viva y deje vivir, robe y deje robar, y no se amargue, no sea reaccionario. ¡Y al diablo con Laureano Gómez que ha venteado mucho sobre el cebollal!
Suerte común a todos los filósofos anteriores a Sócrates, de lo que escribiera Heráclito nada queda: sólo referencias de autores muy posteriores, aproximaciones, fragmentos pasados de escritor a escritor, de siglo en siglo hasta llegar a nosotros, como el agua de los brahmanes a Alejandro enturbiada en muchos canales. Clase tras clase, instalado con su obstinada paciencia ante el tablero, mi profesor de filosofía presocrática se daba a copiar las diferentes versiones de los fragmentos. La mano se deslizaba sobre el negro pizarrón trazando los caracteres griegos, y en esas letras sensuales, rotundas iba fluyendo la antigua sabiduría: los eternos interrogantes del hombre que no tienen respuesta. ¿Fluyendo? Ésa es la palabra, la gran palabra de Heráclito: panta rhei, todo fluye. Fluye este libro que es remedo de la vida como fluye el río, potamos, donde me baño yo y se baña el hipopótamo, y juntos vamos pasando con las aguas cambiantes. La concisa expresión de Heráclito también subsiste en la famosa imagen del río, en cuyas mismas aguas jamás volveremos a bañarnos. ¿Bañarnos? Es demasiado. Ni siquiera acabamos de descender y ya el río ha cambiado: hundimos el pie y el río se va.
Amigo Heráclito, para mí que su frase se la dictaron los dioses, Dionisos, pienso yo, en una gran borrachera, porque usted no podía saber de qué estaba hablando. ¿Río el Nestos? ¿El Strimon? ¿El Alfeo? ¿O el Aqueloo, también llamado Aspropótamos? Hombre, ésos no son ríos: son riítos, riachuelos. ¡Ríos los de Colombia! ¡Revuelcacaimanes! Les echo el solo Cauca, y que no es de los más bravos, a todos los ríos juntos de la Hélade. Grecia no sabe lo que es un río. ¡Ríos los de mi tierra a los que no alcanza uno ni a meter la pata y ya se lo llevaron! Primero agarran al filósofo, lo emborrachan y lo revuelcan en un remolino, tras de lo cual lo conservan sumergido entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas bien contadas, para sacarlo al cabo a flote, a la luz del cielo, kilómetros, pero kilómetros abajo en cualquier jungla zumbadora de mosquitos, en cualquier berenjenal, empanzurrado, inflado el pobre: aterriza en él un gallinazo y lo desinfla con el pico. ¡Ésos sí que son ríos!
Por una de las fincas de mi niñez, La Esperanza, cruzaba el San Carlos, un río jovencito de aguas diáfanas: no turbias como las del mencionado Cauca, el malhechor. Sólo que la diafanidad era mera apariencia, doxa, mera opinión: también tenía como el otro turbia el alma. El doctor Espinoza, socio de mi padre (justo apellidado como un colega suyo, amigo Heráclito, un judío portugués pulidor de lentes en Amsterdam, a quien por un simple par de milenios usted no alcanzó a conocer), tuvo la irrespetuosa ocurrencia de meterse a bañar una mañana en el San Carlos: el río lo agarró por las patas y lo revolcó en un remolino. ¡Glu! ¡Glu! ¡Glu! Tres veces lo sacó a la superficie a los gritos, ahogándose. Nosotros en la orilla aterrados, viendo la escena. Mi padre corrió hacia una mata de plátano, que allá cuñan con varas de cañabrava, tomó la vara y volvió al río, a la orilla, y desde la orilla se la tendió al aprendiz de ahogado. El doctor Espinoza la alcanzó a agarrar y se inició el duelo: mi padre jalando para acá, y el río para allá:
—A este tacaño me lo llevo.
Hombre sano y sin vicios, ganó mi padre: le arrancó a su socio al río. ¿Ve lo que le digo? En los ríos de Colombia no se baña impunemente nadie. Si le contara, amigo Heráclito, cuántos de mis conocidos han terminado en uno de esos ahogados… Paso de largo para que no vaya a pensar que son exageraciones mías, hipérboles, como diría usted. ¿Ríos plácidos? Jua, jua. Sepa no más que en cuestiones demográficas, en Colombia constituyen la tercera fuente de control. La primera son los asesinos, la segunda los choferes. Pero unos y otros y los tres juntos son asesinos por igual. Como quien dice la Santísima Trinidad de la escolástica: tres en uno y uno en tres.
Que no me vengan a hablar a mí de ríos. Megas rhei, el río baja crecido. Usted Heráclito escribe, si escribió, fluidamente, como escribe mi profesor con una tiza en el tablero. Yo no. Por este libro baja enfurecido el San Carlos con un estrépito de linotipo: aes y bees y cees, atropelladamente. Es que el tiempo de su Grecia era el de un río tranquilo. El de la Colombia mía es el de un torbellino. Con decirle que aún no me muero y ya el San Carlos se secó… No sólo pasa, también se muere el río. Desde la orilla, respetuosamente, en el San Carlos de los buenos tiempos solíamos pescar sardinas. Yo entonces era un niño. Cuando el profesor de filosofía presocrática copiaba tus fragmentos en el pizarrón, ya el niño era un muchacho. Ahora, cerca al mar, vuelvo a contracorriente a remontar el río, y en la barquita segura del recuerdo paro un instante en el primer año de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional. ¿Alcanzará algún día Aquiles a la tortuga? Jamás. El espacio que los separa siempre es divisible por dos. Hacia tus tiempos, Heráclito, el hombre empezó a inquirir en el vacío. O sea a contradecirse. Pienso en Parménides, tu coetáneo y paisano que vivió para llevarte la contraria: vino y sostuvo que nada cambia, que nada fluye, que todo sigue igual.
El sol mañanero hoy me enciende la esperanza. Lo que nunca he sabido es qué espero. Aúd, como miraje, hace años que se apagó con las primeras sombras del ocaso en su lejanía de arenas. Pero la esperanza mía se encandila hasta con la luz de un cuarto de luna. O con una vela. En la finca que bañaba el San Carlos, y que mi padre bautizó precisamente La Esperanza si bien era un matorral, en la noche cerrada, viendo cómo revoloteaban en torno a una vela de sebo las chapolas, y oyendo en la cocina renegrida por el humo del fogón de leña chirriar en su paila de manteca hirviendo los patacones y el chicharrón, yo de niño olfateaba a mi alrededor, a menos de dos o tres metros, la felicidad. Preso incluso en el invierno de Siberia, mientras viene y va el tenientico comunista, el carcelero, o se sirve su té en el samovar, aun así la sentiría venir, obsequiosa. ¿Y en una celda del Bronx? También. En la oscuridad a mí me brilla mejor el recuerdo. Y a otra cosa.
«Comunista» para mí es vocablo de sentido dual: me significa burócrata y a la vez carcelero. «Conservador» o «liberal», en cambio, sólo cagatintas. Es que las cárceles de Colombia son jaulas de madera podrida con los barrotes desastillados. Por ellos entra y sale con entera libertad el pájaro. Al anochecer, amparado en alguna sombra, vuela y para aligerarle un poco la pesada carga al juez se lleva bajo el ala su voluminoso expediente. Y a abrirle uno nuevo, fresco, con la nueva luz del día. Así Colombia como anochece amanece, tecleando en su vieja Rémington o Underwood. Luego rubrica, refrenda, alcahuetea, y sella con estampillas el papel sellado, que le encanta. En la ciudad de Medellín, en el barrio de Boston, en la calle del Perú entre Ribón y Portocarrero, a la mitad exacta de la cuadra descendí al río. Allá en el gran país. Lanzaban los vendedores de aguacates y naranjas sus pregones, silbaba el afilador, tocaba su campanilla el lechero. Yo entonces, para cumplir tal vez el plan divino o atando simplemente cabos sueltos me uní al ruido: sin la mínima originalidad bajé al río berriando.
En la Facultad de Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Bolivariana reinaba el padre Tomasino. Voluminoso y obstinado cual abate medieval, se pasaba las horas y las horas combatiendo, en el tortuoso campo de la escolástica, contra un adversario tan poderoso cuanto invisible: Duns Scoto, contradictor de Tomás de Aquino y cabeza de los frailes franciscanos del convento de enfrente: enfrente en su imaginación. Porque él, el padre Tomasino, en pleno siglo veinte era tomista, y tomista irredento. Monjitas y solteronas más su servidor constituíamos la clase silenciosa. Sólo él hablaba, argumentaba, se rebatía. Atrincherado en su convento dominico tras el parapeto del tomismo, mandaba una andanada de argumentos contra el convento enemigo, y luego él mismo, por su propia boca se refutaba como si fuera Duns Scoto, el del otro lado. Iban y venían los argumentos, los silogismos como pedradas. ¿Que el probabilismo? ¿Que la individuación? ¿Que la inhabitación de la Trinidad en el alma? Ahí les van materia y forma, esencia y existencia, potencia y acto. Y los primeros principios de contradicción, finalidad, causalidad, sustancia, razón suficiente, de aquí para allá, de allá para acá, y el padre Tomasino, alternativamente tomista y escotista, dominico y franciscano, de un lado para el otro tras ellos, saltando de extremo a extremo de la mesa jadeando, de Duns Scoto a Santo Tomás, de Santo Tomás a Duns Scoto, como jugador de ping-pong que juega solo contra sí mismo, sabiendo que no puede ganar porque no puede perder. Dicen que en las noches en la campiña medieval, mientras en el convento franciscano no apagaran la luz, en el convento dominico de enfrente no la apagaban. Así amanecían los monjes adversarios barbados, demacrados, desvelados; así les sorprendía la luz del nuevo día, maquinando argumentos. Pues el padre Tomasino, setecientos años después, revivía en su cerebro, en su corazón, en su alma ante nosotros el mismo viejo duelo. Era conmovedor. A mí, pecador con rabo de paja cerquita a la candela, me conmueve la insensatez humana. Philosophia perennis, ¿ven?
—¿Y Heidegger, padre?
—Perogrulladas.
¿Cómo perogrulladas? ¿Venírmelo a decir a mí, a mí que volvía a Medellín curtido de filosofar en las facultades bogotanas donde el susodicho Heidegger era algo así como el non plus ultra, el futbolista estrella? Agarraba el gran filósofo el balón existencial y girando él en círculos concéntricos, de los que salía airoso en espirales y parábolas, haciéndolo rebotar un metro, dos, con golpecitos de pie y cabeza, lo mandaba con gran patada al cielo para volverlo a recibir, cariñoso, y nueva exhibición de virtuosismo, pirotecnia, con el pie izquierdo, con el pie derecho, juegos de agua, impresionismo, vuelo de gallinazo, agotándose el jugador en su propia cuerda, ¿y todo para qué? Total, si jamás chutaba hacia una portería jamás metía un gol. Pues sí. ¿No sabía el padre Tomasino que la filosofía no es ciencia? Es arte, exhibición. Se agota en sí misma como el chorro de agua o el amor. La gran filosofía es, digamos, la vuelta del bobo; el bobo gira y gira, se emborracha, cae al suelo y mira al cielo, feliz: se va el gallinazo con su vuelo espléndido ondeando en los desniveles de la etérea masa, jugando con las corrientes del aire, perforando el viento. Porque han de saber ustedes que en las dichosas universidades bogotanas fui discípulo de dos que lo habían sido, nada menos, nadie menos, que del mismísimo Heidegger, en Heidelberg o Friburgo, ya no recuerdo, pero lo que cuenta aquí, en la fugacidad de estas páginas, es que la sabiduría me llega a mí en directo de la fuente, o casi, y cayéndome en cascada me baña, me aclara la cabeza. Mísera Universidad Bolivariana lambecuras: entré en ella y me despeñé por una grieta del tiempo en el medioevo. Una mañana, a las once, por uno de los túneles que cavan los thugs para salir del río subterráneo, volví a la superficie, y a la Universidad Pontificia Bolivariana, con todo y su pontificio título la mandé al diablo:
—Ábrame la puerta, hermana —le dije a la monjita portera—, que voy a salir.
