6

—Ahí —me dice en cuanto estamos de vuelta a nuestra habitación.

Me señala la ventana y me dirijo hacia ella de inmediato. Las cortinas están abiertas y la ventana de nuestra suite, situada en el quinto piso, da directamente a la Maximilianstrasse.

—Eso es. Quiero contemplar cómo se oscurece el cielo y las luces de la ciudad se encienden detrás de ti. Quiero ver la puesta de sol reflejada en tu piel y el destello de la vida nocturna brillar en tu cabello.

Se dirige hacia mí cargado de una fuerza, una energía y una confianza que rayan en la arrogancia. No es el hombre que pasó semanas a merced de una decisión de la justicia alemana solo para que un desconocido le devolviera la libertad de forma inesperada. No. Este es el hombre que levantó un imperio. Un hombre con la fuerza suficiente como para derrotar a los demonios que he visto esta tarde.

Le miro, y ya no siento el frío procedente de las sombras de pesadilla que me lo ocultaron. Ahora solo existe Damien. El hombre que conozco, el hombre que ansío.

Este es el Damien que toma el mando, el que se apodera de lo que quiere.

Esta noche, yo solo quiero que me tome.

Me tiembla todo el cuerpo mientras se acerca. No aparta la mirada de mis ojos. Alarga una mano y me acaricia el cuello con la punta de los dedos. Toca un momento el collar de perlas que todavía llevo puesto. Es un contacto levísimo, pero reverbera por todo mi ser como si fuera una explosión.

Respiro hondo e inclino la cabeza hacia un lado para que me acaricie el cuello. Respiro de forma entrecortada y noto que me arde la piel. Su mano me deja un rastro de vello erizado en la nuca antes de reseguir suavemente con la yema de los dedos la costura del vestido que me recorre el hombro, para luego deslizarla por la sensible piel del brazo desnudo. Entonces retrocede unos pasos, y ante la pérdida del contacto tengo ganas de llorar.

—Sí —dice de repente como si se estuviera contestando a una pregunta que se ha hecho a sí mismo—. Así es como quiero verte, desnuda delante del mundo. Quiero mirarte y saber que eres mía.

—Sabes que lo soy —le contesto en voz baja, casi en un susurro.

—Dilo.

—Soy tuya —le respondo, porque lo digo de verdad.

Es más que eso. Sé por qué quiere oírlo. Quiere recuperar el autocontrol que le han arrebatado, y quiere hacerlo a través de mí.

Lleva una mano a la cremallera del vestido, y a continuación la baja con lentitud. Luego me quita suavemente el vestido por los hombros. Este cae al suelo, y el círculo amarillo que forma se asemeja a los pétalos de una flor. Solo llevo la ropa interior que me acabo de comprar: un sujetador de media copa de un color púrpura intenso y un tanga a juego. Damien me mira de arriba abajo, y es imposible malinterpretar el fuego que brilla en sus ojos.

—Ven.

Me toma de la mano y me acerca unos cuantos pasos más a la alta ventana. Esta no llega del suelo al techo, pero casi. Si doy otro paso, me golpearé por encima de las rodillas con el borde de la ventana. Damien se sitúa a mi espalda, con las manos en los hombros, y noto el tejido áspero y fresco en la piel desnuda del trasero. Delante de nosotros se extiende Munich.

Damien baja las manos con lentitud y abre el broche delantero del sujetador para luego deslizarlo por mis brazos. Deja caer la prenda al suelo, y yo intento taparme de un modo instintivo.

—No.

Me hace bajar los brazos y luego me agarra con firmeza por las muñecas, y las pega a los costados.

