CAPÍTULO SEIS

Cecilia pasó la mayor parte del funeral de la hermana Úrsula pensando en el sexo.

No en el sexo vicioso. En el sexo bueno, matrimonial, bendecido por el Papa. Probablemente a Úrsula no le hubiera gustado.

—La hermana Úrsula vivía volcada en los niños del Santa Ángela.

El padre Joe agarró ambos lados del atril, contemplando con gesto serio al reducido grupo de asistentes (porque, sinceramente, ¿había alguien en toda la iglesia que sintiera la pérdida de la hermana Úrsula?), y, por un momento, su mirada pareció posarse en Cecilia, como si buscara su apoyo. Cecilia asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa para decirle que lo estaba haciendo bien.

El padre Joe solo tenía treinta años y no estaba nada mal. ¿Qué impulsaba a un hombre de su edad a elegir el sacerdocio y el celibato en estos tiempos?

Conque vuelta al sexo. Perdón, hermana Úrsula.

Primero recordó haberse dado cuenta de que había un problema en su vida sexual las navidades pasadas. John-Paul y ella no se acostaban a la misma hora. O él se quedaba levantado hasta tarde, trabajando o navegando por la red, y ella se dormía antes de que se acostara, o de repente anunciaba que estaba agotado y se metía en la cama a las nueve de la noche. Pasaron las semanas y ella pensaba de vez en cuando: «Dios, cuánto tiempo hace» y luego lo olvidaba.

Luego vino aquella noche de febrero en que salió a cenar con unas madres del curso de cuatro años y bebió más de la cuenta porque conducía Penny Maroni. Al meterse en la cama Cecilia se sintió mimosa y Paul le apartó la mano y murmuró: «Estoy demasiado cansado. Déjame tranquilo, borracha». Ella se rio y poco después se quedó dormida, sin tomárselo a mal. La próxima vez que él quisiera sexo, estaba dispuesta a hacerle un comentario jocoso del tipo: «Ah, ahora sí que quieres». Pero nunca tuvo ocasión. Fue entonces cuando se puso a llevar la cuenta. ¿Qué estaba pasando?

Pensó que probablemente llevarían así seis meses y, cuanto más tiempo pasaba, más confusa se sentía. Con todo, cada vez que empezaban a formarse en su boca las palabras «eh, ¿qué pasa, cariño?», algo la refrenaba. El sexo nunca había sido un tema de disputa entre ellos, al modo en que lo era en muchas parejas por lo que ella sabía. No lo utilizaba como arma ni como instrumento de negociación. Era algo no hablado, natural y hermoso. No quería echarlo a perder.

Puede que no quisiera oír su respuesta.

O, peor aún, su falta de respuesta. John-Paul había empezado a remar el año pasado. Le encantaba y los domingos volvía a casa contando lo bien que se lo pasaba. Pero de pronto, inexplicablemente, dejó el equipo. «No quiero hablar de eso», decía cuando ella le insistía en cuál era la razón. «Déjalo estar».

A veces John-Paul podía resultar muy raro.

Desechó aquel pensamiento. Además, bien sabía ella que todos los hombres eran raros a veces.

Por otra parte, seis meses no era tanto tiempo… para un matrimonio de mediana edad. Penny Maroni decía que ellos lo hacían una vez al año, con suerte.

Sin embargo, últimamente, Cecilia se sentía como un muchacho adolescente, pensando constantemente en el sexo. Mientras hacía cola en la caja del supermercado para pagar, se le venían a la cabeza imágenes ligeramente pornográficas. En el parque infantil, cuando hablaba con otros padres de la próxima excursión a Canberra, le vino a la memoria haber estado en un hotel de allí, donde John-Paul le había atado las muñecas con la cinta de goma azul que el fisio le había dado para hacer ejercicios de tobillos.

Habían olvidado la cinta azul en la habitación del hotel.

El tobillo de Cecilia todavía hacía clic al efectuar determinados movimientos.

¿Cómo se las arreglaría el padre Joe? Ella era una mujer de cuarenta y dos años, una agotada madre de tres hijas, con la menopausia en el horizonte, y estaba loca por el sexo, de manera que el padre Joe Mackenzie, un apuesto hombre joven con mucho tiempo para dormir, sin duda debía pasarlo mal.

¿Se masturbaría? ¿Podían hacerlo los curas católicos o quedaba fuera del espíritu del celibato?

Un momento, ¿no era la masturbación un pecado para todos? Era una de las cosas que sus amistades no católicas esperarían que supiera. Debían de creer que era una Biblia andante.

A decir verdad, si se ponía a pensarlo, no estaba segura de ser ya tan entusiasta de Dios. Era como si hubiera vuelto la espalda al mundo hacía mucho tiempo. Cada día sucedían cosas terribles a niños de todo el planeta. Era injustificable.

El pequeño Spiderman.

Cerró los ojos para quitarse la imagen de la cabeza.

