—¿Sabes quién ha muerto? —preguntó Tess.
—¿Qué?
Su madre tenía los ojos cerrados y la cabeza levantada al sol.
Se encontraban en la zona de juegos del colegio Santa Ángela. La madre de Tess estaba en una silla de ruedas alquilada en la farmacia del barrio, con el tobillo apoyado en el reposapiés. Había pensado que su madre no iba a querer usar una silla de ruedas, pero por lo visto le gustaba, ya que le permitía estar comodamente sentada con la espalda erguida, como si estuviera en una fiesta.
Habían salido un momento a tomar el sol mientras Liam exploraba el patio del colegio. Dentro de unos minutos verían a la secretaria del colegio para resolver la matriculación de Liam.
La madre de Tess lo había arreglado todo esa misma mañana. No habría problema para matricular a Liam en el Santa Ángela, le había dicho toda orgullosa a Tess. ¡De hecho, podían inscribirle ese mismo día si querían! «No hay prisa», repuso Tess, «no tenemos nada que hacer hasta después de Pascua». No le había pedido a su madre que telefoneara al colegio. ¿Acaso no tenía derecho a continuar aturdida durante veinticuatro horas por lo menos? Su madre estaba haciendo que todo fuera demasiado real e irrevocable, como si aquella broma de pesadilla estuviera sucediendo en realidad.
—Puedo cancelar la cita, si quieres —había dicho Lucy con aire de mártir.
—¿Has pedido cita? —preguntó Tess—. ¿Sin consultarme?
—Bueno, creí que nos vendría bien pasar el trago cuanto antes.
—Bien —suspiró Tess—. Entonces, vamos.
Por supuesto, Lucy había insistido en acudir también ella. Seguramente respondería a las preguntas en nombre de Tess, como hacía cuando su hija era pequeña y le dominaba la timidez en cuanto se acercaba un extraño. En realidad, su madre nunca había perdido la costumbre de hablar en su nombre. Era un poco violento, al tiempo que agradable y relajante, como el servicio cinco estrellas en un hotel. ¿Por qué no sentarse y dejar que otros hagan el trabajo duro por ti?
—¿Sabes quién ha muerto? —repitió Tess.
—¿Muerto?
—El funeral —indicó Tess.
La zona de juegos del Santa Ángela era contigua a los terrenos de la iglesia del mismo nombre y Tess había visto a cuatro chicos llevar un féretro a un coche fúnebre.
Había terminado la vida de alguien. Alguien que no volvería a sentir la luz del sol en su rostro. Tess intentó que ese pensamiento relativizara su propio dolor, pero fue inútil. Se preguntó si Will y Felicity estarían practicando sexo en ese mismo momento, en su propia cama. Era media mañana. No tenían ningún otro sitio a donde ir. Le sonó a incesto. Sucio y malo. Sintió un escalofrío. Notó un regusto amargo en la garganta, como si hubiera pasado la noche bebiendo vino peleón. Sentía los ojos borrosos.
El tiempo influía negativamente. Demasiado bueno, una burla a su dolor. Sydney estaba envuelto en un halo dorado. Los arces japoneses de la fachada del colegio lucían un fogoso tono y los brotes de camelias eran de un carmesí exuberante e intenso. Fuera de las clases había macizos de begonias rojas, amarillas, albaricoque y crema. La afilada silueta de piedra arenisca de la iglesia de Santa Ángela se recortaba nítidamente contra el azul cobalto del cielo. El mundo es muy bello, le decía Sydney a Tess. ¿Cuál es tu problema?
Procuró suavizar el tono cortante de su voz.
—¿No sabes de quién es el funeral?
La verdad es que le traía sin cuidado de quién fuera el funeral. Solo quería oír palabras, palabras sobre cualquier tema, que hicieran alejarse las imágenes de las manos de Will sobre el blanco cuerpo recién adelgazado de Felicity. Piel de porcelana. La piel de Tess era más morena, herencia de la rama paterna de la familia. Había una bisabuela libanesa, fallecida antes de que naciera Tess.
Will la había llamado al móvil esa mañana. No debería haberle hecho caso, pero al ver su nombre sintió un involuntario chispazo de esperanza y se apresuró a contestar. La estaba llamando para decirle que todo aquello era una tremenda equivocación. Por supuesto que sí.
Pero en cuanto habló con aquella voz nueva, pesada y solemne, sin un toque afable, la esperanza se desvaneció. «¿Estás bien?», preguntó. «¿Liam está bien?». Le estaba hablando como si la tragedia reciente que acababan de sufrir no tuviera nada que ver con él.