«Hermana», «hermano», trato de marihuano…
Y sin embargo al padre Tomasino le debo uno de mis momentos más espléndidos, efímero momento en que creí en la bondad del hombre, que es un perverso animal. Fue poco antes de mi deserción, a mediados de año, cuando se le metió en la cabeza al cura hacer un examen relámpago, y proponiendo no sé qué problema teológico u ontológico, para que lo resolviéramos por escrito nos cedió la palabra. ¡Cuánto quisiera recordar ahora de qué se trataba! ¿Era el asunto del primer motor inmóvil, Dios uno y trino por quien trina el pájaro? ¿O el de la consubstancialidad? ¿O el de los veinte kilómetros del radio de acción de un arcángel? Ya no recuerdo. A lo mejor el tema fuera la necesidad de la idea de Dios por contraposición a la contingencia de la idea de una montaña de oro; es a saber, que uno puede pensar en una montaña de oro y la montaña de oro no existir, pero uno no puede pensar en Dios sin que Dios no exista: su sola idea es ya prueba de su existencia. Algo así, una historia de ésas. Pues a sabiendas de que con mi respuesta iba a perder el curso, no sólo a Duns Scoto sino al mismísimo Santo Tomás, su doctor angélico, a ambos me les enfrenté y en su propio campo, en su terreno, con el silogismo, con la lógica, con la dialéctica por igual los volví papilla. Lo más inesperado resultó: el padre Tomasino me dio la máxima calificación, la que, dicen, jamás de los jamases en su larga vida había dado nunca. Cuando recibí de vuelta mi examen con la mágica cifra se me corrieron las lágrimas. Me sentí solo en el mundo con él, envuelto en su locura.
«Ese tiempo feliz ya no me importa, no estás de moda, hoy no es ayer. Quiero que sepas, cuando oigas estas coplas, que tú ya no soplas como mujer». Eso al menos dice la canción, pero no era para tomarla en serio. Acúsome padre de que soy un despistado: se la cantábamos en serenata a la abuela. Uno aquí y otro allá, uno aquí y otro allá iban los golpes del acompañamiento, el bajo y los acordes mientras la melodía, la letra, fluía aunque equivocada risueña como una fuente. Noche de luna borracha cuando volvemos a Santa Anita de dar y a dar serenata. A Alvarito Restrepo le dimos una y el muy desvergonzado salió a agradecernos en camisón, en el camisón de su hermana.
—¿Serenaticas a mí? —dijo arriba, en el balcón—. Pues aquí me tienen, muchas gracias.
Y se alzó el camisón y mostró las piernas. Un par de policías trasnochados no lo podían creer. ¿Dándole serenatas a un hombre? Y se refregaban los ojos.
—¿Quién le dijo que era hombre, señor agente?
—Bueno, parece, digo yo…
—Dice usted, pero no dice él, o sea ella, pues uno es lo que quiere en la democracia. Si él dice que es mujer, mujer es y no hombre así le salgan pelos en las piernas. Así que ustedes dos despreocúpense y váyanse a agarrar ladrones, que hay luna llena.
Y con el mismo ritmo, golpe abajo, golpe arriba, pasamos a tocar «Las Alteñitas»: «Qué lindas las mañanas cuando sale el sol, qué lindas las alteñas de mi corazón…» ¿Que así no dice? ¿Que ésa no es la letra? ¡Y qué más da! Tampoco lo era entonces. Lo que cuenta es que llenen las palabras los espacios vacíos. No hay cosa más triste que un cantante callado porque se le olvidó la letra. Casi, casi como una página en blanco. Si la letra se le olvidó improvise, invente que así todo sale mejor, la canción se renueva y la borrachera sigue.
La noche de la serenata a Alvarito veníamos de darles la suya a los muertos: en sus cementerios de Caldas, San Antonio, La Estrella, Itagüí, oyendo cada quien, alegre, en su ataúd. En un retén de una carreterita oscura, porque no le paramos la policía nos tiroteó: nos mandó una andanada de balas de fusil y pistola. ¡Pero quién le para a la policía a la media noche en Colombia! O a la luz del día, dígame usted. Para un suicida que quiere morir. Yo no, nosotros no, y como veníamos nos seguimos de largo, en dos carros: nuestro Studebaker y un MG. Quedaron vueltos unas coladeras, y los parabrisas traseros como telarañas, súbitas telarañas formadas por prodigio o magia en un santiamén. ¡Pum! ¡Ya están! Pero la móvil fiesta sana y salva, todos ilesos. Del tanque de la gasolina agujereado, por un agujerito brotaba un chorro de líquido chisporroteante como un surtidorcito saltarín, sangre del automóvil. Si uno prendía un fósforo daba chispitas de colores. Diría usted fuegos de artificio en navidad, luces de bengala. Precioso avanzaba así el Studebaker botando chispas, seguido del MG, horadando la noche con su solo faro, el ojo bueno pues del otro andaba tuerto desde el último choque. Y henos ahí instalados vivos y por milagro ante la ventana de la abuela en Santa Anita: «No me presumas, no me vengas con tus cosas, que por el mundo te me echastes a correr. Quiero que sepas, cuando oigas estas coplas, que tú ya no soplas como mujer».
El trío instrumentista por su lado, iba así: violín, acordeón, guitarra. Y por el otro voces, muchas voces desafinadas. Canción cantada en la ventana de la abuela y canción cantada en la ventana de Elenita, al otro extremo del corredor, una aquí y otra allá, yendo y viniendo los músicos y el lamentable coro pues si no se sentían:
—¿Por qué le cantaste a ella tres y a mí dos?
Avanzando, avanzando por el globo del tiempo ese par de viejas ya le habían dado la vuelta y volvían por el otro lado hechas unas niñas.
—Eh, muchachos —nos reprochó a la mañana siguiente la abuela—, con eso de que tú ya no soplas anoche sí me fregaron.
—Es que, abuela, se nos agotó el repertorio.
—Pues apréndanse otra.
Tenía su ventana gruesos barrotes de madera, y los gruesos tablones de los postigos iban cuñados por dentro con barra de hierro, no se fueran a meter los ladrones. La abuela, de todos modos, los esperaba adentro con su garrote.
Ayer o casi, como si hubiera sido ayer, en un bus, en Bogotá, me robaron la billetera. Venía yo de pie entre el atropello, y un cabrón rolo a mi lado apretándose contra mí, metiéndome mano. Pensé que era marica. ¡Qué va! Tenía más urgente necesidad. Se me la llevó con cinco pesos y un mensajito que en previsión había dejado adentro: «Que te aprovechen, gran hijueputa».
Y acúsome padre de haberle dado la espalda al amor. Tras de buscarlo tanto, cuando lo encontré di media vuelta y me fui corriendo. Y ni supe cómo se llamaba. Le decían por apodo, por cariño, Joselito.
—Para que te cases —me dijo Chucho cuando me lo regaló—, y no me sigas estorbando.
Era un apartamento vacío que le habían dado a cuidar a Santa Isabel y del que yo tenía la llave. Vacío aunque no del todo: en la sala, al centro, esperando, un colchón relleno de marihuana. De ahí que, supremo bien, valor supremo, celosamente hubiera que cuidarlo. Sólo que quien en el solitario colchón se sentaba, se acostaba, por un agujerito clandestino metía la mano, sacaba un poquito, se armaba un cigarro, y lo que era corpóreo se iba haciendo de puño en puño incorpóreo, etéreo, la paja se convertía en humo y el humo en sueños. Lo que no entiendo aún es: ¿En qué cabeza cupo dejar a Santa Isabel cuidándolo? ¿El gato cuidando los chorizos? Llegué con Joselito, nos sentamos, e instintivamente su servidor por el huequito metió la mano, sacó el poquito, forjó el cigarro, lo encendió, aspiró el humo y en la boca se lo dio al muchacho. Entonces, una vez más, se le detuvo el tiempo. La frágil navecilla empezó a flotar…
¿Adónde vamos, niño? ¿A Arabia donde sopla el simún? ¿O a la costa de Malabar?
—Adonde quieras, contigo me voy al infierno.
Hablaba en burla hablando en serio y sus ojos traviesos, vivaces, no los enturbiaba el humo. El humo simplemente me llevaba, nos llevaba, me llevaba a él, me lo traía a mí en su vuelo envolvente… Vive Dios y es testigo, no había otro como él. Dueño de lo que buscaba en todos y no encontraba en ninguno: la inocencia esencial. Y esa noche, de mi parte, ayudando, solícitas las circunstancias. Las circunstancias, ¿ven? Esenciales en el amor, diría Perogrullo. «Y en el atraco al banco», dice Santa Isabel de la Sierra, del Río, de las Nubes, de los Juncales. Así, perdiéndome en su tibieza palpitante, juntos nos íbamos esa noche por esa sierra, por ese río, por esas nubes, por los juncales gráciles. He ahí el gran problema del amor, que no sabe adónde va. Va en su gratuidad a la deriva. Y el hombre a la postre siempre, pero siempre, quiere llegar.
En el cruce de Caracas con Juan del Corral hay en la esquina, y la esquina es el ángulo que forman al juntarse la calle y la carrera, las dos opuestas formas de ir por la vida en esta intransigente ciudad, hay en la esquina un cine, y tras el cine, por la calle, una cantina con salón de billares, y al fondo un reloj de muro. A la entrada del cine, a las seis, al día siguiente íbamos a encontrarnos. Llegué a las cinco. Pero no al cine: a la cantina, al salón de billares. Dio las cinco el reloj entre un estrépito de vasos y carambolas, y silencioso siguió girando el minutero: un minuto, otro, otro, descontándolos de mi riqueza. Y mientras las bolas blancas y rojas hacían y deshacían triángulos, estrellas, rectángulos, vacuos, efímeros sobre el verde de los billares, se iba por el aire deslizando el tiempo. Las cinco y media, las seis, las seis y media… ¿Estaría Joselito en el cine esperándome? Si estaba me bastaba salir a la calle para volver a verlo. Pero dieron las siete y seguía en la cantina, adentro, entre los billares, retenido por no sé qué a la vera de mi destino. Las siete y media, las ocho, las ocho y media… A pasos rojos, amarillos, azules, pasos de acólito, corría el minutero seguido del grave horario que va solemne, luctuoso, violeta, con pasos de cardenal. ¿Cómo es que corriendo el minutero, tan apurado, lo alcanza el lento horario? Es que las dos flechitas que parecen ir en círculo en realidad van derecho y son una sola: hacia mí certera, aviesa, viene por el aire callada la saeta. En un relojito de cartón Liíta me enseñó a conocer el tiempo, el gran enemigo del hombre. Porque yo digo y sostengo aquí, discrepando del padre Astete, que el mundo, el demonio y la carne son sus aliados. Sus pasajeros aliados.
El día, la noche del reloj y los billares, hacia las siete u ocho, con un tiro de un revólver que no sé de dónde sacó, un tiro en la cabeza, se libró Joselito del oprobio de la vejez y de las vicisitudes del tiempo, dejando nuestra historia trunca. Uno de esos carritos de papas fritas que empezaban a transitar por el centro de Medellín, por su realidad plebeya, pasaba por la calle de Maracaibo cuando me dieron la noticia. Así, entre un olor a aceite rancio y a manteca hirviendo, me llegó al alma la sinrazón, la enormidad del hecho. ¿Por qué lo hizo? ¡Cómo pude equivocarme! Ninguna sombra en su alegría traviesa, ningún atisbo que trasluciera en su alma el secreto designio… Sentí una amarga conmiseración por él, una amarga conmiseración por mí. Por mi intolerable aflicción, por el opresivo momento pasó de largo el carrito. No sé si Joselito fue a mi cita, la nuestra. Tampoco sé si de haber ido él y haber ido yo hubiera escapado a su fatalidad dolorosa y no hubiera ocurrido lo ocurrido. La conjetura es necia. La vida no avanza en condional, va derecho, sin desviaciones, sin titubeos, dejando atrás en cada punto de su línea recta las infinitas encrucijadas de lo posible de las que parte, entre muchos, justo el camino que no tomamos, el que llevaba a la dicha. Así acabamos siendo lo que somos. Bueno, yo hablo por mí, usted piense lo que quiera. Hijos de la vida, del gran tumulto, vivimos juntos el más espléndido, efímero instante. Y ni supe cómo se llamaba, no se lo pregunté. Por apodo, por cariño, le decían Joselito. ¡Joselito! Dicen que criaba perros de raza.