A Cecilia le traía sin cuidado lo que dijera la letra pequeña sobre el libre albedrío y los insondables designios de Dios y bla, bla, bla. Si Dios tuviera un supervisor, ella le habría enviado una de sus famosas reclamaciones hace mucho tiempo. Ha perdido usted una clienta.

Miró la delicada piel del humilde rostro del padre Joe. Una vez le había dicho que le parecía «muy interesante cuando la gente cuestionaba su fe». Pero a ella sus dudas no le parecían nada del otro mundo. Creía en Santa Ángela de todo corazón: en el colegio, la parroquia y la comunidad que representaba. Creía que «Amaos los unos a los otros» era un buen código moral por el que regirse en la vida. Los sacramentos eran hermosas ceremonias eternas. La Iglesia católica era el equipo en el que siempre había militado. En cuanto a Dios padre (¡o madre!) y si lo estaba haciendo bien, bueno, esa era otra cuestión.

Y, sin embargo, todo el mundo creía que era una ferviente católica.

Pensó en Bridget, que la otra noche había dicho durante la cena: «¿Cómo te has hecho tan católica?», cuando Cecilia sacó a colación algo tan normal como la primera confesión de Polly al año siguiente (ahora lo llaman reconciliación); como si su hermana no hubiera sido la reina del baile de la liturgia cuando estaban en el colegio.

Cecilia habría donado sin vacilar un riñón a su hermana, pero a veces le entraban ganas de sentarse a horcajadas encima de ella y ahogarle con una almohada. Había dado resultado para mantenerla a raya cuando eran pequeñas. Era lamentable el modo en que los adultos reprimían sus verdaderos sentimientos.

Por supuesto, Bridget también donaría un riñón a Cecilia. Solo que se quejaría mucho más durante la convalecencia y lo sacaría a relucir a la menor oportunidad, además de procurar que Cecilia corriera con todos los gastos.

El padre Joe había concluido. El grupo de personas dispersas por la iglesia se levantó para cantar el himno final con un suave murmullo de suspiros entrecortados, toses ahogadas y chasquidos de rodillas de mediana edad. Cecilia vio a Melissa McNulty al otro lado del pasillo central. Melissa enarcó las cejas como si dijera: «Qué buenas somos por venir al funeral de la hermana Úrsula, con lo mala que era y estando nosotras tan ocupadas».

Cecilia le contestó con un leve y compungido encogimiento de hombros que decía: «¿Acaso no es siempre así?».

Después del funeral debía entregar a Melissa un pedido de Tupperware que llevaba en el coche y, además, tenía que confirmar que se hiciera cargo de Polly esa tarde cuando saliera de su clase de ballet, porque ella tenía logopeda con Esther y peluquería con Isabel. Por cierto, Melissa necesitaba que volvieran a teñirle el pelo. Las raíces negras quedaban horribles. Era una observación poco caritativa por su parte, pero no pudo evitar recordar cuando estuvo el mes pasado con Melissa en el comedor y la oyó quejarse de que su marido quería sexo un día sí y otro no, como un mecanismo de relojería.

Mientras Melissa cantaba Qué grande sois, Señor, pensó en el comentario jocoso de Bridget durante la cena y entendió por qué le había molestado.

Había sido por el sexo. Porque si no practicaba el sexo no era más que una madre carroza de mediana edad y nada guay. Pero nada más lejos de la realidad. Ayer sin ir más lejos, un camionero le había dedicado un largo silbido de admiración mientras corría con el semáforo en rojo a comprar cilantro vestida con la equipación de netball.

El silbido había ido dirigido inequívocamente a ella. Se aseguró de que no había otra mujer más joven o más atractiva en las inmediaciones. La semana pasada había tenido la desconcertante experiencia de oír un silbido mientras iba con sus hijas por el centro comercial y, al volverse, advertir que Isabel seguía andando toda decidida con la cara colorada. Isabel había dado el estirón, ya era tan alta como Cecilia, y estaba empezando a tener formas redondeadas, la cintura estrecha y las caderas y el pecho protuberantes. Últimamente llevaba el pelo recogido en una coleta alta con un largo flequillo que le caía demasiado sobre los ojos. Estaba creciendo y ya no era solo su madre la que se había dado cuenta.

Ya ha empezado, se había dicho Cecilia con tristeza. Ojalá pudiera proporcionarle a Isabel un escudo como los de la policía antidisturbios, para protegerla de la atención masculina: esa sensación de ser puntuada cada vez que andabas por la calle, las groserías procedentes de los coches al pasar, las miraditas. Había querido sentarse a hablar con Isabel de eso, pero no habría sabido qué decirle. Nunca había tenido las ideas claras al respecto. No tiene mayor importancia. Tiene gran importancia. No tienen derecho a hacerte sentir así. O no hagas caso, un día tendrás cuarenta años y te irás dando cuenta de que ya no te miran, y la libertad será un alivio, aunque lo echarás de menos, y, cuando un camionero te silbe al cruzar la calle, pensarás: «¿Es a mí de verdad?».

El silbido había sonado sincero y cordial.

Era un poco humillante dedicar tanto tiempo a analizar aquel silbido.

