La piedra que acaba de atravesar la ventana con cortinas cerca de la puerta principal está pintada de negro a excepción de cuatro letras mayúsculas blancas que se han estarcido en su suave superficie:
PUTA
Me detengo a medio metro de la piedra, en chanclas y temblando. Esto no es solo un trozo de papel. Esto es algo más. Han cruzado la línea y, mientras me clavo las uñas en las palmas de las manos, caigo en la cuenta de la fragilidad de mi autocontrol.
La piedra del suelo parece provocarme, pero no pienso tocarla, no porque sepa que la policía querrá buscar huellas, sino por ese sentimiento vagamente supersticioso de que si lo hago me pasará algo horrible. Como si fuera algún tipo de contaminante que hubiera conseguido entrar en mi mundo, y lo mejor que pudiera hacer es huir de él.
Pero no es eso lo que debería hacer, por supuesto. Lo que debería hacer es luchar.
Pero ¿cómo diablos puedo luchar contra algo que no veo?
Como si respondiera a mi pregunta, Damien abre mi puño cerrado y entrelaza sus dedos con los míos. Le aprieto fuerte, dejando que su contacto me tranquilice. Palos, piedras, habladurías… puedo soportar cualquier cosa si él está a mi lado.
Ahora mismo habla por teléfono con el jefe de su equipo de seguridad. Ya han llamado a la policía, pero es imposible que Damien deje todo en sus manos. Acaba la llamada, cuelga y se centra como un láser en mí.
Levanta nuestras manos entrelazadas.
—¿Estás bien?
—Sí —digo, y repito la palabra con mayor énfasis—: Sí, estoy bien. Ahora estoy bien.
Sus ojos buscan los míos como si quisiera averiguar el mensaje subyacente. Durante unos segundos, no entiendo qué le preocupa, pero entonces advierto que estoy en medio de un montón de cristales rotos. Cierro los ojos. Hace un momento solo me he fijado en la piedra. Y Damien me ha cogido de la mano. Si no lo hubiera hecho, sé que habría sentido mi familiar compulsión y esos cristales se habrían convertido en relucientes tentaciones.
—Estoy bien —repito con firmeza, y aprieto sus dedos—. Te tengo a ti.
—Por supuesto que me tienes —dice, y aunque sus ojos reflejan ternura, su tono suena formal—. Puedes escoger entre Malibú o el centro, pero hasta que no sepamos quién está haciendo esto, te quedas conmigo y no hay más que hablar.
Como no soy idiota, asiento con la cabeza. Hace un rato hablaba muy en serio cuando me he opuesto, pero esto ha ido demasiado lejos y se ha convertido en un peligro real. Y no pienso ponerme en peligro por una cuestión de honor.
—Prefiero Malibú —admito—, pero no hay muebles.
La casa se quedó sin terminar antes de que nos fuéramos a Alemania y supongo que los muebles que Damien alquiló para la fiesta en honor de Blaine y la presentación de mi retrato habrán vuelto al almacén del que salieron.
Señala la cama con la cabeza.
—Haré que la devuelvan a su sitio —dice—. Y pediré a Sylvia que alquile muebles para que la casa sea habitable —dice, y me atrae hacia sí para besarme—. Podemos decorarla poco a poco, y cuando encontremos algo que nos guste, lo compramos y vamos devolviendo los muebles alquilados.
Pongo los ojos en blanco, pero no puedo evitar esbozar una sonrisa. Casi me muero cuando Damien me dijo que quería que amueblásemos la casa de Malibú juntos y no quiero perderme la experiencia porque un imbécil vaya tirando piedras contra mí. Damien, por supuesto, lo entiende sin que tenga que decírselo.
—¿Y qué pasa con Jamie? —pregunta—. ¿Se quedará con nosotros o le buscamos un hotel?
Me deslizo en sus brazos, sintiéndome desbordada y agradecida, y tan llena de amor por ese hombre que no creo que mi corazón pueda soportarlo.
—Gracias —susurro—. Conociendo a Jamie, seguramente preferirá quedarse en la casa de Malibú.
—Le diré a Sylvia que le lleve una llave y el código de seguridad a Arrowhead, y enviaré a alguien para que recoja algunas de sus cosas. Puede ir directamente a Malibú cuando vuelva.
—Gracias —repito.
—¿Qué más necesitas?
Me aparto de sus brazos y me siento en el sofá.
—¿Puedes conseguir que todo esto se acabe?
—Ya me gustaría a mí —dice, dejándose caer a mi lado.