—Pero la ventana… —insisto sin dejar de mirar las tiendas y las oficinas que nos rodean—. Los otros edificios…

—Nadie nos está mirando. El cristal está tintado, y no hay luces aquí dentro. Tranquila, nadie puede vernos. —Me relajo apenas una fracción de segundo—. Pero incluso si pudieran…

Su voz se apaga al soltarme las muñecas. Empieza a acariciarme el cuerpo otra vez. Una de las manos sube hasta llegar a la piel tensa y arrugada de la areola del pezón. Me frota con fuerza la yema del pulgar contra el pezón, y jadeo por el profundo y lujurioso placer. Baja la otra mano hasta que los dedos pasan por debajo del hilo elástico del tanga y me rozan el vello púbico húmedo. Me provoca formando una V con los dedos y pasándolos por los labios pero sin tocarme el clítoris, por lo que me entran ganas de gritar de frustración y de suplicarle que me toque.

—¿Qué pasa si es esto lo que quiero? —me susurra.

Me pega los labios a la nuca y luego los desliza por la columna, dejando un rastro de besos que me dejan temblando. El sol ya se ha puesto tras el horizonte, y el mundo exterior se oscurece con rapidez, lo que convierte la ventana en un espejo. Observo el reflejo de mi mirada en el cristal y veo que mi rostro se derrite por el deseo.

—¿Qué pasa si lo que quiero es que estés desnuda delante del mundo, con las piernas muy abiertas y tu coño húmedo para mí?

Sigue a mi espalda, y ahora me acaricia las caderas. Su aliento me cosquillea en la nuca tanto como sus palabras lujuriosas provocan mi imaginación. Nunca he tenido fantasías exhibicionistas, pero en este momento me cuesta pensar en nada que no sea Damien tocándome, Damien follándome. Me importa un bledo la ventana, esté tintada o no. No me importa que me vea nadie, solo quiero entregarme por completo al contacto con Damien. A sus manos sobre mí, a su lengua lamiéndome, a su polla muy dentro de mí.

—Damien… —digo, y tengo la sensación de que me han arrancado la palabra de entre los labios.

—¿Esto te excita? —me pregunta mientras se incorpora de nuevo, muy despacio, con su cuerpo pegado al mío. Noto el roce áspero de su ropa en la piel—. ¿No saber si alguien está mirando, pero saber que yo te quiero ver así? ¿Que quiero que todo el puñetero universo nos mire y que sepa que, no importa lo que pase, eres mía?

Deja la mano izquierda sobre mi cadera con el pulgar enganchado a la tira elástica del tanga. Con la otra mano me acaricia el vientre para después descender e introducirse de nuevo por debajo del triángulo de seda. Estoy húmeda hasta la desesperación, y rezo en silencio para que me toque, pero una vez más, no lo hace. Tan solo oigo sus palabras:

—Quiero que me lo digas, Nikki. ¿Esto te pone?

«Dios, sí». Tengo que esforzarme para poder hablar.

—Sigue —consigo decir—. Tócame y compruébalo tú mismo.

Suelta una risita. Me roza con los dedos, pero su mano no baja.

—No a menos que te oiga decirlo.

—Sí —gimo.

Pega los labios a mis cabellos, y pese a que susurra noto la reverberación de sus palabras.

—A mí también.

Cierro los ojos y espero que me toque. Lo ansío. Pero sigue sin hacerlo. En vez de eso, noto el roce de los dedos sobre la tira elástica del tanga nuevo… y luego una leve presión cuando tira de él y lo rompe. Se me escapa un jadeo de sorpresa, pero también de excitación por la violencia del acto y por el roce del aire fresco en mi sexo húmedo cuando retira el tanga.

—Pero ¿qué…?

—Chis —dice—. Inclínate hacia delante y apoya las manos en la ventana. No discutas. Qué hermosura —añade cuando le obedezco y subraya sus palabras acariciándome el trasero completamente desnudo—. Ábrete de piernas. Dios, Nikki, ¿tienes idea de lo mucho que te deseo? —gime.

—Sabes que me tienes.

Sube las manos por las caderas y por la curva de mi cintura. Aprieta el cuerpo contra el mío, su torso contra mi espalda, y pone las manos sobre mis pechos.

—Lo sé, pero no te voy a tomar. Todavía no.

Un temblor me recorre todo el cuerpo. En parte es frustración, y en parte, expectación. Estoy tan caliente, tan dispuesta, y no sé qué esperar o qué pretende. Solo sé que quiero descubrirlo.

