—¿De verdad me llevas a la cama? —le pregunto a Damien mientras recorremos Prinzregenstrasse en la parte trasera de nuestra limusina.
—Ese es el plan —me confirma—. A menos que tengas alguna objeción.
—¿Alguna objeción? Ninguna.
Me recuesto sobre él, y el espacio entre nuestros cuerpos reverbera con energía sensual. El orgasmo del club no fue suficiente. Solo incrementó mi apetito como un buen vino antes de la cena, que te deja un poco embriagada y lista para el plato fuerte.
Le lanzo una sonrisa malévola y me coloco de rodillas sobre el suelo de la limusina, con las manos descansando sobre sus muslos.
—Pero tal vez podría alterar mínimamente el orden.
Mis dedos se afanan en desabrochar los botones de la bragueta de sus vaqueros.
—Nikki… —Su voz denota calor, placer y una pizca de insinuación.
—¿Qué? A ver, es lo justo. Hasta esta noche nunca me habías follado con los dedos en un club de Munich. Y si no me equivoco, hasta ahora nunca me había arrodillado frente a ti en una limusina que recorre las calles de Munich: un descuido al que me dispongo a poner remedio ahora mismo.
Deslizo la mano por el interior de sus vaqueros, y oigo con deleite el gemido que suelta mientras le acaricio y me abro paso hasta la abertura de los calzoncillos. Está deliciosamente duro, y solo tengo que acariciar un poco su miembro para que emerja ante mí, tan excitado por lo que está a punto de ocurrir como yo misma. Lentamente inclino la cabeza, pero alzo la mirada para poder ver la cara de Damien mientras acaricio con suavidad la punta del glande con los labios.
Noto el escalofrío que le recorre y siento que algo crece en mi interior. Lujuria, poder, posesión. Control. Sé que le vuelve loco no tener el control absoluto. Y también sé que, de entre todas las personas que forman parte de su vida, yo soy la única a quien voluntariamente cede ese control. En pequeñas dosis, sí. Pero aun así, disfruto de mis momentos.
Y este es uno de esos momentos.
—Dios mío, Nikki —dice con voz tensa—. No dejas de sorprenderme.
Le sonrío. Quiero saborearlo, tocarlo, y no hay nada que me impida hacer exactamente lo que quiero. Acaricio con delicadeza la base del pene; es como el acero suave contra la palma de mi mano. Aprieto su miembro entre mis labios y lo atraigo dentro de mí, mi lengua juguetea mientras subo y bajo la boca al ritmo de los movimientos de mi mano.
Ya está desesperadamente duro, siento que su cuerpo responde, se tensa. Oigo sus leves gemidos. Noto cómo sus dedos se enredan en mi cabello, y la tensión que recorre su cuerpo a medida que se acerca al orgasmo, y sé que soy yo la responsable de lo que le está ocurriendo.
Ante esa idea me siento poderosa; recuerdo aquellos temores del principio en los que la realidad acecha y se cuela en la perfecta y pequeña burbuja de plástico en que se ha convertido nuestra vida. En estos momentos, mis temores parecen estar a millones de kilómetros de distancia.
Una oleada de pasión recorre su cuerpo, y yo siento la misma presión en mi sexo cuando mi cuerpo responde a su deseo y al hecho de saber que he sido yo quien lo ha llevado hasta el límite.
Un hambre sensual me invade, mi excitación no sería más fuerte si sus dedos estuviesen acariciándome. Me retuerzo un poco y muevo las caderas a la vez que la necesidad crece dentro de mí. Me encanta comprobar que Damien está tan excitado como yo. Y entonces me coloca las manos alrededor de la cintura y me levanta para dejarme en el asiento y subirme las piernas hasta sus hombros.
—¿Qué estás…?
No me molesto en acabar la pregunta. Sé exactamente lo que está haciendo, y lo compruebo cuando se inclina hacia delante con las manos acariciando mis muslos al compás de sus movimientos. Acaricia con la lengua la delicada piel que rodea el borde de mi tanga. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo.
—Damien —gimo—. Mierda.
—Quédate quieta. —Siento su respiración ardiente sobre mi sexo—. No te muevas —me ordena, y a continuación pone todo de su parte para que no le obedezca, pues enciende el vibrador que llevo en el culo, me mordisquea el borde del tanga y juguetea con el clítoris al mismo tiempo.