Deseaba con todas sus fuerzas decirle al verdadero Will lo que había hecho el nuevo Will, un intruso sin sentido del humor, que le había partido el corazón. El Will verdadero arreglaría las cosas. El Will verdadero sería directo por teléfono, protestaría por el trato infligido a su esposa y exigiría una compensación. El Will de verdad le haría una taza de té, le prepararía el baño y, por último, le haría ver el lado gracioso de lo que le había sucedido.
Solo que esta vez no había lado gracioso.
Su madre abrió los ojos y volvió la cabeza para mirar a Tess con ojos entrecerrados.
—Creo que debe de ser por esa horrible monja.
Tess levantó las cejas como expresión de leve sorpresa y su madre sonrió, satisfecha de sí misma. Estaba tan decidida a hacer feliz a Tess que era como la animadora de un equipo juvenil, haciendo alarde de nuevas estrategias para mantener al público en su asiento. Esa mañana, mientras se peleaba con la tapa del tarro de Vegemite, había soltado la palabrota «hija de puta», demorándose en silabearla para que no sonara más vulgar que «duendecillo».
Su madre había echado mano de la palabra más soez de su vocabulario porque estaba llena de ira por lo que le pasaba a ella. Lucy con la palabra «hija de puta» en la boca era como un pacífico y respetuoso ciudadano transformado en guardia armado. Por eso se había apresurado a telefonear al colegio. Tess lo comprendía. Quería intervenir, hacer algo, lo que fuera, por Tess.
—¿A cuál horrible monja te refieres?
—¿Dónde está Liam? —Su madre se giró torpemente en la silla de ruedas.
—Ahí —indicó Tess.
Liam estaba dando una vuelta al colegio, reconociendo las instalaciones de la zona de juegos con la mirada avezada de un experto de seis años. Se puso en cuclillas debajo de un gran tobogán en forma de embudo y metió la cabeza dentro, como si estuviera efectuando una auditoría de seguridad.
—Le había perdido de vista por un momento.
—No tienes que estar pendiente de él todo el tiempo —dijo Tess tranquilamente—. Ese es mi trabajo.
—Claro.
Esa mañana habían querido ocuparse la una de la otra a la hora del desayuno. Había ganado Tess porque tenía bien ambos tobillos y ya había puesto a hervir la tetera y había hecho el té en el tiempo que tardó su madre en presentarse con sus muletas.
Tess vio a Liam bajo la higuera del rincón de la zona de juegos donde Felicity y ella solían sentarse a tomar el almuerzo con Eloise Bungonia. Eloise les había enseñado qué eran los canelones. (Un error para alguien con el metabolismo de Felicity). La madre de Eloise solía ponerle comida como para tres. Era antes de que la obesidad infantil fuera objeto de preocupación. Tess todavía recordaba el sabor. Divino.
Vio que Liam se quedaba inmóvil, con la mirada perdida, como si pudiera ver a su madre comiendo canelones por primera vez.
Era desconcertante estar en su antiguo colegio, como si el tiempo fuera una manta doblada, de manera que se solapaban épocas diferentes, apretadas unas contra otras.
Tendría que recordarle a Felicity los canelones de la madre de Eloise.
No. De eso nada.
De pronto Liam giró sobre sí mismo y dio una patada de karate a la papelera, que hizo un ruido metálico.
—Liam —le reprendió Tess, pero no tan alto como para que él le oyera.
—¡Liam! ¡Chist! —dijo su madre más alto, llevándose un dedo a los labios y señalando a la iglesia.
Había salido un pequeño grupo de gente y estaban charlando en un tono discreto y aliviado propio de los asistentes a un funeral.
Liam no volvió a dar patadas a la papelera. Era un niño obediente. Tomó un palo con dos manos como si fuera un arma, apuntando silenciosamente por todo el patio, mientras de una de las clases de Infantil llegaba el sonido de dulces vocecillas cantando Incy Wincy Spider. Oh, Dios, pensó Tess, ¿dónde habrá aprendido a hacer eso? Debía estar más vigilante con los videojuegos, aunque no podía dejar de admirar su gesto auténtico al cerrar un ojo como un francotirador. Tenía que contárselo a Will. Se iba a reír.
No, no se lo iba a contar a Will.
Su cerebro no parecía estar al corriente de las noticias. Igual que la noche pasada cuando, dormida, se había vuelto hacia Will despertándose sobresaltada al ver que el espacio donde él debía haber estado se hallaba vacío. Will y ella dormían bien juntos. Sin tics, ronquidos ni peleas por las mantas. «Ya no puedo dormir bien sin ti», se había quejado Will a los pocos meses de salir juntos. «Eres mi almohada favorita. Tengo que llevarte conmigo allá donde vaya».