¡Tin! ¡Tin! Tintinea la cucharita contra la copa de metal (¿es plomo? ¿una aleación venenosa?) en que me tomo el helado de marihuana, perdón de chocolate y vainilla, la marihuana fue ayer, antier, el mes pasado, el año entrante, y ahora estoy en este Cisne, heladería de la Carrera Séptima, arteria aorta, vena cava de la ciudad de Bogotá, capital de la mugre, ¿o no?, donde yo lo cité, donde usted me citó. Sí, ahí estás en El Cisne, centro de maricas, refugio de nadaístas, guarida de marihuanos, hacia las siete u ocho tomándote el helado de vainilla y chocolate o viceversa, de chocolate y vainilla, dilatando la noche, el tiempo, que se estira como un caucho, como un resorte por virtud de un humo prosaico que a otros empendeja. Habrán pasado dos, tres minutos desde que empecé el helado y ya pesan como una eternidad. Padre Tomasino, dígame una cosa, ¿Dios es así? ¿La eternidad inmóvil a la vera del río espejeante de infinitos momentos? Por el río, a contracorriente, sube un caimán abriendo surcos fugaces, cortando la onda en estrías para que el supremo Hacedor, Espectador, tenga un poco de variedad en su eternidad de tedio. ¿Por qué se mató Joselito? Y puesto que se mató, ¿fue antes o después de este Cisne adonde han venido a dar los nadaístas, expulsados de Medellín por sacrílegos? A ver, ¿qué derecho tienen estas ratas, estos cerdos a cruzarse por mi vida? Todo lo escupieron, todo lo insultaron, todo lo empuercaron, y a cambio ¿qué? Dos o tres dizque poemas escribieron en que ponían jirafa con ge y Egipto con hache y jota. ¿Qué tiene que hacer una jirafa con ge en Egipto, animales, como no sea en un circo? En Egipto, bestias, hay cocodrilos como aquí hay caimanes que ahora suben remontando el río mientras de una pared, en el cuarto de mi abuela, en Santa Anita, cuelga la Santísima Trinidad y en el vestíbulo de mi casa de la calle del Perú, la nuestra, Cristo de perfil mira ponerse tras unas nubes la luna, cuya tenue luz le baña la cara. El cuadro es alargado pero más alargado es otro, de Cartagena, abierta, explayada en su bahía, en sepia, y presidiéndola desde lo alto el convento de la Popa. De súbito se llena el mar de fragatas y corbetas, y por entre un fragor humeante de cañones voy, avanzo en mi nave capitana, de pirata, a aniquilarles con su castillo de San Felipe, su fortaleza, el fanatismo a estos españoles cabrones, a romperles, hacerles polvo el alma. Ahora, aquí y allá y entonces, en El Cisne, por ésas me da.
Este loco marica o marica loco de Pepa Puerta o Jairo Pepa, como prefieran, se enamoró de mi hermano. Y el amor y la locura son cosa seria vengan de donde vengan, de arriba o de abajo o de enmedio. Trabada la lengua por las pastillas o pepas, que le dan su nombre, habla enrevesadamente. Pero si uno no entiende lo que dice, tampoco hay mayor cosa que entender. Ha leído miles de miles de libros y los confunde todos. Ahora, mientras conduce su Chevrolet al son de sus pensamientos (en zigzag), sostiene la tesis de que el Papa es un simple jefe de Estado, perverso, maquiavélico.
—¿No se te está yendo un poco la mano, Jairo?
—No, me quedo corto.
—Pues no te vayas a quedar corto en la próxima curva o nos seguimos de largo.
Corto se quedó: se siguió derecho y la carretera por su lado, dando curvas. Contra la barranca fuimos a dar: mi hermano a romperle con su dura frente al carro su parabrisas de una sola pieza que costaba una fortuna.
—¿Todos vivos?
—Todos vivos.
Hombre Jairo, está muy bien que estés enamorado, pero si cada vez que uno se enamora destruye algo ¿qué puede quedar del pobre mundo? Ésa no es forma de demostrar el amor.
Volvíamos de Jericó, ciudad santa, corrupta, en las montañas de Antioquia, del mismo nombre que aquella a que Josué le tumbó las murallas a trompetazos. Alzada en la comba de un cerro sobre laderas de cafetales, Jericó tenía catedral, obispo y seminario, mas vivía y dormía en pecado mortal. Así pasa. Con obispo y barrio de putas en las afueras y en permanente borrachera. En las cantinas de la plaza cantaba Javier Solís y le hacían competencia las campanas. ¡Din! ¡Don! ¡Dan! Unas altas, otras bajas, ebrias las unas de luz, grávidas las otras de profundidades. Hacia la catedral, hacia sus altas torres venía una nube chocarrera; al pasar se enredó, se pinchó en el pararrayos y nos soltó un aguacero. Corrimos con todo el mundo a resguardarnos bajo los aleros, y al punto el aguacero se detuvo:
—Miedosos, es pa que sepan que aquí voy yo y me aprendan a respetar.
Sacando de su falda desflecada el sol la nube se volvió a sorber sus chorros de agua y se siguió de largo rumbo a los predios de las afueras, los cafetales, a regar cafetos y a bañar putas. El pueblo entonces volvió a lo que estaba. Salió el obispo («¿Cómo se le dice, Jairo, Monseñor, o Su Ilustrísima?». «Se le dice cura hijueputa»), salió entre curas y monjas y monaguillos como un resplandor de oro con su mitra y báculo y su pompa antigua, y se congregó la multitud. Luego se fueron formando en larga fila para besarle, de rodillas, el abultado anillo de rubí. Varios angelitos o acólitos embriagaban con sus incensarios.
—¡Incienso! —dijo Jairo Pepa olfateando—. Es la marihuana de la Iglesia, alucina.
—Ve y ponte en fila Jairo —le dijimos— y besa al obispo en la mano como todo el mundo.
—¿Por qué voy a besar en la mano a ese viejo marica?
—Bésalo en la boca.
—¡Cómo se atreven! ¡Si es una cacatúa vieja!
—Contigo sí no se puede, te vas a ir al infierno.
—Mejor, allí está lo que vale.
—Estás muy raro, Jairo, hablando con demasiada fluidez, tómate tu pastilla.
En la primer cantina de la plaza, con una cerveza y un aguardiente doble se la tomó, y volvieron a tartamudearle los pensamientos.
Amplio salón de ventanas de rejas, altas y pequeñas ventanas por las que entraba, tímida, una luz marchita, el refectorio estaba lleno de muchachos: los seminaristas, de sotana, tomándose su sopa del día, sopa de letanías:
—Estrella matutina: Ruega por nosotros; Salud de los enfermos: Ruega por nosotros; Consuelo de los afligidos: Ruega por nosotros.
Torre de David, Torre de marfil, Arca de la Alianza: Ídem, Ídem, Ídem… Desandándole los pasos a mi padre, desertor de cura, habíamos ido en Jericó a visitar el seminario donde estudiara de muchacho, a conocer desde nuestra ociosidad de hombres libres otra cárcel más del alma y de las ilusiones. Casi, casi, pensé, un colegio salesiano, y evoqué a Don Bosco, el taumaturgo, capaz de opacar la luminosidad de Antioquia entristeciéndola hasta que pareciera un Turín invernal. Salíamos y nos alejábamos del lúgubre edificio, perseguidos mis pensamientos por los padres salesianos y el cacareo, cada vez más desesperanzado y lejano, de las letanías, cuando por la callecita pueblerina sin asfaltar, la callecita estrecha, veloz, a velocidad enloquecida, en una volqueta de acarreo irrumpió la Muerte: surgió del polvo en contra vía y a un niñito que montaba una bicicleta (¿diez años? ¿doce?) se le vino encima a cortarle su odiado hilo de la vida. Sin detenerse, sin mirar atrás, tras el zarpazo cobarde huyó en su nube de polvo. Así, sin preámbulos, de súbito, dando el zarpazo y huyendo, así la conocí.
Gozando de las prerrogativas del ocio, engordando su gordura, Eladio el hermano de Jairo Pepa se ha parado en la acera del salón Versalles, frente al Metropol, en Junín, a ver pasar la gente. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo, allí está. Los días se le han vuelto meses, los meses años, los años décadas, y él igual, tan igual, siempre tan tranquilo. Nada le inquieta, nada le conmueve, nada le perturba. Ni las mujeres, ni los muchachos, ni la plata, ni el aguardiente, ni la política, ni el atropello policial. Nada, nada, nada. ¿Es un estúpido? No, es un Buda sabio. Espanta con breve gesto de la mano, mínimo, un mosquito que le zumba, y se rasca la barriga. ¿Es la felicidad? Usted lo ha dicho. Pasan mujeriegos, pasan borrachos, pasan ladrones, pasan bellezas, pasan maricas y yo con ellos, pasando frente a él y conmigo Junín y sus miserias. Él, complacido, plácido, simplemente nos ve pasar. O sea, envejecer. Ve hacerse las sardinas muchachos, los muchachos hombres, los hombres viejos, y a los viejos se les cae el pelo de donde está bien, les sale donde está mal y les crecen las orejas. Como él es gordo, y gordo que no interviene, no envejece. Sigue tan rozagante como cuando llegó:
—¡Pobre don Miguel Escobar, qué avejentado está: en quiebra y con una hija puta y un hijo marica!
Un día veo un gentío arremolinarse frente al Versalles.
—¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —pregunta la multitud ansiosa olfateando una breve dicha en el mal ajeno.
—Que el gordo Eladio se murió.
