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El miedo me saca de golpe del sueño profundo y me incorporo con brusquedad hasta quedar sentada en mitad de una habitación envuelta en la penumbra gris, solo iluminada por la tenue luz verde de un reloj digital que me indica que es poco más de medianoche. Respiro entre jadeos, y tengo los ojos muy abiertos, pero sin ver nada. Los últimos restos de la pesadilla, ya olvidada, me rozan como la capa de un espectro, con la fuerza suficiente como para hacerme sentir terror, pero al mismo tiempo tan inmaterial que se desvanece como la niebla cuando intento aprehenderla.

No sé qué me ha asustado. Solo sé que estoy sola, y que tengo miedo.

¿Sola?

Me giro con rapidez en la cama y alargo la mano hacia la derecha, pero incluso antes de que toque con los dedos las sábanas frías y caras ya sé que no está aquí.

Quizá me he dormido en los brazos de Damien, pero una vez más me he despertado sola.

Al menos ahora sé cuál es el motivo de mis pesadillas. Se trata del mismo miedo al que me enfrento cada día y cada noche desde hace semanas. El miedo que trato de ocultar bajo una sonrisa forzada mientras estoy sentada al lado de Damien un día tras otro y sus abogados revisan de un modo meticuloso cada detalle de su estrategia de defensa. Mientras le explican los entresijos procesales de un juicio por asesinato según las leyes alemanas. Mientras prácticamente le suplican que deje entrar algo de luz en los rincones más oscuros de su infancia porque saben, igual que yo, que esos secretos son su salvación.

Pero Damien se mantiene testarudamente callado, y yo me veo sometida a ese miedo dominante a perderlo, a que me lo arrebaten.

Y no se trata solo del miedo. También me enfrento al pánico maldito y abrumador que supone saber que no hay nada, absolutamente nada, que yo pueda hacer al respecto. Nada aparte de mantenerme a la espera, de observar, de conservar la esperanza.

Pero no me gusta esperar, y nunca he confiado demasiado en la esperanza. Es pariente del destino, y para mi gusto los dos son demasiado temperamentales. Ansío hacer algo, pero el único que puede hacer algo es Damien, y se niega una y otra vez.

Y creo que esa es la peor herida de todas, porque aunque comprendo la razón de su silencio, no puedo evitar sentir la chispa egoísta de la rabia. Porque, en el fondo, Damien no se sacrifica solo a sí mismo. También me sacrifica a mí. Joder, a los dos.

Apenas nos queda tiempo. El juicio empezará dentro de pocas horas, y a menos que cambie de idea sobre su defensa, es muy probable que le pierda.

Cierro con fuerza los ojos para contener las lágrimas. Soy capaz de vencer el miedo, pero mi rabia parece un ser vivo, y temo que estalle por mucho que me esfuerce en mitigarla. Es más, temo que si la ahogo la explosión final sea todavía más brutal.

Cuando llegó la imputación por asesinato, Damien intentó alejarme de él porque creyó que de ese modo me protegería. Pero se equivocó, y volé a Alemania para decírselo a la cara. Hace tres semanas que estoy aquí, y no me he arrepentido en ningún momento de haber venido, y tampoco he dudado de que sea verdad lo que me dijo cuando aparecí en la puerta de su habitación del hotel: me ama.

Pero saber eso no disminuye el presentimiento de un desastre inminente que ha ido creciendo en mi interior. Una inquietud que es especialmente intensa por la noche, cuando me despierto a solas y sé que él ha preferido la soledad y el whisky a mis brazos. Sí, me ama. Pero también temo que me esté alejando de nuevo. No con un gran empujón, sino con pequeños pasos.

Bueno, pues a la mierda.

Me levanto de nuestra cama, cómoda y fresca. Estoy desnuda, y me agacho para recoger el albornoz blanco y esponjoso obsequio del hotel Kempinski. Damien me lo quitó después de la ducha que nos dimos anoche, y yo lo dejé donde había caído, un montón de suave algodón al lado de la cama.