La verdad es que estoy asustada. Pero no quiero que se me note. Sé que Damien se siente responsable, pero no lo es, por supuesto. Ese honor pertenece a la zorra psicópata (porque estoy segura de que es una mujer) que ha decidido pintarme una diana en mi culo de la talla 38.
—Quizá sea Carmela —digo.
—No es su estilo —dice Damien—, pero tengo a mi gente investigándola por si acaso.
—Me has mantenido al margen de todo.
No le estoy acusando, simplemente constato un hecho. Y, para ser sincera, no había querido pensar en el tema, pero ya no tengo el océano Atlántico, Europa occidental y todo el personal del Kempinski para apartarme de la realidad. Ahora sé que quienquiera que sea el que me acosa no va a cejar en su empeño como si nada, y si no le presto atención, si no investigo, recapacito y me guardo las espaldas, acabaré como la típica idiota de las películas que sube las escaleras de una casa siniestra, aunque sepa perfectamente que el asesino está allí, esperándola.
Creo que esta es la realidad. Y me guste o no, esta realidad se ha abierto paso en nuestras vidas.
—No le veía sentido a meterte en toda esta mierda sin saber nada.
Asiento con la cabeza.
—Me estás protegiendo una vez más.
—Sí —dice—. Y como creo que ya te he explicado con todo lujo de detalles, no pienso dejar de hacerlo. ¿Tiene algún problema al respecto, señorita Fairchild?
—Solo si sigues manteniéndome al margen de todo. Dime, ¿qué no me has contado?
—No mucho —dice, y percibo la frustración en su voz.
—Empieza por el cuadro. ¿Has averiguado quién filtró la historia de que yo era la modelo? ¿O de que me habías pagado mucho dinero? Porque la primera carta apareció por aquella época, así que no es descabellado pensar que se trata de la misma persona.
—Estoy de acuerdo. Y la respuesta corta es que no, no hemos encontrado a nadie.
—¿Y la respuesta larga?
—Tendremos que esperar —dice, apuntando a la ventana rota y a los dos hombres que pasan por delante de ella—. Mi equipo.
Llegan hasta la puerta, pero deciden esperar fuera a la policía. De hecho, vuelven a la calle para rastrear la zona, verificar las baterías de la cámara recién instalada y ocuparse de lo que sea que se ocupan los de seguridad cuando están investigando.
—¿La respuesta larga? —presiono en cuanto se van.
—Tenemos un par de pistas. Arnold, el investigador que he contratado, hace poco consiguió una copia de unas grabaciones de seguridad de un cajero de Fairfax.
Agito la cabeza porque no entiendo nada de lo que me dice.
—Resulta que el cajero está enfrente de la cafetería en la que nuestro intrépido reportero tiene por costumbre reunirse con sus fuentes.
—Uau —digo, impresionada.
Damien ha localizado al reportero que publicó la historia original hace ya bastante tiempo, pero que se niega a revelar sus fuentes.
—Nos llevará algún tiempo. El objetivo de la cámara abarca un determinado perímetro, pero Arnold cree que hay una forma de ver la actividad en segundo plano.
—Eso lleva su tiempo —coincido—. Sobre todo porque no sabemos qué día se reunió con su fuente.
—Por desgracia, tienes razón —dice Damien—. Pero contamos con un margen de tiempo aproximado y, por lo menos, puede empezar a sacar imágenes y mandármelas. Con suerte, reconoceré a alguien.
—¿No debería echarles un vistazo yo también?
—Pues sí —dice—, pero lo más probable es que sea alguien que esté intentando llegar hasta mí. El equipo de Ryan está investigando un par de negocios especialmente contenciosos que se están cociendo —añade.
—¿Acosan a tu novia para tenerte distraído y así quizá no serás tan duro de roer en las negociaciones?
—Algo así.
—No se trata de negocios —digo—. Te has acostado con muchas mujeres, Damien. Aunque no fueran relaciones serias, eso no significa que ellas no se las tomaran en serio. Y alguna quizá sea celosa.
—Estoy de acuerdo y también estamos investigando esa línea.
—¿Y qué sabes del anónimo que llegó a la Stark Tower? ¿Y del mensaje que recibí en Munich?
—Todavía nada —dice Damien—. Pero no nos damos por vencidos.
Mira el reloj, saca el teléfono y hace una llamada.
—¿Nada? —dice, y luego frunce el ceño mientras la persona al otro lado habla—. Bien pensado —dice por fin—. Eso debería funcionar.
»Era Ryan —me dice después de colgar—. Las cámaras de la entrada y del aparcamiento han captado a nuestro culpable. Alto y delgado. Envuelto en una sudadera con capucha negra y con gafas de sol. Mantiene la cabeza gacha, pero Ethan dice que los andares parecen ser de hombre, más probablemente de adolescente.