Se yergue de nuevo y me rodea hasta situarse junto a mi mano derecha, que sigue apoyada en la ventana.

—Me gusta —comenta mientras pasa un dedo por el collar de perlas, que es lo único que llevo puesto—. Se cree que las ostras son un poderoso afrodisíaco, pero a mí me parece que las perlas son igual de excitantes. Por lo que se dice, Cleopatra machacaba una y se la bebía con vino para que Marco Antonio la encontrara irresistible. Yo las prefiero como adorno, y ya que hablamos de eso, se me ocurren unos cuantos adornos más que me gustaría ver.

—Damien… —empiezo, pero me callo, porque solo me saldrían súplicas.

—No te muevas —me ordena—. No te toques. No cierres las piernas. Te correrás cuando yo te lo diga, Nikki, no antes. Incumple mis reglas, y te prometo que no te gustará el castigo.

Trago saliva y hago un gesto de asentimiento.

—Pero ¿adónde vas? —le digo mientras desaparece en la oscuridad del dormitorio.

No me responde, y cierro los ojos llena de frustración, sintiendo todos y cada uno de los puntos de mi cuerpo; la nuca sudorosa, el vello erizado como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, atrapada en esta tormenta que es Damien. Sobre todo, noto las punzadas en mi coño.

No me toco, aunque lo deseo desesperadamente, y soy muy consciente de cada movimiento de mi cuerpo, de cada roce del aire. Noto el pulso palpitando en mi sexo, y los músculos se me tensan por la impaciencia. Soy la necesidad personificada, y lo que necesito es a Damien.

Solo han pasado unos minutos, pero tengo la sensación de que llevo horas esperando perdida en mi propio reflejo. Una mujer desnuda frente a una superficie reluciente, con un mundo onírico de luces urbanas que destellan al otro lado. Soy una mujer de una de las pinturas de Blaine, inmortalizada por el pincel en estado de excitación, que nunca llega a alcanzar la satisfacción.

«No». Por favor, que Damien no me haga eso.

Lleva algo en la mano cuando vuelve. Lo deja en la mesa, detrás de mí. No veo lo que es, pero me parece oír el tintineo del metal contra el metal.

—¿Damien? ¿Qué haces? —le pregunto con voz recelosa.

Se pone delante de mí y me separa con cuidado las manos del cristal para ayudarme a incorporarme. Su rostro está iluminado por una leve sonrisa, y en sus hermosos ojos veo una mirada divertida y apasionada. Ya conozco la respuesta antes de que me la diga.

—Lo que quiero, Nikki. Siempre lo que quiero.

Me paso la lengua por los labios.

—¿Y qué es lo que quieres ahora?

—Darte placer. —Se pone otra vez a mi espalda, se acerca a la mesa y vuelve con algo en la mano—. ¿Te acuerdas de esto?

Abre la mano y deja a la vista una cadena serpenteante y plateada rematada en cada extremo por un anillo unido a una pequeña bola de metal. Las bolas se abren por la mitad, pero se cierran de nuevo en cuanto se deja de hacer presión. Son pinzas para pezones, y me estremezco al recordar la exquisitez del dolor mezclado con el placer. Ahora Damien me pasa un pulgar por el pezón, tan erecto que casi duele.

—Vaya. Veo que lo recuerdas muy bien.

Gimo mientras me acaricia lentamente el pecho.

—¿De dónde las has sacado?

Su leve risa parece envolverme.

—Nikki, llevamos aquí casi un mes. Le pedí a Gregory que me mandara unas cuantas cosas, incluido el pequeño maletín de cuero que guardo en mi armario.

—Ah. —Me paso otra vez la lengua por los labios—. Muy eficiente de tu parte.

—Me gusta planificar con mucha antelación.

Me pellizca el pezón entre el pulgar y el índice. Jadeo por la intensa sensación, un placer casi doloroso. Mueve la dura punta del pezón entre los dedos, y me muerdo los labios mientras las descargas eléctricas me sacuden todo el cuerpo, desde el pecho hasta el coño húmedo y palpitante.