—¿A qué horrible monja te referías? —volvió a preguntar Tess sin apartar la vista de los que habían salido de la iglesia.
No era el momento de recrearse en viejos recuerdos.
—No eran todas horribles —reflexionó su madre—. La mayoría eran encantadoras. ¿Te acuerdas de la hermana Margaret Ann, que vino a tu fiesta cuando cumpliste diez años? Era guapa. Creo que a tu padre le caía muy bien.
—¿En serio?
—Bueno, probablemente no. —Su madre se encogió de hombros como si no sentirse atraído por monjas guapas fuera otro de los fallos de su exmarido—. En fin, debe de ser el funeral por la hermana Úrsula. Leí en el boletín de la parroquia que había muerto. Creo que a ti no te dio clase. Por lo visto se le daba muy bien pegar con el mango del plumero. Ya nadie utiliza plumero hoy en día. Me pregunto si habrá más polvo en el mundo por eso.
—Creo que me acuerdo de la hermana Úrsula —dijo Tess—. Cara colorada y cejas pobladas. Solíamos escondernos de ella cuando le tocaba vigilar el patio.
—No estoy segura de que siga habiendo monjas dando clase en el colegio —dijo su madre—. Son una especie en extinción.
—Literalmente —dijo Tess.
Su madre soltó una carcajada de satisfacción.
—Oh, cariño, no he querido decir… —Se interrumpió, distraída por algo a la entrada de la iglesia—. Vale, cariño, prepárate. Ya nos ha visto una señora de la parroquia.
—¿Qué? —Tess se llenó de temor al momento, como si su madre le hubiera dicho que las había localizado un francotirador que pasaba por allí.
Una mujer rubia y pequeña se apartó del grupo y se dirigió a paso vivo al patio del colegio.
—Cecilia Fitzpatrick —dijo su madre—. La mayor de los Bell. Casada con John-Paul, el mayor de los Fitzpatrick. El más guapo, en mi opinión, aunque son todos de primera. Cecilia tenía una hermana pequeña, creo, y podría haber estado en tu clase. ¿Cómo se llamaba? ¿Bridget Bell?
Tess se disponía a decir que nunca había oído hablar de ella cuando el recuerdo de las hermanas Bell empezó, poco a poco, a cobrar forma en su mente como un reflejo en el agua. No alcanzaba a visualizar sus rostros, pero sí sus largas trenzas rubias flotando tras ellas mientras corrían al colegio. Daba igual lo que hicieran que siempre eran el centro de atención.
—Cecilia vende Tupperware —dijo la madre de Tess—. Gana una fortuna con eso.
—Pero no nos conoce, ¿verdad?
Tess miró por encima del hombro confiada en que hubiera alguien más correspondiendo al saludo con la mano de Cecilia. Pero no había nadie más. ¿Querría colocarles algún Tupperware?
—Cecilia conoce a todo el mundo —explicó su madre.
—¿Podemos salir corriendo?
—Demasiado tarde —susurró su madre por la comisura de los labios mientras sacaba a relucir su mejor sonrisa de sociedad.
—¡Lucy! —dijo Cecilia al acercarse a ellas, más deprisa de lo que Tess esperaba. Era como si se hubiera teletransportado. Se inclinó para besar a la madre de Tess—. ¿Qué te has hecho?
No llames Lucy a mi madre, pensó Tess, en un arrebato de disgusto infantil. ¡Llámala, señora O’Leary! Ahora que la tenía delante, Tess recordó perfectamente el rostro de Cecilia. La cabeza pequeña y arreglada, las trenzas sustituidas por un liso y artístico corte a lo paje, el rostro abierto y animoso, los dientes superiores visiblemente salidos y dos hoyuelos excesivamente grandes. Igual que un pequeño hurón.
(Con todo y con eso, había atrapado a uno de los chicos Fitzpatrick).
—Te he visto al salir de la iglesia. El funeral de la hermana Úrsula, ¿te habías enterado de su fallecimiento? El caso es que te he visto y he pensado: «Esa es Lucy O’Leary en silla de ruedas. ¿Qué le pasa?». Y, con lo cotilla que soy, he venido a saludarte. Oye, parece una buena silla, ¿la has alquilado en la farmacia? Pero ¿qué te ha pasado, Lucy? El tobillo, ¿verdad?
Oh, Dios. Tess notaba como si estuvieran succionándole toda su personalidad del cuerpo. Las personas charlatanas y enérgicas siempre le causaban esa sensación.
—No es nada serio, gracias, Cecilia —dijo la madre de Tess—. Un tobillo roto.