—¿Un adolescente? Pero…
—Supongo que le han contratado. Nuestro acosador seguramente habrá merodeado por el supermercado y le habrá preguntado a algún crío si quiere ganarse unos pavos extras.
—Oh.
La verdad es que tiene sentido.
—Por suerte, hay cámaras en las avenidas comerciales. Quizá tengamos suerte.
Asiento con la cabeza. Es un buen plan, pero no albergo grandes esperanzas.
—Voy a asignarte a alguien de mi equipo de seguridad.
La cabeza me da vueltas.
—Ni hablar. No pienso vivir bajo vigilancia constante.
—Es necesario.
—Tú no tienes al servicio secreto siguiéndote a todas partes.
Una cosa es irme a casa de Damien y tomar precauciones razonables en mi vida, y otra muy distinta es vivir en una burbuja de cristal, como un político o un famoso.
—Tengo un equipo a mi disposición por si los necesito, pero en principio no corro ningún peligro.
Empiezo a decir que yo tampoco estoy en peligro, pero teniendo en cuenta que he aceptado mudarme a casa de Damien por una piedra, ahora ya no puedo echarme atrás. Mientras no me adjudique un individuo de negro con un pinganillo en la oreja para controlar mis movimientos, acataré sus disposiciones.
—Nikki —dice con suavidad—. ¿Crees que podría vivir si te pasara algo?
Respiro hondo porque sé cómo se siente. Si le pasara algo a Damien, estoy segura de que me marchitaría y me moriría.
—Vale —digo—, pero nada de un tío andando a mi lado ni que sea demasiado obvio. Si quieres apostar a un vigilante en la oficina, si finalmente la alquilo, no pondré ninguna objeción. Y supongo que ya tendrás acceso al dispositivo ese de seguimiento que tengo instalado en el coche.
—Podría tener acceso, sí —dice—, pero no sin problemas. Mejor instalo algo que pueda monitorizar abiertamente.
—Vale —digo.
—Y tu teléfono —dice.
Frunzo el ceño.
—¿Qué pasa con mi teléfono?
—Quiero poder seguirte a través de él. Hay aplicaciones que me permitirían hacerlo. Voy a instalar una.
—¿Así como así? ¿Nada de «Mamá, podría…»?
—No —dice, extendiendo la mano.
Le doy mi móvil.
Descarga la aplicación, manipula la configuración y me lo devuelve.
Entonces se saca del bolsillo su propio teléfono y repite el proceso. Unos segundos después, mi teléfono suena. Lo miro, abro la nueva aplicación y veo un punto rojo que indica que Damien está allí mismo, en mi apartamento.
—Así sabrás siempre dónde estoy —dice.
—Oh.
Aprieto fuerte el teléfono, todavía caliente por el tacto de su mano y, de repente, me quedo sin palabras. Quizá sea el estrés de esa noche, quizá sea algo hormonal, pero, por algún motivo, añadir el rastreador a mi móvil es lo más romántico en lo que puedo pensar.
—Gracias —susurro.
—Nunca te dejaré escapar, Nikki —dice, cogiéndome de la mano y atrayéndome hacia él.
—Si lo hicieras nunca te lo perdonaría.
A la mañana siguiente, me quedo paralizada cuando veo a Lisa extender sus brazos para indicar el espacio de la modesta oficina.
—¿Entonces? —pregunta. Lisa es pequeña, pero tan dispuesta que de algún modo parece llenar el lugar—. ¿Qué opinas?
—Me encanta —digo.
El local se alquila amueblado y, por lo visto, el propietario de Granite Investment Strategies tiene muy buen gusto. El escritorio no solo es lo bastante grande como para poder extender una docena de proyectos, sino que además es elegante y moderno, con el punto de extravagancia justo como para resultar divertido sin restarle profesionalidad. No hay nada colgado en las paredes, pero supongo que eso es fácil de solucionar.
El sofá de dos plazas es un extra. El lugar es tan pequeño que habría sido más lógico poner solo dos sillas de plástico moldeado, pero el arrendatario original se la apañó para sacarle partido al espacio, y el pequeño sofá que apoyó contra la pared más alejada da cohesión a la habitación en vez de sobrecargarla.
—Podemos ocuparlo de inmediato —dice Lisa—. Mi cliente está impaciente.
Paso los dedos por el escritorio, tentada. Tenía mis dudas sobre si alquilar una oficina o no, pero ahora que estoy en una e imagino mi nombre escrito en la puerta, debo admitir que resulta bastante emocionante.
