—¡Mierda! —dijo la Marquesa, poniendo las tetas sobre la mesa—. Con quién peleo, si sólo maricas veo…

Echó una mirada en torno, por el cafetín abyecto, y sus ojos se detuvieron en mí. Yo solté la gran carcajada: era el personaje más extraordinario que había visto en mi vida.

Hernando Aguilar, la Marquesa, tendría cincuenta y cinco o sesenta años entonces, una edad antediluviana, y era de Yolombó, en las montañas de Antioquia. De ahí el título: la Marquesa de Yolombó, que se puso él mismo, porque no se lo dio nadie: ni Dios, ni el Rey, ni el pueblo inmundo. Y como un escapulario se lo chantó encima, por burlarse: de él, de mí, de usted, de Antioquia, del partido conservador y el partido liberal, de la Santísima Trinidad y la Sagrada Familia, y primero que todo y antes que nada y al final de cuentas, de Tomás Carrasquilla, ese viejito chismoso y marica de Santo Domingo el pueblo de mi abuelo, que había escrito entre varias una novela: «La marquesa de Yolombó», justamente.

En Antioquia, con tanto que ha corrido el río, no ha habido más marquesas que ésas: una que cruzó por la imaginación de un viejito urdidor de mentiras, y otra que vivió una noche, una sola noche de mi recuerdo en el café Miami, entre tangos y boleros, mientras iba y venía endemoniado el aguardiente, y cantaba el traganíquel y se me quemaba el corazón. Marquesas de la vida o la novela, ahora las dos se me hacen una sola, acaso porque la vida cuando se empieza a poner sobre el papel se hace novela.

De día contador público, de noche la Marquesa estaba enamorado de un muchacho, Lucas, a quien yo conocí: de una insolente belleza que realzaba la más absoluta estupidez. Tiempo después de mi noche, otra noche, en un país muy lejano, oí contar una historia: que Lucas y la Marquesa se habían ido a San Andrés. La isla, por si usted no lo sabe, tiene corales y está bañada de luz, y el mar a ratos, cansado del azul se hace esmeralda, para recordarle a quien no lo quiera creer que el verde de Colombia llega hasta allí. En San Andrés, la isla, mientras Lucas soñaba en la arena a la deriva en la placidez de la tarde, abrumado por la belleza del amor y la fealdad de los números la Marquesa le puso fin a su cuento: se cortó las venas y se adentró en el mar.

—¡Salud y pesetas! —dijo la Marquesa acercándose a mi mesa.

—¡Salud! —respondí yo, y choqué contra el suyo mi vaso de aguardiente.

¡Clic! sonó el vaso y cambió el disco al caer una moneda: desde su alma oscura, insidiosa, el traganíquel, alumbrado de foquitos, empezó a arrastrar una voz: «Busco tu recuerdo dentro de mi pena…» Era Daniel Santos, el jefe, quien cantaba… Un inmenso viento verde de piratas y palmeras sopló sobre el café Miami viniendo de muy lejos, de un remoto mar Caribe de tormenta, donde cargada de oro se iba a pique una goleta y naufragaban penas de amor.

En el café Miami, esa noche, la Marquesa me presentó a Jesús Lopera, Chucho Lopera, de quien usted sin duda ha oído hablar. Muy mentado. Su fama corría por los billares de San Javier y de La América cuando todavía era un muchacho, y bajando por los cafetines y cantinas de la avenida San Juan cruzó el río y llegó al centro, y entonces le conocí. Digo que me lo presentó la Marquesa, y por ello aquí recuerdo a la Marquesa, puesto que escribo para recordarlo a él.

Del centro, fui testigo, el nuevo nombre empezó a irradiar hacia los opuestos puntos cardinales de la fama: el barrio de Boston de mi infancia, el barrio de Prado de los ricos, el barrio La Toma de los camajanes…, y ese barrio de Guayaquil, de sangre y candela, donde se conseguían putas a cuatro pesos, y un cuchillo apurado daba cuenta de un cristiano por menos de eso. De chisme en chisme, de calle en calle, de barrio en barrio, iba el nombre de Jesús Lopera como un incendio por la escandalizada Medellín. ¿O escandalizado? No se sabe. Aún no se sabe si es hombre o mujer. Con las ciudades, como con las personas, a veces pasa así.

Cuando había rebasado, Prado arriba, a Manrique y Aranjuez por las laderas de la montaña, lo mataron. Una y otra vez, otra y otra vez, le hundieron un puñal en el corazón buscando el centro del alma. Dicen que la sangre le brotaba a chorros como surtidores. Dicen, ¿pero cómo lo saben, si nadie vio? La gente dice y habla y asegura sin saber. Lo que yo sí sé, y aquí lo puedo asegurar, es que Chucho Lopera a la par que la Marquesa, pero según su modo pues el caso variaba mucho, como lo que va de diecinueve años a sesenta o cien, Chucho Lopera se burló a su antojo de medio Medellín: con el otro medio se acostó. Iba anotando en una libreta, que se volvió libro gigantesco, nombres y direcciones y colegios y señas particulares, para no ir a perder lo vivido por dejarlo olvidar.

—Te lo regalo —dijo presentándonos la Marquesa, sin aclarar quién a quién.

Su burlona intuición le decía acaso que para Jesús o para mí, el regalo valía por igual. Como en un sueño de repentina desnudez, sentí por un instante que la Marquesa leía con claridad en mis ojos: la misma atropellada impaciencia, el inconmensurable anhelo… Jesús se sentó a mi lado, sacó la siniestra libreta, y empezó a presumir:

—Andrés Gómez: lo conocí en un billar de La América; Javier Restrepo, en una heladería; Luis Guillermo Echeverri, en una cantina de San Javier…

A Manuelito Echavarría lo había conocido en el colegio San Ignacio de los padres jesuitas, y a Hernando Elejalde en un liceo del gobierno. A otro en una iglesia, a otro en una terminal de camiones, a otro en el Metropol: Álvaro Isaza, Guillermo Escobar, Rubén Santamaría, Juan Gustavo Vásquez, Iván Darío Arango, Diego, Raúl, Rodrigo, Rubén, Efraín, Genaro, Gerardo, Alejandro, Carlos, Luis Carlos, Enrique, Jorge Enrique, Mario, Julio Mario, Uribe, Ochoa, Isaza, Vélez, Vásquez, Tobón, Cadavid, Escobar, Betancur, Marín, Mejía, Arango… Todos, todos los nombres, simples y compuestos, y los apellidos antioqueños iban desfilando por las páginas de esa libreta que compendiaba, en las infinitas combinaciones del capricho y la fortuna, el fuego de una obsesión. Hermanos, primos, amigos, vecinos…

—Con todos me acosté.

La cuenta, según sus cálculos, era muy simple: Medellín tenía setecientos mil habitantes, de los cuales trescientos cincuenta mil eran mujeres, que se le dejaban al Señor. Del resto, descontando ancianos mayores de veinte años, que ya no sirven, y niños menores de doce u once, que protegía bajo su falda anticuada la moral, quedaban, aprovechables, cincuenta mil. Llevaba mil en la libreta:

—Lo cual es nada: me faltan cuarenta y nueve mil.

De ésos no descartaba ninguno: alguna cualidad les veía, del cuerpo o del espíritu, así fuera una torcida intención. Entre los ajenos, vacíos nombres de la libreta, que por un instante tuve en las manos, fueron pasando dispersos —Fernando Villa, Juan de Dios Vallejo— mi nombre y mi apellido, que le quedaban esa noche por juntar.

Ha callado el traganíquel. Por entre el boquerón de la carretera de Robledo, allá en lo alto, allá a lo lejos, surge el sol levantando el telón de la bruma, y se apaga el incendio de la noche bajo el rocío del amanecer. Jesús y yo salimos a la calle, al nuevo día, mientras desde el fondo de su embriaguez, en el Miami que se eclipsa silencioso se despide la Marquesa:

—Váyanse a dormir con Dios.

Con Él, o sin Él, de todas formas nos vamos: hacia los hotelitos abyectos del barrio de Guayaquil.

Por la calle de Junín, en sentido contrario al nuestro, vienen a misa de seis las beatas apuradas: las llaman desde la catedral con un repique insistente de campanas. Cierro los ojos, pienso en mi abuela: mi abuela en el corredor trasero de su finca Santa Anita, convocando a las gallinas con un kilo de maíz zarandeado en una lata. De las calles que desembocan a Junín, saliendo del sueño, con la noche aún prendida en los ojos y libros y cuadernos debajo del brazo, surgen los escolares. Niños y muchachos que se nos cruzan por las esquinas… Diez, veinte, treinta, cientos que faltan en la libreta… Me río, y Jesús se ríe. Vamos a contracorriente del mundo: a dormir cuando los demás se despiertan.

Entonces desde los más opuestos rumbos del cielo suenan campanas. Son las campanas de la iglesia del Sufragio, donde de inmaculado azul se me apareció la Virgen en mi infancia. Son las campanas del barrio de Manrique, donde vivió mi abuela, y las de la iglesita del Niño Jesús, que arrullan colinas. Son las campanas del convento blanco del Carmelo que se borra en el día, y que sólo pueden verlo ojos de niño al atardecer. Las campanas de Buenos Aires, las campanas de Aranjuez, las campanas de San Benito. Las de la iglesia de la Veracruz de piedra, y las de la catedral de incontables ladrillos. Y las de esa iglesia de viejos muros blancos de cal de la Candelaria, a cuya plaza de adoquín oigo llegar las recuas de mulas arriadas por fantasmas de arrieros. ¡Arre! ¡Arre! Vuelan mirlos, vuelan sinsontes, vuelan gorriones, que en la translúcida luz construyen nidos bajo los aleros, sobre los balcones. De súbito, atronando el aire sobre los infinitos espectros, como una saeta, como un lapicero, trazó su raya de olvido el chorro de un jet.

Acaba de llover, voy por el parque, y el cielo de smog se refleja en los charcos. Como ayer, como siempre, los niños se me acercan cuando me ven pasar, a preguntarme por la señora de abrigo negro que me acompaña:

—¿Qué marca es?

—¿Qué raza? Gran danés.

—¿Muerde?

—No.

—¿Cuántos años tiene?

—Tres.

—¿Cómo se llama?

Y una sonrisa de incredulidad recibe el nombre cuando les digo como se llama.

—¿Bruja? Jua, jua. ¡Parece un caballo!

Un caballo no: una yegüita, una caballita… Antes de alejarse, el hombre viejo y la perra se miran, por un instante, en un charco…

Como todos los cafés de Medellín, o de Antioquia, el Miami no es un café: es cantina. Cafés se llama a las cantinas en un país de borrachos por eufemismo, por salvarle un poco la cara maltratada a la decencia. Cierto que en la mañana, y hasta en la tarde, sirven café, pero del café se pasa a la cerveza, y de la cerveza al aguardiente, y del aguardiente a la alucinación. Para las siete u ocho de la noche ya han sido abiertas de par en par las puertas al cotidiano desvarío.

Centro del centro, corazón de la tierra, el Miami se levanta en la mera esquina donde desemboca Junín al parque de Bolívar. Y por aquello de que Dios los hace y ellos se juntan, tarde que temprano allí vamos a dar todos, convirgiendo desde el extravío. Antiguamente, en tiempos de Carrasquilla, digo por decir, o sea cuando yo aún no nacía, debió de ser una casa, o parte de una casa: una de esas amplias casas del Medellín lejano bajo cuyos techos de teja la vida transcurría en paz, porque abiertas las ventanas de barrotes corría un aire límpido, y sus moradores no tenían ni idea de por dónde, ni cómo, ni con cuánta intención comete un cristiano el pecado mortal. ¿O acaso sí? Acaso sí. Yo soy muy dado a presumir de que al abrir por primera vez los ojos el mundo lo descubrí yo. Sea lo que sea, convertido en una jaula de vidrio con entradas y cristales al parque y a la calle y a los cuatro vientos, el Miami nos exhibía con desvergüenza a la pública murmuración. Pasaban las señoras y los buenos ciudadanos, camino de sus compras o el trabajo, y echaban furtivas miradas de irresistible curiosidad. De nerviosa curiosidad no fueran a encontrarse allí a un hijo, a un sobrino, a un primo, o al marido, porque por estas tierras con los tiempos que corren no hay familia que pueda meter las manos en el fuego y diga: a la bruja la quemo yo. Sólo que por más que querían ver, mirando hacia el interior nada ven: parroquianos sentados a unas mesas tomando cerveza, y una rocola obsesiva desgranando canciones. Es que en el Miami los grandes acontecimientos pasan, pero no se ven. Hervidero de destinos que se deshacen en el aire…

En un tiempo ajeno de un país distante me despierto sobresaltado porque me llaman. Desde las encrucijadas del recuerdo me llaman. Son los mismos susurros gangosos de siempre, un parloteo confuso de irrecuperables fantasmas. Torno a dormirme arrullado por ellos, zumbido de abejas o rumores del mar. Afuera, en el parque, como un eco vibrante, en la unánime noche cantan las cigarras. La frágil barquilla rompe entonces el cordel y asciende, asciende sobre la cruda realidad y emprendo el vuelo: Pozo de la Soledad, Mar de las Tinieblas, Pantano de la Corrupción, Ciénaga del Odio… Todo, todo se queda atrás, la siniestra vejez y la plenitud irrisoria. Luego la barquilla se funde con el viento, y sobre la verdad, sobre la mentira, en la escoba de una bruja se van mis sueños a la fiesta de los duendes por colinas onduladas. Adelante se abren de par en par los ámbitos del enigma… Casi nunca logro llegar, desembarco antes de tiempo en lugares errados: en una tarde, por ejemplo, de mi fangosa juventud.

La tarde cae apacible sobre los barrios de Medellín mientras en institutos y colegios, liceos y academias, estudian los muchachos. ¿Qué estudian? Historia, Física, Química, Matemáticas: lo que no les importa, lo que no nacieron para saber. Y en tanto estudian sigue su curso el sol pero se detiene la vida. Yo espero en el Miami a que den las cinco, cuando todo cambia: Junín se llena de muchachos, se llenan los billares, se llenan las cantinas, y el cadáver de ciudad vuelve a vivir. Después se pondrá el sol, que nadie ve.

Esperando en el Miami, atento a la calle que fluye enfrente, oigo a Alcides Gómez desvariar. Que tiene, dice, a éste, que tiene al otro, que un niño precioso lo quiere, que el amor no lo deja dormir, no lo deja vivir. Que es demasiada suerte para quien pasó ya de largo por los cincuenta años, el medio siglo, y tan sólo tiene una casa, sólo una finca, un solo carro y un almacén. Claro que la ciudad está muy pobre, pero los muchachos no lo quieren por interés. El niño en cuestión apenas si llega a los diecisiete años, un jovencito, y se llama Miguel Ángel, o Rafael, o Leonardo, ya no recuerdo, pero como pintado por ellos, una verdadera preciosidad. Piensa Alcides vender su carro para comprarle una moto, pero con dolor en el alma, no se le vaya a matar.

—Tú qué me aconsejas, ¿se la doy o no?

—Dásela o se te va.

El niño ese o jovencito o ángel o arcángel o cualquier otra categoría celestial, huele el olor de la gasolina y entra en estado de frenesí.

—Dale entonces la famosa moto, Alcides, pero jamás la matrícula, porque no lo volverás a ver. Tú a pie, y él en moto, nunca lo vas a alcanzar.

Alcides Gómez es un hombre sensible. Tan perdidamente marica, que ve un muchacho bonito y se le salen las lágrimas.

—¡Soy una calamidad!

El terror de sus terrores es que uno de sus ángeles recién caído del cielo no lo despache al otro charco, como despacharon en abril pasado a su primo Hernando Echeverri, con un jarrón.

—Con uno de sus preciosos jarrones chinos, ¿tú lo puedes creer?

—Si el móvil era el robo hicieron mal. Debieron darle con una varilla de hierro, que el jarrón se podía empeñar.

En fin, es menos fea la muerte mediando semejante jarrón. No cualquier gañán callejero muere bajo la dinastía Ming.

Cuando dan las cinco dejo el Miami y tomo la calle, río de doble corriente que va y vuelve sobre sí mismo sin aparente razón. Agua revuelta por tramos, por tramos plácida, con charcos y remolinos, caimanes y tiburones, y las sardinas escurridizas de camisas de insidiosos colores y jeans azules que ha deslavado el sol. Sepa usted que la sardina (entre la humana esencia y el ángel) es el ser más preciado de la abigarrada fauna, fauna ambigua, fauna acuática, que puebla el denso río de Junín. El río, que no es ancho, cambia según los días y según las horas de profundidad. Los viernes a las cinco, vaya un ejemplo, se hace tan hondo que uno puede, tratando de tocar fondo, zambullirse más y más hasta ir a dar al infierno. El agua quema.