Sorprendida, grito y arqueo todo el cuerpo al sentir las casi insoportables sensaciones que me recorren de la cabeza a los pies.
—Qué desobediente eres —me dice Damien, apaga el vibrador y me pone las manos en el trasero—. Vamos a ver cómo resolvemos esto.
Veo un pícaro brillo en su mirada y trago saliva.
—Me quedaré quieta.
—Demasiado tarde —dice. Retira el dilatador, lo que provoca una nueva oleada de sensaciones mientras mi cuerpo se retuerce en señal de protesta. Sonríe, lo envuelve en un pañuelo y se lo mete en el bolsillo—. Creo que a alguien le gustan mis juguetes. Tendré que pensar en más formas de jugar con ellos.
—Oh, Dios, sí —digo de manera impulsiva, ansiosa por descubrir qué más quiere probar.
Se desliza hacia abajo pegado a mi cuerpo y me besa la pierna izquierda mientras me quita la media hasta que llega a la correa del zapato.
—Esto debería ser agradable.
Me muerdo el labio, intentando descubrir qué tiene en mente.
—Supongo que eres consciente de que si me estropeas los zapatos te meterás en un lío.
—¿Aunque eso te vuelva loca?
Me acaricia el empeine, que en estos zapatos queda al desnudo. Cierro los ojos, tratando de pensar pese al asalto a esta zona erógena deliciosamente nueva.
—Algunas cosas son tan sagradas como el sexo —le explico—. Y entre ellas están los zapatos.
Sonríe.
—Touché, señorita Fairchild. —Siento la presión de sus labios donde antes estaban sus dedos y tengo que morderme el labio para poder permanecer quieta como me ha ordenado—. Seré bueno contigo.
Al verlo coger el cinturón y atarlo alrededor de mi tobillo abro mucho los ojos. Coloca el cierre en su lugar y aprieta. Después de eso, me dedica una sonrisa de satisfacción.
—Uno listo.
No sé qué decir. Tengo la pierna izquierda inmovilizada.
—Damien… —comienzo a decir, pero no vale la pena protestar.
No se va a detener. Y la verdad es que tampoco quiero que lo haga.
—Ahora veamos qué podemos hacer con este otro.
Recuerdo que la limusina forma parte de la flota de la compañía Stark International cuando le veo acercar la mano sin vacilación a un panel camuflado en el suelo. Lo abre y saca una caja blanca con una cruz roja en la tapa. Me apoyo en los codos.
—¿Primeros auxilios? ¿Qué estás haciendo?
Por supuesto, estoy bromeando. Bueno, en parte. Me mira, desliza la mano lentamente sobre mi muslo y la coloca en mi sexo.
—Sorprendiéndote.
«Oh».
Trago saliva. ¿De verdad creía poseer un ápice de control? Si tenía alguno cuando comenzamos esta aventura, ha desaparecido ya. Damien es mi dueño y puede hacer conmigo lo que le apetezca, y el hecho de pensarlo todavía me excita más.
—Túmbate, nena. Túmbate y confía en mí.
Obedezco, porque confío en él. Observo cómo desenrolla una venda, y luego la enrolla alrededor de mi tobillo, justo por debajo de la tobillera de platino y esmeraldas. Ata uno de los extremos de la venda a alguna parte del armazón del asiento que no alcanzo a ver y le hace un nudo. Intento mover las piernas, pero no puedo. Estoy completamente inmovilizada. Completamente abierta. Y completamente excitada.
—Damien. —Mi voz suena débil y ronca de deseo—. Damien, por favor.
—Por favor, ¿qué? ¿Quieres que por favor te toque?
La simple idea de sus manos sobre mí es suficiente para hacer que me retuerza de placer anticipado.
—Sí. Por Dios, sí. Tócame. Fóllame. Por favor, Damien, te necesito.
Esta noche se ha convertido en una larga sesión de auténtica tortura sexual, y yo he cruzado la línea de la desesperación.
—Mmm… —Cambia de posición y se levanta del suelo para sentarse en el borde del asiento en el que estoy abierta de piernas. Alargo una mano hacia él ansiosa de que me toque el sexo, pero hace un gesto negativo con la cabeza antes de que le ponga la mano sobre la pierna—. No. Los brazos por encima de la cabeza. Muy bien —añade cuando los extiendo tal y como me ha ordenado.