—Damien…

No estoy muy segura de lo que le quiero pedir. Apenas soy capaz de pensar, y mucho menos de articular palabras. Únicamente soy consciente del deseo. Solo quiero más.

Joder, lo quiero todo.

Como si respondiera a mi súplica silenciosa, Damien abre la bola de un extremo y luego la cierra con suavidad: la fría plata se agarra con fuerza al pezón, y aprieta más que Damien. Respiro hondo, sorprendida por el intenso dolor, pero este no tarda en disminuir, y gimo de placer ante la calidez que se va extendiendo por mi cuerpo a medida que se adapta a la seductora tortura.

—Hemos llegado muy lejos juntos, Nikki —murmura mientras me coloca la otra pinza—. Voy a llevarte más lejos todavía. Quiero caminar por el filo contigo, y verte abierta y enloquecida por completo.

Respiro jadeante. Tengo los pechos hipersensibles, lo mismo que el resto de la piel a su tacto. Cuando desliza la mano entre los cachetes de mi trasero y por fin, ¡por fin!, mete los dedos para encontrarme caliente, húmeda y ansiosa, no puedo evitar gemir en voz alta.

—Quiero dártelo todo, Nikki —me dice mientras me acaricia el ano con el pulgar. Noto la lubricación resbaladiza de mi propia excitación—. Quiero que el universo se abra por completo ante ti. Quiero ser yo quien te lance al espacio dando vueltas, sin control, sin inhibiciones.

Siento el firme aumento de la presión y jadeo sorprendida cuando algo pequeño y bien lubricado me penetra el trasero.

—Y, Nikki… —me dice con la voz ronca por la pasión—. Quiero ser yo quien te lleve al límite y luego te haga volver.

—Lo serás —le respondo con un susurro. Estoy tan descontrolada por sus palabras como por la tormenta de sensaciones que me sacude—. Dios, Damien, lo sabes muy bien. Sin ti estoy perdida.

Se coloca ante mí y me acaricia la mejilla. Me atrae hacia él con una vehemencia que no me espero. Jadeo cuando mis pezones sensibles por las pinzas se rozan con su camiseta, pero me calla de inmediato con un beso largo y casi violento.

—Por favor —le suplico cuando me suelta.

Estoy indefensa, me estoy derritiendo. La presión en los pezones me lanza descargas por todo el cuerpo. El dilatador anal me llena, me abre, provoca que sea hipersensible a cada movimiento y a casa sensación.

—Por favor, ¿qué? —me susurra—. Dime lo que quieres, Nikki.

—A ti, Damien. Siempre a ti, solo a ti. Quiero que me toques. —Le agarro por la camiseta con las dos manos—. Quiero que me folles, porque no estoy segura de poder sobrevivir si no te siento dentro de mí ahora mismo.

—Yo también quiero eso —me dice, y me relajo por el alivio—. Pero tendremos que arriesgarnos a esa muerte inminente tuya —añade con una sonrisa maligna—. Porque antes tengo pensada otra cosa.

Según el conserje de nuestro hotel, el Club P1 es uno de los locales nocturnos más de moda en Munich. El lugar es enorme y está abarrotado, y los clientes son tan elegantes y resplandecientes como la moderna decoración interior. Es un local divertido y está de moda, pero en este momento no puede importarme menos.

El trayecto en limusina ha sido bastante incómodo. Damien me ordenó que me sentara abierta de piernas y con las manos a cada lado, apoyadas en el suave cuero del asiento. Antes de irnos hizo que me pusiera un sujetador de media copa que deja al descubierto los pezones todavía enganchados con las pinzas. En la limusina no dejaban de rozarse contra la seda negra de la blusa con pedrería y sin mangas, y la sensación hacía que me retorciera sin parar, y me estremecía de pies a cabeza.

Damien se sentó frente a mí y se tomó un whisky mientras me contemplaba con tanta pasión que pasé todo el trayecto en un estado de insatisfecha excitación.

