Como Jamie quiere coger algunas cosas del apartamento, decide volver con Edward y conmigo. El plan es dejarme en la oficina y después llevar a Jamie al apartamento. Luego Edward la conducirá de vuelta a Malibú antes de volver a Sherman Oaks para esperarme. Mientras está fuera, prometo quedarme en la oficina bajo la protección de la eficiente recepcionista del edificio.
Es engorroso, sí, pero dado que todavía no sabemos quién me ha mandado los mensajes de acoso, Damien ha insistido en que mantenga la escolta y yo he aceptado. De hecho, estoy tan decidida a terminar con esto de una vez por todas que si Damien me hubiera pedido que nos fuésemos a vivir a la Antártida un año entero, habría dicho que sí sin pensármelo.
Pasamos por el Starbucks de camino, principalmente para comprar unos cafés, pero también quiero que Jamie conozca a Monica. Sin embargo, al entrar en el local no la encontramos, así que nos vamos a la oficina. Le enseño todo a Jamie, lo que nos lleva unos doce segundos, y luego aguanto como puedo sus efusivos abrazos y gritos de «¡Estoy tan orgullosa de ti!».
—Si Damien no ha vuelto esta noche para cenar, ¿te apetece que alquilemos una peli? —pregunto cuando está a punto de salir por la puerta.
—Claro —dice—. ¿Y si ha vuelto?
Sonrío con maldad.
—En ese caso, tengo otros planes.
Me siento a mi escritorio mientras Jamie pone los ojos en blanco y se va. Me lleva unos diez minutos revisar todos mis correos y encargarme de un montón de papeleo administrativo. Para terminar, modifico el código de una de mis aplicaciones de ocio y cargo la actualización. Entonces, paso a la aplicación web en la que he estado trabajando: un sistema multiplataforma y multiusuario para tomar notas que Damien me ha dicho que adquirirá para Stark International en cuanto supere la fase de pruebas beta.
Pero, claro, para eso primero tengo que programarlo todo y luego ponerlo en fase de pruebas beta.
Estoy tan ensimismada que cuando suena el interfono me sobresalto.
—¿Sí?
—Está aquí Monica Karts, quiere verla.
—Oh.
En realidad estoy un poco molesta por la interrupción. Nunca he visto a Monica fuera de la cafetería y me resulta un poco extraño que venga sin previo aviso. Al mismo tiempo, todavía no conozco a mucha gente aquí y ella me cae bien. Y dado que Damien está fuera de la ciudad, hoy puedo trabajar hasta tarde y recuperar el tiempo perdido.
—Dile que pase.
—¡Me encanta! —dice al entrar por la puerta—. Tu propia oficina. Está genial.
—¿Qué tal? ¿Va todo bien?
—Oh, bueno, no es mi intención irrumpir aquí como si no tuvieras nada mejor que hacer. De verdad. Pero tengo estas fotografías y no te he visto esta mañana en el Starbucks, y lo cierto es que tenía ganas de enseñártelas. ¿Te importa?
No puedo evitar sonreír. Su entusiasmo es contagioso.
—Por supuesto que no.
Se acomoda en la silla de delante del escritorio y luego me pasa un sobre.
—Venga. Échales un vistazo.
Frunzo el ceño porque su voz suena diferente. Lo que había creído que era el acento de un colegio privado del Nordeste, ahora suena mucho más británico.
Pero mis pensamientos sobre su acento se desvanecen en cuanto saco la primera foto. No es un retrato y, mientras la sujeto con dos dedos, mi cuerpo se queda helado y tengo que contenerme para no tirarla.
—Bonita, ¿verdad? Pero supongo que eso lo sabes ya. Sigue. Sácalas todas.
Me tiemblan las manos y me doy cuenta de que sigo sujetando el sobre y la foto. Me estremezco y entonces lo tiro todo rápidamente como si me quemara.