Alarga una mano, que queda suspendida en el aire delante de mis pechos. Debajo de la blusa de pedrería tengo los pezones erectos, y deliciosamente sensibles por las pinzas con que me los ha adornado al principio de la noche. Me muerdo el labio inferior, impaciente, ansiando que me toque. El más ligero roce en un pecho. Una suave caricia en el pezón. Cualquier cosa que alivie la tremenda y creciente presión.
Por supuesto, no lo hace. En vez de eso, baja la mano sin siquiera rozarme a lo largo de mi cuerpo: los pechos, el vientre, el palpitante coño, y sigue por mis piernas hasta que los dedos de los pies se retuercen en un inútil intento de acercarme a él. No funciona. No llega a tocarme. Se limita a flotar en una especie de colchón de aire que nos separa, y ese aire se vuelve cada vez más caliente, como si estuviera atrapada debajo de una manta eléctrica y no tuviera ninguna posibilidad de quitármela para refrescarme.
Ni siquiera noto el aire acondicionado entre las piernas. Solo noto el leve roce del tejido sobre mi sexo que provoca el movimiento de la limusina y mi propio pulso; este retumba con tanta fuerza que mi ropa tiembla con cada latido del corazón. La voz de Damien es poco más que un murmullo cuando me habla.
—Dime, Nikki, ¿te imaginas el roce de la yema de mi dedo en el interior de tu muslo? ¿El modo en el que se tensaría tu cuerpo en respuesta a algo que no es una caricia ni una cosquilla?
—Eh… Sí.
Hablo tan bajo que dudo que me haya oído. Pero no importa. Sigue hablando.
—Un baile sensual, como el roce de una pluma sobre tus bragas. Un dedo que se curva para tirar de ellas hacia un lado. ¿Y luego qué, Nikki? ¿Qué caricias querrás después?
No respondo, porque se ha movido. No para ponerse entre mis piernas, donde mi sexo palpita en respuesta a la sensualidad de su voz y al erotismo de sus palabras. Casi se pone en pie, por lo que ahora su cadera está a la altura de mi pecho, y empieza a aprisionarme hábilmente las muñecas con el cinturón de seguridad más alejado de nosotros.
—Damien, ¿qué…?
Pero no me molesto en terminar la pregunta, porque ya ha acabado y sé lo que estaba haciendo. Me ha atado las manos, como me ha atado las piernas, de modo que estoy completamente inmovilizada sobre el largo asiento de cuero de la parte trasera de la limusina.
—¿Eso quieres, Nikki? ¿Quieres que te folle?
—Sabes que sí —le respondo con voz tranquila, aunque en realidad lo que quiero es gritarle «Sí, sí, joder, sí».
Inclina la cabeza hacia un lado.
—¿Cómo dices? —me pregunta, y casi grito por la frustración.
—Sí. Por favor, señor.
Me sonríe muy despacio; su gesto quizá expresa demasiada seguridad en sí mismo. Se me acerca con unas tijeras pequeñas en la mano. Desliza una de las hojas debajo de la tira del tanga, corta dos veces, y el tejido se parte.
Mi cuerpo se arquea y se estremece, y suplica tanto como mis palabras.
—Por favor, Damien. Por favor, por favor, fóllame.
—Señorita Fairchild, créame cuando le digo que nada me gustaría más, pero no. Me temo que no. Todavía no.
Gimoteo. Se inclina hacia delante para susurrarme al oído.
—¿Qué te parecería si te dijera que te tocaras? Ah, pero tampoco puedes.
Tiro del cinturón que me tiene atadas las manos, pero es en vano. Puedo moverme un poco a la izquierda y a la derecha, pero básicamente estoy inmovilizada en el punto en el que me encuentro.
Baja la mano y tira del borde de la blusa. No llega a tocarme la piel, pese a que arqueo la espalda, como si mi cuerpo quisiera intentarlo aunque mi mente supiera que es inútil. Tras unos instantes consigue quitarme la camisa, lo que deja a la vista el sujetador con lacitos y la cadena que se extiende entre mis dos pezones, tremendamente erectos. Pasa un dedo por la cadena y luego tira con suavidad, lo que provoca que me arquee de nuevo cuando una nueva descarga eléctrica me recorre desde los pechos hasta el coño palpitante.