La sardina, ay, por desventura, y ésta es una suprema verdad teológica, sólo vive diecisiete años, tras de lo cual muda: cambia su armadura de magia, su ropaje de ensueño, y se transforma en un ser cotidiano, proyecto del hombre pedestre y bípedo, respetable señor de traje y corbata, trabajo en el banco, honorable señora, saludable barriga, cuatro o cinco o siete mocosos berrietas y un televisor. Es el proceso de metamorfosis de la oruga en mariposa al revés. La mariposa pierde sus alas, baja del cielo, y se arrastra por la prosaica realidad como pegajoso gusano. Pero que no espere quien tiene los oídos sordos, los ojos ciegos, comprender de qué estoy hablando. Le soplará la inmensidad en la cara, le susurrará el enigma, y nada entenderá.

En mis tiempos, los de Jesús Lopera, cuando iba, vaya, mi barco a la deriva por Junín, el efímero prodigio de que vengo hablando usualmente era un escolar. Tan niño a veces que llevaba las manos manchadas de tinta. Pero no dondequiera ni siempre fue así. En un claro del bosque, bajo la luz azorada, se levanta una algarabía de pájaros al conjuro de la flauta del zagal. Y se remueven las secas hojas del tiempo. Zagalillos del hondo pasado, principitos de la corte, pajecitos del serrallo, donceles encantados, mocitos aldeanos, amantes de Adriano, queridos de Heliogábalo, impúberes esclavos del Faraón. Chiquillos que acarrean la bruma en los puertos de Dickens, que apacientan rebaños en la áspera Galilea, que conducen camellos por los desiertos del Califa, bajo los cielos de Alá. Pescadorcitos de Taormina que retrató el barón de von Gloeden, ladronzuelos del árabe zoco huyendo entre el tumulto, moritos de los naranjales de Valencia, de la Arabia de alcanfor… Niño de irrealidad, niño de ébano, niño de marfil, niño de cristal, pícaros ojos, cadencias ondulantes, un acre olor y una fragancia turbadora, y en la frente los rizos de oro. Tiembla la luna en el estanque y suena el cuerno agorero. El pasado, vasto y vario, me es tan ajeno como la inmensa tierra. Y esto, como se comprenderá, explica el abismo que medió siempre entre Chucho Lopera y un servidor. Entre su sólida cordura y mi desmesurada insensatez. Jesús Lopera se limitaba a Junín, su río. Para mí todos los ríos llevan al mar.

En aras de la claridad precisa consignar aquí, para rellenar el bache de las confusiones, que cuando bajé por primera vez a Junín (y bajar se dice, según en otro lugar expliqué, ir al centro plano en mi ciudad de montaña) yo había sido un niño dócil, un muchachillo estudioso, comparsa en la ajena fiesta de la realidad. Quienes cantaban eran mis padres, eran mis tíos y mis abuelos, y el señor alcalde y el señor obispo y el señor gobernador y el excelentísimo señor presidente don… Don como se llame el bandido de turno, del partido conservador o del partido liberal. Pero como nada está quieto y todo cambia, todo cambió. Rompió a soplar una débil brisa que refrescaba la cara, que aligeraba el verano, sonó un cascabeleo en las hojas de los carboneros que de tramo en tramo, vanamente, sombrean la calle, y los penachos de los platanares y los sauces que bordean el río se dieron a moverse de derecha a izquierda, de izquierda a derecha diciendo «No». ¿Qué me dicen? ¿Qué me niegan? Yo soy la única verdad, la única razón. Y la suave brisa se fue volviendo viento y el viento huracán y se lo fue llevando todo, los sombreros de los transeúntes, los paraguas de las señoras, las mitras de los obispos, el solideo del cardenal, y las torres de las iglesias y los techos de las casas y —ratas, perros, cerdos, hijos de la gran puta— el protagonista de mi propia vida empecé a ser yo. Ruge el tigre, sopla el viento y vuelan las palomas.

Medellín, chiquero de Extremadura a orillas del Guadiana, lleva el nombre de Caecilius Metellus. Salta una chispa de luz de su espada corta: luego el romano me atraviesa el alma. Pero Guayaquil tampoco es un barrio ni Junín es una calle. Son un puerto y una batalla. Usurpaciones. El puerto se quema al sol y la batalla, de lanzas, no oyó el fragor de un solo tiro y duró hasta el anochecer. Paralizada la infantería y los cañones de realistas y de patriotas por una ciénaga y el soroche, la decidieron los caballos. ¿De realistas digo, y de patriotas? Realistas vaya, pues eran servidores del Rey; ¿pero patriotas? ¿De veras creían que por virtud de la hecatombe este yermo de mezquindad podía ser una patria?

Antes de Junín fue Boyacá, después de Junín fue Ayacucho. Hoy Junín, Boyacá y Ayacucho son calles. Y Bomboná y Palacé y Carabobo y Juanambú y Pichincha, y Bolívar y Sucre y Córdoba y Girardot. Héroes y batallas convertidos en calles. Son las calles del centro de Medellín y el destino de la Gloria. El héroe acaba siempre así, en pavimento. En cuanto a mí, soldado del común, también me espera mi calle: en las inmediaciones del Teatro Roma, en una falda, por donde deambulan cuchillos de camajanes: la santa calle de los Huesos.

En tanto allí voy a dar, no hay más calle que Junín, la más ancha, la más bella. Junín la única, la que me basta con cerrar los ojos para poblar de presencias. Cierro los ojos y veo. Veo, al término de la calle, frente al Miami, yendo hacia el parque en la acera izquierda, veo un chiquillo risueño de ojos vivaces y una camisa de rayas. Ya no sé si las rayas eran rojas o anaranjadas o azules: me arrastra entre sus colores la multitud con su vocerío y no lo alcanzo a precisar. Si recobro con nitidez los ojos es porque en la oscuridad los ilumina la risa. Tarde tras tarde, semana tras semana, paso a las cinco del ritual frente al mismo lugar, e infaltablemente lo encuentro allí: el mismo muchachito risueño, pero con distinta camisa: cinco, diez, veinte, cien distintas camisas: una para cada día de la vida. ¿Cómo se llamará? ¿Quién se las regalará? Ambas cosas las sé, pero no las digo. Junín me ha contagiado el estúpido amor.

Mas no voy a presumir. No soy Chucho Lopera ni Jaime Ocampo: ni me quita ni me pone despertar la ajena envidia fabulando dichas y hazañas que jamás realicé. Entre el chiquillo de las infinitas camisas y su servidor jamás medió una palabra. Jamás siquiera cruzó mi apesadumbrada imagen por su campo visual, como pasa zumbando estorbosa una mosca. Jamás me vio. Y sin embargo debo apresurarme a aclarar que el más íntimo y socorrido camino por donde transitan mis pensamientos es el optimismo. Huyo de la quejumbrería y su desolada senda. Yo soy como la Maricuela y pienso como ella: pienso que con todo y todo, truene lo que truene, pase lo que pase, venga lo que venga, siempre es mucho mejor estar bien que mal. Una y otra vez, cuantas veces quiera, de la baraja del recuerdo saco la carta mágica, la historia del 99, número espléndido, que sólo yo, y nadie más, alcanzó. El resto son usurpaciones. Junín no es una calle. Ímpetu, tropa, pantano, lluvia, carga, clarines, Junín es un campo de batalla donde niños viejos ociosos juegan a la guerra.

Cuando Junín entero hablaba de su belleza lo conocí: venía de la Costa y en el Miami me lo presentaron: Jaime Ocampo me lo presentó. A Jesús Lopera, dije, lo mataron; a Jaime Ocampo también: le soltaron una ráfaga de ametralladora mientras abría, para entrar, la puerta metálica de su prendería. O para mayor precisión: la compuerta de la compuerta de la compuerta, pues había encerrado su negocio, para que no se lo fueran a robar, en una serie de puertas con trancas y cerrojos: el séptimo cielo de Alá diría usted, guardando el tesoro de Tutankamen. ¿Qué tanto tenía adentro? Veinte relojes viejos de bolsillo «Ferrocarril de Antioquia», una plancha de carbón, un cheque falso, un marco de bicicleta y un elefante oxidado. También tenía la costumbre de delirar. Le oí hablar del rey Constantino de Grecia, con quien pensaba salir de excursión desde el Pireo. Pero el sueño de sus sueños era muy otro. Soñaba su insensatez que en esa Antioquia de montañas una mañana, rozagante, vestido de azul, de dieciocho años, recién bañado le desembarcaba en su vida un marinero. Dieciocho tiros le contaron, dieciocho balas en el cuerpo que dieron al traste otra mañana con el sueño de aguamarina. Dieciocho: la edad de su delirio.

Esos mismos años tendría el muchacho cartagenero cuando en la barra del Miami lo conocí. En un primer momento no reparé en él: ahora sé que mi distracción fue la causa de mi fortuna. Mientras la calle entera palpitando al unísono, como paleta empalagosa en el calor de la Costa se derretía de amor por él, yo ni siquiera lo vi: miraba absorto las palomas volando afuera sobre la estatua.

—¿Y éste cómo se llama? —preguntó su arrogancia intrigada, refiriéndose a mí.

—¿Y éste de dónde viene? —pregunté con indiferencia distraída, refiriéndome a él.

—De Cartagena —contestó.

Una sonrisa de felicidad inmensa, de mar abierto, le iluminó los ojos verdes sobre la piel morena, y al instante comprendí que sólo podía ser él. Pero de nuevo en la evocación de la vida se me atraviesa la muerte. Esa noche Óscar Echeverri nos invitó la primera botella de aguardiente, y a Óscar Echeverri también lo mataron.

Con su largo saco a cuadros, los pantalones verdes saltacharcos, las medias blancas, los mocasines combinados, y un corbatín de alas ligeras de mariposa, veo a Óscar Echeverri, diputado por la Anapo, imán de los desarrapados, viendo pasar bellezas por Junín. La pipa de la prosperidad en la boca, lanza humaredas con fragancia a sándalo. El mismo aire que me traía el humo me trajo su historia de insensatez. A Carlos Arturo Arango, el niño más bello de Medellín, le mandó medio billete de 50 partido en dos, y un delicado mensaje: «A las seis te espero con la otra mitad en mi casa». El niño se lo contó al papá, y el papá, del Opus Dei, del mismo nombre, don Arturo, fabricante de neveras, encendida de vergüenza la cara corrió donde su amigo el alcalde. Como cambian cada tres meses, ya olvidé quién era el alcalde: Mario Vélez no sé qué, del partido conservador, facción de los tartufos. Hundidos en los grandes sillones verdes de cuero, don Arturo expuso toda la enormidad del atentado. ¡Qué inmoralidad! ¡Qué indecencia! ¡Adónde iban a parar las buenas costumbres!

—Esto se arregla en un instante —dijo el alcalde.

Tomó el teléfono y marcó:

—¿Óscar? Vente de inmediato a la alcaldía, que hay un problema gravísimo contigo.

De inmediato, sonriente, se presentó:

—¡Don Arturo, qué gusto verlo! ¡Mario, es un placer visitarte!

Encendió la pipa de la paz y se arrellanó en el sillón de cuero: el verde de sus pantalones se perdía en el verde del sillón: verde esperanza que esfumaba la mitad más pecadora de su cuerpo. Entonces, sin ambages, preguntó:

—¿Qué pasó? ¿Quién se murió?

—No se ha muerto nadie —dijo el alcalde—. Es algo mucho más grave: que tú le mandaste al hijo de Arturo medio billete de 50 para que fuera por el otro medio a visitarte.

—Y la propuesta sigue en pie —contestó.

Una densa bocanada de humo con olor a sándalo los envolvió en su dicha y su cinismo.

A los cincuenta años de edad, en plena dicha, Óscar Echeverri murió en Risaralda: de muerte natural, como se muere en Colombia: asesinado. Le aplicaron el control de la población por cuestiones de política. A quién se le ocurre ser conservador o liberal, rico o pobre, bruto o inteligente, culto o ignorante… Por una o por otra, hay que apresurarse a morir. A Fabio Moreno, por rojo liberal, lo ahorcaron colgándolo del tubo del baño; a Jesús Restrepo, por azul conservador, le abrieron la cabeza con una pica: en su pecera de pececitos de colores se lavaron las manos manchadas de sangre: sangre roja conservadora, lo cual es una contradicción. A Ernesto Isaza, por pobre, lo despacharon con una cruceta para quitar llantas de carro; a Jaime Monsalve, por rico, de cuatro tiros disparados desde una moto. A Luis Cortés le dieron una cuchillada en el pecho: seguido del asesino, con el cuchillo enterrado, bajó la escalera y salió a la calle gritando:

—¡Me mataron! ¡Me mataron! ¡Este hijueputa me mató! Cayó de bruces sobre el pavimento y se despeñó en lo infinito.

Jesús Lopera, Jesús Restrepo, Ernesto Isaza, Luis Cortés, Jaime Monsalve, Jaime Ocampo, Fabio Moreno, mis amigos, los mataron… Colombia asesina los mató. Yo estoy vivo, ahora sí que por una convención literaria que quiere que el autor viva por lo menos hasta que acabe su relato. En tanto, pues, me despido de Alcides Gómez, dejo el Miami y salgo a la calle, al matadero, para irme al parque, hacia la estatua.

Mírelo usted, el Disociador, el Sanguinario, el Ambicioso, cuajada su ambición en bronce sobre un caballo. El Libertador le dicen, ¿pero de qué nos libertó? ¿De España y sus tinterillos? ¿A quienes cada dos meses cambian de alcalde, de personero, de tesorero, de gobernador, de ministro? Por equidad los cambian, por justicia, porque hay que repartirse el botín, el escuálido hueso que le quitamos hace más de ciento cincuenta años al español, incorpóreo ya de tanto ruñir. El nuevo alcalde o ministro pone patas arriba la mesa, y lo que andaba bien lo deja mal, y lo que andaba mal lo deja peor. Porque hay que legislar, hay que innovar, hay que cambiar, hay que gravar. Vuelan las palomas sobre la estatua del héroe y la bañan de porquería. El Libertador, el héroe, un héroe que murió en la cama…

Embargado por el alborozo que le causaba el muchacho cartagenero, sucumbiendo ante su belleza, Óscar sirvió el primer aguardiente y rompió a hablar. Hablaba, hablaba, hablaba, pavo real que despliega en abanico multicolor el plumaje de su elocuencia. ¿Qué tanto decía? Sabrá Dios lo que decía. Política, negocios, casas, fincas, carros, motos, dinero… Motos sobre todo, las que les regalaba a sus amantes efímeros: en medio de la danza de la prosperidad y los millones, del torbellino vertiginoso, rugía insistente una moto sin silenciador, expandiendo un fuerte olor a gasolina. Eran las palabras, con su estruendo de motores, cómico eco del bullicio interior. El objeto de su delirio lo miraba entre curioso y divertido, y yo los miraba a ambos, cuidando de que mis ojos no se cruzaran con los del muchacho, escrutando desde la sombra la ambigüedad de su alma. Cuando Óscar se ausentó de la mesa y se dirigió al traganíquel, el muchacho comentó:

—¿Por qué habrá en esta ciudad tanto marica?

Pero no era él quien comentaba, era el alma del rebaño y la plebeyez de la Costa.

—¿Dónde? —preguntamos Chucho y yo mirándonos y buscando en torno.

Después soltamos la carcajada y él, volviendo a ser él mismo, a su vez se rió. Había en sus ojos verdes reflejos soleados de mar.

Pero el mar no es mar, el mar es noche y la noche es sombra. Se sacuden las divinidades aletargadas que operan en las cloacas y se desploman las altas torres. Desde mi ventana las veo caer: entre ayes y sollozos, asciende el polvo de la importuna muerte. ¿Desde mi ventana, digo? Desde el umbral de la última puerta…

De los barrios de Medellín el de Boston, donde transcurrió mi infancia, tiene calles planas y calles en pendiente. Por ellas, en la noche tibia, deambulan los marihuanos. Yo voy con ellos, dejando que fluya mi vida en paz por los fáciles cauces de sus destinos réprobos. En blanco papel de humo, tomado de una cajetilla vacía de cigarrillos Pielroja, forjan el cigarro de los hachidis, asesinos, herencia de las edades. Sellado con saliva, pasa el frágil cigarro del oprobio de mano en mano, de boca en boca, trazando secas rayas de luz en la oscuridad, como un cocuyo. A la zaga de los pensamientos, torpes, lentas se arrastran en el humo las palabras. No es el humo de la alucinación: es el humo de la santa paz que colma el gran silencio del alma. Vamos sin rumbo, sin fin, sin prisa, sin la última, íntima razón. Desde las sombras, demonios envidiosos nos ven pasar: el Amor, la Ambición, el Poder, la Riqueza, la Gloria. Tenues, sin ruido, delicadas, siento caer las hojas del naranjo sobre el aljibe… Entonces, por la calle del Perú, suelen volver mis pasos a mi casa, nuestra casa, la vieja casa de la niñez que hace tanto abandonamos: calle arriba, como si quisieran remontar el tiempo. A través de los visillos entreabiertos de indiscretas ventanas, parpadea un televisor con su titilar de electrones, diciéndonos que el mundo afuera ya echó a correr y que Medellín sigue quieto. Por las quietas calles del viejo barrio de Boston deambulan los marihuanos: pálidos fantasmas de las cofradías de la Noche, a las que pertenezco yo.

