—Era domingo cuando levantaron el Muro. Lo llamaron el Domingo del Alambre de Espino. ¿Quieres saber por qué? —dijo Esther desde el asiento trasero del coche. Era una pregunta retórica. Claro que sí—. Porque cuando se despertaron todos el domingo por la mañana había una larga valla de alambre de espino a través de la ciudad.
—¿Y qué? —dijo Polly—. Yo ya he visto vallas de alambre de espino antes.
—¡Pero no te dejaban pasar! —dijo Esther—. ¡No podías moverte! ¿Sabes que nosotros vivimos a este lado de la Pacific Highway y la abuela vive al otro lado?
—Sí —dijo Polly insegura.
No tenía muy claro dónde vivía cada uno.
—Sería como si hubiera una alambrada a lo largo de la Pacific Highway y ya no pudiéramos visitar a la abuela.
—Eso sería una pena —dijo Cecilia mientras miraba de reojo para cambiar de carril.
Había ido a visitar a su madre esa mañana, después de la clase de zumba, y había pasado veinte minutos, de los que no disponía, examinando una carpeta de trabajos de Infantil de su sobrino. Bridget llevaba a Sam a una escuela infantil exclusiva de precio exorbitante y la madre de Cecilia no tenía claro si eso le encantaba o le repugnaba. Al final había decidido que aquello la sacaba de quicio.
—Seguro que tú no tenías una carpeta semejante en la escuela infantil adonde fueron tus hijas —dijo su madre, mientras Cecilia procuraba pasar las páginas más deprisa.
Tenía que comprar todos los alimentos no perecederos para la comida del domingo antes de recoger a las niñas.
—Pues yo creo que la mayoría de las escuelas infantiles ya hacen estas cosas —señaló Cecilia, pero su madre estaba entretenida mirando un «autorretrato» de Sam pintado con los dedos.
—Imagínate, mamá —dijo Esther—, si nosotros de pequeños hubiéramos ido a pasar el fin de semana con la abuela en Berlín Occidental cuando levantaron el Muro y papá y tú os hubiérais quedado en Berlín Oriental. Tendrías que habernos dicho: ¡Quedaos donde la abuela, niñas! ¡No volváis! ¡Allí sois libres!
—Eso es terrible —dijo Cecilia.
—Pues yo habría vuelto con mamá —replicó Polly—. La abuela te hace comer guisantes.
—Es histórico, mamá —aseguró Esther—. Es lo que pasó en realidad. Todos quedaron separados. No les importaba nada. ¡Mira! Mira toda esta gente levantando a sus hijos para que los vean los parientes del otro lado.
—Tengo que estar pendiente de la carretera —suspiró Cecilia.
Gracias a Esther, Cecilia había pasado los últimos seis meses imaginando que rescataba niños en peligro de ahogarse en las heladas aguas del Atlántico mientras el Titanic se hundía. Ahora le tocaba estar en Berlín, separada de sus hijas por el Muro.
—¿Cuándo vuelve papá de Chicago? —preguntó Polly.
—¡El viernes por la mañana! —Cecilia sonrió a Polly por el espejo retrovisor, agradecida por el cambio de tema—. Vuelve el Viernes Santo. ¡Será un viernes muy bueno porque papá estará en casa!
Hubo un silencio de desaprobación en el asiento de atrás. Sus hijas no querían mantener una conversación tan poco guay.
Estaban en pleno frenesí de sus actividades extraescolares semanales. Cecilia había dejado a Isabel en la peluquería y ahora iba a dejar a Polly en ballet y a Esther en el logopeda. (El ceceo apenas perceptible de Esther, que a Cecilia le parecía adorable, por lo visto era inaceptable en el mundo de hoy). Luego, todo sería correr, correr y correr para preparar la cena a toda prisa, hacer los deberes y las lecturas, antes de que su madre llegara a quedarse con las niñas mientras ella tenía una reunión de Tupperware.
—Tengo otro secreto que contar a papá —confesó Polly—. Cuando venga a casa.
—Un hombre intentó saltar desde la ventana de su casa y los bomberos de Berlín Occidental quisieron recogerlo con una red de seguridad, pero cayó mal y se mató.
—Mi secreto es que ya no quiero fiesta de piratas.
—Tenía treinta años —observó Esther—. Así que me imagino que ya había vivido mucho.
—¿Qué? —dijo Cecilia.
—Digo que tenía treinta años —repitió Esther—. El hombre que murió.
—¡No te digo a ti, sino a Polly!