—Cariño —murmura—. Me encanta lo caliente que te pones, cómo responde tu cuerpo. ¿Sabes lo que representa para mí saber que te me has entregado de un modo tan absoluto? Sin barreras, sin inhibiciones. Eres completamente mía. Para tocarte, para tentarte, para provocarte.
—Lo que usted quiera, señor Stark. —Tengo la voz ronca por la pasión—. Lo que usted necesite.
—Me alegra mucho oírlo —me dice antes de acomodarse en el banco situado perpendicularmente al asiento en que me encuentro atada—. Lo que ahora mismo quiero es mirarte. Tu piel enrojecida. Tu coño, excitado, húmedo y suplicante. Tus pezones endurecidos y la agitación de tu pecho mientras intentas controlar la respiración. Me la pone dura, Nikki, me la pone muy dura verte en esta postura, abierta de piernas y esperándome, a sabiendas de que he sido yo el que te ha puesto en este estado.
Solo puedo gemir. Me resulta imposible articular palabra, la capacidad de hablar ha desaparecido bajo la violencia de las sensaciones que asaltan todo mi cuerpo.
Se inclina hacia delante y pulsa el botón del intercomunicador para preguntarle al conductor a cuánto estamos del hotel. Nos encontramos ya a pocas manzanas, y no sé si sentirme aliviada o frustrada cuando Damien le dice que dé vueltas a la manzana hasta nuevo aviso.
Apaga el intercomunicador, me sonríe y se sirve una copa de whisky con hielo. No deja de mirarme mientras echa la cabeza hacia atrás y toma un largo trago antes de ponerse de nuevo a mi lado sin soltar el vaso.
—Abre.
Abro la boca, y saca un cubito de hielo sosteniéndolo entre el pulgar y el índice. Me lo pasa suavemente por los labios y abro más la boca para sacar la lengua y notar el suave sabor del licor. Este no tarda en desvanecerse, porque Damien me coloca el cubito sobre el vientre. Tres grandes gotas caen sobre la piel sobrecalentada. La sensación es electrizante, y me arqueo de nuevo con un jadeo, ansiosa. Las gotas giran sobre mi piel por el movimiento, lo que deja un rastro fresco que desciende hasta mi pubis. Mi piel se estremece. Ahora mi necesidad es palpable.
Damien me mira a los ojos y con lentitud, con una lentitud angustiosa, pasa el cubito entre el muslo y la sensible piel de mi sexo. Mi cuerpo se sacude, y no estoy segura de si lo hace para escapar porque no soporta más el suplicio o porque intenta desesperadamente conseguir más. Lo único que sé es que no puedo escapar. Estoy atada e inmovilizada, y Damien puede hacer lo que quiera conmigo.
—Dios, Damien, ¿qué haces?
—A menos que no esté haciéndolo nada, pero que nada bien, te estoy poniendo muy cachonda. —Mete lo poco que queda del cubito de hielo en el vaso—. Por cierto, querida, creo que lo he conseguido. —Se reclina sobre su asiento y pulsa el botón del intercomunicador—. Da otra vuelta a la manzana y luego llévanos al hotel.
Me doy cuenta de que no vamos a ir más allá, al menos de momento. «Maldita sea».
—¿Me estás castigando? Porque no descarto suplicarte.
Se echa a reír.
—¿Castigarte? Solo sigo las pistas que me has dejado.
—¿Las pistas que te he dejado? —exclamo, porque no tengo ni idea de lo que está hablando.
Le brillan los ojos por la diversión.
—Me dijiste que nunca te habían besado ni habías practicado el sexo oral en una limusina. Supuse que nunca te habían atado medio desnuda en una limusina. Ni en Munich ni en ningún otro lugar. ¿Me equivoco?
—No te equivocas, pero tampoco me han follado en una limusina en Munich —aclaro, de forma casi airada—. Pero por lo que parece, eso lo has pasado por alto.
—¿Tiene alguna queja, señorita Fairchild?
—Joder, sí, señor Stark.
—¿Sabes? Me siento tentado de dejarte así para siempre. —Me recorre lentamente con la mirada, cada centímetro de mi cuerpo. La inspección es pausada, y se detiene especialmente sobre mis pechos, y luego sobre el vientre desnudo, para terminar en mi sexo. Me estremezco cuando los músculos de mi vagina se tensan por la necesidad que tengo de Damien—. Podríamos viajar en coche por Europa contigo abierta de piernas en la parte trasera de la limusina, abierta a mi placer.