El 99, número impar, número mágico que brilla en medio de dos nulidades, perdura entre jirones de bruma con resplandor inefable. Cuantos le preceden y le siguen abren paso al olvido. Venía de la Costa y en el Miami le conocí: Junín lamentable desvariaba por él en su alienado sueño. Cuando servíamos la segunda botella de aguardiente el pájaro oscuro echó a volar, a girar en torno al nombre, a señalarlo en círculos concéntricos. ¿Rodrigo Carbonell? Era el Cid asociado, por caprichoso azar, a cualquier ignoto prófugo de la Inquisición catalana. Vagas imágenes de desolada infinitud aletearon en mi mente; pensé en las sucesivas olas del mar trayendo el nombre desde las oscuridades medievales hasta la luminosa Cartagena. De ola en ola, de abismo en abismo, venía a mí por la superficie ondulante. Me llegué a la playa y recogí la botella: indecisa entre las conocidas incertidumbres del mar y las inciertas firmezas de la tierra, se mecía, en un lecho de arenas blancas, con los últimos estertores del oleaje. Un tapón con sello arcano guardaba su encierro de eternidades. ¿Rodrigo Carbonell? me pregunté, y tomando la libreta de Chucho de la mesa busqué en la letra «C».

—No está —dijo el muchacho—, ni va a estar.

En ese instante descubrí, tras de su aparente contingencia, la inevitable necesidad de los nombres: se llamaba como se tenía que llamar.

A la hora canónica de vísperas, cuando el sol calcina afuera, entro a la iglesia catedral en pos de los signos. Basílica Metropolitana de Villanueva la llaman los viejos; los jóvenes, que jamás la han visto, pasan de largo sin saber. Ni saben de sus historias, ni ven la estulta mole de pesadas torres e infinitos ladrillos que sobre pastizales de inocencia, donde dormitaban las vacas, levantó un día una devota aburrición. Muuu… Muuu… Su mugido, su plegaria, es ahora antífona que va y viene del grande al pequeño coro resonando, con somnolencia fatigada, en la inmensidad de las naves. Las graves notas profundas de los pedales del órgano la acompañan: con lentos, largos, pausados pasos de gigante, baja el bajo cifrado hasta la cripta a remover oquedades. ¿Qué habrá en ella y en sus anexos socavones de sombra abovedada? ¿El templo subterráneo de un culto secreto? ¿Accederé yo algún día, alguna noche del subsuelo a los misterios de Ammón Ra, dios de Tebas, dios becerro a quien eclipsó el disco solar Atón? ¿O a los misterios del dios Príapo, Príapo de Lamparco, prepotente detentador del secreto de la vida que nace de la muerte, y cuyo atributo esencial desvía los maleficios? No, mi dios es otro, el dios cósmico y abstracto, el Dios de Antioquia. No bogará mi alma nueva por la laguna de la Estigia, mar oscuro y tenebroso, hacia la ribera de aguas eternas.

En su trono, en el ábside, centro del arzobispado, con el escueto altar al fondo, entre diáconos y subdiáconos, preside el oficio divino el obispo. Hierático, bajo un círculo de vítrea luz que horada la penumbra, diríase la estatua policromada de San Nicolás de Bari, de tonos ocres, violetas, malvas, rojizos, y báculo y mitra y anillo y cruz pectoral. Contra el anillo soberbio que le confiere el doble poder de orden y jurisdicción, la luz se rompe en añicos de prismas afilados. Cabeceante, adormecida, se arrastra en su sueño la salmodia.

Único fiel en la nave mayor, en su última banca, enciendo el pequeño cigarro que traigo, ya forjado, en el bolsillo de la camisa. Y en las volutas caprichosas del humo de los hachidis, humo imperecedero, humo inefable, asciende hacia las altas bóvedas mi imploración, mi súplica:

—Dios de bondad, Dios de crueldad, Señor de santos y asesinos, Burlador del libre albedrío, Dueño de los destinos, devuélveme la paz.

Un resplandor inconmensurable inundó la inmensa nave, etérea navecilla que se fue bogando sola en la prístina luz. Entonces, aunque caía la tarde, en la paz evangélica oí el toque del alba. Cuando traspaso el ancho pórtico y desciendo las gradas del atrio, abandonando la ciudad impía se pone un sol de cobre.

Impávido señor de las conciencias, el aguardiente circulaba. Por la quinta botella andábamos en el Metropol, de Junín; por la octava o décima, en el Armenonville, de Guayaquil. Promisorios jovencitos, ráfagas de sol sobre la oscura desolación de los tangos, se iban llegando, en el sucederse de las horas y las botellas, a nuestra mesa: escoltados, qué remedio, la belleza no anda sola, de sus infaltables acompañantes, estorbosos acompañantes que le aumentaban a Óscar (no a mí, un desarrapado) la kilométrica cuenta, y que, bien que mal, brusca o delicadamente, habíamos de sacudirnos, como si fuéramos perros invadidos de una legión de pulgas, en cada cambio de cantina. Ciencia difícil y de equilibrista la de botar los estorbos sin ir a tirar las bellezas.

El Metropol es, era, una cantina en un inmenso galpón de billares. El Armenonville, una cantina a secas: viejas fotos enmarcadas de Juan Pulido y Juan Arvizu en las paredes de la barra y el traganíquel, y un cromo de Gardel alumbrado, con una veladora y sobrada razón, como si fuera la Santísima Virgen. Y ahí vamos por la vida sobre la cuerda floja, a un paso siempre de caer, por la derecha o por la izquierda, al mismo despeñadero.

Las sucesivas bellezas, pensándolo mejor, eran estrellas apagadas ante el sol de la Costa: Rodrigo llenaba con su presencia la íntima oscuridad. Óscar, Chucho, Jaime, todo el mundo, sólo tenían ojos para él. En cuanto a mí, sobreponiéndose al vocerío áspero, la insulsa voz de la cordura, gritándomelo al oído, desató el diálogo de sordos:

—El 99 no es éste. ¿No ves, estúpido, que Junín entero no lo logró? Además, aquí y ahora, ¿quién tiene el dinero?, ¿quién paga la cuenta? ¡Óscar, animal! ¿Y vas a poder quitárselo a Chucho Lopera o a Jaime Ocampo, y a son de qué? ¿A son de un carro? ¿O de una moto?

—De lo que sea. Me basta chasquear los dedos y surge ahoritica mismo, entre estas puercas mesas de esta puerca cantina, por la magia de Aladino y al conjuro de mi deseo, el carro o la moto, y con el tanque lleno de gasolina.

—Bestia ciega, mula terca, te digo que el 99 no es él: escoge cualquiera de los que ves a la mesa o te quedarás sin ninguno.

—No: el 99 es él, o no es nadie y ahí se para la cuenta.

Los acordes del tango, nostalgia de nostalgias de nostalgias, muerte nueva, barrio viejo, suben, bajan sobre el teclado del piano o el mástil de la guitarra, secos, cortantes como cuchillos, acompañando la voz metálica o el bandoneón. Desde el fondo del olvido una voz vuelve, noche a noche, sobre los surcos rayados, como un eco herrumbroso con su timbre de alambre. Gira el disco, Gardel canta, y en mi reloj rueda la rueda del tiempo.

Allá arriba, a lo lejos, mece el viento la espiga dorada; aquí abajo, aquí adentro, arden los cirios negros en la intimidad de la cripta. Aquí, donde se quema en azufre gozoso el vuelo lamentable del incienso y la mirra; aquí, en Tu laberinto inextricable que se prodiga bajo el ábside y el baptisterio, en Tu templo del subsuelo, Señor de Luz, Lucifer… No en la pila bautismal, de donde parte la nave con destino incierto, ni en la pila del agua bendita: en la boca enorme del Diablo donde los fieles apagan los cirios. Despojándome de ropajes y circunstancias, tomo la alquímica ruta que lleva al mercurio, al mercurio de los filósofos, reducción suprema. Con aleteo estrepitoso rompió a volar el pájaro negro, color de azogue negro, signo negro de las cuatro degradaciones: primera separación, primera conjunción, segunda conjunción, fijación del azufre. Pequeñas burbujas anuncian, agua ígnea, fuego acuoso, que la materia fermenta y bulle. En el vaso de cuatro picos, cruz, crucíbolus, crisol de Satanás, tienes ahora almagre y hollín, metales calcinados. Sobre mi caos esencial agrega cuanto quieras: mi nombre y mi apellido, lo superfluo, las aleatorias contingencias.

Cuando, transponiendo el ojo de pescado de sus puertas, dejaba la cripta, desde el coro partía otro vuelo: cierto haz de llamas, cierto Espíritu Santo, paloma fatua, paloma ciega, mensajero del Dios truhán que rige los destinos con sus designios herméticos. Mas de la iglesia catedral, Basílica Metropolitana, Basílica de Villanueva, como de la calle Maturín ya nadie sabe. Ni ven la inmensa mole de pesadas torres, ni saben de sus historias. Miran sin ver. Ignoran que en su penumbra, una tórrida tarde, quien había venido a traerle al Señor su corazón, lote baldío, merced a la compasión de una bala, servicial cuanto apresurada, contra la sien derecha, cortó el nudo ciego de las contradicciones. A los oficiantes del ábside les dejé, cálido aún, un cuerpo inerte por exorcizar: de gusanos, pues los demonios, como ratas de naufragio, abandonaron conmigo el barco.

En la vieja carretera que serpentea, rumbo al manicomio, por las laderas de Aranjuez y de Manrique, en una curva, solitaria, se enciende en las noches una vieja, destartalada casona de pisos inclinados de tabla, alzada sobre pilotes y estacas que se hunden en el despeñadero: El Gusano de Luz. El gusano es verde, verde como el platanal que lo envuelve ascendiendo por la barranca hasta la carretera. Y con los ojos rojos: un par de foquitos rojos, intermitentes, de burdel. Sus tapias cuarteadas resisten con ruinoso empeño los embates del viento y el tiempo. El viento saluda cuando nos ve llegar, agitando los penachos del plantar:

—Más clientes, más borrachos, más peleas, la vida es una fiesta, un matadero, así me gusta a mí.

Llegamos, apiñados, en dos carros: el Ford de Óscar, que le han robado tres veces y ha recuperado tres, y otro más.

—Pasen, pasen —dice el voluble anfitrión, de humor cambiante—. Y a ver, cabrones, si una sola noche dejan dormir, por excepción.

A estas horas, dos de la mañana de martes 13, día del marinero, que aquí no hay, El Gusano de Luz rebota de bote en bote: putas, camajanes, malhechores, cuchilleros, bandoleros, maricas, ex presidiarios, algún alcalde de pueblo, algún inspector de barrio, y en el centro de la marejada, borracho y sin salvavidas, yo.

—¿Qué van a tomar? —dice el dueño, Clodomiro, Clodomira, el responsable de esta monstruosidad.

—Dos botellas de aguardiente —ordena Óscar con infatuado vozarrón.

Aunque no trae revólver, manda como si lo trajera: como es diputado, si le disparan las balas rebotan contra la coraza de su inmunidad. Este Gusano de Luz, carambas, es un prodigio, arde en fuegos de artificio, tangos, mambos y guarachas, rumbas, danzones, boleros, aunque el traganíquel es una lástima, casi una calamidad: un armatoste de baquelita con los cristales rajados: tiroteado, acuchillado, lapidado… Lapidado, vaya, en las riñas habituales con botellas de cerveza pues piedras, como usted puede ver, aquí adentro no hay. Un verdadero mártir de nuestra felicidad: tiene los flancos rayados, la cara cortada, un ojo despanzurrado, pero el alma íntegra e íntegra la voz. Más aún, cada noche que pasa y mientras más anochece canta mejor. ¿Ahora qué está diciendo? «Ya lo verás que te voy a olvidar, que te voy a dejar y que no volveré… Ya lo verás que esta vida fatal que me has hecho llevar la tendrás tú también». Ah sí, Leo Marini, un bolero. La gruesa aguja gira, la aguja, una puntilla, casi un clavo, casi un puñal que venden por gruesas en El Centavo Menos de Guayaquil. La aguja gira y gira, pasa de surco en surco por el disco rayado, con su tosca punta roma acariciándolo, dándole la vuelta al mundo hasta morir en su centro. Entonces el brazo que la lleva se retira, se pliega, se levanta, vuelve al silencio y el silencio lo llenan un chocar de copas y un vocerío.

—¿Cómo estás, Óscar? —pregunto.

—Divinamente bien.

Ah, el traganíquel de Clodomiro tiene otra bendita peculiaridad: se le echa, como a todos, una moneda de veinte por disco, pero como su mecanismo monetario no funciona (canta por amor, no por interés), Clodomiro debe ayudarlo a dar el paso inicial.

—¿A cuál le echaste? —pregunta a gritos desde el fondo.

Viene, abre la tapa, algo le mueve, y el nuevo disco cae suavemente, y gira y vuelve a girar. Yendo, viniendo, trayendo, llevando, Clodomiro se seca las gruesas gotas de sudor que le corren por la frente, lo mata tanto quehacer, y aunque habla poco cuando habla su voz suena tan destemplada como un clavo oxidado rayando una bacinica o una caja de mentolín. Suena y le desafina el par de tímpanos a la decencia. ¿Y a usted qué más le da? Si no le gusta se tapa los oídos, ¡viva y deje vivir!

Y para que de una vez por todas lo sepa, por si algún día va, y con alguien va, aquí los cuartos son así: un catre desvencijado de latón que chirría al menor movimiento, como quejándose, como si algo le doliera a la maltrecha sociedad: acondicionado con un polvoso colchón de paja y una almohada polvosa, también de paja, que con sólo verlos hacen toser. ¿Y qué más? Nada más. Ah sí, un nochero o mesita de luz, donde no hay luz pues el foco cuelga pelón del techo, de un doble cable trenzado y pelado a tramos, que electrocuta la mirada. Sobre el nochero un vaso de agua empolvada, utilísima para apagar incendios y la sed de amor. Desde una de esas paredes agrietadas, moradas de cosquillosos alacranes, un tigre de Bengala salta sobre un cervatillo: la vida misma en un tapiz. Y para terminar le diré que en el catre ese de latón, ahí donde usted lo ve, durmió el general Uribe, que usted no sabe quién fue, pero así fue.

«Nuevamente vendrás hacia mí, te lo aseguro. Cuando nadie se acuerde de ti, tú volverás. Cuando estés convencido que nadie en el mundo te puede querer como yo, nuevamente vendrás». ¿Nuevamente? Alguien entonces quiso saber qué celebrábamos esa noche.

—Nada —dijo Rodrigo—, que mañana me voy.

—¿De dónde te vas? —pregunté.

—De Medellín, hombre —contestó.

Medellín… Medellín… Un júbilo exultante me embargó: había caído en la trampa, ya no le pertenecía su destino, había pronunciado el nombre de luz. En adelante todo fue ocurriendo con la sencillez del milagro. El nuevo disco cayó, y por entre putas y truhanes llegamos al centro del ancho patio. La voz recóndita, insondable del bolero, empezaba a arrastrar su dolor: «Por qué suspiras, qué piensas de mí, cuando te miro yo. Por qué tus ojos me dicen que sí, si sé muy bien que no. Si mi consuelo es mirarte nomás, para vivir por ti…» Lo miré y mi turbación se perdía en sus ojos vivaces. «Por qué me llamas y luego te vas, por qué eres así, por qué». Natural, desvergonzadamente, quemándose su cara contra la mía, cerraba en torno a mí su abrazo. En el instante trémulo nadie llevaba a nadie, la voz doliente nos arrastraba, la vida nos llevaba a los dos. «Si tú no estás, la dicha no puede ser. Necesito tenerte conmigo siempre en mi corazón. Por qué te vas. Me desespera tu adiós. No es posible que seas así, no puedo vivir sin ti». Ante las miradas absortas vivíamos el momento portentoso, los albores de una nueva humanidad. Luego el susurro risueño que ensordece… Fulguró el relámpago en la noche ciega alumbrándolo todo: en la quietud la inquietud, un paisaje desolado. Era el presente mío naufragando entre el futuro incierto y el pasado ajeno, la desesperación en la calma. Se iba el tiempo llevándose la plenitud del instante… ¿Nuevamente vendrás hacia mí? No, soy yo quien me iré. De ti, de ahora, de esta tierra de anchos ríos y altas montañas, y policías y asesinos y burócratas de variada fauna: cerdos, puercos y marranos. Definitivamente me iré. Las míseras palabras mías jamás lograrán recobrar el bolero, su desdicha venturosa que suena en el traganíquel y resuena en el corazón.