La fotografía cae boca arriba y, aunque intento no mirar, lo que he visto sigue grabado en mi mente. Damien. Con once o doce años. Y una niña. No se le ve la cara, pero debe de ser más pequeña. Hay más, pero no quiero ni pensarlo. Ya es bastante horroroso tener la imagen de esos niños en mi cabeza, sus cuerpos unidos en algún tipo de perversión adulta. No quiero ni pensar en el resto de las cosas que había sobre la cama. Juguetes, objetos de cuero y artilugios que un niño no debería saber que existen, y mucho menos verse obligado a utilizarlos.
Y no quiero ni pensar en el espejo que sirve de cabecero de la cama y que refleja la imagen del hombre que hay tras la cámara: un hombre adulto con una gran erección, sujetando su pene con una mano y la cámara con la otra. Richter.
—Te he dicho que las saques todas.
Su voz es fría y parece salir de un lugar muy, muy lejano. Me doy cuenta de que he sufrido una conmoción, y no sé qué hacer para reaccionar.
Como no me muevo, coge el sobre y deja caer unas doce fotos sobre el escritorio.
—También hay una cinta, pero la dejaremos para otro momento.
Intento no mirar, pero no puedo evitar ver que el resto de las fotos son más de lo mismo, aunque cada una parece ser más depravada que la anterior.
Se inclina sobre el escritorio y da golpecitos sobre el montón de imágenes.
—Es mío —dice—. Siempre será mío.
—Tuyo —repito como una estúpida mientras busco cómo salir de la niebla en que me encuentro—. Eres Sofia.
Vuelve a reclinarse en su silla y asiente con la cabeza.
—Muy bien.
—Y la de las fotos, ¿también eres tú?
Asiente.
Todo parece suceder a cámara lenta. Soy consciente del aire, de mi respiración. De cada pequeño movimiento y cada pequeño sonido. Todo es ensordecedor y extraño, y yo quiero despertar de esta pesadilla.
Damien dijo que no quería que viera estas fotografías y, aunque se me parte el corazón por el niño que fue y la infancia robada, no puedo evitar estar de acuerdo con él. No quiero tener esas imágenes en mi oficina, no digamos en mi cabeza.
—¿Por qué me enseñas esto? —pregunto.
—Porque tienes que entender que es mío. Para él no existes. Él se sacrifica por mí. Él ha matado por mí.
La miro, confusa.
—¿Ha matado por ti?
Parpadea con sus enormes ojos marrones.
—A mi padre —dice sin alterar la voz—. Damien lo mató para protegerme. Pregúntale si no me crees. Eso no es algo que se olvide, Nikki. Eres lista. Deberías saberlo.
—¿Cómo conseguiste enviarme la primera nota? ¿La de antes del juicio con matasellos de Los Ángeles?
Esboza una sonrisa lentamente, que se agranda más y más.
—¿Ves? Ya sabía yo que eras lista. Tengo amigos por todas partes. Envié un sobre y les pedí que lo echaran al buzón. Fácil.
—Lo que dijiste sobre Jamie y el Rooftop, ¿era cierto?
—¿Aparte de demostrar que soy una actriz jodidamente buena? No. Aprendes a ser paciente en los lugares en los que he vivido. Espero, observo y planifico. —Y luego cambia de tono completamente y suelta—: Me ha hablado de ti, ¿sabes?
Me siento y la observo intentando pensar. Trato de buscar una forma de salir de aquí antes de que la mecha que ha estado ardiendo en esta chica se consuma del todo y la explosión nos hiera a las dos.
—Oh, sí, me ha hablado de ti largo y tendido —prosigue sin perder el ritmo—. Vino a verme hace poco. A Londres. Me dijo que había conocido a alguien que le había ayudado a superar el dolor. Que lo había detenido, que incluso había conseguido que retrocediera. No me dijo que se estaba tirando a esa persona ni que eras tú, pero no era difícil de adivinar.
Mi mente va demasiado lenta.
«Tiene que haber alguna forma de salir de aquí», pienso, pero es como si la respuesta se ocultara en la oscura e impenetrable niebla.
Se arranca un padrastro con los dientes y frunce el ceño.