Encontrar el pañuelo es más difícil, y tengo que rebuscar entre las sábanas enredadas para dar con él. El sexo con Damien siempre es apasionado, pero a medida que se acerca la fecha del juicio se ha vuelto más salvaje, más intenso, como si al controlarme Damien se sintiera capaz de controlar el desenlace del proceso.

Me masajeo las muñecas con gesto ausente. No se ve marca alguna, pero eso es porque Damien es muy cuidadoso. No puedo decir lo mismo del culo, que todavía me hormiguea por los golpes de la palma de su mano contra mi piel. Me gusta… tanto esa sensación persistente, como saber que él necesita mi sumisión tanto como yo ansío entregarme a él.

Encuentro el pañuelo a los pies de la cama. Ayer por la noche lo utilizó para atarme las manos a la espalda. Ahora me lo anudo a la cintura y lo aprieto con fuerza. Disfruto de la sensación de lujosa comodidad después de un despertar tan brusco. El propio dormitorio es tranquilizador, todo está pensado al detalle: la madera pulida, todos los objetos y elementos decorativos colocados de un modo estudiado. Pero ahora no presto atención a los encantos de la habitación. Lo único que quiero es encontrar a Damien.

El dormitorio da directamente a un enorme vestidor y a un cuarto de baño impresionante. Les echo un rápido vistazo, aunque no espero encontrarlo allí. Luego me dirijo al salón. Es una estancia muy amplia, con numerosos lugares cómodos donde sentarse y una mesa de trabajo redonda cubierta de montones de papeles y de carpetas, y es que, aunque el mundo se derrumba a nuestro alrededor, Damien sigue ocupándose de sus negocios; en la mesa también están los documentos legales que debe estudiar a instancias de Charles Maynard, su abogado.

Dejo caer el albornoz y me pongo el precioso vestido estampado que anoche Damien me quitó y colocó con cuidado sobre el reposabrazos de un sofá. Ayer nos evadimos de la realidad unas horas y fuimos de compras a la famosa Maximiliantrasse de Munich, y ahora tengo tantos vestidos y zapatos que podría abrir mi propia tienda de moda.

Me paso la mano por el cabello mientras cruzo la sala en dirección al teléfono que hay al otro lado. Me tengo que frenar para no ir al cuarto de baño y quitarme los restos de maquillaje y acicalarme. Me cuesta más de lo que parece. Desde pequeña y de forma machacona me han inculcado que una señorita nunca sale sin estar arreglada. Pero desde que estoy con Damien he dado la espalda a muchas de las preocupaciones de mi juventud, y ahora mismo estoy más interesada en encontrarle que en repintarme los labios.

Tomo el auricular y marco el cero. Me responde de forma casi inmediata una voz con un fuerte acento.

—Buenas noches, señorita Fairchild.

—¿Está en el bar?

No necesito decirle a quién me refiero.

—Así es. ¿Le llevo un teléfono a su mesa?

—No, no es necesario. Bajaré.

Sehr gut. ¿Quiere que la ayude en algo más?

—No, gracias. —Estoy a punto de colgar cuando caigo en la cuenta de que sí que quiero—. ¡Espere!

Acto seguido le cuento mi plan para distraer a Damien de sus demonios internos.

Pese a la antigüedad del edificio y la elegancia de su interior, el hotel posee un ambiente muy moderno, y entre sus cuatro paredes me siento como en casa. Espero con impaciencia a que llegue el ascensor, y mi impaciencia aumenta en cuanto entro en la cabina. El descenso se me hace eterno, y cuando por fin se abren las puertas para dejar a la vista el lujoso vestíbulo, me dirijo directamente hacia el bar de estilo inglés antiguo.

Aunque es domingo y es tarde, el Jahreszeiten Bar está abarrotado. Una mujer junto a un piano le canta suavemente a la multitud. Apenas le presto atención. No espero encontrar a Damien entre tanta gente.