Cuando dejamos la pista, el patio, y volvimos a la mesa, Chucho, Jaime, Óscar, los chacales fingían. Seguían tomando como si nada, alimentando su llamita de esperanza, sin darse por enterados de que la noche se había decidido ya, que la belleza de la Costa, que no había alcanzado nadie, el destino caprichoso me la concedía a mí. ¿Pero por qué tanta envidia y desilusión y tristeza, si al final de cuentas todo equivalía a lo mismo, si para el efecto yo era ellos, si Medellín era yo? En la mirada de Chucho descubrí algo que habría de advertir otras veces luego, y que me causaba compasión: una resignada humildad. A la cual respondí con mi más amplia, burlona sonrisa, que traducida en cristiano quería decir: Vaya este muchacho al menos por todos los que me has quitado en la vida, cabrón. Así está escrito, y no digo en las estrellas del cielo que brillarán afuera sobre estas vigas y estos techos: en los caminos fortuitos de ese charco de cerveza que estás regando sobre la mesa, animal.

—Y puesto que en éstas andamos —le dije al punto a Rodrigo con esa lucidez en el aturdimiento que a veces me concede Dios—, vámonos a dormir.

Nos levantamos, tomamos una de tantas botellas de la mesa, y dejándolos a todos mudos nos fuimos adonde Clodomiro, dueño de la felicidad.

—¿Cuál cuarto quieren? —preguntó su voz cuarteada.

—Cualquiera. Pago yo.

Y le entregué mi reloj: el primero, el último. Y en el acto se me detuvo el tiempo: hasta entonces había vivido para vivir; en adelante creo que he vivido para recordar. Clodomiro sacó su manojo de llaves, las llaves del cielo, y abrió: en el centro, antes de que cerrara tras de nosotros cortando el haz de luz proveniente de afuera, obsecuente, inocente, el catre de latón dorado del general.

Lo primero que sentí de él fue la fiebre: en la cara, en los labios, en la boca. Diría que también en el alma, si el alma no fuera una soberana abstracción. Pero sí, también en el alma: el alma era la llama. Y le voy a dar un consejo, amigo: no crea que se las sabe de todas todas y que puede decir quién es quién. Todos a la larga somos todos, y en cierto infinito mar de las transfiguraciones nos repetimos, con una terca obstinación. De suerte que el «yo» tarde que temprano se hace «usted».

Atropelladamente me iba abriendo, le iba abriendo, los botones de la camisa, de la bragueta: uno, otro, otro, de tumbo en tumbo al ritmo del corazón. Tomó de la botella un largo trago y me lo fue dando en la boca, y sentí que corría por mi garganta, lentamente, en un ardor de aguardiente un arrullo de miel. Dejando su boca fui bajando por sobre rutas de sangre agolpada en el cuello, y al llegar a su pecho, triunfo de la vida desde el fondo de las edades, burla de lo mensurable, se levantaba hacia mí, hacia el cielo, el egregio dios Príapo, Señor de las Burras.

Dios, impotente mirón de las cosas humanas, con sus ojos eternos de búho, de lechuza, todo lo veía penetrando la oscuridad. Para ver, su omnipresencia, que lo tenía en el cuarto, lo eximía de abrir un agujero en la pared. Como novelista omnisciente, metido en todos los cuartos y corazones ajenos, veía sin pagar. Así que mira, fíjate, date cuenta de cómo el fulgor de estos instantes míos hace polvo la eternidad de Tu infierno.

Cuando el callado espectador sació su curiosidad, Rodrigo se levantó de la cama y desnudo, a tientas, buscó el apagador de la luz. Brilló el foco de cansadas bujías y nos devolvió a la realidad. «A ver con qué sale ahora éste», pensé. Con nada. No dijo una palabra. Todo estaba concluido para siempre, para el siempre fatal del bolero. En silencio, se puso los calzoncillos, se puso los pantalones, se puso la camisa, se puso las medias, se puso los zapatos. Y en silencio abrió la puerta y salió del cuarto y de mi puta vida. Afuera atronaba el traganíquel con su ilusoria felicidad.

La ladera es un lodazal de inmundicia. Humildes matas de higuerillo se aferran a la existencia entre trapos y papeles del basurero. Bajo dando tumbos y tropezones. Aúllan a lo lejos unos perros cuando saco del bolsillo la navaja. Ahora son dos los que miran: el eterno testigo de siempre y la luna de hielo. La navaja, ciegamente, va abriendo los cerrados caminos de la sangre. La sangre salpica sobre el barranco, se va yendo con su tibieza liberada.

—Ven a mí, ven a mí.

La dulce Muerte agitaba las alas de su negro abrigo, de su negra capa, llamándome compasiva a su regazo de sombras.

Voces apagadas, susurros que en lo profundo de una caverna amplificaba el eco, me llegaban desde la lejana ribera de la Vida. ¿Serán los thugs asesinos, que acabarán estrangulando a Sandokán? Si debo cruzar a nado la caverna he de conservar mi navaja, el kris malayo, la cimitarra para defenderme de caimanes y cocodrilos. Pero, ¿y los adoradores de la diosa Kali? ¿Cómo escapar y por pantanos azarosos, arenas movedizas, llegar hasta mi barco? ¿Yáñez? ¿Tágalo? ¿Girobatol? Mis lugartenientes, ¿dónde se han metido? ¿Los habrá capturado el enemigo, los ingleses, el pérfido gobernador de Palauán? Y yo, ¿dónde estoy, adónde he llegado? ¿Dónde quedó la islita mía, Sarawak? Manos entrometidas me levantaban los párpados, escudriñaban con una linternita el fondo de la pupila buscando un último signo de terquedad. No, no son los thugs los que me miran, son doctores. Por eso el tono severo, profesional. No importa. De todos modos voy a morir: pensando en ti, Sandokán. Que mi infinita delicadeza desocupe el campo, para dejarles espacio a los cerdos.

Caía, caía al abismo insondable sin ningún asidero. Ni mi padre ni mi madre ni mi ciudad ni mi patria ni el amor ni el dinero ni una mata siquiera de higuerillo aferrada a jirones de trapo y de papel. Tampoco tú, abuela, que me esperas en el fresco corredor de Santa Anita, en tu mecedora, y contigo la ansiedad de los trigales: déjame terminar de caer. Una sonrisa callada, incapaz de ascender hasta los labios, se me esbozaba en lo más hondo del cansancio: si en vez de esa linternita que hurga entre mis ojos me acercaran un cerillo encendido a la boca, con los litros de aguardiente que me he bebido estallaríamos todos, esta sala, este hospital, esta ciudad, el mundo, en la más soberbia explosión.

La brisa traviesa juguetea con el sol por el parque, removiendo ramas, hojas, sombras de árboles aquí y allá. El sol, cansado, se bebe lo que encuentra, las gotas de rocío y los charcos que deja el surtidor. La Bruja también juega: corre, se dispara como una flecha espantando pájaros, palomas, mariposas, y los patos alharacosos del laguito:

—¡A volar patos, que aquí voy yo!

Se dispara, digo, como un silbido, como un dardo, como un volador, de esos que en diciembre echábamos al cielo en Medellín (¿hace cuánto?): fuegos de artificio, vaya, por si no lo sabe usted. ¿Una perra negra que es un fuego de artificio? ¿Cómo puede ser? Pues aunque no le parezca así es: corre y se vuelve chispas de colores, no hay otra comparación. Brinca los setos como un caballo, y no digo los setos: de un solo salto se cruza entero, por el aire, un jardín. ¿Vuela? ¡Claro que vuela! ¿No ves que es una Bruja? Pero no necesita escoba: vuela montada en su propio ímpetu, en la velocidad. Es el principio de la retropropulsión y el cohete, ¿ves? Cansada también ella, muerta de sed, se detiene un instante para bebérsele al sol el charco del surtidor. No respeta: esta agua me la encontré yo, es mía, me la tomo, y ¡vuelta a correr! ¡Carambas, cuándo va a aprender esta perra a no tomar agua sucia de cualquier lugar! Es que cuando anda en sus juegos la vida le importa un bledo, es la mismísima irresponsabilidad.

—¡Ahí va la Bruja! —gritan los niños, y se me acercan a preguntar—: ¿Cuántos años tiene?

—Dos y medio.

—¿No ha mordido?

—No.

Bogotá, ciudad puerca que nunca se baña, tenía en su haber al menos la sucursal de Sodoma más vieja del planeta tierra: el Arlequín. Su fundador-propietario, Toto, y su amigo Loto, bíblicos sobrevivientes de la desdichada ciudad, insultaban con su vejez: cuando el fuego de la furia eterna destruía la pentápolis de la llanura, en una confusión de cántaros y camellos salieron con Lot y su comitiva, y mirando siempre adelante, sin osar volver la mirada, atrás dejaron los torcidos ímpetus de sus conciudadanos vueltos ceniza, y un resplandor gigantesco con olor a azufre. Amén de cierta estatua de sal que jamás hallarán los arqueólogos pues se la comió el viento de los años: la mujer de Lot en monumento, castigo del cielo a la humana curiosidad.

Ya en este país de María Inmaculada y el Sagrado Corazón, se instalaron en Aranzazu, Caldas, donde se empezaron a sentir como en su casa: muy bien.

—¿Cuál será la razón, Toto —preguntaba el otro, el pobre estúpido—, de este íntimo regocijo que no me puedo explicar?

Cuando descubrió la respuesta el corazón le dio un vuelco: tampoco en Aranzazu había, no digo diez: un solo justo que permitiera salvar la ciudad. Y ese nevado del Ruiz en la cúspide de la ladera, volcán apagado de nieves eternas que se empezaron a derretir…

—A mí no me agarran otra vez desprevenido —dijo Loto—, me voy de aquí.

—Nos vamos de aquí —contestó el otro.

Y en mula, sin volver atrás la mirada, hasta Bogotá.

Me los presentó Hernando Giraldo, abogado, de Risaralda, la noche que me llevó a conocer el antediluviano lugar.

—¿Y a qué se debe tanto viejerío? —pregunté, salidos los ojos muy abiertos, en el colmo de la admiración.

Ajados, cuarteados, apergaminados, cien mamarrachos antiguos bailaban cumbia, como rozagantes negros de la Costa, en un espacio de dos por tres.

—No hay derecho —dije— a tanta vejez e ignominia. Todos se deben morir.

—¿Por qué? —replicó al punto Hernando indignado (Hernando, un anciano, de treinta o treinta y cinco años o más)—. También los viejos tenemos derecho a vivir.

Sí, pero los derechos prescriben, se agotan, hay que desocupar. Aparte de este servidor, de dieciocho o veinte años (lindero de la vejez) y que no cuenta porque es quien narra, lo único joven de ese mísero bar era un mariquita de la Carrera Séptima (cargan cuchillo o navaja de afeitar), afeminado cual su madre que lo parió.

—Prefiero una mujer —comentó uno de esos vejetes amigos de Hernando, ex embajador en la India.

—Yo no.

Al tercero o cuarto aguardiente la diplomacia de Hernando me sacó con mil suavidades del bar; esto es, no a mí, que era un encanto: a mi irredenta manía de contradecir. Y es que con el ex embajador en la India, el mujeriego, me embarqué en una discusión sobre los maricas célebres de la Historia: Wilde, Sócrates, Jesucristo, Alejandro, qué sé yo, y al llegar a Gide su admiración («Estas Nourritures Terrestres son un portento, y ¡qué me dicen de la prosa de l’Immoraliste o del Retours de l’URSS!»), le corté tajantemente el ditirambo:

—Son unos espantajos de un anticuado horror.

Lo cual se explicaba, según su servidor, pues qué se podía esperar de ese hombrecito avaro y protestante y por añadidura francés, que se iba a Argelia, al Norte de África, a conseguir muchachitos bereberes y les pagaba con moneditas de cobre… ¡Al diablo con Francia y su faramalla y la tacaña vejez!

Hernando, con esa sabiduría que después de siglo y medio me siguen confirmando los años, me sacó ileso y libre de crimen de donde me había metido: antes de que de las opiniones pasara yo a la insolencia y de la insolencia a cualquier barbaridad. Con eso de que yo fumaba marihuana… Según él…

Prófugo del seminario pero, vive Dios, santo varón como no ha habido en el mundo otro igual, a Hernando me lo presentó el azar: a la entrada de un cine de la calle 54, cuando esperaba yo a otro viejo como él y él a otro muchacho como yo. Ni llegó el viejo ni llegó el muchacho, pero como las fallidas citas de los desconocidos las había arreglado por teléfono el destino, celestina sin par, él creyó que yo era el otro y yo creí que el otro era él, y acabamos por encontrarnos los dos. Con nerviosa prisa arregló una nueva cita para el sábado en su apartamento, y con la misma prisa me metió un billete nuevo de veinte pesos en el bolsillo de la camisa para que no le fuera a faltar. El cual al punto le devolví:

—Dinero no necesito: tengo ropa, comida y casa, y los libros los tomo de las librerías, donde hay de sobra: entro con dos y salgo con tres. Mejor me das un muchacho.

Abrió tamaños ojos ante mi precocidad viciosa, pero al punto se recobró y contestó encantado:

—¡Claro que sí! Te voy a dar un sargento.

—Un sargento es demasiado viejo, mejor un soldado.

—De acuerdo, pero no uno: dos.

Y se fue con esa generosidad apurada suya que regalaba en el aire, y ese temor de que el mundo entero se diera cuenta de que era como lo hizo su mamá o Dios. Me pareció justo y equitativo el trato: un sargento vale por dos soldados o dos cadetes, según de donde se vayan a tomar.

El apartamento estaba a oscuras, cerradas las persianas, las ventanas. Me abrieron, entré y caí de bruces tropezando con unas botas altas de militar. Alguien encendió una luz al final de un pasillo, en un cuarto: Hernando en calzoncillos y su floreciente barriga de prosperidad, mientras quien me había abierto regresaba de la puerta, desnudo, al cuarto, a la cama:

—El sargento que te prometí.

Una contrariedad infinita, una furia salida de madre y razón se me subía al cerebro, me enrojecía la cara, tez saludable ahora de cura o seminarista o de sacristán.

—Ve a servirle a este joven —mandó Hernando al policía— alguna copa, algún brebaje para que se sienta bien.

Me tomé de cuatro tragos media botella de ron y empecé a despotricar contra el Ejército. ¿Habríase visto en ese país de lacayos mayores zánganos, mayor abyección? Cada gobierno civil que llegaba, libremente elegido por nuestra soberana voluntad, consecuentándolos, a un paso cada día que amanecía del cuartelazo, del zarpazo avieso del burro con garras, con uniforme y la soberbia del pavo real.

—Y quítele usted las plumas al pavo real y la ropa a estos cabrones a ver qué queda: una gallina pelada, lo que ve usted aquí.

Hernando se iba poniendo lívido, y el sargento tratando de entender. Se iban abriendo paso las palabras mías por los laberintos tortuosos de su mente y al final algo entendió: que mi diatriba contra la institución revertía en insulto para él. Saltó desnudo sobre el desorden de su uniforme, tomó el revólver y de otro salto llegó hasta mí. Sentí el frío metálico del cañón en la sien y oí un clic precursor: lo que iba a salir luego era la bala. Giré entonces con lentitud la cabeza y el cañón quieto fue pasando de mi sien a la frente trazando una lenta raya de frialdad. Lo pude mirar entonces a los ojos: tenía los ojos negros oscuros, de un pantano, de un indio de Boyacá.

—De todos modos —le dije— aunque la vida mía termine aquí, la tuya no pasará de ser la de un tombo hijueputa.

«Hijueputa» lo entendió bien pero «tombo» no: tombo, como llamábamos los niños a la policía en Antioquia. Sólo que Antioquia no es Boyacá. Y esa pequeña sutileza de geografía lingüística hace que pueda seguir narrando ahora en primera persona la continuación, sin que le llegue a usted mi final falseado, en chismes y consejas y maledicencias de ajena mendicidad. ¿Tombo? El desconocido vocablo se fue abriendo paso dificultosamente por su cerebro de gusano, de vertebrado, de mamífero, de primate, de ser humano, en fin, hecho a imagen y semejanza de su Creador, y no lo entendió. Dilación que Hernando aprovechó para gritarle:

—¡No!

«¡No!» le gritó, como quien está acostumbrado a manejar perros, con monosílabos.

—No me vayas a manchar la alfombra de sangre que este apartamento no es mío, me lo prestó un general.