Así es, en efecto: tendido en su acera cuan ancho es, cuan ancho era, como una mole, miran sus ojos sin ver, abiertos, al cielo. ¡Pum! Al pie del cañón, en su ley, en el mero frente lo fulminó un infarto. Mirón irredento, espectador sin tregua, fue su única actuación. ¿Cuál sería el último que vio pasar? ¿Un viejo? ¿O un muchacho, una belleza? Pasan y pasan y pasan las sardinas, los muchachos, las bellezas, unos rumbo al parque, otros rumbo a la avenida La Playa y yo, sin saber qué me conviene, qué camino tomar, miro desde el Metropol hacia la acera del Versalles y recostado contra el muro, allí instalado, como ayer, como mañana, como siempre, infaltable cual el sol del trópico veo a Eladio Puerta viendo pasar las generaciones…
Con breve inclinación de su cabeza brillosa saluda el maestro Matza, raya el aire con su batuta y entra en pleno la banda, la Banda Municipal de Medellín que él dirige, de Medellín, la bella villa, antigua capital de los arrieros. En Medellín al maestro Matza lo conoce todo el mundo, no necesita presentación. Como ya Medellín no existe, lo presento yo aquí. Él es de Europa Central y músico hasta la coronilla. Un día que ya nadie sabe aquí llegó huyendo de la guerra, de su tierra. ¿De Checoslovaquia tal vez? Tal vez. Tal vez de Hungría… De uno de esos países que uniformó el comunismo, que puso a marchar la misma marcha al mismo paso bajo la misma batuta, la misma tiranía. Marchas también es lo que la banda del maestro Matza toca, y oberturas: de Weber, Verdi, Rossini, transcritas del original sinfónico a versión de cobre y viento: los violines se vuelven clarinetes, y lo que dice el contrabajo lo dice ahora la tuba, pesada y voluminosa como el gordo Eladio, aunque menos fofa y menos perezosa: si bemol, mi bemol, fa natural, oigan cómo se mueve, va subiendo, va bajando, va avanzando con pasos sostenidos, notas largas, toscas, enojadas, que hacen vibrar el pavimento. Notas lo que se quiera pero esenciales: el móvil edificio musical se va construyendo sobre ellas. Si no existieran los bajos de la tuba, ¿qué sería de las flautas, los oboes, el corno inglés, los clarinetes? Se irían cada quien por su lado a dispersarse en el cielo. Es la tuba la que evita la desbandada, la que los mantiene coordinados, aferrados a la realidad de este mundo, volando en formación. Bueno, la tuba y el maestro Matza, quien dio la entrada, quien con ojo severo vigila, fulmina: «Uno de los cinco clarinetes está desafinando: ¡Usted!», dice el ojo y el clarinetista en cuestión se achica, se rebaja, quiere desaparecer pero por lo pronto ajusta el chorro de aire y yo sonrío: claro, andaba mal el maldito, medio tono abajo, no hay derecho. ¿Qué te pasa, condenado, por qué desafinas? Aunque los clarinetes tocan en mi bemol, como los que los tocan son ignorantes y brutos se les escribe en do mayor la partitura para eliminarles, por lo menos en el papel, los bemoles. ¡Qué tal que tuvieran que leer diez notas juntas, verticales, y tocarlas en el piano de un tirón, o transportarlas cuatro tonos más arriba o más abajo porque al cantante que uno acompaña no le da la voz! ¿Clarinetistas? Me suenan a albañil. Pero el maestro Matza los mantiene a raya con miradas fulminantes. De todo el público, el móvil público que a las once, los domingos, sin saber qué hacer mañana con su vida ni hoy qué hacer con la mañana, congrega su desocupación en el parque de Bolívar a oír el concierto, «la retreta», junto a la estatua, yo soy el único, así llegue con la borrachera viva o con la cruz de la resaca, el único que capta esas miradas suyas ora asesinas ora de complacida aprobación, y la inmediata respuesta del músico aludido. ¡Pobre maestro Matza con esta banda y en esta tierra de pacotilla! Músico imperial a la antigua, de un conservatorio a la antigua, de un continente a la antigua, venir a caer él, él que es la disciplina estricta, a la capital de la alcahuetería donde cada quien vive a su aire, como dicen en la península… Aunque no haya cruzado con él ni una sola palabra y todo pero todo nos separe, lo compadezco, lo entiendo y lo aprecio. Meter en cintura a cincuenta insubordinados haciendo que le suene la flauta al burro es cosa seria. Tras el acorde final de cada pieza se inclina para agradecer: breve inclinación de cabeza para un tibio aplauso. E indefectiblemente termina el programa con un pasillo o bambuco que recibe una ovación. Ni nos mira: mientras los músicos empacan sus instrumentos, da media vuelta y se marcha, nos manda al diablo. Bajito y de testa reluciente, el maestro Matza parece una figurita de terracota. Tiene oído absoluto. Como yo.
Sólo Smetana, Grieg, Sibelius, y el ruido del chorro del agua. Bach no. Ni su diarrea de notas. Por el Moldavia, por los fiords, por bosques de abedules, partidario como soy de la curación por el agua, permítaseme adelantar en tanto, en tanto voy con la Bruja hacia la gran fuente del parque, mi tesis sobre el tirano.
Algo íntimo en él daba la impresión de que, en efecto, como el rumor decía (¿sugestión del apellido?), lo hubiera aligerado de ciertas partes fundamentales la policía de Batista. Esa cara oval de eunuco oculta tras de la barba, y el cacareo gesticulante, chillón, de su voz demagoga… Pero no, no era cuestión de castrado o no castrado, la cuestión va más allá, mucho más de lo que usted se imagina. Si se dejaron montar los comités de defensa de la revolución (yo lo espío, usted me espía), si dejaron aherrojar la libertad y volver una cárcel la isla, y enseñorearse de ella la verborrea y la mentira, allá ellos. Que cargue con su negra suerte el pueblo imbécil si se dejó embaucar. La gente decente por lo menos alcanzó a salir, y el que se quedó se quedó, a mí no me preocupan. Lo que me preocupa es él, que hable mi idioma. Y que si le hablo, directamente me entienda. Que puedan tener eco en su cerebro de energúmeno asesino, sin intérprete ruso, mis palabras. ¿Cómo concebir que por los mismos cauces mentales por los que ando yo ande él? Simple cuestión de lingüística, vaya. No lo soporto en mi idioma. La ficción general fue creer que era de la misma especie que usted y yo. Con el pasar de los años, mientras Cuba era menos Cuba y más cárcel, ¿la negra barba no se le fue haciendo blanca? ¿No envejecía, pues, como todo el mundo el tirano? He ahí el error de todos, lejanísimo de la terrible verdad del monstruo: era un embrión congelado. Lo fecundaron in vitro y lo congelaron varios años, en que se contaminó con huevos de mosca, y después lo insertaron en una vaca portadora.
¿Estudiar medicina? ¿Montar una fábrica? ¿Construir casas? O mejor, ¿hacerle la revolución al pueblo paridor? Joven, si tiene sesos, lo último es lo que le conviene, lo que le aconsejo. La revolución, y se lo digo yo que he vivido tanto y tan errada aunque arrepentidamente, la revolución es fina operación que mata al paciente pero salva al médico. El paciente son ellos, el médico usted. Séalo con vehemencia. ¿Que le quitaron el porvenir? ¿Que los conservadores no lo dejan progresar ni lo dejan progresar los liberales? Métase a líder, a redentor, mienta con el ideal y con la generosidad abnegada. Recete, opere. Al paciente hipnotícelo, duérmalo y póngale su anestesia dialéctica, convulsiónelo y convulsiónese usted, cerebro perturbado, y según enseñan los métodos, probados y requeteprobados en la práctica, de Vladimir Ilich Lenin, infiltre al ejército, ponga bombas, apodérese de las emisoras, lance proclamas, divida, socave, pinte paredes, y con el apoyo de estudiantes, intelectuales y obreros (con el campesino no hay que contar), tómese el poder y presérvelo para usted y su hermano, o sea el pueblo, y que cuando el gran hombre muera le hagan su buen entierro. Subido al balcón de tabla y bahareque, tribuna de la Historia, arengue con los puños cerrados, manotee, gesticule, vocifere, que el pueblo aplaude. Si se le va el hilo del discurso diga «porque»: Porque la agresión imperialista… ¡Tal cosa! Porque el capitalismo yanqui… ¡Tal otra! Porque, porque, porque, aunque se le destiemple la voz hasta llegar hablando en maratón cerrada, cerrada consigo mismo, a las dos, tres, cuatro, cinco horas, días, cinco mil kilómetros, y acuérdese de que su país es pueblo soberano y que la humanidad les debe todo: el motor de combustión interna, la máquina de coser, la luz eléctrica, el carro, el avión, el jet, los antibióticos, e incluso el molino de mano para moler maíz de tortillas y de arepas. Todo, todo nos lo quitaron, nos lo saquearon. Si se le seca la garganta, pase con algo la incontinencia de palabra. Comandante, ¿no se le antoja una Coca Cola? ¡Cómo no!
De cantina en cantina rumbo a La Quinta Porra en los linderos del cielo, sube el Studebaker por la montaña horadando la niebla. El haz de luz de sus faros flota sobre los abismos brumosos. A la vera del camino en un remanso del tiempo, atrás, en una curva se quedó una cantinita de puertas y ventanas rojas, liberales. De pie, de prisa, allí en el mostrador nos tomamos un aguardiente, y dejamos al partir sonando en el traganíquel las quenas bolivianas. Vueltos al carro, serpenteando por la carreterita sinuosa, se me iba la ensoñación en pos de ellas hacia los Andes distantes. ¡Cómo distantes! ¿Soñando con las brumas andinas y la mole colosal de los Andes bajo las ruedas del carro? Bogaba el timonel del sueño en plena realidad, color de niebla.
Quien a nuestro Studebaker sube, entra como quien dice a una distinta dimensión, dimensión cerrada donde el invitado de turno deja de ser amo de sí mismo, dueño de sus mentiras. El dueño soy yo de mi verdad. En el mínimo interior de ese carro reina el presente, no hay espacio para otra cosa. El pasado, el futuro, lo que el mundo pueda decir o pensar se van al diablo, lo tiramos por la ventanilla. Ascendiendo, ascendiendo, íbamos así arrastrando inadvertidamente el ahora, en cumplimiento de la condición primera de la felicidad: ser sin saberlo.
¿Pero a qué demonios acarrear las víctimas (quiero decir muchachos) tan arriba en la montaña? ¿No era demasiado excéntrico del designio? Así es, en efecto, usted lo ha dicho: «excéntrico», fuera del centro. Los sacábamos a la periferia para cortarles todo vínculo con lo conocido, para aligerarlos del tabú, de la ciudad, de ropa. Subir a lo más alto para caer a lo más bajo, diría una moral antigua.
Ondeando por el filo de la cordillera el Studebaker disoluto se detuvo:
—Basta ya que estoy muy viejo, traquetiado, ya no camino más —dijo y con resoplido de mulita cansada se paró.
Del tibio interior salimos a escrutar el panorama y el humor del dios del trueno, y a diagnosticarle al paciente. ¿Sería una bujía floja? ¿O acaso el carburador? La batería no, porque daba luz: formaban los faros encendidos un alargado oasis en la oscuridad envolvente. Ahí, en lo real irreal, en ese páramo de líquenes, reino de ráfagas adonde si acaso, aleteando en el ulular del viento, ebrio de horizontes llega el cóndor, ahí y entonces, estremecido bajo la caricia de la escarcha, colmada el alma, en esos abismos flotantes se me queda anclado el recuerdo. Paradójico ascenso pecaminoso rumbo al cielo de las liberaciones. Y que no llega. No siempre va el pecado barranca abajo, amigo mío, a veces sube. Pasajero de la noche en la montaña perenne, subo, subo hacia el pico más alto, donde canta en su traganíquel La Quinta Porra, la última de las cantinas… A la que no he de llegar. En una curva del camino, siguiéndome, difusas, suenan las quenas. Las quenas, eco de brumas.
Me he quedado sin conocer el cóndor, ave en extinción. Supe de su vasto vuelo por los versos de un poema que empieza: «Nací libre como el viento de las selvas antioqueñas, como el cóndor de los Andes que de monte en monte vuela». Pero no hay tal, amigo Epifanio, usted nació esclavo, prisionero, y como nació murió: esclavo y prisionero de una moral antigua, encerrado en la locura. Cuarenta años lo encerraron en la casa de locos, que con usted inauguraron, cuarenta años con uno que otro visitante compasivo por década, cuarenta años que aún me pesan, hasta que por fin pasó al humilde cuarto, a liberarlo, la última visita.
Nadie supo por qué enloqueció Epifanio, por qué quería matar a su mujer y a sus hijos. Era su locura para su tiempo un enigma. Recientemente un psiquiatra, especulando aquí y allá lo aclaró; recientemente, cuando salvo a mí ya a nadie el asunto le importaba: Epifanio Mejía quería matar a su mujer y a sus hijos porque en su Medellín pacato, su Medellín de arrieros, eran un obstáculo para su libertad. Si el día en que enloqueció Epifanio, en que quitándose las ropas corrió al río yo me lo hubiera encontrado, le habría dado un consejo: Mándelos al demonio y por ahí derecho al cura párroco y al señor obispo, y lárguese con la primer puta que pase y que se le antoje. Así de simple. No sé por qué ha de ver el hombre tan confuso lo claro. Bueno, digo yo, yo que veo desde la orilla pataleando al ahogado.