Recorro el recargado interior de madera y de cuero rojo, y le indico a un camarero que se dispone a buscarme un asiento que no es necesario. Me paro un momento al lado de una rubia que tiene aproximadamente mi edad y que está bebiendo champán y riéndose con un individuo que podría ser su padre, pero que sin duda no lo es.

Me vuelvo lentamente para contemplar toda la estancia. Damien no está en el grupo del piano, ni sentado a la barra. Tampoco se encuentra en los sillones de cuero rojo repartidos entre las mesas.

Empiezo a pensar que se ha marchado justo antes de que llegara yo. En ese momento doy un paso a la izquierda y caigo en que lo que había tomado por una pared es en realidad una ilusión óptica causada por una columna. Ahora veo el resto del bar, incluso el fuego que arde en la chimenea de la pared opuesta. Hay un pequeño sofá en forma de S y dos sillones alrededor del fuego. Y sí, allí está Damien.

Suspiro, y la sensación de alivio es tan intensa que casi me apoyo en la espalda de la rubia para mantener el equilibrio. Damien está sentado en uno de los sillones frente a la chimenea y de espaldas al resto del bar. Mantiene erguidos los anchos hombros, capaces de aguantar el peso del mundo, aunque desearía que no tuvieran que hacerlo.

Me acerco hacia él. El sonido de los zapatos se ve amortiguado tanto por la gruesa moqueta como por el ruido de las conversaciones. Cuando me detengo a pocos pasos de él, siento la habitual sensación de atracción que experimento en su presencia. La cantante entona con voz suave «Since I fell for you». Su voz suena con claridad por todo el bar. La mujer canta de un modo tan quejumbroso, y en las últimas semanas yo he acumulado tal tensión, que temo echarme a llorar de un momento a otro.

«No». He venido para levantarle el ánimo a Damien, no para hundirlo más. Echo a caminar hacia él con mayor decisión todavía. Cuando por fin llego hasta él, le pongo una mano en el hombro y le rozo el oído con los labios.

—¿Es una fiesta privada, o puede apuntarse cualquiera?

Oigo más que veo la sonrisa con que me responde.

—Eso depende de quién lo pregunte.

No se vuelve para mirarme, pero levanta una mano en un gesto de invitación silenciosa. Se la cojo y él me hace rodear el sillón con delicadeza hasta que me quedo delante de él. Conozco al dedillo el rostro de este hombre. Sus rasgos, todos sus ángulos, sus curvas. Conozco sus labios, sus gestos. Hasta con los ojos cerrados podría ver con claridad los suyos, oscuros por el deseo, brillantes por la risa. Solo tengo que mirarle el cabello negro para imaginarme el tacto de esos rizos espesos pero suaves entre los dedos. No hay nada de él que no conozca de un modo íntimo, y aun así, cada vez que lo miro me quedo aturdida, como si un tremendo golpe me hubiera hecho caer de rodillas.

Hablando en términos empíricos, es guapísimo. Pero no se trata solo del aspecto físico. Es todo el conjunto. La energía, la confianza, la profunda sensualidad que no podría ocultar aunque lo intentase.

—Damien —susurro porque ya no puedo esperar más a sentir su nombre en mis labios.

Su amplia y maravillosa boca esboza una lenta sonrisa. Me tira de la mano y me sienta en su regazo. Tiene unos muslos atléticos y firmes, y me siento en ellos encantada, pero no me recuesto sobre él. Quiero mantener la distancia suficiente para poder verle la cara.

—¿Quieres hablar?

Sé cuál va a ser su respuesta y contengo la respiración con la esperanza de equivocarme.

—No. Solo quiero abrazarte.

Sonrío como si sus palabras me parecieran hermosas y románticas, porque no quiero que note que me he quedado helada. Sí, necesito su contacto, pero necesito mucho más al hombre que quiero.