Sus palabras apaciguaron la onda cerebral electrizada como caricias sobre el lomo de un gato. Le pagó, se fue el sargento, y tras un instante de reproche mudo a mi insensatez y arrogancia, abrió la boca y dijo, palabras textuales:

—A las Fuerzas Armadas limítese a darles por el culo, pero no las insulte, porque en ellas descansa la soberanía de la patria.

El camión dio un gran tumbo y se detuvo un momento para salvar con precaución un bache. ¿Ya pasamos la finca de El Carmelo? ¿En qué tramo de la carretera voy? Vas en Bogotá, hombre. No, voy como siempre por la carreterita de El Poblado, de Envigado, que lleva a Santa Anita, a la felicidad. Este viaje, en camión o en carro, lo he hecho infinidad de veces, de niño y de joven, aunque de viejo no, y es que la carretera, con sus infinitos baches y sus lerdos camiones de escalera cargados de racimos y marranos y de humanos el tiempo se los tragó. Los baches los hacía la lluvia, la temporada de lluvias, el invierno como se le llama aquí. No hay gobierno, conservador o liberal, que pueda con los estragos del tiempo en este país, y me refiero al atmosférico porque el otro, el Tiempo, con mayúscula, a todos se los traga por igual. El nuevo alcalde, que hace dos meses tomó posesión, todo lo va a arreglar: a darle una remozadita a la carretera, a taparle los baches con asfalto, aunque lo ideal sería rehacerla con cemento, dado el fuerte tráfico que tiene, pero eso es pedirle mucho a la vida, con recubrirla está más que bien. ¿Y con qué se va a recubrir? El asfalto cuesta dinero, y el poco dinero que hay es para pagar doscientos mil empleados del municipio, ¿o quiere que los deje este mes sin comer, con su mujer y quince hijos? Nada de tapar baches, que la carretera siga igual.

La carretera sigue igual y el camión sigue por ella, de año en año, de bache en bache, de Medellín a Envigado, de Envigado a Medellín, del presente al futuro y del futuro al ayer. Aquí y ahora, en este camión desvencijado por esta carretera agrietada la realidad es sueño de marihuano. El hachís cómplice dilata el Tiempo: lo infla como infla un niño al final de un tubito una bomba de jabón. La bomba se va yendo con su fragilidad por el aire y al cabo estalla. En el breve lapso de su vuelo corre mi necedad a buscar la dicha al desván de los trastos viejos: se encuentra un muñeco antiguo, un payaso, de trapo y lata, con la cuerda rota, despanzurrado. Jamás como esa tarde que se volvía noche por la carreterita sombrosa de Medellín a Envigado he percibido con mayor nitidez el Tiempo: lo he tocado como una barra de acero. Venía del Miami y los cafés del centro hacia Santa Anita, donde vivía sin mis padres con mis abuelos, y recordaba mi incidente con Hernando y el sargento, cuando el camión dando un tumbo se detuvo para salvar un bache. Partió la bala del revólver del sargento y por igual se detuvo:

—¡No!

La mágica palabra de mi idioma, rotunda como una bala, la deshizo en el aire.

—¿No ves que me vas a manchar el apartamento de sangre? Y el apartamento no es mío, me lo prestó un general.

No era un general, Hernando, era un empleado de la alcaldía. Pero claro, tu inteligencia oportuna dio con la palabra justa: un general, de cuatro estrellas, y le echaste encima todo el escalafón. Tras la breve detención del bache el camión vuelve a andar y en pos de él, con su callado caminar, el Tiempo.

«¡Tin! ¡Tan! ¡Tin! ¡Tan!» dice el reloj de muro en el comedor de Santa Anita mientras el abuelo a la mesa, la larga mesa que convierte a estas horas en escritorio, trabaja en sus memoriales: arrastra el interminable pleito en que lo embarcó su hermano Nicolás. ¿No te das cuenta, abuelo, de que llevas en él quince, veinte años, los que tengo yo? No, no se da cuenta, el buen litigante es así: su vida entera la va escribiendo en una máquina de escribir vieja, una Rémington, de teclas sucias, en hojas rayadas de papel sellado tamaño oficio, que hay que refrendar en el margen derecho, arriba, con estampillas de cien.

—¿Qué hora es, abuelo?

—No sé.

—¿Estando bajo el reloj no sabés? ¿No oíste que acaban de dar las once?

No, no oyó, lo que no le interesa no lo oye. Según él está sordo. Según yo no lo está, es una mula vieja mañosa que cuando dice «De aquí no sigo» no sigue de ahí.

—¿Ya apelaste, abuelo, a la Corte?

¡Uy! Cuánto hace que apeló y que la Corte falló: en su contra, por lo que él, simplemente, volvió a empezar. «Da capo», dijo, y a leer otra vez la partitura: impugnó el proceso entero y demandó al primer juez. Del Juzgado se pasa al Tribunal:

—De lo Contencioso Administrativo, ¿o no es así, abuelo?

Parece que sí, pero no responde, ahora no oye: anda enredado en los laberintos tortuosos de la Ley. El laberinto le afecta el del oído, y sin oído, aunque no pierde el equilibrio porque está sentado, pierde la noción del tiempo y el sentido de la realidad.

—¿Cuántos años tenés, abuelo?

—No sé.

Claro que sabe, tiene setenta y ocho, y dentro de dos, cuando yo esté lejos, con un océano de por medio, habrá de morir. Sí, tal como usted lo oye, sin rodeos: morir. El ciudadano metido a escritor (en mala hora) se cree, llegado al tema, en la obligación de inventarse perífrasis: «Cruzó la laguna de aguas eternas» o «Transpuso el umbral de la eternidad», o cosas así. Yo no. Aprovecho que me han dejado el paso libre y me voy derecho, por el camino recto, sin circunloquios, y así puedo decir aquí, como si fuera el alba del primer día, con antiquísima novedad: mi abuelo se murió. Murió exactamente cuando yo cruzaba la Piazza del Popolo en Roma, ex capital del mundo, y abría la carta, leía la carta en que me anunciaban que lo que tenía que ocurrir ocurrió. Pero dos años atrás estaba con él en el comedor fresco de Santa Anita, fresco y espacioso, claro y riente, y el reloj de péndulo (coronado de un caballito blanco de marfil) daba las once de la mañana.

—Son las once de la noche, abuelo.

—Sí —contesta él, sin oír.

No advertía que el sol entraba alegre a los patios, a los corredores, al comedor, a los cuartos, inundando hasta los últimos rincones con su luz: las azaleas, los curazaos, los sanjoaquines, los geranios, y en las paredes del comedor, enmarcada con un marco finito de madera negra de barniz lustroso, la vieja estampa de San Francisco de Asís.

—Ese cuadro de San Francisco de Asís está muy viejo, hay que tirarlo.

—¡Por qué hay que tirarlo! —protestó mi abuela, que venía con el café para el abuelo de la cocina al comedor.

—Porque está muy viejo.

—Entonces me tienen que tirar a mí también. Y no es San Francisco de Asís, es San Francisco de Paula.

—¿Y qué diferencia hay?

—Muchísima: que son dos santos distintos.

—¿Y cuál es más milagroso?

—Los dos.

—No le hagás caso —dijo Elenita desde los patios, donde regaba las macetas—. ¿No ves que es un descreído?

—No soy ningún descreído: simplemente preguntaba porque no sé.

Entonces, recuerdo, sopló la brisa y en el antecomedor, vestíbulo abierto a la atropellada luz, rompió a sonar en el radio, que había estado transmitiendo una de las radionovelas de la abuela y Elenita, un pasodoble, «Francisco Alegre», y a importunar con recuerdos: la casa de la calle del Perú de paredes agrietadas donde vivían los alacranes… «En los carteles han puesto un nombre que no lo quiero mirar. Francisco Alegre y olé, Francisco Alegre y olá. La gente dice vivan los hombres cuando lo ven torear, y estoy rezando por él, con la boquita cerrá». ¿Vivan los hombres? ¿Quién dice? ¿Lo dice usted o lo dice España o lo digo yo? Un ímpetu rabioso me remolcaba en olas más allá de la infancia, hacia la desconocida España, arrastradas al vaivén de la música las rudas, dulces palabras de su idioma sin par. «Desde la arena, me dice niña morena. ¿Quién te enamora? Carita de emperadora. Dame tus besos mujer, que soy torero andaluz, y llevo al cuello la cruz de Jesús que me diste tú… Francisco Alegre, corazón mío…» Yo tengo la vida mía apuntalada en canciones: me quitan una y se inclina hacia un lado, me quitan otra y se inclina hacia el otro, me quitan otra y se desploma en el aire. Filtrada por una grieta del tiempo oye Ulises, eterno viajero de la nostalgia, sonar la flauta eólica desde un paquebote.

Dos son los patios interiores de Santa Anita y se extienden, simétricos, con prados como jardines, a lado y lado camino al comedor. Enredaderas y curazaos abrazan sus ventanales de barrotes y la escalera que, partiendo del patio izquierdo (izquierdo desde la sala) lleva a la amplia estancia levantada sobre el garaje. La estancia, de piso de tabla, se abre en varias ventanas (¿cinco? ¿seis?) al cielo y a los campos. La construyeron años atrás mi padre y el abuelo, cuando compraron a Santa Anita y la finca era de ambos, en compañía. En ella encuentro instalados a mis hermanos Darío y Aníbal a mi regreso de Bogotá. Serruchando el piso de la tabla Darío le ha abierto una entrada secreta por el garaje, al que llega en su Studebaker. Deja el carro y sin pasar por la casa sube directamente al cuarto por una escalera de mano. ¿A qué horas? A las que sea, a la medianoche, a las dos o tres… Y yo llego con él. Los abuelos, que nada saben, nos hacen dormidos desde temprano, desde las ocho o nueve cuando se duermen ellos, rezadas tres novenas y tres rosarios. Cree el ladrón que todos son de su condición, y no hay tal. A las ocho o nueve, para Darío y su servidor ni siquiera la vida empieza.

Escándalo y oprobio de Medellín, rueda el Studebaker cargado de bellezas y cervezas, con alegre complicidad. Un ventarrón de libertad se levanta a su paso. «La cama ambulante» lo ha apodado esta ciudad mendicante de alma ruin, para la que no hay mayor insulto que la ajena felicidad. Todo la hiere, todo la ofende, todo la ultraja, nada le complace como no sea el celibato de los curas y la desdicha ajena. Arruínese usted, envenénese, fracase, y sólo así saldrá de la punta de su lengua venenosa. Mientras mayor sea su desgracia más feliz la hará. ¡Pero a quién se lo vienen a decir! A mí, que no nací para consecuentar ciudades, la indignación ciudadana me provocaba una verdadera embriaguez.

—¡Maricas! —nos grita Medellín desde una esquina cuando nos ve pasar, cuando cruzamos en el Studebaker el barrio de San Javier una noche.

Nuestra fama, como usted puede ver, competía ya por los cuatro puntos cardinales con la de Jesús Lopera.

Son unos desarrapados de barrio los que gritan, estallándoseles el saco de la hiel, la envidia biliosa que les envenenaba las tripas. Sobre la calle, cerca a la acera donde se encuentran ellos, se extiende el charco de una alcantarilla rota. Darío da la vuelta a la manzana y volvemos a aparecer de improviso: hacia el charco, sobre el charco:

—¡Ahí les va el lodo de nuestra felicidad, hijueputas!

Bañándolos se levantó en abanico un surtidor de inmundicia.

Reaparece Darío en el relato por una simple razón: porque la vida, que separa, también junta. Enterradas ya la infancia y sus guerras intestinas que asolaron mi casa nos volvimos a encontrar: en Santa Anita, en la amplia estancia del garaje de risueñas ventanas abiertas a la inmensidad. Al volver a entrar en ella, pasados tantos años, tuve la sensación de que flotaba en el éter, lejos de esta mísera tierra, en un palomar. Y sin embargo la estancia estaba quieta: eran las nubes las que se movían y los recuerdos con ellas, en el azul del cielo navegando, nubes de alucinación. Una noche de mi niñez, en esa estancia, mi abuelo toca en una dulzaina «María Cristina me quiere gobernar…» Un aleteo de golondrinas partió del cuarto y huyó hacia el cielo, voló hacia el cielo con su carga insoportable de realidad.

—¿Quién más, aparte de ustedes, vive en el cuarto?

—Dos golondrinas y un murciélago, que está instalado allí.

Minúsculo, boca abajo como un maromero, con sus mágicas alas plegadas, descansando, colgado de una viga cerca a una gran telaraña, en un remanso de la nitidez del día dormía Drácula en paz.

—¿Y no les chupa la sangre?

—¡Claro, para eso está!

Después, tomándome de la mano, me llevó a cierto lugar del cuarto donde, puesto de rodillas en el piso, levantó un cuadrado de tabla.

—¿Qué es?

—Una entrada secreta.

Abajo se veía el garaje, y apoyada contra el vano abierto una escalera de mano. Me hizo sonreír la chiquillada. A los ocho años vaya, ¿pero a los diecinueve o veinte? Entonces, en ese instante, decidí convertir esa entrada en una verdadera entrada secreta: a una vida secreta como dirían bajo el reinado de su graciosa Majestad Victoria los puritanos: secreta pero que me importaba un comino que se hiciera pública.

—Esta noche nos vamos de parranda —dije—, y ya verás.

De bote en bote lleno de sardinas o bellezas pescadas en Junín, aquí y allá, volaba el Studebaker por la montaña y su carreterita desierta perforando la noche. «Volaba» es un decir y «carreterita desierta» es otro, pues bien pegadas iban las llantas a la tierra, de curva en curva rechinando rumbo al cielo que está arriba o al infierno que está abajo, serpenteando, y si algún carro aparecía en una curva, mísero de él: se me hace a un lado, gran imbécil y sin insolencias o de lo contrario ¡Buuum! y juntos nos vamos al rodadero y a ver, a oscuras, quién aterriza mejor. Pasaba la botella de aguardiente de boca en boca regándose por las curvas, despilfarrándose, ¡pero cuánto mejora con rechinar de llantas y rugiendo el viento este saborcito traicionero de anís!

En el llano idílico un arroyito profundo discurría en paz meciendo el prado, y la luna, entrometida irredenta, asomaba su carota redonda tras de una colina, a curiosear: mientras Darío tocaba la guitarra, Chucho Lopera aligeraba a las bellezas de impedimentos y de ropa y los metía al arroyo. Y ahí los tiene como Dios los mandó al mundo y limpiecitos: escoja usted. Perdón por la candidez de la gran frase, pero lo que le pesa al hombre no es la ropa sino su carga de abstracción. Quítele una y la otra se le quita sola. Unas vacas que dormitaban en el pasto, despiertas por el alboroto y la serenata, nos miraban con sus grandes ojos lejanos, imposibles de interpretar. Acostumbradas al ser humano vestido, viéndonos en nuestra prístina desnudez nos tomarían por marcianos. Pero a mí la opinión de las vacas poco más me ha importado…

Volvimos a Santa Anita al amanecer. Chofer y músico y convidado de piedra, en las noches sucesivas Darío fue entendiendo mi tesis del hombre libre y el despilfarro: que sólo los pendejos descartan por prejuicios a media humanidad. Salido de golpe y porrazo de la cotidianidad, empezó a existir. Y henos de nuevo juntos, de lleno en el lodazal.

¿De qué año es usted, y si no se acuerda, qué década, y perdone la indiscreción? ¿De los treinta, dice? ¡Ah, de los veinte, qué bien, entonces le voy a poner un chárleston o un fox-trot! Sí, en ese traganíquel viejo o rocola que se ve ahí, viejo como el buen vino y que, aunque no me lo crean, funciona con electricidad. Y no me pregunten qué era la electricidad, porque no lo sabría decir: algo así como un cosquilleo de electrones que pasa por un cable a toda velocidad. ¿Más o menos como la vida? Bueno, sí… En fin, muchas gracias señores (señoras no, porque aquí no se admiten) por haber tomado la máquina del tiempo y haber desembarcado en esta Cuna de Venus (carretera a Rionegro), pequeño bar o mejor, cantina, mía, que yo regento, aunque está mal dicho «regento» porque «regento» es para un colegio de monjas o un burdel, y ni lo uno ni lo otro es mi bar, si bien se acerca más a lo otro que a lo uno dada la animación. ¿La Cuna de Venus dice? Sí. ¿Le gusta el nombre? Pues sepa que no lo inventó ninguno de esos novelistas de trópico de imaginación calenturienta por el paludismo, me imagino, o la marihuana, que jamás se fuma aquí. Porque éste es un lugar decente, no un fumadero de opio, y el nombre se lo puse yo, y aquí a lo sumo se toma cerveza, para pasar a aguardiente, y es tal la decencia que aunque no se admiten mujeres bien puede traer usted con confianza a su señora mamá. Fíjese en la decencia de estos señores y muchachos, bailando unos con otros, bien apretados, o todos juntos, sin partirse el alma a botellazos por una puta, perdón que se me subieron las copas, esto es, rameras, mujeres de la mala vida, qué sé yo. Pase pues, pase, y si quiere un aguardiente, ahora que termine de tocar este vals al piano me lo pide a mí, José Vélez, a su mandar.