Resguardando su pureza en la locura, transparente cajita de cristal, el poeta enmudeció. La negra barba se le fue haciendo blanca, blanca, enmarañada, y él soñando con que había compuesto la creación del mundo en no sé cuántas cargas de versos, que pronto habrían de embarcar, camino de Medellín, en el Puerto de Carpintero, adonde las habían llevado en sus mulas los arrieros. Diciéndoselo a quien lo quisiera oír, es decir a las paredes…
La otra noche soñé con Jesús Lopera. Un sueño nítido. Tanto como pueden ser confusas mis palabras para recobrarlo. El idioma es una red de trama tan burda, tan ancha, que deja colar la realidad. En fin, qué le vamos a hacer, era uno de esos sueños insidiosos en que nada pasa aunque todo pesa. Lo voy a contar como pueda. Él, el protagonista, y ellos, los comparsas, no se mueven ni me muevo yo, el espectador. Simplemente existimos, en plenitud. Yo aparte, silencioso, y en la antesala Chucho a un lado y a su lado una fila de muchachos esperando entrar al consultorio del doctor o a la cárcel. Muchachos entre los dieciséis y los diecinueve años, y entre el delito y la nada. Chucho, dueño de la situación, con su alegría optimista burlándose. Eso, feliz como siempre, burlándose. Todos le pertenecían y todo Medellín por supuesto: desde lo eterno se lo habían escriturado. ¿Supo de Epifanio y su locura? Lo dudo. Dueño de la felicidad y la sabiduría era sordo a la necedad del fracaso ajeno. Sólo oía lo que le incumbía. Y nada más. En cuanto a mí, suelo dormirme oyendo el ruido interior y afuera las cigarras, esperando soñar un día que soy un cóndor, que es el último sueño y que libre me voy. La otra noche soñé con Chucho Lopera. Por primera vez, a fuerza de tanto evocarlo.
Roberto Pineda, como Berlioz, sin tocar ningún instrumento componía para todos. Y con la misma desatada grandilocuencia. Sólo que, a diferencia de Berlioz, Roberto Pineda era sordo: sordo del oído y del alma, sordo total.
—Don Roberto, ¿que nota es ésta? no mire.
Y le tocábamos en el piano un do. Y él:
—Será mi bemol…
Sabía, claro, que el registro del clarinete va de aquí hasta allá, y que si a una soprano se le pone una nota de más en lo alto, en lo alto del techo, se descuerda. Y ese conocimiento de los registros y el pentagrama le permitía componer para orquesta sinfónica y le alborotaba la soberbia. Escribía unas partituras sordas, ciegas, complicadísimas, llenas de punticos negros y patas de mosca.
Veinte sinfonías compuso, tres conciertos para violín y piano, otros para flauta y clarinete, más un réquiem y un te deum, fantasías, variaciones, tríos, cuartetos, sonatas… Pero su obra máxima es la cantata a Edipo Rey, Œdipus Rex, para orquesta de doscientos instrumentos y coro: un estadio de voces desaforadas. De la cual, la susodicha, oí diez minutos: duraba dos días y medio, vale decir tres y medio menos que la creación del mundo si se tiene en cuenta que Él el séptimo descansó. Que se los resista su madre…
Roberto Pineda fue mi profesor en el Conservatorio de Bogotá. Venía de un pueblo frío de Antioquia, Marinilla, donde los niños nacen blancuzcos, descoloridos, como un tubérculo que allí se da y que se usa en el sancocho de tierra caliente, la arracacha. Nacido en zona tan prosaica, aspiraba él sin embargo a lo más alto. Como yo. Era mi profesor de armonía. Especializado en encontrar quintas y octavas paralelas, obstinada, meticulosamente las buscaba en todas partes.
—Vaya búsqueselas a Debussy —le dije el día en que lo mandé al carajo.
Por donde se me mire, por donde se me busque no puedo ser un buen músico. Con tanto mal ejemplo… De un lado la simpleza del pasillo y el bambuco; del otro Roberto Pineda, un Schönberg a la décima potencia. O tónica y dominante o el pandemónium total. Cierro los ojos, veo a Roberto Pineda y se me exacerba el tinitus.
De curva en curva, de recuerdo en recuerdo, entre este ir y venir de gente que a nada lleva voy llegando a Santa Fe de Antioquia, un pueblo a la orilla de un río. El río, turbulento, se llama el Cauca, y entre tantos secretos de sus honduras tiene una «u» en el medio. No tiene, en cambio, caimanes. Si desde el Magdalena, donde el Cauca desemboca, se pasa un caimán desprevenido, el Cauca lo revuelca, lo pone patas arriba como pone a las canoas: las hunde con sus pescadores, les corta la respiración. Especialista además en llevarse niños: los que se arriman a sus riberas o le caen del puente colgante que lo atraviesa, maná caliente para la culebra. Va el puente de orilla a orilla sin un pilote, balanceándose. Aquí y allá, en el piso, un hueco: por ahí se va el imprudente que camina viendo el paisaje sin ver al suelo. ¡Uuuuuh! ¡Plas! Cayó, se hundió, no se volvió a ver. En cuanto a nosotros, pasamos en nuestro carro, el Ford, con infinita precaución.
—Papi, ¿y si nos caemos qué?
—Mejor no.
A las cuatro o cinco de la madrugada nos habíamos despertado, esto es «levantado», porque lo que fue dormir no dormimos. ¡Quién duerme cuando va a hacer un viaje a Antioquia lejana, el primer viaje! ¿Qué tan lejana? Muchisisísimo: cinco o seis o siete horas o días a cuarenta kilómetros por hora, a toda velocidad. Éramos cuatro; mi último hermano, Silvio, acabado de nacer, iba en una canasta: papas, plátanos, yucas sacamos de ella y entre almohadones y sábanas en su interior lo acomodamos. La comida en un portacomidas o portaviandas, ¡y a viajar! Ahí va el Ford, va la carcacha por entre el polvo cortando curvas. ¿Qué fue esa bola blanca que cruzó? ¡Un conejo! Un conejo veloz de tierra caliente que si en vez de día hubiera cruzado de noche lo encandilamos: se queda en medio de la carretera quietecito, empendejado, y uno lo agarra, lo acaricia, le hace una jaulita, lo guarda, y le da zanahorias frescas, que le encantan.
Pero voy muy rápido, demasiado aprisa, saltándome curvas y cosas. Antes de la madrugada hay una noche, lenta noche intolerable de excitación ante el viaje, con un enigma por resolver: ¿Cómo es que vamos a ir a Antioquia si en Antioquia estamos? Hombre, niño, es que Antioquia son dos, hay dos Antioquias. Una, grande, son montañas y llanos y ríos y arroyos que se desprenden de esas montañas y crecidos arman el acabose. Y otra, chica, es un pueblo: Santa Fe de Antioquia, la antigua capital, a la que el tiempo ateo le cortó la parte santa del nombre. Ahí y ahora, ahí debe estar, a la orilla de su río, dejada de la mano de Dios. Era a esa Antioquia a la que íbamos, un pueblo viejo, de casas viejas, de calles viejas e iglesias viejas, desportilladas, y unas viejas de mantilla negra rezando en la catedral.
Perdón, perdón, perdón que el retrato está desplazado, estoy confundiendo dos viajes, dos recuerdos: un viaje hecho de niño, otro de joven; uno en un Ford, otro en un Studebaker. Es al segundo al que pertenecen esas desoladas vejeces. Del otro, del primero, sólo logro recobrar tres cosas: un conejo, un río y un puente.
En el Studebaker, con mi hermano y el consabido acompañamiento de muchachos regreso a Antioquia un día borracho, soleado, desafiando curvas y abismos y el qué dirán. Si con buena voluntad se nos mira somos un par de locos; si con menos buena unos degenerados. ¿Y quién le está pidiendo su opinión? ¿No quiere salir? Se queda usted en casa que yo tomo, por lo pronto, la misma vieja carretera que de niño transité, tiempo ha, y que encuentro igual, rota, ruinosa, destartalada, como la encontraré dentro de cien años, gobierne quien gobierne, el partido conservador o el liberal, cuando vuelva yo por ella, fantasma envuelto en blanca sábana o salido de su ataúd en su mortaja a desandar los pasos, pero no a pie porque a pie nunca llego: en el carro del recuerdo, más desvencijado que nuestro viejo Ford y más disoluto que el Studebaker.
Dejando atrás las vacas sabias, pensativas, rumiando tras las cercas, embriagado de curvas y de pensamientos iba recordándome de niño por esa misma carretera que ya una vez olvidé y que volvería a olvidar, acercándome, acercándome al pueblo que hay al final de ella y del primer viaje, largo viaje lejano que se tragó el olvido en una nube de polvo pero que empezó limpio, despejado, al amanecer. Y hoy apuesto lo que quieran a que la carretera sigue igual e igual el pueblo, Santa Fe de Antioquia que no ha cambiado. El que ha cambiado soy yo, el niño, el hombre, el viejo, de curva en curva dando tumbos por los baches del camino de su ilusoria continuidad. Regresamos a Medellín anocheciendo, por la bajada de Robledo, rompiendo brumas. La bajada de Robledo, por donde sale el sol o se pone, lo mismo me da.
¿En qué mundo estoy? ¿En qué año? ¿Vuelvo acaso con la hermandad del humo por las calles en pendiente del barrio de Boston? Adviértase que si voy con ellos, los hachidis, los parias, oyéndoles sus historias de cárceles y atracos, arrastrando el tiempo, es por el mero sabor del humo: no buscando la distorsión de la realidad. ¿Para qué iba a buscarla? Siempre la he encontrado de sobra distorsionada.
Los ojos turbios, vidriosos, inmóvil en su mecedora, la abuela espera a que le llueva del cielo, compasiva, la bendición de la muerte. Pero no la quiero ver así, es una imagen esa entre muchas. También la puedo ver, por ejemplo, en el corredor posterior de Santa Anita: feliz, limpiando café entre sus animales. Tiene vacas, gallinas, cerdos y el café lo seca en unos costales viejos que extiende sobre las baldosas rojas del piso. Es el café de Santa Anita dorado, impecable, sin un solo grano negro. Yo a escondidas, muy callado, me le acerco por detrás y la abrazo.
—Ay muchacho —dice—, me asustaste, estaba pensando en el abuelo.
El abuelo es Leonidas, su marido, y es abuelo mío y no de ella, y ya hace años que murió. Pero lo recuerda como si ella fuera uno más de sus nietos. De súbito, por una de esas maromas o burlas que me hace el tiempo, dejo de ser un muchacho y vuelvo a ser un niño, y en el mismo corredor, y en la misma situación, con la abuela limpiando café, de súbito irrumpe un estruendo. ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? Era la gallina saraviada, o sea con manchitas de plumas amarillas sobre el fondo pardo y negro, su gallina preferida que pone, día a día, sin faltar, religiosamente un huevo y a veces dos. ¿Y ahora qué se trae ésta? Brusquedades, sacudidas, coletazos desprendiéndose de plumitas, pelusitas tiernas, la gallina saraviada se baña ante nosotros en un charco de polvo, en el oasis de la dicha. ¡Eh carajo, qué alharaca! ¡Ni que se fuera a bañar Luis XIV!
Un día de buenas a primeras, sin decir pío, la gallina saraviada se esfumó. Y nada se volvió a saber de ella. Por el monte, por el bosque, por el platanal, por el cafetal, por rastrojos y matorrales siguiendo las acequias y meandros de los cauces de agua que vienen de lo alto y que todo lo empantanan, inútilmente, en vano, por toda Santa Anita la buscamos. ¡Qué se le va a hacer, se la robaron! No había tal. En el escondrijo más escondido en que se pudiera esconder, burla y desafío al empeño de cinco niños, la gallina sa raviada estaba empollando. Y otro día de improviso, sin aviso, muy segura de sí misma, orgullosa e infatuada, transfigurada en el esplendor de la mañana apareció seguida de una infinidad de pollitos.