—Claro que es serio, pobrecita. ¿Cómo te las apañas? ¿Cómo te arreglas? Te voy a llevar lasaña. Nada, nada, te la voy a llevar. Insisto. ¿No serás vegetariana? —De pronto, Cecilia se volvió hacia Tess, que dio un involuntario paso atrás. ¿A qué venía lo de ser vegetariana?—. Por eso estás aquí, me figuro. ¿A cuidar a tu madre? Por cierto, soy Cecilia, por si no te acuerdas de mí.
—Cecilia, esta es mi hija —empezó la madre de Tess, interrumpida al punto por Cecilia.
—Por supuesto. Tess, ¿verdad?
Cecilia se volvió y, para sorpresa de Tess, le tendió la mano para estrechársela como en las relaciones comerciales. Tess había pensado en Cecilia como alguien de los tiempos de su madre, una católica chapada a la antigua que empleaba eufemismos católicos como «irse al cielo» y que, por tanto, permanecería en segundo plano sonriendo dulcemente mientras los hombres hacían cola para estrecharle la mano. Tenía la mano pequeña y seca, pero apretaba.
—Y este debe de ser tu hijo. —Cecilia esbozó una ancha sonrisa en dirección al chico—. ¿Liam?
Dios mío. También conocía su nombre. ¿Cómo era posible? Tess ni siquiera sabía si Cecilia tenía hijos. Había olvidado su existencia hasta hacía treinta segundos.
Liam miró, apuntó con el palo a Cecilia y apretó el gatillo imaginario.
—¡Liam! —dijo Tess al tiempo que Cecilia gruñía, se encorvaba apretándose el pecho y caía de rodillas.
Lo hizo tan bien que, por un horrible momento, Tess creyó que se había desplomado de verdad.
Liam se llevó el palo a la boca, sopló y sonrió satisfecho.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Sydney? —Cecilia miró fijamente a Tess. Era de esas personas que mantienen demasiado tiempo el contacto visual. Todo lo contrario de Tess—. ¿Hasta que tu madre vuelva a andar? Tienes una empresa en Melbourne, ¿verdad? ¡Seguro que no puedes dejarla desatendida demasiado tiempo! Y Liam tendrá que ir al colegio.
Tess no sabía qué decir.
—La verdad es que Tess va a matricular a Liam en el Santa Ángela por un… breve plazo —se adelantó Lucy.
—¡Oh, eso es maravilloso! —exclamó Cecilia, sin apartar la mirada de Tess. Santo Dios, ¿es que esa mujer no parpadeaba?—. Porque, vamos a ver, ¿cuántos años tiene Liam?
—Seis —dijo Tess y bajó la vista porque ya no podía soportarlo más.
—Bueno, entonces estará en la clase de Polly. Teníamos una niña que se ha ido antes, de modo que estarás con nosotros. Clase 1J. Con la señora Jeffers. Mary Jeffers. Por cierto, es maravillosa.
—Magnífico —asintió Tess sin fuerzas.
Fabuloso.
—¡Liam! Ya que me has disparado, ¡ven a saludarme! ¡Me he enterado de que vas a venir al Santa Ángela!
Cecilia hizo un gesto a Liam y él se acercó despacio, arrastrando el palo tras de sí.
Se puso en cuclillas para estar a la altura de Liam.
—Tengo una hija que va a estar en tu clase. Se llama Polly. El fin de semana siguiente a Pascua celebra su séptimo cumpleaños. ¿Te gustaría venir? El rostro de Liam adquirió al momento ese gesto inexpresivo que hacía temer a Tess que la gente pensara que sufría algún tipo de discapacidad.
—Va a ser una fiesta de piratas. —Cecilia se puso en pie y se dirigió a Tess—. Espero que podáis venir. Será una buena forma de que conozcas a todas las madres. Tendremos un pequeño oasis privado para los mayores. Beberemos champán mientras los piratas campan a sus anchas.
Tess notó que su propio rostro se quedaba en blanco. Probablemente Liam había heredado de ella aquel aspecto catatónico. Se sentía incapaz de relacionarse con un nuevo grupo de madres. Socializar con las otras madres de la escuela ya le parecía difícil cuando su vida estaba en perfecto orden. La cháchara, las carcajadas, la calidez, la amistad (la mayoría de las madres eran muy simpáticas) y ese toque de mala uva implícito. Lo había vivido en Melbourne. Había hecho algunas amistades fuera de su círculo social íntimo, pero no podía volver a hacerlo. No, en ese momento. No tenía fuerzas. Era como si alguien le sugiriera animosamente que corriera una maratón cuando apenas se había levantado de la cama tras pasar una gripe.
—Magnífico —dijo; ya se le ocurriría alguna excusa en su momento.
—Haré a Liam un disfraz de pirata —dijo la madre de Tess—. Un parche en el ojo, una camisola a rayas rojas y blancas, aah, ¡y una espada! Te gustaría una espada, ¿verdad, Liam?