El semáforo se puso en rojo y Cecilia frenó en seco. El hecho de que Polly ya no quisiera una fiesta de piratas era una nadería en comparación con aquel pobre hombre (¡treinta años!) estrellado contra el suelo por una libertad que Cecilia consideraba natural, aunque ahora no podía entretenerse en honrar su memoria, porque aquel repentino cambio sobre el tema de la fiesta le parecía inaceptable. Eso es lo que sucedía cuando tenías libertad. Había trabajado mucho para la fiesta de piratas.
—Polly —dijo Cecilia intentando parecer razonable y no psicótica—. Ya hemos enviado las invitaciones. Tú pediste una fiesta de piratas. Tendrás una fiesta de piratas.
Había pagado un depósito que no admitía devolución a Penélope, la Pirata Cantante y Bailarina, que, desde luego, cobraba como una pirata.
—Es un secreto para papá —observó Polly—, no para ti.
—Muy bien, pero no voy a cambiar la fiesta.
Quería que la fiesta de piratas fuera perfecta. Curiosamente, quería impresionar a Tess O’Leary en particular. Cecilia sentía una atracción ilógica por las personas enigmáticas y elegantes como Tess. La mayoría de las amigas de Cecilia eran unas charlatanas. Se interrumpían unas a otras para contarse sus respectivas historias. «¡Siempre he odiado las verduras y hortalizas…, la única verdura que comerá mi hijo es brócoli… A mí hijo le encantan las zanahorias crudas… Me encantan las zanahorias crudas!». Tenías que intervenir sin esperar a que hubiera pausas en la conversación, porque, si no, no te tocaba hablar nunca. Pero las mujeres como Tess no parecían sentir la misma necesidad de contar las menudencias de su vida cotidiana, y eso hacía que Cecilia tuviera muchas ganas de conocerlas. «¿Le gustaría el brócoli?», se preguntaba. Había hablado por los codos cuando se encontró con Tess y su madre después del funeral de la hermana Úrsula esa mañana. A veces se daba cuenta ella misma. Bueno, qué se le iba a hacer.
Cecilia escuchó un leve sonido de voces que gritaban apasionadamente en alemán en el vídeo de YouTube que Esther estaba viendo en el iPad.
Era extraordinario que momentos históricos grandiosos pudieran reproducirse en aquel preciso momento, mientras iba por la Pacific Highway en dirección a Hornsby, si bien, al mismo tiempo, le producía una vaga sensación de desasosiego. Ansiaba sentir algo grandioso. A veces su vida le parecía muy poca cosa.
¿Acaso necesitaba que ocurriera alguna calamidad, como que levantaran un muro a través de la ciudad, para poder valorar su vida cotidiana? ¿Necesitaba convertirse en una figura trágica como Rachel Crowley? A veces Rachel parecía casi desfigurada por el terrible suceso acontecido a su hija, tanto es así que en ocasiones Cecilia tenía que esforzarse en no apartar la vista, como si fuera la víctima de algún incendio con el rostro quemado, en vez de una mujer agradable y bien arreglada, con unos pómulos perfectos.
¿Es eso lo que quieres, Cecilia? ¿La emoción de una gran tragedia?
Por supuesto que no.
Los gritos en alemán del ordenador de Esther la estaban irritando.
—¿Puedes apagar eso? —pidió Cecilia a Esther—. Me distrae.
—Déjame que…
—¡Apágalo! ¿Es que no podéis hacer nunca a la primera lo que os pido, sin necesidad de negociar, aunque no sea más que una vez?
El sonido dejó de oírse.
Vio por el retrovisor que Polly levantaba las cejas y Esther se encogía de hombros y alzaba las palmas de las manos. ¿Qué le pasaba? Ni idea. Cecilia podía recordar conversaciones silenciosas semejantes con Bridget en el asiento trasero del coche de su madre.
—Lo siento —dijo humildemente Cecilia a los pocos segundos—. Lo siento, chicas. Lo que pasa…
¿Estoy preocupada porque vuestro padre me miente en algo? ¿Por qué necesito sexo? ¿Por la retahíla que le he soltado esa mañana a Tess O’Leary en el patio del colegio? ¿Por la premenopausia?
—… es que echo de menos a papá —terminó—. Va a ser bonito cuando vuelva de América. Se va a poner muy contento de veros, chicas.
—Claro que sí —suspiró Polly; y después de una pausa añadió—: Y a Isabel.
—Claro —dijo Cecilia—, y a Isabel también, claro.