De trajecito azul y corbatica negra, engalanado, quien no hacía mucho aún era un niño, yo, entraba al caer de la noche al paraninfo de la Universidad de Antioquia a recibir mi diploma de bachiller, el único que he alcanzado. Al paraninfo ¿ven? lo más solemne de la vasta tierra. Y he aquí el cuadro: abajo los estudiantes y familiares, padres, novias, primos, hermanos, y arriba en el estrado de honor de caoba vieja, reluciente, presidiendo el acto el señor rector, monseñor obispo, su eminencia no sé qué, mi general no sé cuántos, y altos dignatarios de la corte celestial y el reino de este mundo. Llegué acompañado de mi padre. Cuando nos vieron llegar a él lo hicieron subir al estrado, y entre una sotana negra y el gran pájaro amarillo de anillo y báculo lo instalaron. Por algo era él toda una figura del partido conservador que es católico, apostólico y romano, como el liberal y como el liberal tan burócrata y ahora, dicen, con estos tiempos que corren tan distintos a los de antes, como el otro tan ladrón. Bueno, dicen, yo no sé ni me importa.
Arrancaron con el himno. «Alma mater de la raza», así empieza. La Universidad de pie cantándolo, a mí chorreándoseme las lágrimas y la orquesta del Conservatorio acompañando, con esos bajos de la tuba que me remueven las entrañas, y del nido de los malos pensamientos, el centro mismo de mi pobre corazón hacen salir, sale volando, una palomita blanca.
El himno de la Universidad de Antioquia, por si no lo saben, lo compuso el maestro José María Bravo Márquez: lo copió de un coral protestante, dice la maledicencia con su larga y filuda lengua que comulga desde el atrio, y van a ver por qué. Porque yendo de gira una delegación de la Universidad de Antioquia por los Estados Unidos, cuando se presentó en la primera universidad y empezó a cantarlo, la universidad norteamericana en pleno, sonriente, con ellos en inglés siguió cantándolo. Vaya sorpresa. Lo que digo yo es que con siete notas no se puede hacer nada nuevo. Do, re, mi, fa, sol, la, si, do, sube la escala y ya repitió el primer escalón. El hombre, animal viejo de viejas mañas, se repite creyendo que se renueva. No hay tal: es siempre el mismo viejo y mañoso animal.
El profesor de geografía (mísera materia para quienes ya estudiábamos física, química, metafísica), el más humilde, a nombre de la Universidad pronunció el discurso. Yo siempre he dicho, dijo, en esas clases mías que Colombia es un gran país, y que nos cupo en suerte toda la suerte y las riquezas: bosques inmensos, ríos inmensos, montes inmensos de donde se desprenden cascadas portentosas capaces de mover turbinas, capaces de arrastrar la tierra. Afortunados nosotros con semejante maravilla de país: nosotros, la patria y la esperanza. Que jamás lo fuéramos a olvidar. ¡Qué diablos lo iba a olvidar! Pasa el tiempo y el tiempo y comparo y comparo, cotejo sus palabras con la adusta realidad ¿y qué veo? Que los bosques ya los talaron, los ríos ya se secaron, las montañas no eran arables y la capa vegetal de los inmensos llanos era tan mísera, tan ínfima, tan mínima que daba, si acaso, lástima y para alimentar matorrales y culebras. Sueño de ingenuo, ilusión de pobre, Colombia nada tiene: sólo el partido conservador y el liberal, o sea: tampoco tiene futuro. Pero Colombia que nada tiene es lo único que tenemos. ¿No es un consuelo?
Ciento sesenta muchachos nos graduamos esa noche de bachilleres. A unos les entregó el diploma el rector, a otros el general, a otros el cura, a otros el obispo. A mí mi padre. La vida avara, que poco da, de cuando en cuando me distingue con uno que otro privilegio entre el montón. Venía el diploma reluciente, recién sacado del horno: con no sé cuántas estampillas de cien pesos y las firmas de Raimundo y todo el mundo: de profesores, de directores, de rectores, de alcaldes, de gobernadores, de ministros, de presidentes y de Dios Padre Nuestro Señor. Y sellos.
Subiendo en la pendiente de la calle del Perú lindábamos por arriba con una casa que era a la vez farmacia: la Farmacia Amistad cuyo dueño, Arturo Morales, tenía un sello: «Farmacia Amistad» decía en círculo, y llenando el centro la dirección y el teléfono. De niño cada vez que los curas salesianos me exigían un certificado, yo mismo lo escribía a máquina y con firma ininteligible lo firmaba, y colándome a la Farmacia Amistad sobre la firma le aplicaba el sello para darle el peso contundente de la verdad. La noche de mi graduación, de regreso a casa con la corbata aún puesta y el sagrado diploma, antes que nada pasé a la farmacia:
—A ver, don Arturo —le ordené—. Présteme el sello.
Lo tomó como para protegerlo: el sello de la Farmacia Amistad (como cualquier sello) era sagrado. ¿Para qué lo quería su vecino? Se lo quité de las manos dudosas, extendí sobre el mostrador mi diploma, y tras de refrendarlo con la última firma, Perico de los Palotes, sobre la misma le chanté el sello. Así quedó mi diploma de bachiller, mi único diploma, engalanado: firmado por don nadie y sellado con la nada. Hoy cuando entro a un lugar ambiguo y vergonzoso donde tengo que firmar, firmo con la firma del presidente de Colombia.
Va mi camión de escalera por la carretera de Medellín a Envigado, de Envigado a Santa Anita remontando el tiempo. Mas no sé muy bien dónde voy. ¿Ya pasamos la finca del maestro González, Otraparte? Aún no. Ni siquiera hemos cruzado la quebrada Ayurá, arroyo limpio y manso de mansas aguas pero turbulentas porque en él se bañan los seminaristas del Seminario Mayor. Del Seminario Mayor no, hombre, de un Seminario Menor, uno cualquiera, de los que hay varios: se bañan en camisón de señora y en pecado mortal. Mayor o Menor, algún día he de ver este de la carretera a Envigado en bancarrota vuelto taberna o burdel, se lo digo yo que soy brujo. En medio de la ladera y de la oscuridad de la montaña, a estas horas de la noche anda apagado, pecando con el pensamiento, pero ya lo veo con los ojos de la anticipación ardiendo de foquitos rojos y adentro, entronizado en el lugar de María Santísima, iluminado de verde y amarillo, un cromo de Gardel. Y en vez del Tantum Ergo, sonando desde el coro un tango, un tango en su traganíquel, que arrulla con sus acordes nostálgicos a ciertos habitantes antediluvianos escapados de Sodoma y refugiados aquí. Yo para entonces habré desocupado el lugar y no gozaré del triunfo de ver derrumbarse el ídolo y vueltos el Seminario Mayor y su vecina Basílica Metropolitana inmenso zoco árabe, abigarrada tienda de mercachifles donde te venden, a falta de rosarios, falsa pedrería, cuentas de chaquira y abalorios. Claro que no, no lo alcanzaré a ver.
¿Y ya sí estamos en Otraparte? No. Aún no. Atrás dejamos, apenas, la finca Oviedo, con su blancura que desafía la noche, y vamos hacia la gran gruta de la Virgen donde de niño presencié un choque espléndido. ¿Apenas? Apenas. Viaja mi camión de escalera como en un sueño rodando quieto, avanzando sin avanzar, empantanado en el lodazal del tiempo. ¿Habré de ver una de estas míseras noches en que regreso, desolado, del café Miami a Santa Anita, habré de ver al maestro González paseándose frente a su finca de Otraparte por la carretera, en pelota, escandalizando viejas? Claro que no. Vivo no lo habré de ver. Muerto lo conoceré en una foto: lleva puesta una boina vasca. Filósofo chocarrero, viejo payaso en esta tierra de payasos, te me fuiste la otra tarde en tu Otraparte sin avisar, sin esperar mi visita, sin que alcanzara a llegar a preguntarte lo único que me interesa: «Maestro, ¿qué opina de esta raza hijueputa?». «Joven, usted lo ha dicho», me habrías contestado. ¿Y si sé para qué preguntó? Pregunto para confirmar. El maestro González, quien se paseó por este mundo a su gusto: en pelota y con un nombre espléndido: Fernando. Fernando… Resuena con ecos de reyes de España, y en un entrechocar de armaduras y lanzas se me va yendo por campos abiertos y colinas soleadas. Espléndido de verdad. Pero esta noche mi camión de escalera no llegará a Santa Anita: se ha atrancado en la desolación.
Eran las arrieras unas hormigas grandes, disciplinadas, magníficas, que en orden y largas colas acarreaban hojas de naranjo picadas en pedacitos. Subiendo, bajando, avanzando, bordeando charcos, unas con carga, otras sin ella, como por autopista de dos carriles iban y venían en dos filas paralelas: hacia un polo serpenteaba una línea café, hacia el opuesto una línea verde. Debieron su nombre, sin duda, a los arrieros. Luego, por algún parecido con ellas, se llamaron arrieras unos busecitos que, compitiendo con los camiones de escalera, empezaron a hacer el trayecto de Medellín a Envigado: en mi plena juventud. Nada perdura, todo cambia. Cambia el inestable idioma y se truecan unos por otros los significados y estallan en sus significados las palabras: revientan incapaces de contener tanto viento.
Del gran naranjo frondoso que daba las naranjas ombligonas, su terminal de camiones, partían las hormigas arrieras en su ordenado viaje. Lo que nunca pude saber es adónde iban. ¿Iban, con su lento peregrinar, a Santiago de Compostela, a llevarle su humilde ofrenda al santo? Rebasados los linderos de Santa Anita, la cerca divisoria que nos separa de Avelino Peña, se marchaban ignorando patrias hacia allá, más allá, el lejano más allá, a medir el vasto mundo. Dizque las van a fumigar para salvar el naranjo. Dizque. Tantas cosas dice el abuelo que nada cumple. Es pachocho, o sea lento, y del tiempo de los arrieros. Cuando nació no había carreteras, sólo caminos de herradura y ya es decir: culebriando por la tortuosa geografía de Antioquia iban a dar, a desembotellarla, al Magdalena, un río solemne como primate del partido conservador pero con más chiste: de cuando en cuando, orquestado de mosquitos, sacaba su bocaza inmensa y ¡plas!, se zampaba un pescador con dentellada de caimanes. ¡Y ojos que te volvieron a ver! Las arrieras, los arrieros… Paso a paso, incansables, empeñosos como esas hormiguitas viajeras, iban y venían los arrieros con sus recuas por los caminos de Antioquia, y en ese ir y venir se les agotaba la vida. Viejo oficio de la arriería que nunca volverá. ¡Arre! ¡Arre! Arrea con todo el tiempo.
He vuelto a ver la raya luminosa: surgiendo, como antaño, del fondo de la oscuridad del ojo y diciendo lo de siempre: «No, no, no, no…» Haga de cuenta usted un limpiabrisas de carro pero rutilante y suspendido en el aire, o mejor, en lo más oscuro del vacío. No es luz que exista afuera y que perdura en la retina unos instantes antes de desaparecer. No, ésta brota de la nada. «¡Fiat lux!» como quien dice y la luz se me hace, sola, sin que medie la Divina Providencia. Recta, con engrosamientos como de pluma de pavo real aquí y allá, centelleando, fibrosa. «No, no, no» dice pero no sé qué niega. En ausencia de la abuela, en Bogotá, recuerdo, se me exacerbaba enfurecida. «No, no, no, estoy diciendo que no». Diríase el canto penetrante de la cigarra en noche tibia, palpitante, silenciosa aunque no en sonido: en luz. Arrullado por ella, embriagado en su vaivén al cabo me dormía. Ahora, de nuevo, he vuelto a ver la raya luminosa y me dice «No». Mal signo porque se me había apagado desde niño.
—Vieja, fea, pobre y anónima y con el pipí chiquito, tráiganme la escopeta de cañafístola que me voy a matar —decía el mamarracho ese encaramado sobre la mesa, y en torno ardiendo el Armenonville.