Buscó a Liam con la mirada, pero ya se había ido y estaba empleando su arma como taladro en la tapia de atrás.
—Por supuesto, nos encantaría tenerte también en la fiesta, Lucy —dijo Cecilia.
Era de lo más irritante, pero sus habilidades sociales resultaban impecables. Para Tess, era como ver a alguien tocar maravillosamente el violín. No se podía imaginar cómo lo había conseguido.
—¡Oh, bien, gracias, Cecilia! —La madre de Tess estaba feliz. Le encantaban las fiestas, sobre todo por la comida—. Así que una camisola a rayas rojas y blancas para un disfraz de pirata. ¿Tiene ya alguno, Tess?
Si Cecilia era violinista, la madre de Tess era una bienintencionada guitarrista de afectada sencillez intentando interpretar la misma melodía lo mejor que podía.
—No quiero entreteneros. Me imagino que tendréis que ir a la oficina a ver a Rachel —dijo Cecilia.
—Tenemos una cita con la secretaria del colegio —dijo Tess. No tenía ni idea de cómo se llamaba.
—Sí, Rachel Crowley —confirmó Cecilia—. Muy eficiente. Lleva todo como un reloj suizo. En realidad comparte el puesto de trabajo con mi suegra, aunque, entre tú y yo, creo que Rachel hace todo el trabajo. Virginia no para de charlar cuando le toca a ella. No soy quién para decirlo. Bueno, la verdad, sí soy quién para dar mi opinión. —Se rio alegremente de sí misma.
—¿Cómo se encuentra Rachel últimamente? —preguntó expresivamente la madre de Tess.
El rostro de hurón de Cecilia se ensombreció.
—No la conozco muy bien, pero sé que tiene un nieto pequeño precioso, Jacob. Ya ha cumplido dos años.
—Ah —suspiró Lucy, como si eso lo aclarara todo—. Me alegro de saberlo. Jacob.
—Bueno, ha sido un placer volver a verte, Tess —dijo Cecilia volviendo a fijar en ella la mirada sin pestañear—. Debo salir pitando. Tengo que ir a mi clase de zumba, voy al gimnasio que está un poco más abajo en la calle, es magnífico, deberías ir alguna vez, es muy divertido, y luego me acercaré a la tienda de artículos para fiestas en Strathfield. Queda un poco lejos en coche, pero merece la pena porque los precios están muy bien, en serio, se puede comprar un kit de globos de helio por menos de cincuenta dólares, tiene más de cien globos, y con la cantidad de fiestas que voy a dar en los próximos meses: la fiesta de piratas de Polly, la fiesta de los padres de 1º, a las que por supuesto también estáis invitadas; y luego tengo que entregar varios pedidos de Tupperware. Por cierto, Tess, distribuyo Tupperware, si necesitas algo. En fin, todo eso antes de recoger a las niñas del colegio. Ya sabéis de qué va esto.
Tess parpadeó. Era como verse sepultada por un alud de detalles. Las mil diminutas maniobras logísticas de las que se componía la vida de la gente. Desde luego, no era aburrido. Bueno, un poco sí. Sobre todo por la increíble verborrea que salía sin esfuerzo de la boca de Cecilia.
Oh, Dios, ha dejado de hablar. Tess acogió con sorpresa su turno de palabra.
—Ocupada —dijo al fin—. Seguro que estás muy ocupada.
Obligó a sus labios a esbozar algo con la esperanza de que pareciera una sonrisa.
—¡Te veo en la fiesta de piratas! —dijo Cecilia a Liam, que volvió de taladrar el árbol para mirarla con aquella graciosa, inescrutable y masculina expresión que a veces ponía, una expresión que a Tess le recordaba dolorosamente a Will.
Cecilia levantó la mano como un garfio.
—¡Adiós, mis valientes!
Liam sonrió, como si no pudiera evitarlo, y Tess se dio cuenta de que le llevaría a la fiesta de piratas a toda costa.
—¡Oh, Dios! —dijo la madre de Tess cuando Cecilia ya no podía oírles—. Su madre es exactamente igual. Muy simpática, pero agotadora. Después de hablar con ella siempre me parece que necesito una taza de té y echarme un rato.
—¿Qué pasa con la tal Rachel Crowley? —preguntó Tess según iban a la secretaría del colegio, empujando la silla de ruedas entre Liam y ella.
Su madre arrugó el ceño.
—¿Te acuerdas del nombre de Janie Crowley?
—¿No era la chica a la que encontraron con las cuentas del rosario…?
—La misma. Era la hija de Rachel.