—Papá le mira a Isabel de una forma muy graciosa —dijo Polly como si tal cosa.
Aquello no venía a cuento.
—¿A qué te refieres? —preguntó Cecilia; a veces Polly tenía esas salidas raras.
—Siempre —dijo Polly—. La mira raro.
—De eso nada —dijo Esther.
—Sí, la mira como si le dolieran los ojos. Como si estuviera triste y enfadado al mismo tiempo. Sobre todo cuando se pone esa falda nueva.
—Bueno, eso es una tontería —manifestó Cecilia.
¿Qué demonios quería decir la niña? Si no fuera porque estaba segura, pensaría que Polly estaba diciendo que John-Paul lanzaba a su hija miradas de índole sexual.
—A lo mejor papá está enfadado por algo con Isabel —dijo Polly—. O se pone triste porque es su hija. Mamá, ¿tú sabes por qué está enfadado papá con Isabel? ¿Ha hecho ella algo malo?
Una sensación de pánico atenazó la garganta de Cecilia.
—Seguramente no dejarle ver el críquet por la televisión —murmuró Polly—, porque ella quería ver otra cosa. No sé.
Últimamente Isabel había estado muy gruñona, sin contestar a las preguntas y dando portazos, pero ¿no era eso lo que hacían todas las chicas de doce años?
Cecilia pensó en las historias de abusos sexuales que había leído. Artículos en el Daily Telegraph donde la madre decía: «Yo no tenía ni idea»; y Cecilia pensaba: ¿cómo es que no sabías nada? Cecilia terminaba siempre esos artículos con una reconfortante sensación de superioridad. «A mis hijas no les puede ocurrir eso».
John-Paul podía ponerse de muy mal humor en ocasiones. Todo eran caras largas. Resultaba imposible razonar con él. Pero ¿no hacían eso todos los hombres en ocasiones? Cecilia recordaba que su madre, su hermana y ella habían tenido que sufrir en otro tiempo el mal humor de su padre. Luego ya no. La edad le dulcificó el carácter. Cecilia había imaginado que a John-Paul le ocurriría lo mismo. Deseaba ardientemente que fuera así.
Pero John-Paul jamás haría daño a sus hijas. Eso era absurdo. Era el rollo de Jerry Springer. Era una traición a John-Paul alimentar la más leve sombra de duda por su parte. Cecilia podía apostar su propia vida a que John-Paul jamás abusaría de una de sus hijas.
Pero ¿apostaría la vida de una de sus hijas?
No. Si hubiera el más mínimo riesgo…
Santo Dios, ¿qué podía hacer? Preguntar a Isabel: «¿Te ha tocado tu padre alguna vez?». Las víctimas mentían. Quienes abusaban de ellas les decían que mintieran. Ya sabía cómo funcionaban esas cosas. Había leído un montón de historias sórdidas. Le gustaba verter una lagrimita en plan catarsis antes de doblar el periódico, echarlo a la papelera y olvidarse de lo leído. Aquellas historias le proporcionaban una especie de placer morboso, mientras que John-Paul siempre se negaba a leerlas. ¿Era una pista de su culpabilidad? Ajá, ¿eres un morboso si no te gusta leer sobre personas morbosas?
—¡Mamá! —dijo Polly.
¿Cómo iba a decírselo a John-Paul? «¿Has hecho algo inapropiado a alguna de nuestras hijas?». Si él le hiciera una pregunta semejante, ella nunca se lo perdonaría. ¿Cómo podía mantenerse un matrimonio una vez hecha una pregunta así? «No, jamás he molestado a nuestras hijas. Pásame la crema de cacahuete, por favor».
—¡Mamá! —volvió a decir Polly.
No tienes por qué preguntármelo, diría él. Si no sabes la respuesta es que no me conoces.
Claro que sabía la respuesta. ¡Claro que sí!
Pero el caso era que todas las demás estúpidas madres también sabían la respuesta.
Además, John-Paul había estado muy raro por teléfono cuando ella le había planteado lo de la carta. Le había mentido en algo. Estaba segura.
Y luego estaba la cuestión del sexo. Quizá hubiera perdido interés por Cecilia porque sentía deseo del cuerpo en desarrollo de Isabel. De risa. Repugnante. Sintió ganas de vomitar.
—¡MAMÁ!
—¿Mmm?
—¡Mira! ¡Te has pasado la calle! ¡Vamos a llegar tarde!
—Lo siento. Maldita sea. Lo siento.