Meto la mano en mi bolsillo y acaricio con los dedos el borde de una de las tarjetas de visita que Damien me ha dado esta mañana. «Nikki L. Fairchild, directora ejecutiva, Fairchild Development». Me eché a reír cuando abrí la caja, pero también hubo lágrimas, no solo al pensar que por fin me embarcaba en esta aventura, sino también por el orgullo que vi en los ojos de Damien.
Supongo que él debió de empezar más o menos de la misma forma; al fin y al cabo, tampoco nació de la cabeza de Zeus con una raqueta de tenis en una mano y la Stark Tower en la otra. No, empezó desde abajo y fue prosperando hasta convertirse en el multimillonario que es hoy. Sonrío, extrañamente reconfortada por ese pensamiento.
—Es una gran oportunidad —apunta Lisa.
—Lo sé —digo con sinceridad.
Debido a las circunstancias, los términos del subarrendamiento son excepcionales. Y no solo eso, sino que el edificio cuenta con grandes medidas de seguridad (como Damien descubrió anoche tras hacer unas cuantas llamadas después de que se fuera la policía). Los doce arrendatarios necesitan una tarjeta para entrar en el edificio y los clientes tienen que llamar al timbre de la recepcionista, que cumple funciones de guarda.
Y lo que es mejor, está a poca distancia a pie de la Sherman Oaks Galleria, así que si tengo un mal día en el trabajo, siempre podré consolarme yendo de compras. Y si tengo un buen día en el trabajo, podré celebrarlo yendo de compras.
Me balanceo un poco sobre mis tacones mientras intento decidirme. No, en realidad ya me he decidido. Lo quiero. Pero me da miedo; es como tirarse de un avión sin paracaídas. Pero es que tengo paracaídas. Se llama Damien y sé que él nunca me fallará.
—Podría trabajar desde casa —digo sin demasiada convicción.
—Por supuesto —dice Lisa—. Tengo muchos clientes que lo hacen. La mayoría de las empresas empiezan en casa.
La miro con sorpresa; no esperaba tanta solidaridad.
—Pero ¿qué pasa con tu compañera de piso? —pregunta—. Jamie, ¿no? Me dijiste que es actriz, ¿me equivoco? ¿Tiene un trabajo estable? Me refiero a si está fija en algún espectáculo o algo.
—No, pero tiene que… oh, ya.
Jamie es una mujer comprensiva y me apoya en todo, pero también es mi mejor amiga y muy parlanchina. Si estoy intentando programar y ella quiere cotillear sobre hombres o hablarme de su ropa o si debería tatuarse el culo, no me dejará concentrarme en el trabajo. Y el alquiler de esta oficina es muy barato.
—Te he hecho un plan —dice Lisa.
Saca una carpeta de piel de su maletín con mis iniciales en monograma, NLF, y se coloca a mi lado mientras la abro, un poco asombrada de lo mucho que me ayuda. En su interior encuentro todo un plan para establecer contactos con las mujeres del sector tecnológico y del espectáculo.
—En esta ciudad hay, al menos, dos docenas de organizaciones de mujeres relacionadas con diferentes campos de la tecnología —explica—. No hay mejor forma de localizar socios comerciales o clientes potenciales. En cuanto a los contactos en el sector del espectáculo, quizá sea un poco rebuscado, pero ahora también estás en el punto de mira, te guste o no, así que también podrías aprovecharlo.
No sé si me apetecer comerciar con mi estatus más bien molesto de celebridad, pero no puedo sino estar de acuerdo con su opinión.
Pasa un par de páginas de la carpeta, y me muestra un borrador del estado de ganancias y pérdidas que incluye el coste de la oficina junto con una estimación de ingresos basada en sus investigaciones en el campo de las aplicaciones. Me alegra ver que las pocas aplicaciones que ya tengo en el mercado están por encima de la media.
—Es una predicción conservadora —dice—, pero, como puedes ver, espero que en seis meses ya tengas beneficios y hayas recuperado por completo el capital inicial invertido.
Sigo pasando páginas, un poco asombrada.
—Lisa, esto es estupendo, pero debes de haber perdido mucho tiempo recopilándolo todo y yo…
Dudo. Quiero decir que no soy una cliente, pero suena un poco duro.
Lisa capta lo que quiero decir porque se echa a reír.
—Me alegra poder ayudar a una amiga —dice—, incluso a una que no conozco demasiado debido a nuestros extraños comienzos.
No puedo evitar sonreír. Tiene razón. En realidad no hace mucho que nos tratamos, pero es una de esas personas que me parece que conozco de toda la vida, y le agradezco que se pusiera a charlar conmigo cuando trabajaba para Bruce y que no saliera corriendo cuando me despidió y el acoso de los paparazzi se descontroló.