¿A su mandar? Así se presentaba mi abuelo: Leonidas Rendón Gómez, a su mandar. José y mi abuelo debían de ser de los mismos valses, del mismo tiempo, y pasaron por la vida con la misma bondad. Pero no murieron igual: mi abuelo murió en la cama como ciudadano decente; José murió asesinado, no sé si en la gracia, pero con la venia de Dios. Trece puñaladas le dieron, trece, por hacerle el juego a la mala suerte, y en la boca abierta le metieron una botella de cerveza, llena, para que se la fuera bebiendo de a poquito, el gran marica, camino a la eternidad. Y por lo dicho se deduce que los asesinos no eran de esos desalmados carentes de sensibilidad moral (como dirían los criminólogos o penalistas, que en este país abundan porque donde hay clientela hay venta), sino que para matarlo tenían una poderosa razón: por marica y se acabó. No siempre hay razones, ¿no cree usted? Malo es cuando matan porque sí. Le robaron veinte pesos, que tenía guardados en un tarro de lata, bajo el mostrador.

Pero qué ocurrencia la mía andar hablando de tristezas en La Cuna de Venus, tan cerquita del cielo en la montaña, y a un paso de la felicidad.

—¡Abran la puerta, muchachos, pa que entren los clientes y cierren esas ventanas que se mete la bruma y yo no tengo veinte manos y no puedo estar tocando el piano y sirviendo el aguardiente y poniendo el traganíquel, por favor!

Me levanté de mi mesa y fui a cerrar las ventanas: un paisaje de inmensidades se extendía afuera, abajo, en la oscuridad y la noche, y unas nubes muy blancas, filudas, venían como fantasmas hacia mí. Brrrr… No hay nada mejor que una buena ruana y un aguardiente para este frío del demonio. La ruana, ¿sabe usted qué es? Un poncho, un cuadrado de paño con un hueco en el centro, por donde se mete la cabeza, y a beber:

—¡José! Otra tanda de aguardiente, somos dieciocho que vinimos en dos carros, cuente cabezas, y aquí paga Esteban Vásquez, que soy yo.

Con quince hijos varones y ni una niña, hidalgo entre los hidalgos de bragueta, a Esteban Vásquez nos lo había mandado el cielo como lluvia de bendición. ¿Por los quince muchachos, dices? Bueno, por eso y por otra menos tangible razón. ¿Sabes qué quiere decir en Colombia «ponerse la vida de ruana»? Pues quiere decir hacer lo que hizo siempre Esteban: hacer de la vida una fiesta y de su culo un garaje y chantarse encima, para que se revienten de risa, un vestido de mujer.

—¡Tráiganme del baúl del carro el vestido de churumbela, que voy a empezar a bailar!

Y arremangándose los pantalones, con las piernas peludas al aire y unos zapatos de tacón alto y esa cara suya flaca, huesuda, de Manolete, con el vestido rojo-puta de olanes, rojo subido y él subido sobre una mesa, acompañado por José al piano empezó un pasodoble: «Francisco Alegre y olé».

—¡No, Esteban, no! —gritaba yo convulsionado, entre el vocerío—. ¡Que me vas a putiar hasta la infancia!

Y quién me oye y quién entiende mientras la mesa giraba bajo los zapatos de tacón alto en un vértigo de remolino.

—¡Y otros veinte aguardientes —gritaba Esteban bajo la salva de aplausos—, que la noche aún es niña, virgen, como fue algún día mi madre que me parió!

¿Y a Esteban Vásquez también lo mataron? Sí, lo mató el aguardiente, otro asesino cabrón.

¿Te acordás, Darío, de esa Cuna de Venus por la carreterita a Rionegro, y de Esteban Vásquez y el traganíquel y el piano y de tu Studebaker y de José? El piano, la octava maravilla, tenía no sé cuantas teclas rotas que se le quedaban hundidas, pegadas, y que había que ir levantando con la mano izquierda sin dejar de acompañar. ¡Pero qué altos, qué bajos resonando en mitad del alma con el retumbo de un bordón! Si fuera violín diría que lo hizo Stradivarius… Y yo, que he oído a Rubinstein y me he quedado duro y frío como riel del Transiberiano bajo el invierno de los Romanoff, oyendo tocar a José Vélez, el más mal pianista del mundo después de su admirador, me deshacía en un chorro de lágrimas. ¡Claro! porque Bach es intemporal y el bolero no, ni yo: somos un alud de recuerdos. Perfume barato, licor de bajo precio, yo tengo el alma de pachulí.

«Ya lo verás que me voy a alejar, que te voy a dejar y que no volveré. Ya lo verás que esta vida fatal que me has hecho llevar la tendrás tú también…» Pero los pobres, humildes reproches del bolero, sus míseras palabras no logran dar cuenta del milagro inasible, de su conjunción con la música que perpetúa el momento. «Yo sufriré pero tú sentirás el dolor de vivir sin un poco de amor. Cuando sufras verás a qué sabe llorar sin que nadie te cure el dolor». Entonces la voz incomparable se rompía como si expresara el más insoportable dolor, siendo que lo que decía era burla: «Ya lo verás que no vas a encontrar quien te pueda aguantar como yo te aguanté…» Sepa usted, señor, que ese disco lo ha puesto ciento cincuenta y siete veces seguidas esta noche: ¿Qué pretende? ¿Que me enloquezca yo también? ¡Shhhh! «Yo ya me voy, no me importa llevar en el alma un puñal y en el pecho un dolor. Porque al fin el que la hace la paga, me largo sin nada, adiós ya me voy». ¿Por qué llora? ¿Qué le recuerda esa letra absurda? ¿Acaso una de esas bellezas de diecisiete años con que tanto presume? ¿Cualquier vil amor? No, curiosamente no me recuerda el ángel de ojos verdes con que soñaba Medellín, el niño único que depara en un abrazo todo el prodigio de la vida: el más hermoso bolero me recuerda un viejo decrépito en el umbral de la muerte, con los ojos hundidos, desdentado, y unos dedos rugosos, nudosos, que iban acariciando las teclas amarillentas del piano destartalado: José Vélez en su Cuna de Venus, rey del momento irrepetible y de la noche sin par.

¿Lo recordás, Darío? ¿Y las cantinitas de la carretera de El Retiro o de Robledo, islas fantasmas en la bruma donde nuestro dios Thanatos, señor de conservadores y liberales degüella con el machete rojo o azul del odio sectario? Y el cementerio de Envigado y el de Sabaneta y el de Caldas y el de Itagüí, y el Ángel de la Muerte indicando con el dedo «silencio» y platanares quejumbrosos pulsados por la brisa y tumbas, tumbas, tumbas entre hiedras de eternidad por senderos empedrados adonde íbamos, con tu guitarra, a importunar a los muertos. ¿Sí recuerdas? «De las noches del año las de octubre son más bellas…» Sí lo son, es mi mes, aquí y en Yucatán y siempre. Con sus alas de noche un murciélago corta, al pasar, el claro de la luna. Al Ángel del Silencio lo enlazamos con una soga afianzada en el bómper del Studebaker, y cuando tu carro arrancó el ángel voló: dio un corto vuelo torpe de gallo y vino a descabezarse, en medio de la plazoleta, contra el duro adoquín. Addukkan, la piedra escuadrada… Hoy, filosa, la luna es un alfanje que corta cabezas…

Decapitado el Ángel de la Muerte, henos ahora instalados, continuando la juerga, en plena plaza de Envigado, nocturna, idílica, romántica, aunque con vocación de matadero. Duermen en sus blancos palomares las palomas, y la iglesia blanca también duerme, y duerme el cura párroco, ronca, mientras en competencia con el traganíquel a voz en cuello cantan los serenateros en las cantinas de enfrente. Llena está la ancha acera de mesitas con paraguas, o quitasol, o mejor sombrillas para proteger a los parroquianos de la luz demente de la luna. Unos cerdos, que han llegado en un carro de funeraria, se instalan en una mesa vecina.

—Conque muy contentos los muchachos, ¿no?, de parranda y con un Studebaker…

Y lo dicho, Colombia no soporta la ajena dicha: un Studebaker viejo y unos muchachos contentos son demasiado para su envidia: doble insulto con escupitajo a la cara. ¡Pobre país de insania que camina a pie limpio, amargado, desarrapado, con un puñal escondido, hacia la vejez!

—¡Ah riquitos gran hijueputas, conque se van a poner el pueblo de ruana, vamos a ver!

Y con sillas, mesas y botellas empezamos a ver.

¡Ponerse el pueblo de ruana! ¿Habrase visto mayor absurdo de expresión? Una ruana es un poncho, un cuadrado de tela con un hueco al centro para meter la cabeza. ¿Pero un pueblo? ¿Cómo se puede poner uno un pueblo de ruana, dígame usted? ¿Por dónde se lo mete? Es la expresión absurda que ha acuñado un país absurdo para decir en cuatro palabras todo lo que le cabe en las tripas de envidia y ruindad. Y si usted, pasando de lo figurado a lo real, se pone una ruana de veras, de paño o lana se la roban, pero eso sí, témale a quien lleva la ruana: debajo oculta un puñal. La ruana, como un machete filoso, es signo de muerte. Jamás se le ocurra pues ponerse en Colombia la vida o el pueblo o lo que sea de ruana porque se jodió. Envejézcase, enférmese, arruínese, quiébrese, jódase, y si no respira tanto mejor. ¡Y a un lado gran hijueputa que aquí gente es lo que sobra!

A los sepultureros se sumó un piquete de policía, con revólver y garrote y el alma criminal. «Conque poniéndose el pueblo de ruana los riquitos, ¿no? ¡Van a ver!» A una cuadra, bajo una lluvia de palos, queda la cárcel. Y en ella, en su oficina de entrada, la recepción, pasamos del bolero a la rumba: volaban tombos por sobre los escritorios y los taburetes y las máquinas de escribir. ¡Vive Dios que si no el pueblo, nos estábamos poniendo la cárcel de ruana! Entonces, con golpe seco, sonó el primer culatazo. Y otro. Y otro más. Con la cabeza roja, rota, encharcada, se desplomaba Darío. Bueno, ya tumbaron al principal borracho, esta batalla se perdió.

A cambio de la cabeza yo salí con un brazo roto, el izquierdo, con la muñeca partida, que soldó mal. ¿Y ahora con qué voy a tocar el Stradivarius? Por eso Colombia no tiene músicos, la policía los acabó. Y en tanto, en la oscuridad rabiosa, no sabía si estaba en un calabozo ciego, o si el ciego era yo. Poco a poco volví a ver. Ay, si los países fueran sus cárceles, Colombia sería un albañal. En cambio tiene ríos, limpios ríos caudalosos, y montañas y nevados y volcanes y garzas blancas y cóndores y un águila real que tiende el vuelo, lejos de este calabozo infecto, por sobre los blancos picos de los Andes. Pero no aterrice, amiga, porque paga impuesto de soltería y ausentismo y aeropuerto, y la policía, a garrote, le rompe las alas para que no vuelva a volar.

Cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad del calabozo comprendí que estábamos solos y que mi hermano, perdido en la inconciencia, se desangraba en el piso. ¿Y los amigos? Que las bellezas se hubieran ido lo entiendo porque son pasajeras, ¿pero los amigos eternos, dónde están? Idos también, como pollos pelones… Colombia, gran pendejo, te bebe en las cantinas y jamás paga una cuenta. Desconoce el verbo «pagar» y el sustantivo «solidaridad». Y dizque es un país de gramáticos… Alójalo en tu casa y verás que algún día se marcha: tres, trece, treinta meses después, cuando se te haya bebido hasta la última gota, dejándote el bar vacío y una cuenta de teléfonos kilométrica, de cinco mil kilómetros a la China y a la Cochinchina y a la URSS. ¿Y para qué llamar tan lejos, a son de qué? ¡Cómo, hombre! ¿No ves que este país necesita aprender chino y hacer la revolución?

Por lo visto yo soy el que necesita, pero de la lobreguez de un calabozo para reflexionar mejor, porque jamás he visto tan claro mi destino y el de esta tierra como esa noche de lucidez: era una celda oscura cerrada. Métetelo bien en la cabeza, ahora que estás aquí, gran ingenuo: en esos vallecitos y montañas quiméricos, en esas encrucijadas de bruma, en esos barrios de tango, en esas cantinitas alucinadas, llueva o truene o resplandezca el sol, con el machete del campesino o con el puñal del atracador o con el rifle del bandolero o con el fusil del guerrillero o con la metralleta del asaltabancos o con la pistola del detective o con el revólver del policía, Colombia te matará.

Esta familia mía, por la parte materna, muestra a veces un comportamiento coherente, aunque inusual, a veces un comportamiento errático. El hijo menor de mi tío Iván es Gonzalo, una furia voluntariosa de algo así como cinco años, que traen de cuando en cuando a Santa Anita a perturbarnos la paz: ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!, se da unos cabezazos de padre y señor mío contra el duro suelo porque lo llaman «Mayiya», que sólo él sabrá qué querrá decir. ¿Hacia dónde corre el río? ¿Hacia dónde sopla el viento? ¿Hacia el norte? Pues hacia el sur me voy. Así tiemble o explote el volcán, el mundo tiene que hacer su santísima voluntad. Yo, que ando con el brazo en cabestro tras el atentado policial (Darío con la cabeza vendada), estoy en el antecomedor leyendo a Heidegger en una mecedora, meciendo mi aburrición, cuando pasa Gonzalo arrastrando un camioncito. Yo al punto con golpe seco cierro el libro para hacer un experimento de metafísica y humana alquimia a lo Gay Lussac: mirando ausente le digo al aire, como si el aire pudiera oír:

—Mayiya.

Y al conjuro de la mágica palabra se desata el huracán. Gonzalo tira el carrito y, viento de furia, corre, vuela hacia el corredor delantero. ¿Lo ven ustedes? Es el cacaraquiado principio de causalidad de Aristóteles: toda causa trae un efecto: «Mayiya», causa, desata un vendaval de furia, un efecto, ¿o no Santo Tomás?

Siguiendo la estela furibunda me voy corriendo al corredor delantero, a una azalea donde se ha ubicado el maldito, y arrodillándome para quedar a su altura con interés científico lo observo. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Qué trancazos! ¡Cómo no se rompe la tierra! El endiablado para un instante su redoble de golpes y me observa a mí. Entonces, con mi voz más dulce, empiezo a decirle al aire, pero para ir pasando a él:

—No sabían los thugs asesinos con quién se estaban metiendo al pretender estrangular a Sandokán: con el Rey del Mar nada menos, con el Príncipe de la Malasia. Sandokán saca su kris malayo (un puñal o cuchillo en media luna, torcido así), y ¡zuas! decapita al primero. Y ¡zuas! decapita al segundo. Y ¡zuas! decapita al tercero. Mas he aquí que de la copa de los árboles y lo profundo de la tierra caen, surgen, veinte adoradores de la diosa Kali, o sea veinte thugs. ¿Qué hará Sandokán?

Esto último ya se lo pregunto directamente a él, a los ojos. El niño, sorbiéndose las lágrimas, me mira interesadísimo, con una curiosidad infinita. Ya se ha olvidado de su desquiciada furia porque le dijeron «Mayiya», y emprende conmigo el viaje a la aventura: cimitarras, pantanos, cocodrilos, socavones, caimanes, y al final de un río subterráneo la diosa Kali echando fuego verde por los tres ojos y con la panza llena, un horno hirviendo, de víctimas inocentes de su insaciable furor.

—Ella es la reina o diosa de los thugs, ¿ves?

Después le pongo un claro de luna espléndido iluminando la selva, y en un claro de la selva un palacio: hindú, con arabescos.

—Y por ese muro que ves escarpado, trepando por una escalerilla de lazos, sube Sandokán con su kris entre los dientes, a besarse con su amor, la hija del pérfido gobernador inglés de Palauán, noche a noche en lo alto del minarete.

El niño escucha hechizado. Tras el interludio amoroso, armo otra carnicería sanguinolenta con los thugs, y cuando Sandokán se ve cercado por cien de esos asesinos y todo parece perdido, entra a escena su lugarteniente Tágalo (los otros dos principales son Yáñez y Girobatol), «y se agazapa y salta». Y en un santiamén ganan la batalla: cien thugs no pueden con dos piratas.

—Entre Sandokán y Tágalo los hicieron añicos.

«Añicos», como si fueran vasos.

—¿Ves? Por eso Mayiyita no volvás a hacer rabietas, porque si no, vienen los thugs y te estrangulan.