—Para entonces ya te había visto en los tabloides, por supuesto, y estaba cabreada con él. Otra chica en su cama, pensé. Otra chica, pero a la que realmente quiere es a mí. Y entonces me habló de las autolesiones y caí. Esta vez sí que tenía razones para follarse a una mujer —dice mirándome directamente, con ojos brillantes—. Te estaba ayudando como un ejemplo para mí. Cree que todas mis cicatrices son por culpa de lo que me hizo mi padre, pero se equivoca. Yo sé cómo darle la vuelta.
Se encoge de hombros.
—Pero para él no eres nada más que eso, ¿entiendes? —añade—. Solo una piedra en mi camino. Una lección que debo aprender para poner en orden mis cosas y poder estar con él. Me quiere. Siempre me ha querido. Y yo fui su primer amor. Así que ahora tienes que quitarte de en medio.
¿Quitarme? Sus palabras me desconciertan y advierto con cierto alivio que no está aquí para hacerme daño. No, juega a un juego absolutamente diferente.
—Quieres que rompa con Damien —digo en tono monocorde, aunque por dentro estoy contenta.
Ese ardid puede servirme. Puedo fingir que estoy de acuerdo. Y salir de aquí. Alejarme, ir a la Stark Tower. Él volverá de Chicago pronto y sabrá qué hacer. Cómo manejarla.
—No —dice—. Quien quiere romper con Damien eres tú, porque sabes que si no lo haces yo filtraré a la prensa las fotos, y eso le destruirá. ¿Y no es así el amor, Nikki? ¿No impulsa a proteger a los que quieres? Como Damien me protegió de mi padre.
El frío que había empezado a remitir vuelve a golpearme.
—No eres capaz de publicar esas fotos.
Se encoge de hombros.
—¿Por qué no? Nadie puede decir que la de la foto soy yo. Solo se reconoce a Damien.
—¿Por qué no? —repito—. Porque acabas de decirme que le quieres, y sabes que eso lo destruiría.
Niega con la cabeza.
—Tú eres la que lo está destruyendo. Lo alejas de mí. Si no lo sueltas, no tendré elección. ¿No lo ves? —Respira profundamente y añade con alegría—: Bueno, pues eso es todo.
Se pone en pie y señala con la cabeza la mesa y las fotos esparcidas.
—Te las puedes quedar. Como recuerdo. Y, oh, casi se me olvida —dice sacando de su bolso una pequeña caja de cuero—. Sé que esta situación es difícil para ti, de verdad que sí, por eso he pensado que esto podría ayudarte.
Deja la caja en una esquina de la mesa y vuelve a colgarse el bolso en el hombro.
—Y ni se te ocurra llamar a tu escolta. ¿Recuerdas esos amigos de los que te he hablado? Les he pedido que manden las fotos a la prensa si no doy señales de vida, si me arrestan u ocurre alguna mierda de ese tipo. —Una vez más, esboza una sonrisa—. No es nada personal. Es solo que me gusta ser concienzuda.
Y acto seguido sale por la puerta dejándome helada detrás de la mesa de mi despacho mientras miro una serie de fotos que tienen el poder de destruir al hombre que quiero.
«Estoy helada», pienso. Por eso no puedo moverme. Pero ¿por qué tengo tanto frío, tantísimo frío?
No quiero moverme. Quiero quedarme sentada aquí para siempre. No quiero ver el mundo fuera de mi oficina. Estoy destrozada. Hecha polvo. Triste y desconsolada.
¿Cómo podría ser de otra forma ahora que por fin la burbuja ha estallado y mis peores pesadillas se han hecho realidad?
No quiero ver y, sin embargo, no puedo evitar mirar la primera foto del montón. Damien. Su preciosa cara deformada por un gesto que podría ser de dolor, pero también de placer. La niña, con las piernas abiertas, la cabeza hacia atrás, la espalda arqueada fingiendo pasión. No se le reconoce, pero no me cabe duda de que se trata de Sofia.
«Es mío. Ha matado por mí. Es mío».
Con una violencia que me sorprende, me pongo en pie tambaleándome y empiezo a lanzar las fotos, los papeles y los bolígrafos que hay encima de la mesa al otro lado de la habitación. Solo queda la pequeña caja de cuero que ahora brilla a la luz de la tarde. Los reflejos de los coches que pasan junto a la ventana proyectan sombras sobre su lisa superficie. La miro, hipnotizada, como si esos flashes constituyeran un mensaje. Como si me llamara para que me acercase, con la intención de encerrarme en ese infierno en que he caído.