Gracias a Dios, el viaje fue corto, pero ahora que estamos en el club, lo único que quiero es volver al hotel. Bailar, beber… nada de eso me apetece. Lo único que quiero es la boca de Damien sobre la mía, sus manos sobre mi piel desnuda y su polla clavada profundamente dentro de mí.

Por desgracia, me parece que no voy a conseguir nada de eso en breve, así que respiro hondo y, pese a la neblina sensual que me envuelve, me esfuerzo por concentrarme.

—Resplandeces —me comenta Damien con una media sonrisa de satisfacción.

—¿Que resplandezco? Joder, Damien, estoy casi radiactiva.

—Vaya. —Me mira de arriba abajo—. Eso parece. —Me empuja hasta pegarme de espaldas a una de las paredes de madera pulida, y luego me coloca una mano en cada costado y se arrima a mi cuerpo—. ¿Un poco tensa, señorita Fairchild?

—Solo una pizca.

Me envuelve su aroma: el rastro del whisky, el profundo olor animal de su excitación. Eso actúa como el más poderoso de los afrodisíacos. Además de la blusa ceñida de pedrería, llevo puesta una minifalda de cuero, unas medias que terminan a la altura del muslo, un tanga rojo diminuto y unos tacones muy altos y muy «follables». Me aparto un paso de la pared y me pongo de puntillas sobre esos mismos tacones, aunque me tengo que agarrar a los hombros de Damien para mantener el equilibrio.

—Aún no he decidido si debo darte las gracias por esto o tengo que planear alguna venganza —le susurro.

—Aunque la posibilidad de encontrarme a tu merced me parece interesante, los dos sabemos muy bien que esto te excita tanto como a mí.

Desliza un brazo alrededor de mi cintura y me atrae hacia él. Nuestras cinturas se unen y noto su erección dura contra el vientre.

—Sí —admito.

Bajo la mano para acariciarle a través de la tela del vaquero. El rincón del local donde estamos se halla a oscuras y un tanto aislado, pero creo que le habría acariciado aunque hubiéramos estado en la pista de baile. Estoy ebria de lujuria, envalentonada por la pasión, y puesto que Damien no me aparta la mano, sé que a él le pasa lo mismo.

—Estoy caliente, cachonda y tremendamente húmeda —murmuro a la vez que muevo la mano al ritmo de las palabras. Noto que se le pone más dura todavía y sonrío al darme cuenta de mi poder—. ¿Sabes lo que quería en la limusina, Damien? Te quería de rodillas delante de mí. Quería que me pusieras las manos en los muslos y me abrieras las piernas, y quería tener tu lengua en mi clítoris.

Estoy lo bastante cerca de él como para notar que se le acelera el pulso y empieza a respirar con jadeos rápidos.

—Quería sentir cómo se me endurecían los pezones cuando tiraras de esta cadena, y cómo mi cuerpo se tensaba alrededor del dilatador anal cuando lograras que me corriera, con tanta fuerza y rapidez que habrías tenido que traerme en brazos al club.

—Joder… —susurra en voz tan baja que apenas le oigo.

—Así que es verdad —sigo diciendo como si no le hubiera oído—. Estoy excitada. —Continuó acariciándole con suavidad, porque al menos en este momento he logrado darle la vuelta a la situación—. Pero no he conseguido lo que quería, y por eso, señor Stark, quiero vengarme.

—Es un argumento muy sólido, señorita Fairchild.

—Me enorgullezco de poseer una habilidad negociadora tan desarrollada.

Se aparta de mí, y los ojos le relucen con un brillo travieso. Luego alarga una mano.

—Ven.

—¿Dónde vamos?

—Ven y lo verás.

Me conduce a través del club abarrotado, lleno de gente atractiva que está mucho más interesada en mirarse mutuamente que en fijarse en nosotros. Me siento aliviada. No nos parecemos al Damien y la Nikki que han aparecido en los periódicos alemanes. Yo llevo mi Ropa de Chica de Fiesta y Damien está vestido con unos vaqueros y una chaqueta deportiva sobre una camiseta, por no mencionar la barba de un día. Con eso no quiero decir que no se hayan girado unas cuantas cabezas cuando pasamos, pero creo que se debe más bien al tremendo atractivo de Damien que a su condición de multimillonario o de acusado que ha escapado por poco de una condena por asesinato.