Frenó en seco para dar media vuelta. Tras ellas se oyó el furioso sonido de un claxon y a Cecilia le dio un vuelco el corazón al ver un camión enorme por el retrovisor.
—¡Mierda! —se disculpó con la mano—. Lo siento. ¡Sí, ya lo sé!
El conductor del camión no estaba dispuesto a perdonarla y seguía tocando el claxon.
—¡Lo siento, lo siento!
Al terminar el giro levantó otra vez la mano para disculparse (llevaba el nombre de Tupperware en un lateral y no quería perjudicar la reputación de la empresa). El conductor había bajado la ventanilla, había sacado casi medio cuerpo fuera y se daba puñetazos en la palma de la mano con un gesto horrible.
—Por amor de Dios —murmuró ella.
—Creo que ese hombre quiere matarte —dijo Polly.
—Ese hombre es muy malo —aseguró Cecilia muy seria.
Tenía el corazón desbocado mientras se dirigía tranquilamente al estudio de danza, sin quitar ojo a los retrovisores y anunciando con antelación sus movimientos.
Bajó la ventanilla y observó a Polly entrar a la carrera en el estudio, balanceando el tutú de tul rosa con sus delicados omoplatos marcándose como alas bajo los tirantes de las mallas.
Apareció Melissa McNulty a la puerta e hizo un gesto con la mano para indicar que cuidaría de Polly tal como habían acordado. Cecilia le devolvió el gesto y dio marcha atrás.
—Si esto fuera Berlín y la consulta de Caroline estuviera al otro lado del Muro, no habría podido ir al logopeda —observó Esther.
—Muy agudo —dijo Cecilia.
—¡Podríamos ayudarla a escapar! La pondríamos en el maletero del coche. Es bastante pequeña. Creo que cabría. Salvo que sienta claustrofobia como papá.
—Tengo la impresión de que seguramente Caroline es de las que organizaría su propia fuga —dijo Cecilia.
¡Ya hemos gastado bastante dinero en ella! ¡No vamos a ayudarla a fugarse de Berlín Oriental! La logopeda de Esther resultaba intimidante con sus vocales perfectas. Cuando Cecilia hablaba con ella se sorprendía a sí misma si-la-be-an-do, como si estuviera efectuando una prueba de dicción.
—No creo que papá mire raro a Isabel —dijo Esther.
—Ah, ¿no? —replicó Cecilia contenta.
Santo Dios. Estaba poniéndose muy melodramática. Polly había hecho una de sus típicas observaciones y la mente de Cecilia se había puesto a pensar en abusos sexuales. Debía de estar viendo demasiada telebasura.
—Pero él estaba llorando el otro día antes de irse a Chicago —dijo Esther.
—¿Qué?
—En la ducha —precisó Esther—. Entré en vuestro cuarto de baño a por el cortaúñas y papá estaba llorando.
—Bueno, cariño, ¿le preguntaste por qué estaba llorando? —quiso saber Cecilia, procurando no mostrar cuánto le inquietaba la respuesta.
—Pues no —replicó Esther con toda tranquilidad—. Cuando estoy llorando no me gusta que me interrumpan.
Maldita sea. Si hubiera sido Polly habría retirado la cortina de la ducha y habría exigido una respuesta inmediata de su padre.
—Iba a preguntarte por qué estaba llorando papá —dijo Esther—, pero luego se me pasó. Tenía muchas cosas en la cabeza.
—No creo que estuviera llorando. Estaría… estornudando, o algo así —dijo Cecilia.
La idea de John-Paul llorando en la ducha le resultaba muy extraña, muy rara. ¿Por qué podría estar llorando, salvo por algo verdaderamente terrible? No era ningún llorón. Cuando habían nacido las chicas se le habían puesto los ojos acuosos y, cuando murió su padre de repente, colgó el teléfono e hizo un ruido leve y extraño, como si se estuviera atragantando con algo pequeño y esponjoso. Pero, aparte de eso, ella no le había visto llorar nunca.
—No eran estornudos —aseguró Esther.
—Puede que fuera una de sus migrañas —dijo Cecilia, sabedora de que, en tal caso, lo último que haría John-Paul era darse una ducha. Necesitaba estar solo, en la cama, en una habitación a oscuras y en silencio.
—No, mamá, papá nunca se ducha cuando tiene migrañas —dijo Esther, que conocía a su padre tan bien como Cecilia a su marido.