Bueno, en cualquier caso, no estaba preocupada porque John-Paul estuviera teniendo una aventura. Para nada. No había ninguna posibilidad. Ni la más remota posibilidad. ¡No le quedaba tiempo para aventuras! ¿De dónde iba a sacarlo?

Pero viajaba bastante. Ahí sí podría tener una aventura.

El féretro de la hermana Úrsula estaba siendo sacado de la iglesia por cuatro jóvenes de hombros anchos y cabellos alborotados con traje y corbata y rostros inexpresivos, que debían de ser sus sobrinos. Qué curioso que la hermana tuviera el mismo ADN que unos chicos tan atractivos. Seguramente también se habían pasado todo el funeral pensando en el sexo. Unos jóvenes así, con sus libidos en plena ebullición… El más alto era particularmente atractivo con esos ojos castaños y brillantes…

Santo Dios. Ahora estaba imaginando que practicaba sexo con uno de los portadores del féretro de la hermana Úrsula. Un niño, a juzgar por su aspecto. Probablemente todavía estaba en el instituto. Sus pensamientos no solo eran inmorales e inadecuados, sino también ilegales. (¿Era ilegal pensar? ¿Desear al portador del féretro de tu profesora de tercero?).

Cuando el Viernes Santo John-Paul volviera a casa desde Chicago, tendrían sexo todas las noches. Redescubrirían su vida sexual. Sería magnífico. Siempre habían sido muy buenos juntos. Siempre había dado por supuesto que tenían sexo de mejor calidad que nadie. Había sido un pensamiento estimulante en las reuniones del colegio.

John-Paul no podía encontrar sexo mejor en ninguna otra parte. (Cecilia había leído un montón de libros. Actualizaba sus habilidades, como si fuera una obligación profesional). No tenía necesidad de ninguna aventura. Por no hablar de que era la persona más ética, moral y cumplidora de las leyes que conocía. No cruzaría una doble raya continua ni por todo el oro del mundo. No contemplaba la infidelidad. Sencillamente, no lo haría.

Esa carta no tenía nada que ver con ninguna aventura. ¡Ni siquiera estaba pensando en la carta! Eso demostraba lo poco que la preocupaba. El momento fugaz de anoche cuando creyó que él la estaba mintiendo al teléfono no había sido más que imaginaciones suyas. Sus titubeos sobre la carta se debían a los titubeos propios de todas las llamadas de larga distancia. No eran naturales. Cada uno en una punta del mundo, a diferentes horas del día, así era imposible sincronizar las voces: muy eufórica la una, la otra muy sosegada.

Abrir la carta no supondría ninguna revelación terrible. No era, por ejemplo, la revelación de otra familia que él estuviera manteniendo en secreto. John-Paul carecía de la capacidad organizativa necesaria para ser bígamo. Habría metido la pata hacía mucho. Habría ido a la casa que no era. Habría llamado a una esposa por el nombre de la otra. Estaría olvidándose constantemente sus objetos personales donde no debía.

Salvo que, por supuesto, esa torpeza formara parte de la tapadera de su doble vida.

Quizá fuera gay. Por eso rehuía el sexo. Había estado fingiendo su heterosexualidad todos estos años. Bueno, no se le había dado mal. Recordó los primeros tiempos, cuando solían tener sexo tres o cuatro veces al día. Había cumplido más que sobradamente si solo se trataba de un interés fingido.

Le gustaban mucho los musicales. ¡Le encantaba Cats! Y peinaba a las niñas mejor que ella. Siempre que Polly tenía alguna actuación de ballet, insistía en que John-Paul le hiciera el moño. Sabía hablar de arabescos y piruetas con Polly igual que de fútbol con Isabel o del Titanic con Esther. Además, adoraba a su madre. ¿No eran los gais particularmente cercanos a sus madres? ¿O eso era un mito?

Tenía un polo de color albaricoque y se lo planchaba él mismo.

Sí, probablemente era gay.

Terminó el himno. El féretro de la hermana Úrsula salió de la iglesia y se extendió una sensación de deber cumplido mientras la gente recogía bolsos y chaquetas y se disponía a volver a sus quehaceres.

Cecilia dejó su libro de cánticos. Por amor de Dios, su marido no era gay. Evocó la imagen de John-Paul corriendo arriba y abajo por la banda durante el partido de fútbol, animando a Isabel, el pasado fin de semana. Aparte de la sombra de barba plateada de un día sin afeitarse, llevaba sendas pegatinas moradas de bailarinas en ambas mejillas. Se las había puesto Polly en broma. Sintió un arrebato de cariño al recordarlo. John-Paul no tenía nada de afeminado. Estaba a gusto con cómo era. No necesitaba demostrarse nada.

La carta no tenía nada que ver con la tregua sexual. No tenía nada que ver con nada. Estaba a buen recaudo en la carpeta roja de papel manila del archivador, junto con sus testamentos.

Había prometido no abrirla. Por tanto, ni podía hacerlo ni lo haría.