Por lo que he visto, el club tiene dos salas principales, ambas llenas de colores intensos y de superficies relucientes. El DJ está pinchando una mezcla variada de música, pero el estilo principal parece ser el tecnoclub, y aunque no reconozco ninguno de los temas, lo cierto es que invitan de un modo agradable a bailar.

Sin embargo, bailar no entra en mis planes en estos momentos. En vez de eso, Damien me lleva hasta la terraza y salimos. Me detengo un momento para contemplar lo que me rodea: las velas que iluminan a los clientes con un brillo irreal, los mullidos sofás de cuero y los asientos dobles que salpican la terraza. Algunos están junto a luces de colores y proporcionan un lugar para que los bailarines más apasionados tomen una copa y recuperen el aliento. Otros se encuentran en rincones más oscuros y apartados, medio ocultos, donde los amantes pueden abrazarse y dejarse llevar por el ambiente.

Los porteros del club dejan claro que no puede pasar nadie con aspecto desaliñado, y aquí, bajo la luz de la luna, queda patente el resultado de esa norma. Todo reluce, incluidos Damien y yo. Todo lo que se ve parece limpio y pulido, pero yo sé mejor que nadie lo sucia que puede estar por debajo cualquier cosa brillante. No puedo evitar imaginarme el aspecto que tendrá la terraza por la mañana. Los sofás manchados por las bebidas derramadas. Las colillas aplastadas en el suelo de piedra. Las velas de aspecto etéreo convertidas en simples montones de cera derretida.

Nada es lo que parece. Ni este club, ni los clientes ni Damien. Y, por supuesto, yo tampoco.

Serpenteamos entre los demás clientes hasta llegar a uno de los asientos dobles que se encuentran en una esquina a oscuras. Damien se sienta, y hago ademán de sentarme a su lado.

—No —me dice, y me pone sobre su regazo.

Quedo sentada a horcajadas sobre una de sus piernas, y los duros músculos de su muslo me aprietan de un modo tentador contra el duro nudo que tengo en el culo cuando por fin quedo cara a cara con él. Dejo escapar un suspiro contenido cuando me sacude una oleada de sensaciones.

—¿Algún problema, señorita Fairchild?

Alzo una ceja y muevo las caderas hacia delante y atrás para frotar con fuerza mi trasero contra su pierna, y dejo que esta tempestad de placer se precipite en mi interior, y por lo que me indica la expresión de Damien, mi pequeño baile también le está volviendo loco a él.

—No hay ningún problema, señor Stark —le respondo de forma tan remilgada como puedo pese a tener el cuerpo enfebrecido.

—Dios, Nikki…

Me atrae hacia él, y aunque sigo a horcajadas sobre su pierna, ahora puedo sentir su erección bajo la tela de los vaqueros contra la piel que queda al descubierto por encima de la media. Le miro a los ojos con el corazón palpitando salvajemente, y gimo cuando aplasta su boca contra la mía. Me rodea la cintura con uno de los brazos y me agarra por la parte baja de la espalda. Mete la otra mano en la falda y pasa los dedos por debajo de la tira de seda del tanga. De inmediato empieza a trazar círculos con suavidad y lentitud con la intención de volverme loca.

—Damien. Alguien podría vernos —le susurro.

—Quiero poseerte. Ahora mismo. Quiero verte estallar en mis brazos.

—Pero…

Miro a mi alrededor. No parece que nadie nos preste atención, y en la oscuridad no se ve dónde tiene la mano.

Curva los dedos dentro de mí, y cualquier protesta que fuera a decirle se me olvida de inmediato. Aprieta el pulgar contra el hueso pélvico como si mi cuerpo fuera un manillar, y se me escapa un pequeño grito cuando de nuevo me atrae hacia él.

—Ahora. Quiero que te corras en mis brazos —me repite.

—Sí.