Le acaricio la mejilla. No se ha afeitado desde ayer, y noto la aspereza de la barba incipiente en la palma de la mano. La fuerza de la emoción por el nuevo contacto me retumba por todo el cuerpo, y noto una presión en el pecho. Se me entrecorta la respiración. ¿Llegará el día en que esté a su lado y no me invada el deseo? ¿Que no ansíe el contacto de su piel sobre la mía?

No se trata de un deseo sexual. Bueno, al menos no del todo. Es más que eso. Es un anhelo, una necesidad, como si mi propia supervivencia dependiera de él, como si fuéramos dos mitades de un todo y ninguna pudiera vivir sin la otra.

Con Damien soy más feliz que nunca. Pero al mismo tiempo también me siento más triste que nunca, porque ahora comprendo de verdad lo que significa tener miedo.

Me obligo a sonreír, porque no quiero que Damien se dé cuenta de que me aterra la posibilidad de perderlo. No sirve de nada. Me conoce demasiado bien.

—Tienes miedo —me dice, y la tristeza que impregna su voz basta para que me derrita—. Eres la única persona en el mundo a la que no soportaría hacerle daño, pero soy el responsable de que el miedo se apodere de ti.

—No, no tengo miedo —le respondo.

—Mentirosa —me contesta con voz dulce.

—Olvidas que te he visto en acción, Damien Stark. Eres un maldito huracán. Es imposible que te detengan. Quizá no lo sepan todavía, pero yo sí que lo sé. Vas a salir de esta. Volverás a casa como un hombre libre. Esto no acabará de ningún otro modo.

Le digo todo esto porque necesito creerlo, pero tiene razón. Estoy muy asustada.

Por supuesto, Damien no se deja engañar por mis sandeces. Me pone suavemente un mechón de cabello detrás de la oreja.

—Pues deberías sentir miedo. Es el tipo de caso que les encanta a los fiscales.

—Pero solo tenías catorce años.

—Y por eso no me juzgan como a un adulto.

Frunzo el entrecejo porque, aunque solo tenía catorce años, se enfrenta a una posible condena de diez.

—Pero tú no mataste a Merle Richter.

Después de todo, eso es lo más importante.

Se le ensombrece el rostro.

—La verdad es dúctil, y en cuanto entre en ese tribunal, la verdad no será sino lo que decida ese tribunal.

—Entonces tienes que asegurarte de que los jueces conocen la auténtica verdad. Mierda, Damien, tú no lo mataste, pero aunque lo hubieras hecho, habría circunstancias atenuantes.

Hace muy poco que Damien me ha contado lo que ocurrió. Richter y él se pelearon, y cuando Richter se cayó al suelo, Damien se quedó quieto y no ayudó al entrenador que había abusado de él durante años.

—Nikki… —De nuevo tira de mí. Me rodea la cintura con el brazo y me mueve en su regazo con tanta rapidez que se me escapa una exclamación de sorpresa—. Sabes que no puedo hacer lo que me pides.

—No estoy pidiéndote nada —le respondo.

Pero las palabras suenan falsas, porque por supuesto que se lo estoy pidiendo. Mierda, se lo estoy suplicando. Damien lo sabe muy bien, pero a pesar de ello se niega.

Noto cómo la rabia crece en mi interior, pero antes de que estalle, presiona su boca contra la mía. El beso es intenso, devorador, y una oleada de deseo me consume. No elimina ni la rabia ni el miedo, pero al menos los acalla, y al apretarme contra él rezo para no tener que abandonar jamás la seguridad que me ofrecen sus brazos.

Su cuerpo se tensa bajo el mío, y el bulto de su erección bajo los vaqueros me roza el trasero cuando me muevo para apoyarme sobre su pecho. Le devuelvo el beso con pasión pensando que me gustaría estar en nuestra habitación en vez de en un bar tan concurrido.

Tras unos segundos, me aparto sin aliento.

—Te quiero —le digo.