Al coger la caja oigo unos sonidos extraños y pronto advierto que son mis propios gemidos. Una parte de mí no quiere saber, pero la otra tiene demasiada curiosidad. Así que abro la caja y miro horrorizada el reluciente conjunto de escalpelos antiguos.
Me recorre una oleada de gratitud tan grande que casi me noquea, y me siento.
«Bien —pienso—. Gracias a Dios, sí».
Pero luego se impone la cordura y me aparto horrorizada. Me levanto y me acerco a la pared; entones me doy cuenta de que sigo con la caja en la mano.
«Hazlo».
Aprieto el puño y miro las cuchillas.
«Necesito cortarme. Lo necesito».
Despacio, como sonámbula, vuelvo a mi silla. Me siento. Extiendo las piernas. Me subo la falda.
Y luego coloco la punta de una brillante y bonita cuchilla sobre mi muslo. Cuando una gota de sangre brota bajo la punta de la cuchilla respiro con alivio. Tiemblo, hipnotizada. Todavía no tengo intención de cortarme, pero la cuchilla es tan afilada, tan perfecta, que el simple contacto es suficiente para que salga sangre. ¿Y qué hago ahora? ¿Una pasada rápida por la muñeca? ¿Un corte lento y deliberado? Ambas opciones son muy dulces y tentadoras. Ambas aliviarían el torbellino de hielo y miedo que arde dentro de mí.
«Hazlo».
«Hazlo, hazlo, hazlo».
Aprieto más, siento la punzada del frío metal contra mi piel caliente. Gimo de placer, pero luego tiro el escalpelo al otro lado de la habitación y chillo «¡No!». El grito resuena en el pequeño despacho. El escalpelo impacta contra la pared de enfrente y luego cae con un ruido metálico poco satisfactorio. Cojo la caja y también la tiro. Entonces me levanto de un salto y doy una patada a la silla, arrojo un cajón al suelo y estampo el puño contra la pared. Quiero destruir la oficina, acabar conmigo, con todo. Quiero ahogarme en el caos.
Quiero dolor.
Quiero una salida.
Quiero a Damien. Oh, Dios mío, quiero a Damien.
Y luego me tiro al suelo, me hago un ovillo y rompo a llorar.
Como Edward todavía no ha vuelto de Malibú cuando salgo de la oficina, llamo un taxi y salgo a la luz del sol, sorprendida al descubrir que el mundo continúa girando y que la gente sigue con sus vidas cotidianas. ¿No entienden que las ruedas han dejado de girar?
Me siento como una sonámbula, y cuando llego a la Stark Tower entro al recargado vestíbulo y me dirijo hacia el mostrador de seguridad. Paso junto a los guardias y oigo a Joe llamándome.
—Señorita Fairchild, ¿está bien? Parece un poco alterada.
Estoy muy alterada, pero ni me molesto en responder.
Ahora tengo mi propia tarjeta llave y la uso para llamar al ascensor privado de Damien. Subo sin otro plan en la cabeza que meterme en la cama de Damien y dormir hasta que vuelva de Chicago. Quiero sentirlo cerca solo un poco más. Respirar su aroma.
Quiero memorizarlo bien, pues estoy a punto de sacrificarlo para salvarlo.
Llevo varias horas dándole vueltas al tema y no veo otra salida. No puedo contarle que Sofia me ha amenazado. Si lo hago, es posible que ella se salga con la suya. Quizá Damien permita que publique las fotos pensando que, de alguna forma, me está protegiendo. Pero yo he estado con él en Alemania y le he visto destrozado. Y ahora que también he visto las fotos, estoy segura de que si Sofia cumple su amenaza lo destruirá. Y cada vez que me mire, recordará que he sido la razón de esa intrusión en su vida. Incluso si Damien fuese capaz de salir del agujero, ese recuerdo abriría un abismo entre nosotros. Y prefiero desaparecer de su vida en este momento que ver cómo nuestra relación se desmorona por unas viles fotos.