Es lo único que digo, porque estoy demasiado tensa, demasiado cachonda, como para decir nada más. En este momento creo que le dejaría tumbarme en la pista de baile y follarme con todo el gentío aplaudiéndonos. Damien nunca haría eso, y en mi fuero interno, bajo esta nube de pasión y de lujuria, lo sé. Seguimos envueltos en nuestra burbuja, ocultos en la oscuridad, escondidos en el rincón.

Pero Damien necesita esto. Es el mismo hombre que me dijo una vez que no practicaba el sexo en público. Porque lo de esta noche no va de eso. Solo necesita una prueba de que de verdad estoy aquí. Que no me fui después de hablar con Maynard. Que los demonios de su infancia no me han alejado de él.

Necesita que me entregue a sus brazos tanto como yo necesito entregarme a él, para saber que ha vuelto, y que sigue siendo mío.

—Sí —repito, porque es la única palabra que logro articular a través de esta maraña de pensamientos y emociones—. Dios, Damien, sí, por favor.

—Buena chica.

Me quita la mano de la espalda, y apenas me doy cuenta de que se la mete en un bolsillo, porque no es esa mano la que me interesa. Tengo todos los pensamientos concentrados en los dedos que me están acariciando debajo de la falda, que juegan con mi clítoris, que me obligan a morderme el labio para no moverme de un lado a otro al ritmo de esta sensación creciente. Solo soy una chica sentada en el regazo de su novio, nada más. No una mujer a punto de correrse como jamás lo ha hecho por el modo furtivo con que ese novio la está follando con los dedos.

Solo soy una chica que se besa con su novio a escondidas. Solo una chica…

—¡Dios! —grito, pero el grito queda ahogado cuando la boca de Damien se aprieta con fuerza contra la mía.

El orgasmo me sacude por completo, y no solo porque los expertos dedos de Damien me han tocado de maravilla, sino también por la sorprendente y abrumadora vibración del dilatador anal que me puso Damien. Quiero gritar de gusto, retorcerme y hacer que estas chispas surjan una y otra vez. Quiero que este torbellino de placer siga elevándome sin parar, y el hecho de tenerme que quedar quieta y callada no hace más que aumentar la fiebre que me consume.

Demasiado pronto, o quizá horas después, recupero la razón. El corazón me palpita con fuerza contra las costillas. Tengo la misma sensación que si hubiera corrido a toda velocidad un kilómetro, y cuando me paso la lengua por los labios, noto el sabor de la sangre.

Me toco la boca con la mano, pero la sangre no es mía, y tardo un segundo en darme cuenta de que he mordido el labio inferior de Damien.

—¿Estás bien?

—Cariño, puedes morderme cuando quieras.

—Dios. Dios mío. No me habías dicho que sería así.

Saca la mano del bolsillo y me enseña el control remoto del dilatador anal.

—Un hombre debe reservarse algunas sorpresas.

Suspiro satisfecha, y luego me deslizo por su pierna para acurrucarme a su lado en el sofá doble y arreglarme la ropa de un modo discreto.

—Vaya. Eso ha sido un poco… pervertido.

Su sonrisa es tan juguetona como mi voz.

—¿Y es buena esa perversión?

—Sí. La perversión es buena.

Me rodea con un brazo y me pone la mano en la cadera. Luego me roza la oreja con los labios y me estremezco por la suave caricia como del ala de una mariposa, antes de echarme a reír por lo que me dice.

—Te vibra el culo.

Alzo una ceja.

—¿Eso es un eufemismo para lo que acaba de hacerme, señor Stark?

—¿Alguna queja al respecto?

—No, en absoluto.

—Bien. Pero no, no es un eufemismo. Es tu teléfono.

«Mierda».

Tiene razón. Cargué la batería en la habitación del hotel, y luego lo dejé todo allí salvo el pasaporte y el móvil. Damien lleva mi pasaporte en el bolsillo de la chaqueta, pero el móvil lo metí en el bolsillo trasero de la falda, que está justo debajo de la mano de Damien. Lo saca y me lo pasa, pero cuando contesto, no hay nadie al otro lado de la línea.