—O podríamos volver ahora mismo al hotel y usted podría seguir jugando de un modo perverso conmigo. —Levanto la vista para mirarle y le sonrío—. Usted decide, señor Stark. Pero como mínimo, tendrá que desatarme.
Atravesamos la recepción del hotel como si lleváramos puestas anteojeras y nos dirigimos directamente hacia el ascensor, que parece abrirse por arte de magia nada más llegar a él, como si el edificio fuera consciente de la desesperada necesidad que tenemos de llegar a la habitación.
Estamos solos en el ascensor, y me recuesto sobre Damien. Sus brazos me rodean de un modo automático. Y yo me digo que nada puede ir mal en el mundo.
Llegamos a nuestra planta y salimos en cuanto se abren las puertas. Noto de inmediato que mi móvil vibra, y luego oigo el tintineo que anuncia un mensaje. Frunzo el entrecejo y trato de adivinar si será Ollie o Jamie. No tengo intención de contestarles, pero tengo programado el móvil para que repita tres veces el zumbido de los mensajes recibidos y de ese modo no pasar por alto ninguno, lo que significa que como mínimo debo abrirlo para leerlo.
Es lo que hago… y un instante después me quedo inmovilizada en el pasillo cuando leo el texto. No procede de nadie que conozca. No sé de quién es el número de teléfono.
Sin embargo, el mensaje es algo que ya he visto anteriormente.
Puta, zorra, perra.
Recuerdo la carta anónima que me llegó a través de Stark International, y una sensación nefasta me recorre la espalda. Creí que el mensaje se debía a mi decisión de aceptar dinero por posar desnuda. Ahora me pregunto si no será por otra cosa.
—¿Nikki? —Damien se ha vuelto hacia mí con el ceño fruncido de preocupación—. ¿Qué pasa?
No quiero enseñarle el mensaje. No quiero que se rompa la burbuja que nos rodea, pero soy consciente de que está a punto de hacerse pedazos. Es más: sé que Damien necesita saber qué ha pasado.
Le entrego el móvil sin decir nada y me pongo en tensión mientras espero el estallido que veo crecer en sus ojos.
—¿Es la primera vez que recibes un texto como este? —me pregunta con una voz tan firme, tranquila y fría como el propio infierno.
—Sí —le respondo con rotundidad.
Una vez más, noto la presión del mundo real a nuestro alrededor. El fino cristal de nuestra burbuja protectora empieza a resquebrajarse. No sé qué ocurrirá cuando la presión sea excesiva y esas diminutas fisuras estallen al fin bajo el peso del mundo. Aunque me temo que voy a descubrirlo. Y cuando se produzca la explosión, albergo la esperanza de no tomar uno de los fragmentos y clavármelo en la carne blanda. Me estremezco.
—Bórralo —le digo con sequedad—. Haz que desaparezca de una puta vez.
—No. Vamos a rastrear quién lo ha mandado.
—Hazlo después. Por favor, Damien, déjalo para más tarde. Ahora no quiero pensar en eso.
Me mira fijamente durante un momento, y después apaga el móvil y se lo guarda en un bolsillo. Cruzo los brazos sobre el pecho.
—Hazme caso, cariño. Esta noche no lo vas a necesitar.
No puedo evitar responderle con una sonrisa, sobre todo cuando saca su móvil y también lo apaga.
—Ahora solo estamos tú y yo.
—Justo como a mí me gusta —le digo al tiempo que le tomo de la mano y le dejo que me envuelva de nuevo en el manto protector de su abrazo.
Mete la tarjeta en la ranura de la cerradura y veo cómo la luz pasa de roja a verde. Tengo el cuerpo tenso por la expectación. Espero lujuria y pasión, y las manos de Damien sobre mi cuerpo, dentro de mí.
Pero cuando abre la puerta, me doy cuenta de que el mundo real nos sigue a donde quiere.
Porque ante nosotros, sentada en el sofá donde Damien me ha follado tantas veces, hay una mujer a la que jamás creí que volvería a ver.
Una mujer que en tiempos ocupaba la cama de Damien.