¿Depresión? Parecía una epidemia en esos momentos. En una fiesta reciente la mitad de los invitados reconoció que estaba tomando Prozac. Al fin y al cabo, John-Paul siempre había tenido sus… rachas. Solía ser después de las migrañas. Se pasaba una o dos semanas en las que parecían surgir todos los síntomas. Hablaba y se comportaba con normalidad, pero siempre había algo ausente en su mirada, como si el auténtico John-Paul se hubiera ido y hubiera enviado una réplica fiel de sí mismo para que ocupara su lugar. «¿Estás bien?», le preguntaba Cecilia, y él tardaba siempre unos momentos en mirarla antes de responder: «Claro. Estupendamente».
Sin embargo, era algo temporal. De pronto, volvía a hacerse plenamente presente, las escuchaba a ella y a las niñas con atención, y Cecilia se convencía de que todo habían sido imaginaciones suyas. Las «rachas» probablemente eran secuelas de las migrañas.
Pero llorar en la ducha. ¿Por qué tenía que llorar? Las cosas iban bien.
John-Paul había intentado suicidarse una vez.
El dato emergió lentamente, a regañadientes, a la superficie de su mente. Era algo en lo que procuraba no pensar demasiado a menudo.
Había sido en su primer año de universidad, antes de empezar a salir con Cecilia. Por lo visto, había «perdido los papeles» durante una temporada y de repente una noche se tomó un frasco de barbitúricos. Su compañero de piso, que supuestamente había ido a visitar a sus padres aquel fin de semana, volvió inesperadamente y se lo encontró. «¿Qué se te había pasado por la cabeza?», le había preguntado Cecilia al enterarse de la historia. «Me parecía todo demasiado difícil», había dicho John-Paul. «Me parecía más sencillo dormir para siempre».
A lo largo de los años Cecilia le había pedido a menudo más información sobre aquella época de su vida. «Pero ¿por qué te parecía tan difícil? Exactamente ¿qué era tan difícil?», pero John-Paul no había sabido darle más explicaciones. «Me figuro que sería la típica angustia adolescente», contestaba. Cecilia no lo entendía. No había sentido angustia en la adolescencia. Finalmente acabó por dejar el tema y aceptar el intento de suicidio de John-Paul como un incidente atípico de su pasado. «Solo necesitaba una mujer buena», le decía John-Paul. Era cierto que nunca había salido en serio con nadie hasta que llegó Cecilia. «La verdad es que yo estaba empezando a pensar si sería gay», le había confesado una vez uno de sus hermanos.
Otra vez a vueltas con lo de ser gay.
Pero su hermano lo había dicho en broma.
Un intento de suicidio inexplicado en la adolescencia y ahora, muchos años después, se ponía a llorar en la ducha.
—A veces los mayores tienen grandes preocupaciones en la cabeza —dijo prudentemente Cecilia a Esther, puesto que su principal responsabilidad era garantizar que Esther no se preocupara—. Por eso estoy segura de que papá solo estaba…
—Oye, mamá, ¿puedo pedirme para Navidad este libro de Amazon sobre el Muro de Berlín? ¿Quieres que lo encargue ya? ¡Todas las críticas le dan cinco estrellas!
—No —dijo Cecilia—. Puedes pedirlo en préstamo en la biblioteca.
Santo Dios, ellas habían salido de Berlín en navidades.
Entró en el aparcamiento que estaba bajo la consulta de la logopeda, bajó la ventanilla y pulsó el botón del interfono.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Hemos venido a ver a Caroline Otto —dijo.
Remarcaba las vocales incluso al hablar con la recepcionista.
Mientras aparcaba dio vueltas a los nuevos datos.
John-Paul dirigiendo a Isabel extrañas miradas, «tristes, enfadadas».
John-Paul llorando en la ducha.
John-Paul desganado en el sexo.
John-Paul mintiendo acerca de algo.
Era todo de lo más raro y preocupante, aunque también notaba una especie de corriente subterránea que no le resultaba del todo desagradable y que, de hecho, estaba proporcionándole una leve sensación de anticipación.
Quitó la llave del contacto. Tiró del freno de mano y soltó el cinturón de seguridad.
—Vamos —dijo a Esther y abrió la puerta del coche.
Sabía qué era lo que le estaba dando ese pequeño toque de placer. La decisión que había tomado. Estaba claro que algo no marchaba bien. Tenía la obligación moral de hacer algo inmoral. Era un mal menor. Estaba justificado.
En cuanto las chicas se acostaran esa noche, haría lo que había querido hacer desde el principio. Iba a abrir la maldita carta.