—Debe de haber saltado el contestador —comento extrañada.

Mientras espero que aparezca el pequeño icono que indica que tengo un mensaje, consulto la información sobre la llamada, pero no reconozco el número. No salta el aviso de mensaje, así que supongo que se han equivocado de número y guardo el móvil en el bolsillo.

—Esto me recuerda que antes te llamaron —le comento a Damien—. Justo antes de ir a ver a Maynard. Creí que sería uno de los abogados alemanes, así que contesté, pero no dijeron nada. ¿Te han vuelto a llamar?

Niega con la cabeza.

—No será nada importante —dice mientras saca el móvil.

Empieza a pasar los números de las llamadas recibidas. Reparo en que le cambia la expresión. Es un cambio sutil y rápido, y si no conociera tan bien sus rasgos quizá no me habría dado cuenta. Cuando me mira de nuevo, no hay rastro alguno de sorpresa o preocupación.

Le rodeo con mis brazos mientras intento contener un escalofrío. Damien vuelve a ocultarme sus secretos.

—¿Quién era? —le pregunto con voz despreocupada, pero decidida—. ¿Tiene algo que ver con el juicio o con esas fotos?

—No.

Me responde con demasiada rapidez y firmeza. Además, su voz tiene un tono distante que me preocupa. Me digo que debe de tratarse de una distorsión provocada por el retumbar del club, pero no me lo creo.

—¿Quieres hablar de eso? —le pregunto.

Es la pregunta más tonta del mundo, porque si quisiera hacerlo, no me estaría contestando con monosílabos.

—No —me responde, pero debe de haber notado algo en mi expresión, porque un momento después suspira y me acaricia suavemente la mejilla—. Te lo prometo. No es importante.

Un estremecimiento me recorre todo el cuerpo. Es deseo, sí, pero entremezclado con algo más. Algo más sombrío. Creí que después de todo por lo que habíamos pasado ya no habría más secretos, pero aparecieron las fotos. Ahora, esta llamada. Me doy cuenta de que fue una tontería pensar que los muros de Damien se estaban derrumbando por fin. Damien Stark tiene muchas capas, y aunque estoy disfrutando del proceso de revelar lo maravilloso que es este hombre en su interior, no puedo negar la frustración que siento al mismo tiempo. Damien me aprieta la mano.

—No quiero que te preocupes.

Logro dirigirle una sonrisa un tanto burlona.

—No puedo evitarlo. Puede que no sea celosa, pero si empiezan a llamarte tus antiguas novias para conquistarte de nuevo…

Es una broma, por supuesto. Espero que se eche a reír y me abrace con más fuerza cuando se despeje la tensión. No estoy preparada para lo que me responde.

—Una cosa es recibir llamadas y otra contestarlas.

—Ah.

Creía que la llamada estaba relacionada con el juicio o con quienquiera que hubiera enviado esas malditas fotografías, o incluso con sus negocios. No se me había ocurrido en serio que pudiera tratarse de una antigua novia, y estoy segura de que mi asombro es manifiesto.

—Ya te expliqué que follaba con muchas mujeres, y estoy seguro de que algunas querrían que volviera a su vida. —Se pone en pie, me toma de la mano para ayudarme a levantarme y después me besa la palma con suavidad—. También te dije que no fui en serio con ninguna. Para mí solo existe una mujer.

Alzo una ceja y lanzo una mirada a su móvil.

—¿Y ellas lo saben?

—Lo sé yo. Y tú también —me contesta.

El silencio flota entre nosotros. No. No es cierto. En lo que se refiere a Damien y a mí, nunca hay un simple silencio. Existe una sensación de calor, eléctrica, de lujuria y necesidad, y todo ello concentra el poder del universo para unirnos. ¿Cómo puedo combatir contra la física?

Me acerco a él y me acomodo en el círculo que forman sus brazos, el lugar al que pertenezco.

—¿Quieres bailar? —le pregunto.

—No. —Su voz me provoca oleadas de calor por todo el cuerpo—. Quiero llevarte a la cama.