Podría ir a la policía, pero ¿de qué serviría? Cuanta más gente sepa de la existencia de las fotografías mayor es el riesgo de que se hagan públicas.
¿Y de qué serviría que se lo contara todo a Damien? ¿Podría él convencer a Sofia de que no publique las fotos? Quizá. Pero entonces viviría con la espada de Damocles el resto de su vida y yo no quiero eso para él ni para nosotros.
Además, ¿puedo confiar en que intentara convencerla? ¿O simplemente asumiría el control y haría lo que fuera para eliminar la amenaza? Si lo que dice Sofia es verdad y él mató a Richter para protegerla, ¿sería capaz de eliminar a Sofia para protegerse? ¿O para protegerme a mí? ¿Para proteger nuestra relación?
Sinceramente, no lo sé. Y la mera posibilidad me da mucho miedo.
Así que haré lo que tengo que hacer. Romperé. Y entonces, no sé cómo, intentaré sobrevivir.
El ascensor se pone en marcha y me seco rápidamente las lágrimas que he derramado, por si hay algún empleado en el apartamento. Las puertas se abren y entro. Suelto el bolso en el banco que rodea el arreglo floral y cruzo la sala de estar.
Al entrar en la habitación me detengo en seco. Damien está sentado en el suelo sacando cuidadosamente un marco de una caja de embalaje reforzada.
—Hola —dice con una sonrisa amplia y acogedora—. Parece que hoy tengo dos regalos.
Tomo aire mientras reconozco la imagen hasta en el más mínimo detalle. Es la fotografía en blanco y negro de la puesta de sol en las montañas. La observo, inmóvil, mientras la saca, la mira con un gesto de aprobación y lee la inscripción de detrás, impresa con esmero sobre la firma del artista: «A Damien, el sol nunca se pondrá en nuestro amor. Tuya para siempre, Nikki».
Tengo que hacer esfuerzos para no romper a llorar.
—Es bonita —me dice.
La deja apoyada en la parte de atrás del sofá y se me acerca con la frente arrugada.
—¿Pasa algo?
—¿Qué tal por Chicago? —pregunto, posponiendo lo inevitable.
—Productivo.
Me coge de la mano y me lleva al sofá.
—He podido convencer a David para que hable conmigo. Está de acuerdo en que Sofia no debería andar por ahí sola. Tiene demasiados problemas y sin su medicación…
Deja la frase inacabada y yo no me molesto en decirle que sí, que ya lo sé, y que estoy de acuerdo al cien por cien.
—David la dejó dormir en su apartamento aquí en Los Ángeles, pero ya no está allí. Lo he comprobado. Pero sé qué nombre está utilizando, así que solo es cuestión de tiempo.
—¿Qué nombre? —pregunto.
—Monica Karts. El apellido es un anagrama —dice.
—Lo sé. Me ha llevado un tiempo descubrirlo, pero al final he caído.
—¿Cómo? Pero si acabo de decírtelo ahora mismo.
—No —digo—. Me lo dijo ella. Hace tiempo que nos conocimos. Por casualidad. Me puse a charlar con ella en el Starbucks cercano a mi oficina.
Se pone en pie, pero lo cojo de la mano para que se siente.
—Espera. Tengo que decirte algo, y cuanto antes acabe, mejor. He venido para eso, así que, por favor, no me interrumpas, ¿vale?
Puedo ver la preocupación en sus ojos y eso me rompe el corazón, pero me recuerdo a mí misma que no hay otra opción. He repasado todas las posibilidades y, simplemente, no veo ninguna otra salida que no conduzca a la destrucción de Damien.
Lleva mucho tiempo protegiéndome, pero esta vez soy yo la que hará lo que sea necesario para protegerlo.
Inspiro profundamente, tanto para reunir coraje como para intentar que mi cuerpo deje de temblar. Se me revuelve el estómago con violencia y estoy segura de que voy a vomitar. Hago de tripas corazón. Debo decirlo. Tengo que hacerlo. Imagino el escalpelo entre mis dedos y luego, en lo que debo reconocer como una amarga ironía, me aferro aún más a la mano de Damien para combatir mi anhelo por una cuchilla. Por el dolor.