Rachel pudo advertir que Lucy O’Leary y su hija estaban ambas pensando en Janie mientras matriculaban al pequeño hijo de Tess en el Santa Ángela. Estaban más charlatanas de lo normal en ellas. Tess no podía mirar a los ojos a Rachel y Lucy ponía esa mirada dulce acompañada de movimientos de cabeza que mostraban muchas mujeres de cierta edad cuando hablaban con Rachel, como si estuvieran visitándola en una residencia.
Cuando Lucy preguntó si la foto de la mesa de Rachel era de su nieto, Tess y ella se deshicieron en elogios, aunque no fuera una buena foto de Jacob; sin embargo, no hacía falta ser ningún genio para darse cuenta de que lo que verdaderamente querían decir era: Ya sabemos que a tu hija la asesinaron hace muchos años, ¿la reemplaza este niño? Por favor, deja que la reemplace para que podamos dejar de sentirnos tan raros e incómodos contigo.
—Lo cuido dos días a la semana —les dijo Rachel, con la mirada puesta en la pantalla del ordenador mientras imprimía el papeleo para Tess—. Aunque no por mucho tiempo. Sus padres se lo llevan dos años a Nueva York.
Se le quebró la voz involuntariamente y carraspeó irritada.
Esperaba la reacción que había manifestado todo el mundo en los últimos días: «¡Qué emocionante para ellos!», «¡Menuda oportunidad!», «¿Irás a visitarlos?».
—¡Lo que te faltaba! —explotó Lucy, golpeando con los codos en los brazos de la silla de ruedas, como un niño enrabietado.
Su hija, ocupada en rellenar impresos, levantó la vista asombrada. Tess era una de esas mujeres corrientes, con pelo cortado a lo chico y facciones fuertes y adustas que en ocasiones impresionaban por sus destellos de rara belleza. El niño, que guardaba un gran parecido con Tess, salvo sus extraños ojos de color dorado, también se volvió a mirar a su abuela.
Lucy se frotó los codos.
—No dudo que sea emocionante para tu hijo y tu nuera. Solo que después de todo lo que has pasado, perdiendo a Janie de la forma en que la perdiste y luego a tu marido, lo siento, la verdad es que no me acuerdo de su nombre, pero sé que lo perdiste también, bueno, eso no me parece justo.
Cuando terminó de hablar tenía las mejillas encendidas. Rachel notó que estaba horrorizada de sí misma. La gente siempre se preocupaba por el hecho de haberle recordado involuntariamente la muerte de su hija, como si fuera algo que ella no tuviera siempre en la cabeza.
—Lo siento mucho, Rachel. No debería… —La pobre Lucy parecía consternada.
Rachel hizo un gesto con la mano para ahuyentar sus disculpas.
—No lo sientas. Gracias. Pero, efectivamente, es el colmo. Lo voy a echar terriblemente de menos.
—Bueno, ¡mira quién ha venido!
La jefa de Rachel, Trudy Applebee, la directora del colegio, entró en la oficina con uno de sus chales de ganchillo cayéndosele por los hombros, mechones de rizados cabellos grises flotando por su cara y una mancha de pintura roja en la mejilla izquierda. Probablemente habría estado por el suelo, pintando con los niños de Infantil. Como era de esperar, Trudy miró por encima a Lucy y Tess O’Leary y se fijó en el pequeño Liam. No le interesaban nada los mayores, y eso le traería problemas algún día. En el tiempo que llevaba de secretaria, Rachel había visto pasar a tres directoras y sabía por experiencia que no era posible dirigir un colegio haciendo caso omiso de los mayores. Era un puesto político.
Además, Trudy no parecía ser todo lo católica que requería el puesto. No es que fuera por ahí incumpliendo los mandamientos, sino que tenía una expresión impía y juguetona durante la misa. Antes de morir, la hermana Úrsula (cuyo funeral había boicoteado Rachel, porque nunca le perdonó que pegara a Janie con el plumero) probablemente había escrito al Vaticano quejándose de ella.
—Este es el chico del que le he hablado —dijo Rachel—. Liam Curtis. Va a entrar en 1º.
—Por supuesto, por supuesto, ¡bienvenido al Santa Ángela, Liam! Según subía por las escaleras venía pensando que hoy iba a encontrarme con alguien cuyo nombre empezara por la letra L, que es una de mis letras favoritas. Dime, Liam, ¿cuál de estas tres cosas te gusta más? —Y fue cerrando dedos con cada una de ellas sucesivamente—: ¿Disonaurios, extraterrestres o superhéroes?
Liam se lo pensó seriamente.
—Le gustan mucho los dino… —empezó Lucy O’Leary; Tess le puso una mano en el brazo.
—Los extraterrestres —dijo Liam por fin.