«Y por añadidura marica», pensé yo. Una verdadera calamidad. Para ser marica hay que ser rico porque los muchachos cuestan mucho, quitan tiempo y no dejan trabajar. De lo demás olvídese que la vejez empareja y anónimos al cabo acaban los más célebres, pasto de gusanos. Así que siéntese y tómese un aguardiente. Aceptó, se sentó a mi mesa, se lo tomó. Y borracho además…
Era el Armenonville una cantina, galpón enorme y bailadero, de putas y camajanes, matadero. Uno de los más empeñosos mataderos de Medellín, que a su vez lo era, alegremente, en su conjunto. Otros, entre muchos, fueron el Pakistán y el Crillón, frecuentados, con riesgo de su vida y sin objeto, por este servidor. Dieron las once, dieron las doce, avanzaba la noche, firme, hacia el filo de la navaja. Envolvía la bruma, la muerte, el sueño en su deshilachado manto a Medellín.
La cara empolvada, pintarrajeada, sombra azulosa sobre los párpados, decrépito, el hombrecito apuraba unos tras otros los aguardientes dobles.
—¿Cómo se llama usted? —le pregunté.
—José Güepo —contestó.
—Carajo —dije—, hasta con el nombre se lo jodieron. Usted sí acumuló en uno solo toda la sal de la tierra.
—¡Qué va! —replicó alegre en la borrachera—. Hoy soy el más afortunado porque te tengo a ti.
Me hablaba de tú como sólo se le habla en Antioquia a Dios y a la novia.
—Bueno, si le sirve de consuelo…
Al Hotel Guayaquil nos fuimos, el más antiguo y más mísero, el más roñoso del roñoso barrio de su mismo nombre, de putas y fantasmas, que costaba un peso más benzetacil. Llevado yo del carajo y haciéndole obras de caridad a la noche…
Del Crillón lo que recobro en cambio es un tiro: resonó seco, contundente, en el bullicio, sobre la quejumbrería de los tangos. Blanco equivocado, borrado de la cuenta, silenciado, uno de los serenateros se desplomó con su guitarra. Entonces, de la frente, se dio a brotar, a gotear, como un rosario, la sangre. Los misterios que vamos a contemplar esta noche son dolorosos… Una gota, otra, otra sobre el embaldosado frío del piso en el repentino silencio, abismales…
Bajamos del carro la caja de cervezas frías, cruzamos el parque, y de camping nos instalamos a la sombra de la estatua. Vueltos sombras, el héroe y el caballo se proyectan, fugitivos, sobre el asfalto, con los rayos tempraneros del sol de la mañana. El conjunto, de bronce, es deforme: demasiado grande el hombre para el caballo. Y sin embargo en vida era un hombrecito chaparro, achaparrado por el peso de tanta gloria. Tal vez el escultor lo quiso agrandar entonces en su estatua, a la medida de su ambición, pero se le fue la mano, se le fueron las patas: poco falta para que el guerrero toque con las botas el piso, y así cuatro patas del caballo y dos de él son seis. Libertador le llaman y yo me pregunto: ¿De qué nos libertó? Jamás cruzó su espada con nadie y murió en la cama, pero cabalgando sobre la hecatombe y ríos de sangre, de tanto cabalgar le salieron ampollas en las nalgas. Él es el padre de la patria. O mejor, la madre de esta mala patria que en mala hora parió, malparió: le resultó un monstruo de dos cabezas, mongólicas, siamesas, una liberal a la izquierda, otra conservadora a la derecha, pero mirando ambas, con las mismas miradas abotagadas, grasosas, al mismo punto convirgiendo: la Presidencia de la República, el solio vacío que él dejó, donde sentarse a joder, a mentir, a estorbar, a robar. ¿Y si enlazáramos a este Libertador como enlazamos otrora, en el cementerio de Envigado, al ángel, con fuerte lazo atado al bumper del Studebaker? ¡Qué espléndido vuelo haría! ¡El Libertador volador en su Pegaso, rampa de lanzamiento el pedestal y libre él, por fin, de las amarras de la ambición de esta tierra! Blandiendo su espada oxidada de bronce se iría entonces el héroe tras las palomas desvergonzadas que a mañana, tarde y noche le dejan en la cabeza, en el hombro, o chorreando por la espalda la muestra de su desprecio. Se iría tras ellas a escarmentarlas. ¿Pero cómo meter el Studebaker al parque?
Estando en estos pensamientos se nos acerca un tombo, policía con garrote y vestido de billar, y pregunta:
—¿Qué hacen aquí a estas horas?
—Lo que ve —contestamos.
—Tomando cerveza…
—Sí. Vio bien.
Duda un instante su cabeza pachorra: ¿Será pecado? O delito… ¿O ambas cosas a la vez pues son la ajena felicidad? Mira en torno buscando apoyo, otro tombo como él. Mas no lo hay. Y aprovechamos la irrepetible ocasión y por detrás, a traición, a mansalva, le aplicamos un botellazo formidable en la testa. Como un nazareno se derrumbó el maldito encharcando en sangre el piso: sangre de culebra. ¡Y a correr! Dejando la caja de cervezas frías y las huellas digitales esfumándose sobre la escarcha, irradiamos como chispas, nos dispersamos por los veinte rumbos para reunirnos luego, pronto, en la calle, en el Studebaker. ¡Y a volar! Parte el Studebaker como una flecha, como una bala de cañón y en él nos vamos, montados en la impunidad. ¿Que anotaron la placa? Está falseada: con tiritas de esparadrapo. Y mientras subimos y bajamos, subimos y bajamos, jubilosos, cabalgando las montañas, yo me pregunto lo de siempre: ¿Qué hará sobre un caballo un cerdo?
Descalabrada la Ley, heme pues huyendo como un cabrón, como un rufián, como un granuja. Como narrador de primera persona, vaya, respetuoso del lector y de quien le favorezca. Al atardecer, instalado en el Miami, oigo a Iván Saldarriaga perorar, pontificar. Nos está exponiendo su vindicación del incesto. Cuando menos en los años que nos quedan registrados en el papiro y la piedra, dice, la humanidad ha vivido bajo su oscuro terror. Tétrico y sombrío terror que la genética hoy día, rompiendo la bruma del tabú con su cruda linterna, nos explica con decepcionante claridad. Todo resultó ser cuestión de un conjunto variable de genes defectuosos que los seres vivos que se reproducen por el sexo arrastran y transmiten a cada nueva generación, y que en el juego de los cromosomas, que van en pares, entre extraños se compensan pero entre parientes cercanos no. Eliminado por la revolución proletaria el amor burgués y sus miserias, su maniática procreación, el incesto devastador se convierte entonces en un fantasma desflecado, en un perro desdentado, y Edipo puede acostarse a gusto con su madre, con su abuela, con su tía, con su hermana, con su mujer, con sus hijas.
—¿Y con los hijos qué? —pregunto tímidamente yo.
—También. Todo cabe dentro de la doble hebra del ácido nucleico y el pensamiento de Marx.
—¿Es ortodoxo?
—Lo es. ¡Qué! ¿No has leído La Sagrada Familia de Marx y Engels? Niño, hay que leer…
Decía «Jengels», con jota sonora, morosa.
—Al paso que vas, le digo, pronto podrás compaginar a Chucho Lopera con Marx y Santo Tomás.
—¡Claro! Tanto enfría el hielo que quema.
—Pues a mí se me hace, Ivancito, que se te está yendo la mano. No te vayan a mandar, cuando aterrices en Rusia, a que se te queme, se te congele el culo en Siberia.
—¡Qué va!
Pelele de sus disparates Iván se fue al monte y se enroló en la guerrilla: murió de mordedura de serpiente mapaná. Mejor. No tenía pinta para marica, y ya le empezaban a zumbar las abejas invernales… En una selva oscura lo enterraron, sin bombo ni discursos. Y sin embargo pertenecía él a las más conspicuas corporaciones de su tiempo: los Hijos de Baco, la Hermandad del Humo, los Fugitivos de Sodoma, y el marxismo-leninismo, claro: falso, iluso e internacional. Requiescat in pace, amén.
¡Y pobre Alcides Gómez también! Quebró. Vendió la casa, vendió el carro, vendió el almacén, y arruinado por sus innúmeros amores fue a dar a un tugurio de la colina de las Brujas, pasando un arroyo, pasando unos cámbulos, pasando un cerrito que en su recuerdo la posteridad llamó Cerro de Quitacalzón, donde terminaban todos, tan desprovistos de ropa como su madre los echó al mundo.
¿No es ese Alcides Gómez que usted dice uno que tenía un Volkswagen que hizo papilla un camión? ¿Muy alto él y demacrado, amigo de Pedrito Villegas, el maniquí, que también se mató? No hombre, ése es otro. Ninguno de los que aquí se dice es el que allá se cree. Son homónimos. Homónimos en este mundo tan repleto de gente que los nombres y los genes y los vicios se repiten. Como un rosario ¡no faltaba más! Tiberio emperador romano, aquí y ahora no llega ni a marica descolorido de Junín. ¡Pero pobre Esteban Vásquez también! Murió. Lo mató la Industria Licorera de Antioquia, más vieja y asesina que el tren.
Por el oído izquierdo, que es por el que mejor oigo, me trajo el viento la palabra «ministra». Torné a mirar y por el ojo derecho, que es por el que mejor veo, en la luz difusa del Metropol me entró un desvergonzado marica: hablándole a otro y mirándome a mí. Aludía, claro, al alto y sagrado cargo que ocupaba mi padre, y con el femenino a su servidor.
—Ministra tu puta madre —le grité y le aventé la botella.
Esquivó el maldito y fue a dar la maldita, ciega, sin control, contra el traganíquel a hacerlo añicos.
—¡Al piano no! ¡Al piano no! —gritaba Hebert, el dueño, abriéndose de brazos en cruz cuan ancho era, como un crucificado para protegerlo, y llamando piano al traganíquel como lo llaman las putas de los barrios de Lovaina y Las Camelias.
¡Qué confusión! ¡Qué necedad! ¿Por qué será? Pero vaya a ver José qué pasa allá que tanta hoja podrida de tanto otoño amenaza desplomarnos el invernadero.
Cabalgando Medellín por sus montañas se prodigaba en nuevos barrios. Es a saber: Toscana, Moravia, Santo Domingo, San Pablo, Nuevo Horizonte, Villa del Socorro, Manrique Oriental, Brisas del Oriente, Granizal, subiendo, bajando, El Bosque, El Hormiguero, El Pomar, Loma Hermosa, La Esperanza, Los Caunces, Los Arrayanes, El Vergel, subiendo, rodando por las laderas de las montañas. Y en tanto más crecía más era la desmesura de mi amigo Jesús Lopera en su empeño deabarcarlo. Al fin la ciudad lo rebasó, y ya Chucho se convertía en un solemne desconocido, en otro más del montón cuando lo apuñalaron. Así la muerte emparejadora vino tan sólo a ponerle, sobre el anticipado diploma, su último sello de olvido.
Pero de esa turbamulta que pasaba por Junín, óigame usted, algunos después sonaron mucho: a mediodía, a las tres, a las seis, a las nueve en los noticieros cacaraquientos de la radio. De alcaldes ellos o inspectores, procuradores, directores, gobernadores, contralores, personeros, tesoreros, cada quien con su codiciado cargo público y su mujer, privada, un adefesio, sus hijos, el radio que ahora suena y el televisor, y esos dobles apellidos ramplones de Antioquia, Restrepo Olarte, Muñoz Duque, Peláez González, Jiménez Gómez, Mejía Isaza, Vélez Escobar, Escobar Vélez y la soberbia infinita de la ignorancia. Que el alto funcionario dijo, que informó, que declaró… ¡Si vive Dios por qué no mueren estos hijos de la gran puta! Partió mi mano enfurecida con la varilla de hierro, y adiós radio, adiós televisor, adiós piano, adiós casa mía y casa ajena, adiós lámpara de techo. En casos así, claro, para preservar la integridad del mundo tan dificultosamente construido interviene la policía. E intervino. Me maniataron, me esposaron, me encamisaron, y en camisa de fuerza me hundieron en la oscuridad.