—No es que sea totalmente altruista —añade, con un brillo en la mirada—. Espero unas referencias impresionantes.
Suena el teléfono y levanta un dedo mientras mira la pantalla.
—Tengo que responder —dice—. Échale un vistazo al resto.
Asiento con la cabeza y me llevo la carpeta junto a la única ventana de la habitación. Es grande y deja entrar la luz suficiente como para que la oficina resulte espaciosa y agradable. Miro hacia abajo y me doy cuenta de que tiene vistas a Ventura Boulevard. Me inclino hacia delante hasta que mi cabeza casi toca el cristal, pero desde este ángulo no puedo ver la avenida comercial. Sin embargo, sí veo el sedán negro aparcado al otro lado de la calle. Me resulta familiar y solo tardo unos segundos en recordar dónde lo he visto antes: en la calle, enfrente de mi apartamento, esta misma mañana.
«Los chicos de seguridad», me digo.
Pienso en la burbuja protectora que tan desesperadamente ansío, pero sé que ya está resquebrajada. O quizá solo era una ilusión de principio a fin. En cualquier caso, Damien y yo ahora vivimos en el mundo real. Y, sinceramente, después de lo que pasó la noche anterior, estoy contenta de tener a alguien cubriéndome las espaldas.
El timbre del teléfono interrumpe mis melancólicos pensamientos. Lo saco del bolso y me quedo paralizada al ver la pantalla: Giselle Reynard. Oh, Dios mío.
Me planteo dejar que salte el buzón de voz. Giselle no se cuenta entre mis personas favoritas. No solo he descubierto recientemente que salió con Damien hace unos años, sino que también he averiguado que le dijo a su marido, Bruce (que resulta que era mi jefe), que yo era la modelo del retrato erótico que Damien colgó en su casa de Malibú. Pero, pese a todo, no puedo evitar que me dé pena. Sé que ella y Bruce están divorciándose, y que el proceso está siendo angustioso y beligerante. Y sé que se siente culpable por haber revelado mi secreto. Como propietaria de una galería de arte que trata con desnudos todo el tiempo, no se le ocurrió que guardar el secreto podía ser importante para mí.
Además, Damien es uno de sus mejores clientes. Sin duda no tendré más remedio que seguir tratándola.
De modo que respondo al teléfono.
—Hola, Giselle —digo—. ¿Qué tal? ¿Puedo hacer algo por ti?
—De hecho, la que esperaba poder hacer algo por ti soy yo —dice con voz jovial y liviana, como si estuviéramos charlando sobre cócteles.
—Oh. Pues estupendo.
Se echa a reír.
—Lo siento. Eso ha sonado bastante vago, ¿verdad? Es que Evelyn ha estado en la galería y me ha comentado que ibas a alquilar una oficina. He pensado que podría echar un vistazo y darte algunas ideas de decoración. Quizá podría alquilarte algunos cuadros para aportar algo de color a las paredes.
Frunzo el ceño porque no tengo muy claro por qué quiere ayudarme.
—Es muy considerado por tu parte, pero lo más probable es que forre las paredes de pizarras blancas.
—Oh, vale, ya veo.
Al otro lado de la habitación, Lisa ha terminado de hablar por teléfono.
—No hay problema —articula sin alzar la voz—. Puedes redecorar la oficina.
—Solo quería proponértelo —dice Giselle, y guarda silencio unos segundos—. La verdad es que soy consciente de que nunca podré compensarte por lo que pasó, pero pensé que esto podría ser un comienzo.
«Vale, mierda», pienso.
—Mira —dice, con una voz menos despreocupada—. Sé que empezamos con mal pie. Blaine es un buen amigo y un cliente, y te adora. Y huelga decir que Damien también te adora. Siento mucho que mi estupidez te hiciera daño.
—Te lo agradezco mucho —digo.
Entonces, pensando que al menos debería tener una pared que no estuviera completamente cubierta de notas y códigos de programación, añado:
—¿Qué tal si nos vemos esta tarde? ¿Sobre las cuatro?
Giselle acepta con entusiasmo y, cuando cuelgo, veo a Lisa mirándome, con una expresión entre petulante y divertida.
—Ah —digo con una mueca—. Puedo alquilarla ahora mismo, ¿no?
Se echa a reír.
—Nunca nos tomamos ese café. Venga. Hay un Starbucks en la esquina. Podemos hacer el papeleo y la ceremonial entrega de llaves allí, delante de un café con leche.
Así que ya tengo oficina. Todavía no soy Damien Stark, pero estoy en ello.