¿Mayiyita? Me miró desconcertado un instante y luego, como motor de combustión interna al que le llega atrasada una chispa, sin pensarlo más estalla. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Berrinche doble con redoble de cabeza contra el piso! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Después, claro, le salen en la frente dos chichones enormes, dos cuernos:

—Mayiya cornuda.

La abuela, que viene de la cocina, dice:

—Pero este niño está endemoniado. Habrá que llamar al padre Gómez Plata para que lo bendiga.

—Ni se te ocurra, abuela, que le vas a provocar un choque anafiláctico. Dejalo como está, sin exorcizar, y que los demonios agarren su ritmo. A ver, Mayiya, danos otro solo de percusión.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

—Más, más fuerte Mayiya que ya casi rajás la baldosa.

Darío, que llega en su Studebaker por la carreterita de entrada, saca por la ventanilla la cabeza (vendada como una momia) y grita:

—¡Mayiya brava!

¡Y otro costal de leña seca para embravecer la hoguera! Mas yo no tengo tiempo, como Epifanio Mejía, de pasarme cuarenta años en la Casa Grande oyendo zumbar las cosas. ¡Me voy a Junín a ver desfilar bellezas! Todo ha cambiado mucho, Epifanio, no es lo mismo mi ciudad repleta que tu ciudad vacía. La población me rebasa.

Tara-ta-ta-tán, Tara-ta-ta-tán, Tara-ta-ta-tán… Es la banda del San José, son sus tambores, cortos, secos, rutilantes, en el desfile del Corpus Christi por esta calle de Junín, calle mayor. Sobre el redoble insistente se alzan las trompetas, y apoyándose en ellas emprende el vuelo el clarín. Solitario va a romperse como un cristal en el cielo. Tara-ta-ta-tán, Tara-ta-ta-tán, Tara-ta-ta-tán… Pasa y se va la banda roja, flamígera, borlas y entorchados, y sigue una larga, gruesa serpiente verde y blanca: San José, el colegio, desfilando ante nosotros (Chucho y yo en la acera y la multitud apiñada), marchando de ocho en fondo, los limpios pantalones blancos, blancos, de blancura inmaculada, y verdes camisetas de seda fresca, luz y aroma entre banderas, pasando como una ráfaga de frescura en el calor. Cuarto de bachillerato, quinto de bachillerato, sexto de bachillerato… Los distintos grupos de los distintos grados van fluyendo en orden de estatura: altos, bajos, altos, bajos: Junín es un río-serpiente con oleaje. Chucho, impúdico, señala:

—Ahí va Andresito Gómez, ¡qué maravilla!

Y suelta la carcajada. Y sigue diciendo nombres, nombres y más nombres. Los que va nombrando nos miran de reojo al pasar, y el sonrojo se les sube a la cara. Así se ven mejor: verde, blanco y rojo.

Este que ahora viene es el Colegio del Sufragio, donde yo estudié.

—A ver, Chuchito, cuántos llevás de aquí.

Uno, dos, tres, cinco, diez… Pero deja la cuenta para gritarles:

—¡Bola de pendejos, aprendan a marchar!

Medellín, Medellín mío que pasas con tu juventud dorada, te me vas… Burum-bom, Burum-bom, Burum-bom… Es el Instituto Pascual Bravo del gobierno, casi un correccional, navajeritos de barriada pero ahora muy compuesticos ellos, muy solemnes, aplaudan mis señores. Retumba el pavimento bajo sus botas con golpes de marcha seca, exacta, cortante, como brusco palpitar de corazón. Y ahora viene el colegio marica de San Ignacio, de traje azul oscuro, corbata negra y cuellito almidonado:

—¡Dónde dejaron la sotana, tartufos cabrones!

Y el Liceo Antioqueño donde yo estudié, y el Instituto Colombiano donde también estudié, y el Calasanz de los escolapios, y el Marco Fidel Suárez y el Fray Rafael de la Serna y liceos y liceos y colegios y colegios y escuelas y academias e internados en un cuento sin fin. Porom-pom-pom-pom, Porom-pom-pom-pom, Porom-pom-pom-pom… Junín, el río, avanza hacia la vasta plaza, el mar…

A empellones por entre el gentío, Chucho y yo cruzamos la plaza de Bolívar hasta la Basílica. Revestidos de sobrepellices y casullas, los detentores del poder asnal ofician desde el atrio. El pueblo, bufón y vándalo, reza, miente. De súbito se repliegan para abrirle paso a la alucinación: saliendo del bajo sol, entre rayos y dardos, vienen hacia mí las carrozas, los carros alegóricos, altares móviles entre los cuales advierto con dolor, flotando en su inmovilidad de piedra, el del viejo colegio mío del Sufragio: San Juan Bosco y Domingo Savio en estatua, rodeados de niños muy quietos que figuran inditos y una monjita y un padrecito misionero. El padrecito soy yo. Inmóvil, desde lo alto de mi carroza, mis ojos entornados bajan del cielo y recorren la borrosa multitud, y al volver al vehículo de donde partieron descubren a la monjita frente a mí mirándome: la niña que jamás volví a ver, mi más lejano amor. Cuando regresaba nuestro carro con loca velocidad por las calles desiertas al colegio del Sufragio, San Juan Bosco se enredó en unos cables de la luz, pasó volando por sobre nuestras cabezas, y cayendo al pavimento se decapitó. Era la tarde de Cristo Rey, a quien está consagrada Colombia, pero ahora es la mañana de Corpus… Al aparecer desfilando el primer colegio de mujeres, el de María Inmaculada, Chucho Lopera jalándome de la camisa me dice:

—Vámonos, que ya empezaron a pasar estas perras flacas escuálidas.

Tara-ta-ta-tán, Tara-ta-ta-tán, Tara-ta-ta-tán… Jueves, día de Corpus, las bandas de guerra atruenan la mañana.

Llueve a chorros la lluvia atrabancada sobre el cuchillero barrio de Guayaquil, de mala ley. No es la lluvia verleniana que tamborilea dulcemente sobre el corazón y los tejados, ojalá: es el grosero chaparrón de los trópicos que desconoce el matiz. Moja putas, moja choferes, moja faldas, moja sotanas, en ráfagas dementes agota su furia concentrada el chaparrón. Yo, resguardado bajo el alero del cine Granada, desde una encrucijada del tiempo lo veo caer: sus gruesos goterones salpican a pedradas sobre el asfalto caliente, bajándole su acumulado ardor. En el cine, adentro, en la tibieza pegajosa de adentro, pasan una película griega por la que va y viene, como su madre la echó al mundo, una pastorcita impúdica que se da a quien diga «quiero», y entre cabras y sollozos, en un establo, acaba por malparir. ¿Cabras en un establo, cómo así? Como lo oye, es cine griego, ¡qué le vamos a hacer!

Y mientras adentro goza y sufre la pastorcita griega y el agua moja afuera a la multitud, pienso en esta unicidad mía irrepetible con su esplendor infame, que no se ha dado antes ni se dará jamás por más vueltas que den los mundos. ¿Pero qué digo, carambas, qué veo venir? Entre carreras y más carreras, rameras y más rameras, cruzan hacia mí la calle, chapoteando sobre los charcos, dos chiquillos emboladores, esto es, lustrabotas, con sus cajas de limpiar zapatos, sucios por naturaleza pero que me está bañando el cielo. Oh si en el limpio mar de la inocencia, donde chapotean este par de hijueputicas, sucumbiera mi frágil barquita… Y no es la demagogia del partido liberal la que habla, qué va, es el amor ecuménico de la Iglesia, que comparto yo: en mi amplio corazón sin distinciones caben todas las razas y condiciones sociales, con tal de que no pasen de los veinte años, la perra vejez. Ay Padre Eterno, Dueño del Cielo, Señor de generosidad y de milagros, a Ti que nada te cuesta dar y que desde hace tanto un séptimo día te sentaste a descansar, en esta tarde lluviosa por una vez al menos sirve para algo, ten alguna utilidad: dame uno de estos dos chiquillos sucios de cuerpo, limpios de alma, que ensopados, empapados, me acaba de traer el aguacero. Míralos paraditos muertos de risa, junto a mí. ¿Que son muy niños? Dámelos ambos. Catorce años que tenga el uno y catorce que tenga el otro suman veintiocho, nadie puede protestar. Y ya que en éstas andamos, yo de pordiosero y Tú de generoso, dame también veinte pesos para los angelitos: diez y diez. Con eso de que aquí abajo, en este mundo que tan mal hiciste, por todo hay que pagar… ¡Pero qué caso iba a hacer el viejo inútil de largas barbas y oídos sordos, ni oyó! Oyó lo que las paredes al caer la lluvia, y los dos emboladorcitos, con sus cajas de lustrar zapatos y su blanca risa, como vinieron se marcharon, con el avieso chaparrón.

Son ya las seis y media y empieza a oscurecer. Se enciende el alumbrado público y se encienden las luces rojas, verdes, intermitentes de los anuncios de neón: «Fume Pielroja, Vuelva al Pasado, Tome Vinol». De súbito, como camión de escalera que frena en seco descalabrando dos que tres pasajeros, paró la lluvia sin avisar. E irisadas, enturbiadas por el vapor de los charcos que ascendía del pavimento caliente, me llegaron del traganíquel de una cantina cercana las palabras eternas del bolero: «Ansiedad de tenerte en mis brazos, musitando palabras de amor…» Pero yo entendía «musicando»: musicando palabras de amor… Atrás se queda ese pobre momento mío y solo, sin conocer a nadie, sigo mi camino Junín arriba, hacia el Metropol y el Miami, mientras cae la noche. Una ruidosa lluvia lejana, que moja niños y putas, encharca mi recuerdo.

Hay en el corredor delantero de Santa Anita, instalados bajo las vigas del techo, dos nidos de cucaracheros. El del ala del corredor que da a los mangos tiene pichones. Aunque no los alcanzo a ver desde donde estoy leyendo, los oigo piar y exigir cuentas. Leyendo es un decir, pues en realidad es la abuela, a mi lado en su mecedora, quien me lee: a Heidegger nadie menos, aunque en español, qué vergüenza, qué remedio, yo no sé alemán y ella menos. La voz de mi abuela se arrastra dificultosa, y yo por ratos la dejo que se vaya sola tras los arduos, necios pensamientos, para ponerme a pensar en cosas de veras trascendentales. Por ejemplo: ¿qué les estará dando de comer la pajarita a sus pichones en este justo momento? ¿Cucarachas como su nombre lo indica? ¿O regurgitaciones de insectos? ¿De arañas? ¿De grillos? ¿De mosquitos? ¿Será capaz un cucarachero de cazar un tábano feroz? Los pichones piden y piden, con qué algarabía, y claro, pierdo la ilación.

—A ver abuela, repetime el párrafo ese que acabás de leer.

Lo repite.

—¿No viste que tenía un numeral? ¿Un doce? Te lo saltaste. Es una nota al pie de página. Leémela.

Me la lee. Con estos filósofos alemanes no queda de otra que explicar las palabras claves con notas, dos o tres por página. Así una simple palabra de Heidegger requiere mil en español. El traductor, por supuesto, también tiene que ser filósofo. ¿Y yo qué soy? Un infeliz, un desgraciado. Un pobre diablo al que le dio por la filosofía en un idioma farandulero, que para tal fin no sirve: nos vamos, desconcentrados, por las ramas tras el vuelo del primer pájaro, ¡y a ver quién nos hace aterrizar! Somos repetitivos, redundantes, periféricos: giramos y giramos dándole la vuelta del bobo a un huevo. No es el español un idioma riguroso. ¿O «rigoroso», cómo prefiere usted? Desde que el Cid tomó a Valencia, hace mil años, le acometió al loro una diarrea por la lengua, y habla y platica y charla y parlotea, y aún no le diagnostican qué comió. Yo digo que en vez de alpiste pepitas de necedad. Los árabes, por la acequia, nos iban encauzando bien, y en huertos de albahaca y alhucema, jardines de azahares y azucenas, ya bebíamos el almíbar de la vida en labios de esos mocitos ensoñadores que nos tenían reservado, y lo perdimos, el generoso cielo de Alá. Mas vinieron los Sanchos y los Alfonsos, e incluyo al Sabio, el leguleyo, a cual más necio, patas de cabra, hocico de buey, vaho caliente, testas de becerro, a profanar el Alcázar, la Mezquita, la Alhambra, y en los santuarios de la delicadeza instalaron el olor a chivo de la cristiandad. Y hoy no puedo filosofar en su idioma cerril. Filósofos de España: ¡al terregal hortero a cultivar patatas!

Pero no divaguemos.

—A ver abuela, repetí la última frase, que no entendí.

—Ay m’hijo, ¿por qué mejor no leemos una novela?

—¡No!

Espadachines, romances, intrigas, pasiones, misterios, la fuerza de la sangre y el destino es lo que quiere oír. Pasa Elenita por el corredor y se le queja:

—Mirá Elena cómo me tiene este muchacho aquí amarrada.

Y la otra:

—¡Eh, ni qui hubiera matado un cura la pobre! ¿Qué pecado cometió?

—Todos, Elenita, todos, y vos también. Son unas pecadoras empedernidas ambas, y si hoy no tomo providencias, derechito van a dar mañana a la paila mocha. Así que a seguir leyendo sin protestar, que le estoy descontando a la abuela por lo pronto cinco o diez años de purgatorio.

En esto, cortándome el hilo del discurso, una inmensa algarabía irrumpió por la portada en dos carros chillones: el Studebaker de mi hermano y otro. ¡Pi, pi, pi, piiii! Un vocerío y bocinas abriéndose paso por entre el polvero. Su servidor y su par de viejas salieron a recibir. Bajaron de los carros diez muchachos, diez borrachos, y al final una distinguida señorita: bajó sola, por sus propios medios, mirando con precaución dónde ponía el pie: en el estribo, no se le fuera a torcer el zapato de tacón alto, sin una mano comedida de caballero para ayudarla. Con sendos besos a la abuela y a Elenita se presentó: María Cristina no sé qué. Y mientras Darío y sus amigotes, con su aguardiente y mi tocadiscos (el simple, escueto, que cuando cumplí quince años mi padre me regaló), en el corredor de los filósofos armaban su gran juerga, en el centro, en las mecedoras, se instaló María Cristina con las abuelas a hacer visita. Yo aparte, en el opuesto extremo del corredor que da a los mangos, la oía hablar. Melosas, a jirones, entre raspas de cha-cha-chá y quejas de tango me llegaban sus palabras. Ponderaba las azaleas, ponderaba los jazmines, ponderaba los geranios.

—¿Y esa florecita blanca, como campanita, cómo se llama?

—Son los jacintos —informaba la abuela.

—Usted tiene una mano bendita para las plantas, doña Raquel.

Y ella, justa, modesta:

—Es Elena la que las cuida.

Y Elenita:

—Sí, soy yo.

Que Santa Anita era una delicia, que el lugar era aireado, fresco, que Elenita y la abuela eran adorables, se deshacía en comedimientos y halagos la muchacha, y al poco, compenetradas como vecinas de toda una vida, hablaban de macetas, de curas, de sirvientas, de recetas, hasta que a las dueñas de casa se les ocurrió irse a la cocina a prepararle a la visita un café, «o mejor un vinito de consagrar con galleticas», dejándome desamparado a merced de la intrusa. Y ésta, impune, sola, curioseando lo uno y lo otro se fue viniendo muy disimulada hacia mí, y con el hermano de su gran amigo Darío, conmigo, la araña, la mala, la mosca en la sopa entabló conversación.

No sé ni de qué hablamos; lo que sé es que me fue llevando por el ala oculta del corredor hacia el paraje lateral de la casa, un caminito de cascajo blanco que avanzaba, con enredaderas florecidas de campánulas (y lagartijas), entre los ventanales de la pared de la casa por un lado, y por el otro un alto muro empinado de piedra contra el cual me acorraló. E inmovilizada su víctima entre la pared y el muro, sin escapatoria, me aplicó un largo, sabio, concienzudo beso que me supo a cigarrillo. Luego, ceñido yo, prisionero, con su mano libre fue llevando la mía indefensa a sus senos, y allí empezó a desbocarse mi desconcierto: en vez de un tibio palpitar de tortolita sentí algo así como un duro casco de pelota vacío. Luego la mano perversa fue guiando mi mano cautiva por el ajustado talle hasta el centro de su ardor: una inesperada y dura, erguida rigidez. Entonces, liberándome, se quitó de golpe la peluca. Un mechón de pelo corto de muchacho le cayó por la frente, y en los ojos maquillados de esa cara empolvada y pintarrajeada de rouge brilló el brillo burletero de su risa. ¡Era Alvarito Restrepo! ¡Ay abuela, qué ingenuos somos, no era novia, era novio, un muchacho, cómo nos dejamos engañar! Alvarito se puso su peluca y María Cristina, muy propia, muy compuesta, regresó conmigo al corredor.