—Lo sé —me responde, y aunque durante un instante espero que añada que él también me quiere, no dice nada más.

Se me encoge el corazón y me obligo a sonreír. La mía es una sonrisa estereotipada, como si dijera «Solo quiero la paz en el mundo». La clase de sonrisa que muestro en público, pero no cuando estoy con Damien.

Me digo que está cansado, pero ni yo misma me lo creo. Damien Stark no hace nada sin un motivo concreto, y aunque es imposible meterse de verdad en su cabeza, le conozco lo bastante bien como para sospechar por qué se comporta así, y me dan ganas de ponerme en pie de un salto y gritarle. Quiero suplicarle que no me aparte de su lado. Quiero gritarle que lo entiendo, que intenta protegerme porque sabe que es posible que pierda el pleito. Que quizá me lo arrebaten. Pero ¿acaso no sabe que con esa prevención solo consigue herirme?

Estoy convencida de que Damien me ama. Pero temo que su amor no sea suficiente. Sobre todo cuando lo veo decidido a alejarme de él en un intento equivocado de protegerme.

Así que no lucho con él. No saldría ganando; en cambio, puedo jugar a mi manera.

Con una nueva resolución, aumento el voltaje de mi sonrisa y me levanto de su regazo.

—Tiene que estar en el tribunal a las diez, señor Stark —le digo mientras le tiendo una mano—. Creo que será mejor que me acompañe.

Se pone en pie con expresión cautelosa.

—¿Vas a decirme que necesito dormir un poco?

—No.

Me recorre todo el cuerpo con la mirada, y yo me estremezco como si me hubiera tocado.

—Bien —me responde, y esa única palabra implica no solo todo un mundo de promesas, sino que además disipa el miedo helado que me tenía atenazada.

Esbozo un atisbo de sonrisa.

—Eso tampoco. Al menos, por el momento.

Su perceptible confusión me obliga a sonreír de verdad, pero no tiene ocasión de preguntarme nada, porque en ese momento aparece el conserje del hotel.

—Ya lo tiene todo listo, señorita Fairchild.

Mi sonrisa se hace más amplia.

—Gracias. Tiene usted un maravilloso sentido de la oportunidad.

Cojo de la mano al confundido hombre al que quiero y lo conduzco a través del vestíbulo, y seguimos al conserje hasta las puertas del hotel. Ante la fachada hay aparcado un Lamborghini de color rojo cereza, y a su lado, un botones aturdido. Damien se vuelve hacia mí.

—¿Qué es esto?

—Un coche de alquiler. Me pareció que te vendría bien un poco de diversión esta noche. La A9 está a pocos kilómetros de aquí. Un coche rápido. Una autobahn alemana. Me pareció de lo más obvio.

—¿Los hombrecitos y sus juguetitos?

Bajo la voz para que el conserje no nos pueda oír.

—Puesto que ya tienes unos cuantos juguetes interesantes en la habitación, me pareció que quizá te gustaría un pequeño cambio. —Tiro de él en dirección al botones, que espera junto a la puerta abierta del pasajero—. Según me han dicho, responde muy bien a los mandos, y sé que disfrutarás con toda esa potencia bajo tu control.

—¿De verdad? —Me mira de arriba abajo, y esta vez la mirada está cargada de lujuria—. De hecho, es lo que más me gusta. Respuesta a las órdenes. Poder. Control.

—Lo sé —le respondo, y luego me acomodo en el asiento del pasajero, y al hacerlo dejo bastante muslo a la vista.

Un segundo después Damien está sentado al volante, con el motor encendido.

—Si vas a mucha velocidad, es casi como el sexo —bromeo, y luego no puedo resistirme y añado—: Al menos, hace las veces de una estimulación erótica de primera.

—En ese caso, señorita Fairchild, le sugiero que se agarre bien —me responde con una sonrisa juvenil, y me digo que todos mis esfuerzos han merecido la pena.