—No aguanto más —consigo decir por fin—. No puedo seguir viviendo con los secretos, las medias verdades y la ofuscación.
Veo la conmoción en sus ojos y después el dolor, y se me parte el corazón.
—¿De qué estás hablando? —dice muy despacio, con mucho cuidado.
—Sofia. Ella estaba en esas fotos y no me lo dijiste. Richter abusó de los dos a la vez y no me dijiste nada. Y sí que mataste a Richter, Damien. Lo mataste para protegerla.
No lo miro. No puedo permitir que vea que no lo culpo por ello.
—Todo lo que te conté sobre aquella noche es verdad —dice.
Noto cómo tensa la cuerda de su autocontrol. Tanto que temo que se rompa en pedazos.
—Mi única falta fue no dejar que la razón interviniera en la lucha —añade.
—Sofia.
—Iba a empezar a prostituirla —dice, y sus palabras suenan tan ásperas como el papel de lija—. Ese cabrón iba a prostituir a su propia hija.
—Lo sé —digo con calma aunque mi sangre se ha helado—. Pero eso no cambia nada.
Desearía que en estos momentos cayera alguna solución del cielo. Que una burbuja mágica nos envolviera y nos sacara de allí. Pero no hay ninguna burbuja. Solo la triste y fría realidad.
—Hablo muy en serio. No… no puedo seguir con esto.
Siento cómo la mentira me aplasta. La cojo y me envuelvo en ella como si fuera una capa. Porque necesito esta mentira. Esta mentira tiene el poder de salvar a Damien aunque me esté matando.
—No puedo vivir sabiendo que hay más y más secretos ocultos —prosigo repitiendo las palabras que he ensayado una y otra vez—. No puedo fingir que las sombras no me molestan.
—Nikki —dice con voz tensa y controlada, pero creo percibir cierto pánico subyacente y se me encoge el estómago.
Lo que quiero es abrazarlo. Lo que quiero es sentir sus brazos rodeándome.
Me mantengo inmóvil, preocupada por retractarme de mis palabras si no acabo enseguida. Y no puedo arriesgarme a destruir a Damien. Soy la única que puede salvarlo.
—Tengo que irme. Yo… lo siento.
Me doy la vuelta e intento salir corriendo en dirección al ascensor, pero él no me lo permite. Me coge del codo para detenerme y yo me resisto.
—Damien, Damien, deja que me vaya.
—Vamos a hablar de esto.
La conmoción que le ha paralizado hace solo unos momentos se ha convertido en una actitud firme y agresiva. Puedo ver cómo la ira crece en su mirada una vez que ha traspasado el dolor, el sufrimiento y la confusión.
—No hay nada de que hablar. Contigo todo son secretos. Todo son retos. Todo es un juego. Sofia. Lo que hiciste con Lisa.
Es fácil y difícil decir estas palabras. Fácil porque son ciertas. Difícil porque aunque sus secretos y sombras me desquician, ya los había aceptado como parte del hombre que amo. Y ahora les estoy dando la vuelta, pervirtiéndolos para construir una vía de escape.
Pero he de hacerlo. Solo debo recordar que no tengo otro remedio.
—Mierda, Nikki, no puedes venir aquí, soltarme ese rollo y esperar que me parezca bien que lo nuestro se acabe. Te quiero. No pienso dejar que te vayas de esta habitación.
Sus ojos heridos escudriñan mi rostro y sé que tengo que largarme cuanto antes. Tengo que huir antes de que descubra la verdad bajo la montaña de mentiras.
—Yo también te quiero —digo, porque es la única frase sincera que he dicho desde que entré en la habitación—. Pero, a veces, el amor no es suficiente.
Veo la conmoción en su cara, y me giro y vuelvo a correr hacia el ascensor. Esta vez no me sigue y no sé si me siento aliviada o abatida.
Entro, manteniendo la barbilla alta y los ojos bien abiertos y secos. Entonces, cuando las puertas del ascensor se cierran, veo a Damien caer de rodillas con cara de pena, horror y desesperación por la pérdida.
Me dejo caer apoyada contra la pared y, por fin, me permito romper a llorar.