—¡Extraterrestres! —asintió Trudy con la cabeza—. Bueno, tomo nota, Liam Curtis, y esta es tu madre y tu abuela, supongo.
—Sí, eso es, yo… —empezó Lucy.
—Un placer conocerlas a las dos. —Trudy sonrió vagamente en dirección a ellas; y se volvió a Liam—: ¿Cuándo empiezas con nosotros, Liam? ¿Mañana?
—¡No! —dijo Tess alarmada—. Después de Pascua.
—¡Oh, tómate tu tiempo, claro! ¡Aprovecha mientras puedas! —dijo Trudy—. ¿Te gustan los huevos de Pascua, Liam?
—Sí —afirmó el niño enérgicamente.
—Porque estamos planeando una gigantesca búsqueda de huevos de Pascua para mañana.
—Soy superbueno buscando huevos de Pascua —aseguró Liam.
—Ah, ¿sí? ¡Excelente! Bueno, entonces, tendré que preparar una búsqueda más complicada —Trudy miró a Rachel—. Todo bajo control aquí, Rachel, con todo el… —Señaló agobiada al montón de papeleo, del que no tenía noticia.
—Todo bajo control —confirmó Rachel.
Hacía todo lo posible para mantener a Trudy en el puesto porque no veía por qué los niños de Santa Ángela no podían tener una directora de colegio del país de las hadas.
—¡Muy bien, muy bien! ¡Lo dejo en tus manos! —dijo Trudy, y se metió en su despacho, cerrando bien la puerta tras ella, probablemente para poder espolvorear polvo de hadas sobre su teclado, pues lo cierto es que no hacía mucho más con el ordenador.
—¡Dios mío, qué estilo más diferente del de la hermana Veronica-Mary! —dijo Lucy en voz baja.
Rachel asintió con un resoplido. Recordaba bien a la hermana Veronica-Mary, que había ejercido como directora de 1965 a 1980.
Llamaron a la puerta y Rachel vio la imponente silueta de un hombre a través del cristal traslúcido de la puerta antes de que su cabeza asomara inquisitivamente.
Era él. Se estremeció e inspiró profundamente por las fosas nasales, como si hubiera visto una araña peluda negra, no un hombre de aspecto normal. (De hecho, Rachel había oído que otras mujeres lo consideraban «fabuloso», cosa que a ella le parecía ridículo).
—Perdone, señora Crowley.
Parecía seguir demasiado anclado en sus tiempos de estudiante como para atreverse a llamarla Rachel, como hacía el resto del personal. Cruzaron una mirada y, como de costumbre, él la desvió a un punto situado encima de la cabeza de ella.
Ojos mentirosos, pensó Rachel, como solía hacer prácticamente siempre que lo veía, como si fuera un hechizo o una oración. Ojos mentirosos.
—Lamento interrumpir —continuó Connor Whitby—. Solo me preguntaba si podía llevarme los formularios del campamento de tenis.
«Hay algo que Whitby no nos ha contado», había dicho hacía muchos años el sargento Rodney Bellach, cuando aún tenía la cabeza cubierta de un pelo negro increíblemente rizado. «Este chico tiene ojos mentirosos».
Rodney Bellach ya estaba jubilado. Calvo como una bola de billar. Llamaba todos los años el día del cumpleaños de Janie y le gustaba contarle a Rachel sus últimos padecimientos. Alguien más que se había hecho mayor mientras Janie se había quedado en los diecisiete.
Rachel le alargó los formularios del campamento de tenis y Connor posó su mirada en Tess.
—¡Tess O’Leary!
Su expresión cambió de tal forma que, por un momento, pareció el muchacho de la foto en el álbum de Janie.
Tess levantó la vista con cautela. No pareció reconocer a Connor.
—¡Soy Connor! —Se golpeó en el ancho pecho—. ¡Connor Whitby!
—Oh, Connor, por supuesto. Me alegro mucho de… —Tess fue a levantarse, pero se lo impidió la silla de ruedas de su madre.
—No te levantes, no te levantes —dijo Connor. Fue a besar a Tess en la mejilla cuando ella iba a volver a sentarse, de manera que le besó en el lóbulo de la oreja.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Tess, no especialmente contenta de ver a Connor.
—Trabajo aquí —dijo él.
—¿De contable?
—No, no. Cambié de profesión hace muchos años. Soy el profesor de Educación Física.
—¿Qué? —dijo ella—. Bueno, eso es… —Se le fue la voz y finalmente dijo—: Magnífico.
Connor carraspeó.
—Bueno, me alegro de verte. —Miró a Liam, fue a decirle algo, pero cambió de idea y, levantando el fajo de formularios del tenis, dijo—: Gracias por esto, Rachel.