Voces huecas resonaron de súbito en los espacios vacíos:
—¿Está loco? ¿O endemoniado?
—Si esto fuera iglesia, señora, lo segundo. Como es hospital psiquiátrico lo primero pero pierda cuidado que de todas formas se lo vamos a exorcizar, aunque no con agua bendita: con los últimos adelantos de la ciencia.
Afuera un árbol en el viento, quejumbroso, tras los cristales sucios. Adentro, en el sombrío cuarto, tiritando de frío la mañana. Los doctores ¿cinco? ¿seis? de blanco. Blanco impoluto disimulándoles el alma puerca, estúpida.
—Bueno —dijo hablando por todos el director del negocio—, como vemos las cosas usted no tiene remedio. Usted es lo que es sin atenuantes, ciento por ciento. Y el mundo no es así. ¿Sabe cuánto es el mundo?
Hizo una pausa profesional, miró el reloj finísimo y con voz pausada, fatigada, se contestó a sí mismo:
—Un uno por ciento.
Nueva pausa mirándome a los ojos:
—Así que usted decide. Cambia usted o cambia el mundo porque juntos no pueden seguir, no pueden coexistir.
Miré la pared y la vi tan indefensa, tan frágil, tan débil, y yo tan fuerte, tan duro, tan terca mi cabeza que me sentí capaz de abrirle su gran boquete a cabezazos y a cabezazos derrumbarles la clínica. Con voz de ultratumba contesté:
—Pues que cambie él porque yo no pienso cambiar.
Fue lo último que dije. Tendieron hacia mí un vaso de agua y una pastilla que maquinalmente me tomé, y quedé a su merced. Lentamente, silenciosa, fue avanzando la gran máquina oscura, a través de la cual, en un silencio devoto, me conectaron al vacío: me aplicaron la primera inyección de insulina y empecé a caer, a caer. En los días sucesivos siguieron otras, otras para romper, en la tierra de nadie del coma, a las puertas mismas de la dulce muerte, entre la noche y el día, siempre al amanecer, mi empeñosa, mi rabiosa unicidad. Caía, caía en la espiral sin fondo de la muerte.
Un león, un caballo, una zebra, un tigre, y sobre el león, el caballo, la zebra, el tigre, niños. En el tigre, enorme, de Bengala, voy yo, veloz, espoleándolo, sujeta la brida fuerte no se me vaya a escapar dejándome sentado en el viento. Es el Bosque de la Independencia, domingo, y en el tablado del gran kiosco vecino bailan negros y sirvientas, baila la horda, baila la chusma. Y en tanto giro y giro, dándose cuerda en su propio ímpetu como el carillón que lo acompaña, gira, gira, alegre, ciego, el carrusel. Pero no hay tal. Ni hay carrusel ni Bosque de la Independencia ni hay pueblo ni hay domingo: es el pozo negro de la muerte al que voy cayendo.
«El camino de las perversiones, m’hijo, va en pendiente barranca abajo: jalan la inercia y la fuerza de gravedad». Es Hernando el inefable el que habla, reconozco su voz. Llueven sus consejos como llueve la lluvia. Llueven suavecito. Porque ha vuelto a llover, se ha vuelto a soltar el aguacero. Frente al cine Granada llueve y llueve. Llueve y pasa corriendo, alzándose la falda, la sotana, el padre Slovez. Llueve a chorros, llueve a cántaros. En su furia, en su delirio, orina el cielo al gran cabrón.
La mañana amaneció fría y enlutada y en mi cuarto, a mi lado, en otra cama, un hombre temblando de terror. Incapaz ya de oponérseles mi vecino suplicaba, prodigaba el nombre de Dios aferrado, lamentable, a la impudicia de existir. Oscura y sorda la máquina se fue acercando con sus resortes, con sus cables, con sus tubos hacia él. Vi al hombre sacudirse en espasmos silenciosos, hundirse en la inconsciencia, y cambiando de rumbo, imperturbable, dirigirse la máquina hacia mí. Jamás le resistí. Anudado el brazo con el resorte la aguja buscaba la vena resaltada, y no bien empezaba a correr el líquido extraño por el torrente de la sangre yo emprendía el largo viaje, la larga caída interminable, sin fondo, del vacío.
Amigo, viejos se harán los jóvenes y viejos los nuevos dogmas como hasta ahora ha sido. De su Epifanio Mejía con quien inauguraron en Medellín la casa de locos ni quien se acuerde. Así que ante esta Santa Inquisición de doctores aquí reunidos díganos quién es usted.
Mire no más el gavilán de irisado plumaje volando desde una cerca, volando desde mi infancia. Vuela, vuela con un pichón ensangrentado en el pico y me aturde con su chillido el caburé. Nada, nada. Ni el trino de los pájaros, ni la voz del mar, ni la caricia del viento. Nada hasta que el filo del cuchillo se haga romo cortando la piedra. Nada a pasos agigantados hasta el final de las sombras.
Me habían traído uno de esos pasteles disparatados que hacía Lía, pero no bien se marcharon, en silencio se lo di a mi vecino, el hombre que iba a morir. Lo recibió agradecido y en un esfuerzo supremo, articulando dificultosamente las palabras me reveló su secreto. Su olvidado, recobrado secreto que a él ya de nada le servía: por una silla, tras de tal árbol, por tal muro oculto del jardín…
Salí al jardín por entre guardias y enfermeras: con tal naturalidad de fantasma, de moribundo que me dejaron pasar. Bajo un débil rayo de sol, ante sus ojos vigilantes, en la silla más visible del centro me senté. Fue desplazándose el rayo, rodando el tiempo. De súbito, sin mirar a nadie, sin mirar en torno me levanté, tomé la silla y tan seguro como que se me llegaba la muerte me dirigí al árbol, al muro, y escalándolo por la silla lo salvé. Era la última mañana desolada. Atrás se quedaba la muerte, el punto sin retorno.
De una esquina, en un entrechocar de botellas surgió un carro tirado por caballos. El lechero… La palabra fue ascendiendo del inmenso hueco remoto hasta la claridad de la mente, como una burbuja del fondo del agua y arrastró la pregunta:
—¿Dónde estoy?
—Ahí —contestó cuando pasó a mi lado, entre hijueputa y cara de asombro.
Ahí… Esto es: en ese lugar.
—Y Boston, el barrio, ¿dónde está?
—¡Quién sabe! —gritó apurado yéndose en el trote de sus caballos.
El barrio de Boston, me contesté, está en mi infancia.
«Dónde estoy» es una pregunta espléndida, de película, pero en este caso encerraba otra: la que no lograba formular. Por calles desconocidas de una ciudad desconocida, deambulando en la cotidianidad de sus transeúntes irreales iba tratando de precisar la verdadera pregunta, la detestable pregunta que pesaba con la enormidad del mundo: «¿Quién soy?» Lo que pregunté en cambio fue otra cosa:
—¿Cómo se llama esta ciudad?
En los ojos de la mujer que tenía enfrente vi reflejarse el recelo. Pero su niño, con la más rápida naturalidad, respondió:
—¡Bogotá!
Claro, Bogotá… Bogotá eran esas calles y yo por fin era nada. Luego, paso a paso, de barrio en barrio por entre oscuridades de abismo, se fueron abriendo camino hasta la luz exterior los primeros recuerdos, restos, fragmentos del empeñoso pasado: tablas del naufragio.
A mi paso, a mi lado, como siempre, viene la Bruja conmigo por el parque. Ha descubierto una paloma ciega: inmóvil bajo el sol despiadado, al borde del sendero. ¿Cuánto llevará así, esperando la muerte? Enormes tumores le cerraban los ojos y sentí sed. Fui a la fuente a traerle agua en una tapa de cerveza. No la quiso tomar. Dio unos pasos vacilantes para apartarse de mí. Nada que hacer. Me marcho con la Bruja dejando en la paloma ni más ni menos el peso que no puedo soportar, todo el dolor y el fracaso de la tierra.
Viendo las cosas con la objetividad que da el tiempo, no andaban tan errados mis doctores ni tan mala era su fórmula. Al que está en guerra con el mundo porque no está en paz consigo mismo hay que aflojarle el yo obstinado. ¿Cómo? Muy simple. Puesto que el yo no es otra cosa que recuerdos, borrándole el recuerdo. Así la cinta queda limpia y lista para grabar de nuevo. Ahora un hombre trae un niño de la mano por el parque y la Bruja se le acerca a inspeccionarlos.
—¡Uy! —exclama el niño—. ¡Echa aire por la nariz!
—Sí m’hijo —le explica el hombre—: respira.
Días, semanas, meses acaso había pasado en la clínica y jamás pensé en la abuela. Por las calles desconocidas volví a recordarla de repente y empecé a orientarme. Como bandadas de infinitos pájaros empezaron a aletear los recuerdos. Llegué a mi casa, toqué y abrió Lía.
—¡Ay niña, qué ingenua has podido ser con tantos hijos! ¿No ves el crimen que es perpetuar la vida, el dolor, el horror?
Me hizo entrar y con suavidad me llevó al comedor y me sirvió un chocolate. En ese instante sonó el teléfono. Contestó, algo dijo y luego, tapando la bocina para que no la oyeran me informó:
—Es de la clínica. Que te escapaste. Que si no volvés vas a acabar de suicida o asesino, que es peor. ¿Qué les digo?
No contesté. Destapó la bocina y les comunicó:
—Resolví que el muchacho no regresa. Se queda aquí. Mándenle a mi marido la cuenta, muchas gracias y adiós.
Y colgó. Luego, volviendo a mí, a la mesa:
—De todas formas tu papá, aunque es ministro, como no es ladrón no es rico, y si bien no estamos en la miseria tampoco tenemos fortunas para despilfarrar en psiquiatras. Así que tómese su chocolate m’hijo.
—Este chocolate está frío —dije.
—Sí, ya sé. Pero no se puede calentar: se fue la luz.
Después volví a Medellín y en el Miami conocí a Jesús Lopera. Hubiera querido consignar aquí, tal cual fueron, ese hervidero de momentos que con él viví. Hubiera… La vida está llena de condicionales. He dado cuenta, si acaso, de lo que dijo el doctor: un mísero uno por ciento. El resto, por una razón o por otra, se me escapa. La literatura es así, e igual la vida: uno no es, ni vive, ni escribe lo que quiere, sino lo que puede.
En el Miami, con Jesús Lopera, pasé la que creo fue mi última noche de juventud. Cantaba «el Jefe» en el traganíquel cuando ocurrió el apagón. Don Juan, el dueño, a quien la Marquesa llamaba «Juana la Loca» por atender tanta loca, fue de mesa en mesa encendiendo candiles de petróleo. Alguien preguntó por la Marquesa y alguien le informó:
—Se fue con Lucas a San Andrés.
En ese instante me levanté para marcharme y el candil de mi mesa se volcó. Un reguero de petróleo, de llamas, se fue extendiendo apurado por el piso y se llegó a las paredes. En la confusión nadie lo supo, y por si aún no lo saben, aunque ya no importa, así empezó el incendio. Del Miami pasó al Metropol, y saltando por sobre el pavimento de la calle se apoderó del Salón Versalles y la acera de enfrente. Poco después ardía, espléndido, Junín, y con Junín el centro. Por cuadras y cuadras iba dando cuenta el fuego de todas esas viejas construcciones de tapia y de bahareque de otros tiempos, de otros dueños, limpiándolas de recuerdos. El fuego purificador que todo lo borra, que todo lo iguala.
Lo último que vi fue el parque, y en el parque, en llamas, el Libertador, la estatua. Ardía el mármol, ardía el bronce, ardía el caballo, ardía el héroe. ¡Adiós gran hijueputa!