De la abuela y Elenita se despidió de beso. Y cuando Darío y su móvil juerga se fueron con su aguardiente y su música y su María Cristina a otra parte, y tras la curva de los Mejías, por la carretera a Envigado, se alejaron los claxons escandalosos y se disipó el polvero, vueltos los habitantes de Santa Anita a la paz la abuela me preguntó:

—Decime una cosa muchacho, ¿nunca se te ha antojado casarte?

—Ay abuela, qué más quisiera yo, pero con esa vieja de Guayaquil que me tiene enredado con dos hijos ¡qué voy a poder!

—Mentiroso, no te creo nada, me estás diciendo mentiras para hacerme preocupar.

Tenía el pelo muy suave, bastante blanco, y se hacía una larga trenza que recogía en un moño. Y los ojos dulces, verdes, desvaídos… Abrazándola me la llevé de vuelta a la mecedora.

—Ay muchacho, no me apretés tan fuerte que me hacés daño.

No te estaba apretando abuela, es que te quería retener para no dejarte ir. ¿Pero cómo detener el carrete loco que suelta hilo y más hilo y ya se va a acabar?

—No me mezás tan fuerte, zumbambico, que me estás mariando.

—No te estoy meciendo abuela, ¿no me ves en la banca aquí lejos? Es que está temblando.

Entonces se puso en pie dejando su mecedora, y como cada vez que temblaba entonó el Magníficat:

—Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se llena de gozo…

La tierra nos mecía como a niños dormidos, desprotegidos, en un inmenso columpio, y mecía las grises melenas de largos rizos en sus zunchos, plantas colgantes que alegraban el corredor. Pero no estoy hablando de cuando era un muchacho, hablo de más atrás, más atrás, cuando era un niño. El pájaro espléndido de colores brillosos cruza volando, borrando toda huella de su paso con su aleteo.

Lo que el Gusano de Luz tenía en común con mis convicciones era una íntima fragilidad: nos habían construido sobre pilotes hundidos en el desbarrancadero. Por eso lo que pasó. Fue una noche entre las noches, noche mágica que empieza al conjuro de la lámpara de Aladino con una aparición: Javier Eladio: ojos verdes, moreno, dieciocho años y una sensualidad que no le cabía en los pantalones. Un don de esos que no concede el cielo sino cada cinco o diez años, si bien nos va. Solíamos coincidir en la calle, desde hacía tiempo, y en los cafés de Junín: lo miraba yo a él, me miraba él a mí, en silencio, pero lo que se decían las encendidas miradas era: apurémonos que esto se va a acabar. Después se interponía la vida con su gentío.

La noche mágica yo estoy en el Metropol, a una mesa con mi socio Jesús Lopera, y José Alfredo en el traganíquel pontificando: «Ando borracho, ando tomando porque el destino cambió mi suerte…» Y he aquí que se abre la puertecita batiente del final del zaguán de entrada y aparece, como Aladino en el Far West, Javiercito.

—Es ése —le digo a Chucho.

Y Chucho lanza un chiflido:

—Vení. Sentate. Cómo te llamás.

Él viene, se sienta y contesta.

Y Chucho:

—Tomate un aguardiente que hoy va a temblar.

He de decir de la noche inefable que entre Javier y yo apenas si se cruzaron palabras. Yo le hablaba indirectamente hablándoles a los demás, y él callaba: callaba su timidez para la cual ahora, recapacitando, encuentro una explicación muy plausible: Marta la Peluda, su mamá, puta ella de cuerpo y alma y de profesión: una mole inmensa, carnosa, absorbente, que no puedo describir en detalle porque sólo la vi una vez, y eso desde la oscuridad, a trasluz: con un vestido morado de lentejuelas y un cuchillo de carnicero en la mano. ¡Marta la Peluda! Muy mentada ella, ¡cómo no la conoció usted! Ejercía en La Curva del Bosque, que se pronuncia así: La Curva’el Bosque, sin «d», uno de los cuatro barrios de tolerancia de Medellín. Los otros tres eran: Guayaquil, Las Camelias y Lovaina. Y otros más debió de haber, pero puesto que no los conocí no existieron. Del Metropol pasamos a Guayaquil, de Guayaquil a Lovaina, de Lovaina a Las Camelias. A La Curva’el Bosque no fuimos por razones obvias: la mamá, que era una fiera. Marta la Peluda, dicen, y van a ver, era brava como culebra de pintas toriada. De mesa en mesa, de cantina en cantina, con Raimundo y todo el mundo, para las once o doce estábamos en Las Camelias, donde la Noche sabia, la Noche ecuánime, dictó su veredicto: Chucho y un camajancito de La Toma; su servidor y Javier. Entonces, ya tan cerca del cielo, determinamos irnos al Gusano de Luz a pedirle a Clodomiro las llaves del reino.

Nos mandó al último cuarto, en el pasillo del traganíquel: un ancho cuarto cerrado, con la sola puerta de entrada y volado sobre el barranco, techo de vigas con telarañas, bacinica para borrachos y cama matrimonial. Más un foco de veinticinco bujías bajo cuya luz de cocuyo nos empezamos a desvestir. Mi viejo amigo, el viejo gusano verde, se retorcía afuera en mambos y guarachas: adelante, atrás, atrás, adelante, con estrépito arrastrado por el piso de tabla. Adentro el tamboreo de mi corazón desbocado. El camajancito apagó la luz y según el reparto previo, el reparto tácito, volvió con su Chucho a la cama mientras Javier y yo, levantada el ancla, cortadas las amarras, nos embarcábamos para el viaje esplendoroso tanto tiempo esperado, sin sospechar siquiera que ante la ribera apacible nos aguardaba el naufragio.

Ahorro los pormenores. Lo que sí diré es que gracias a que íbamos por el agua no nos consumió el incendio. Ya se encaminaba la barquita tempestuosa de tumbo en tumbo con el buscado amor hacia la final ribera cuando brilló un relámpago: con brusco resplandor se abrió la puerta, la puertecita exigua, y a contraluz, cubriéndola casi, se destacó la mole inmensa, la ola inmensa morada de lentejuelas espejeantes, y arriba en la oscuridad un brillo filoso: Marta la Peluda blandiendo un cuchillo enorme de carnicero. Y energúmena, enfurecida, acuchillando al aire, despanzurrando al aire, con voz de trueno dijo:

—¡Con lo puta y verraca que he sido toda la vida, y con lo que me han gustado los hombres pa que me venga a salir un hijo marica!

A lo cual yo, preparándome a bien morir, a mal morir, paralizado, temblando, contesté para mis adentros con mi última lucidez: «Claro, el hijo salió con los mismos gustos de la mamá…» ¡Quién sabe qué hijo de la gran puta nos vio y le había ido a contar!

A ver Sherlock Holmes, a ver Houdini, el escenario es así: un cuarto ciego, cerrado sobre un barranco, con una sola puerta vedada por un cuchillo rabioso, oxidado, del tamaño de un sable. ¿Qué haría vuestra inteligencia escurridiza para salir? La mía nada. Y me puse a temblar como una rata acorralada en su ratonera presintiendo el peligro. Las ratas, usted sabe, las usan en China como sensores delicadísimos para anticipar temblores. Y lo que la rata asustada presintió ocurrió: al ritmo del mambo empezó a sacudirse el piso, a temblar también la móvil tierra como temblaba yo, y se desató el terremoto. La primera viga que cayó del techo vino a dar contra la cabezota elevada de Marta la Peluda y la noqueó. Y noqueada, descalabrada, fuera de combate el íncubo se desplomó con su cuchillo.

De los pilotes que sostenían el edificio dos cedieron, inclinando el piso de tabla hacia el despeñadero. Y por el piso inclinado se deslizó el pesado traganíquel de lucientes colores, y tumbando la pared de la puerta entró al cuarto, y rodando, rodando, abriéndole un gran boquete a la pared opuesta se fue al barranco. Y tras el traganíquel, por el boquete abierto, se fue la cama matrimonial con sus cuatro ocupantes: bajábamos, bajábamos, perseguidos, en pelota, por un alud de vigas y de tablas y de discos y de techos: al fondo del abismo fuimos a dar. Javiercito enloquecido se ponía unos pantalones al revés, y corriendo, corriendo, por las laderas, por los caminos, por los atajos, por los senderos, se fue hacia el fin del mundo, y jamás, jamás, jamás le volví a ver. La luna satisfecha, con su sonrisa de oreja a oreja, alumbrando el paisaje naufragado comentó:

—¡Qué mal les fue!

Noche mágica en que se apagó una estrella: mi viejo amigo el Gusano de Luz, verde, difunto, construido en el aire como yo, un alienado sueño…

Por última y definitiva vez nos mudamos: del viejo barrio de Boston, que se venía a menos, al nuevo barrio de Laureles, que se venía a más: a una casa ancha y blanca, de jardín y balcón, y en el jardín una parra, y en la parra un loro, Fausto, de pésima condición. En la mañana, cuando calienta el sol, van y vienen sus hijueputazos a diestra y siniestra. Y eso que tiene novia… Con una casa de por medio, en la del Calvino, a quien el mal genio le tumbó el pelo, vive, llora, una cotorra llamada Doloritas. Se la trajeron de la Costa donde desempeñaba el oficio de plañidera: contratada en los entierros, iba ella, la pobre, la lora, deshecha, despelucada, encabezando el grupo de mujeres llorosas, dándole cuerda a su dolor. Cuántas veces en plena noche no la oí quejarse con voz quebrada, desgarrada:

—¡Ay, ay, por qué te lo llevaste, por qué!

Como nosotros somos quince, y vienen más, a doña Lía no le duran sirvientas. Así que ha habilitado a sus hijos mayores como tales, y para acallar maledicencias de vecinas (¡una señora tan distinguida y sin servidumbre!) nos llama a gritos con nombres de mujeres:

—¡Paulina, dale el biberón al niño!

Paulina soy yo.

—¡No puedo! —contesto con voz de trueno para que me oigan las susodichas—. ¡Si querés que coman tus niños, conseguite una sirvienta o no tengás más!

Así de grosero. Y ella, en voz más baja, enfurecida:

—¡Callate maldito que te van a oír de los cuatro vientos y de las casas vecinas!

—¡Que oigan de los cuatro vientos y de las casas vecinas, dejame leer!

Este diálogo de alienados tiene lugar de arriba abajo: yo estoy arriba leyendo, ella abajo desordenando: sube y baja la pelota de la maldición. A Heidegger, claro, no lo entiende nadie en semejante manicomio. Quince o diecisiete hijos dan al traste con toda intención filosófica. Este que está berriando en su cuna, como energúmeno, se llama Manuel. Una furia de tres meses desatada. Oigan un poco: sale el berrido, el alarido, rebotando por las paredes hacia el cielo, y sube y sube puntudo, puntiagudo hasta ir a pinchar una nube negra cargada, preñada, y se suelta el aguacero. Me haría yo millonario sacándolo en rogativa por los terregales de España o México, como un dios Tlaloc o un San Isidro Labrador, y para la sequía santo remedio. Pero donde llueve y llueve y no para de llover, ay, aquí no sirve. El musgo asciende por los limoneros, los naranjales, asfixiando el alma. Dan unos limones y naranjas sin jugo, secos, rugosos, cascarosos. Y la producción filosófica por ahí la va. Sobra humedad.

—¡Callen ese tormento, carajo! —grita una voz anónima, destemplada, que me llega a caballo en uno de los cuatro vientos.

Ya sé quién es. Es el Calvino, de un genio atroz como su mujer Ifigenia.

—¡No más saxofón! —protesta a media noche el descomedido.

Y yo, con la misma rabia:

—¡Es trompeta y con sordina, no saxofón, animal!

Saxofón es lo que toca Darío, ¿ven?

Bueno, no queda más remedio que levantarse a inspeccionar a Manuel no sea que lo haya mordido una culebra, pues una rabia tan reconcentrada se pasa de lo usual.

—¡A ver, qué tenés, qué te pasa, berrinchudo, llorón!

Lo desenvuelvo y lo reviso: dos manos, dos piernas, veinte dedos, dos pies…

—No tenés nada, estás completo, lo que pasa es que estás sucio, ¡por qué no decís!

Ahora fíjense, apunten por si algún día Lía los invita a su casa, que lo voy a bañar. Se toman dos poncheras de agua tibia, toalla, talco, crema, jabón, alcohol, un diente de ajo y una pizca de sal. El alcohol es para usted, o para frotar al bebé. Lento, lento, sosteniéndolo con las dos o tres manos derechito no se le vaya a quebrar, se va bajando al infante hasta la superficie del agua, sumergiéndosele con delicadeza para evitarle una brusca impresión. De ello depende que no le tome en lo futuro manía al agua y se vuelva un señor sucio, hidrofóbico. Se enjabona, se enjuaga en la segunda ponchera, y cuidando de no regar mucha agua en el piso con el pataleo furioso, se le deposita en la cama grande de sus papás, sobre una toalla también muy grande con que se seca de prisa, y se frota con el mencionado alcohol. Se evita así un enfriamiento, una pulmonía, un entierro con subsiguiente regocijo de vecinos, que no puede ser. La crema, en fin, se le unta en los engranajes centrales que movilizan los miembros del pataleo, y el talco es para que no lo corroa el orín.

Ahora segunda parte, a vestirlo. Se viste así: en los pies van los escarpines y en las manos las manoplas. Una faja de bayeta lo circunda por el ombligo, si no, se quiebra pues el bebé antes de los cuatro meses, cuando se sienta, no es plegadizo. Con la faja equinoccial un primer pañal de combate, que se asegura con dos prendedores de gancho, forma un calzón. Otro calzón de caucho o hule se le aplica encima, y haciendo girar al muñeco con vueltas y más vueltas se le enrolla en un largo, fresco pañal de algodón, que no pica, y que a su vez se fija con prendedor grande o nodriza. Si el futuro presidente chilla es que usted lo pinchó. Si no, todo va bien. Con la salvedad de los brazos, que van libres, el resto queda inmovilizado, enrollado como momia egipcia. Una camisita fresca de manga corta y un vestidito largo de manga larga, tejido y cerrado abajo en forma de funda, acaban el conjunto. Ah, y un gorro también tejido, para la cabeza. La mamá los teje durante el embarazo, con mucho amor e hilo calabrés. En mi casa los que han utilizado los veinte hijos son los mismos que ella tejió para el primogénito, tiempo ha. Así, claro, la tarea de traer hijos al mundo se facilita. Después se vuelve rutina.

Limpio y rozagante, Manuelito por fin está contento, y yo por fin habré de leer a Heidegger sin interrupciones. Le doy al niño un beso (a falta de poderlo esfumar), y vuelvo a mi sillón a enfrentármele al Ser y al Tiempo. Y ya estoy desenredando el embrollo metafísico, ¡y que recomienza a berriar el maldito! Como un resorte me levanto y como una flecha vuelo hacia la cuna hecho un demonio, con la determinación en el alma de sacarlo para tirarlo por el balcón. Mas qué veo: el niño tal como lo dejé: beatífico, sonriente, plácido. Y sin embargo oí bien. Pese a ser yo quien soy y a venir de donde vengo, no sufro alucinaciones. Visuales sí, pero auditivas no. «¡Shhhhh!» me digo acallando la alarma interior, y he aquí que de súbito vuelve a irrumpir el berrido en el silencio. «¡Viene de abajo!» Bajo la escalera como una tromba: «¡Alguien lo grabó! ¡Alguien lo grabó!» Sí, en efecto, alguien lo grabó: el loro Fausto. Aprendió a berriar con una fidelidad fonográfica como Manuel. Todos los quiebres, toda la exasperación, toda la furia. Aferrado en el tallo central de la parra toma impulso para lanzar el do de pecho, el chillido, y formidable se va el chillido hacia el cielo a despanzurrar su nube. Un instante después siento en la cabeza las primeras gotas del aguacero.

—¡Ay Fausto, lorito mío, cómo puedes ser de maravilloso! ¡Viejo como estás y aprendistes a berriar!

Le tiendo el dedo, la mano para que suba, y él da un paso, otro, otro, avanzando por mi brazo con sus patas, sus manos viejas enguantadas de arrugas. Y me lo llevo escaleras arriba donde Manuel:

—Mirá Manuelito lo que te traigo: un loro berrinchudo como vos.

Manuelito lo mira y Fausto, sin hacerse de rogar, se entrega a su berrinche.

—¡Uaaaaaa! ¡Uaaaaaa!

Y mientras el loro llora, grita, se agota en su propia cuerda, Manuelito y yo nos desfondamos de risa.

—¡Jua, jua, jua, jua, juaaaa!

Entonces Fausto para su exhibición en seco y me mira, nos mira con esa mirada suya oblicua, atenta, de inmediata comprensión. Y al punto con la palabra contundente que tan bien sabe, nos corta la risa:

—¡Hijueputas!