—Un placer, Connor —replicó Rachel con frialdad.
Lucy se volvió a su hija en cuanto Connor salió.
—¿Quién era ese?
—Alguien a quien conocí. Hace años.
—No creo recordarle. ¿Algún novio?
—Mamá. —Tess señaló con la cabeza a Rachel y el papeleo que tenía delante.
—¡Perdona! —Lucy puso una sonrisa de culpabilidad mientras Liam levantaba la vista al techo, estiraba las piernas y bostezaba.
Rachel vio que abuela, madre y nieto tenían el labio superior igual de prominente. Parecía un juego. Aquellos labios hinchados como picados-por-una-abeja les hacían más guapos de lo que eran.
De pronto se puso furiosa con los tres sin venir a cuento.
—Bueno, si pudieras firmar en el apartado de «Alergias y medicamentos» —dijo a Tess, dando con el dedo en el formulario—. No, ahí no. Aquí. Entonces estará todo perfecto.
Tess acababa de meter la llave en el contacto para llevarles de vuelta a casa cuando sonó su móvil. Lo cogió para ver quién llamaba.
Cuando vio el nombre en la pantalla, sostuvo el teléfono en alto para que su madre lo viera.
Su madre arrugó el ceño para mirar el teléfono y volvió a apoyarse en el respaldo del asiento.
—Bueno, tuve que decírselo. Le prometí que siempre le tendría al corriente de lo que pasara en tu vida.
—¡Se lo prometiste cuando yo tenía diez años! —replicó Tess.
Seguía con el teléfono en alto, sin decidirse a responder o dejar que saltara el buzón de voz.
—¿Es papá? —preguntó Liam desde el asiento trasero.
—Es mi papá —dijo Tess. Tendría que contárselo alguna vez. Quizá ahora. Respiró hondo y apretó la tecla de respuesta—. Hola, papá.
Hubo una pausa. Siempre había una pausa.
—Hola, cariño.
—¿Cómo estás? —preguntó Tess en el tono de voz cordial que reservaba para su padre. ¿Cuándo habían hablado por última vez? Debió de ser en Navidad.
—Estoy muy bien —dijo su padre un poco triste.
Otra pausa.
—Ahora estoy en el coche con… —empezó Tess al tiempo que su padre decía: «Tu madre me ha contado…».
Callaron los dos. Siempre era espantoso. Por mucho que se esforzara, nunca parecía sincronizar las conversaciones con su padre. No conseguían un ritmo natural ni cuando estaban cara a cara. ¿Habría sido más fluida su relación si sus padres hubieran seguido juntos? Siempre se lo había preguntado.
Su padre carraspeó.
—Tu madre me ha contado que estás pasando… una mala racha.
Pausa.
—Gracias, papá —contestó Tess al tiempo que su padre decía: «Lamento oír eso».
Tess vio que su madre ponía los ojos en blanco y se volvió ligeramente hacia la ventanilla de su lado, como si quisiera proteger a su pobre y desesperado padre del desprecio de su madre.
—Si puedo hacer algo —dijo su padre—, bueno…, ya sabes, llámame.
—Por supuesto —asintió Tess.
Pausa.
—Bueno, tengo que irme —dijo Tess al tiempo que su padre añadía: «El tipo me gustaba».
—Dile que le he puesto un e-mail con el enlace para el curso de valoración de vinos del que le hablé —dijo su madre.
—Chist. —Tess hizo un gesto de irritación con la mano a Lucy—. ¿Qué decías, papá?
—Will —continuó su padre—. Me parecía un buen tipo. Pero eso no te sirve de nada, ¿verdad, cariño?
—Nunca lo hará, por supuesto —murmuró su madre, mirándose las cutículas—. No sé para qué me molesto. Ese hombre no quiere ser feliz.
—Gracias por llamar, papá —dijo Tess, al tiempo que su padre añadía: «¿Qué tal va el pequeño hombrecito?».
—Liam está estupendo —dijo Tess—. Está aquí mismo. ¿Quieres…?
—Mejor en otro momento, cariño. Cuídate.
Había cortado. Siempre ponía fin a la conversación de un modo brusco e inesperado, como si el teléfono estuviera pinchado por la policía y tuviera que irse antes de que lo localizaran. Vivía en una ciudad pequeña, llana y sin árboles en la otra punta del país, en el oeste de Australia, donde misteriosamente había elegido vivir cinco años atrás.
—Te ha dado un montón de sabios consejos, ¿verdad? —afirmó Lucy irónicamente.
—Ha hecho lo que ha podido, mamá —respondió Tess.
—Oh, de eso estoy segura —dijo su madre con satisfacción.