CAPÍTULO CINCUENTA Y CINCO

—¡Abuela! ¡Abuela!

Rachel regresó lentamente de un profundo sueño sin sueños. Era la primera vez en muchos años que había dormido sin la luz encendida. La habitación de Jacob tenía unas gruesas cortinas oscuras, como en los hoteles, y Rachel se había quedado dormida prácticamente al momento en el sofá-cama extendido junto a su cuna. Lauren tenía razón: el sofá-cama era sorprendentemente cómodo. No podía recordar la última vez que había dormido tan profundamente. Le parecía una habilidad del pasado que había dado por perdida para siempre, como volcar una carretilla.

—Hola —saludó.

Apenas podía distinguir el bulto del pequeño cuerpo de Jacob junto a su cama. Tenía la cara a su altura y sus ojos brillaban en la penumbra.

—¡Estás aquí! —exclamó con asombro.

—Ya lo sé.

Ella también estaba asombrada. Lauren y Rob le habían dicho muchas veces que se quedara a dormir y ella siempre se había negado rotundamente, como si tuviera alguna objeción religiosa a esa idea.

—Llueve —anunció solemnemente Jacob, y ella captó el ruido de una lluvia intensa y constante.

No había reloj en la habitación, pero debían de ser las seis de la mañana, demasiado temprano para iniciar la jornada. Recordó con cierto abatimiento que había dicho que iría a la comida de Pascua en casa de la familia de Lauren. Quizá fingiera una indisposición. Al fin y al cabo, se había quedado a dormir, ya estarían hartos de ella a la hora de comer, y ella harta de ellos.

—¿Quieres meterte en mi cama? —preguntó a Jacob.

Jacob se rio de satisfacción, como si fuera una abuela loca, y se aupó él mismo a la cama. Saltó encima de ella y hundió la cara en su cuello. Su pequeño cuerpo era cálido y pesado. Ella puso los labios en la sedosa piel de sus mejillas.

—Me pregunto si… —Pero se calló antes de decir: Me pregunto si ha venido el Conejo de Pascua.

Él habría saltado de la cama y habría recorrido la casa en busca de huevos, despertando a Rob y a Lauren, y Rachel habría quedado como la suegra invitada y molesta que había recordado al niño que era Pascua.

—Me pregunto si deberíamos volver a dormirnos —fue lo que dijo, sabedora de que seguramente ni él ni ella podrían.

—No —dijo él.

Rachel notó el suave cosquilleo de sus pestañas en el cuello.

—¿Sabes lo mucho que voy a echarte de menos cuando estés en Nueva York? —le susurró al oído.

Eso a él no le decía nada, por supuesto. Hizo caso omiso de la pregunta y se puso en una postura más cómoda.

—Abuela —dijo con voz alegre.

—Uf —soltó ella al sentir un rodillazo en el estómago.

La lluvia arreció y en la habitación hizo más frío de repente. Remetió las mantas, abrazó más estrechamente a Jacob y le cantó al oído: «Llueve, llueve a cántaros, el viejo ronca, se dio en la cabeza al acostarse y por la mañana no pudo levantarse».

—Otra vez —pidió Jacob.

Repitió la canción.

La pequeña Polly Fitzpatrick estaba despertando esa mañana con un cuerpo que no volvería a ser el mismo por lo que había hecho Rachel. A John-Paul y Cecilia aquello les parecería atroz. Estarían horrorizados unos meses, hasta que comprendieran, como había hecho Rachel, que había ocurrido lo impensable, pero que el mundo seguía girando, la gente hablando del tiempo, que siempre habría embotellamientos de tráfico, facturas de la luz, escándalos de famosos e intrigas políticas.

En un momento dado, una vez Polly estuviera en casa de vuelta del hospital, Rachel pediría a John-Paul que fuera a verla y le contara los últimos momentos de Janie. Podía imaginar exactamente cómo sería. Su rostro crispado y asustado cuando ella le abriera la puerta. Haría al asesino de su hija una taza de té, lo sentaría a la mesa de la cocina y hablarían. No le concedería la absolución, pero le haría té. Jamás le perdonaría, pero quizá nunca le denunciaría ni le pediría que se entregara. Y, cuando se marchara, se sentaría en el sofá a lamentarse y dar alaridos sin parar. Por última vez. Nunca dejaba de llorar por Janie, pero sería la última vez que lloraría así.

Luego se haría otro té y decidiría. Tomaría la decisión final sobre lo que había que hacer, el precio que había que pagar o si, de hecho, ya estaba pagado.

«… se dio en la cabeza al acostarse y por la mañana no pudo levantarse».

Jacob se había dormido. Cambió de postura y lo movió para que pusiera la cabeza en la almohada. El martes le diría a Trudy que se jubilaba del Santa Ángela. No podía volver al colegio y correr el riesgo de ver a la pequeña Polly Fitzpatrick o a su padre. Era imposible. Era hora de vender la casa, de vender los recuerdos, de vender el dolor.

Sus pensamientos se centraron en Connor Whitby. ¿Hubo un momento en que sus ojos se cruzaron con los de ella mientras atravesaba la calzada a la carrera? ¿Un momento en el que se dio cuenta de su intención de asesinarle y escapó por los pelos? Era el chico que Janie había elegido en vez de John-Paul Fitzpatrick. Elegiste al chico equivocado, cariño. Si hubieras elegido a John-Paul, habrías vivido.

Se preguntó si Janie había amado de verdad a Connor. ¿Era Connor el yerno que Rachel debió tener en la fantástica vida paralela que nunca llegó a vivir? Por tanto, ¿debía tener algún detalle con Connor en homenaje a Janie? ¿Invitarlo a cenar? Se estremeció de pensarlo. En absoluto. No podía suprimir sus sentimientos como si cerrara un grifo. Todavía seguía viendo la furia en el rostro de Connor en aquel vídeo y la forma en que Janie se había zafado de él. Sabía, al menos intelectualmente, que no era más que un adolescente desesperado por una respuesta directa de otra adolescente, pero eso no significaba que lo perdonara.

Pensó en cómo había sonreído Connor a Janie en el vídeo antes de perder los estribos. Una sonrisa auténticamente enamorada. Se acordó también de la foto en el álbum de Janie, aquella en la que Connor reía con ganas de algo que había dicho Janie.

Quizá algún día le enviaría a Connor Whitby una copia de aquella foto, con una tarjeta: Pensé que te gustaría tenerla. Una sutil disculpa por la forma en que lo había tratado durante años y, oh, sí, por haber intentado matarlo. No nos olvidemos. Hizo una mueca en la penumbra, volvió la cabeza y besó a Jacob en la nuca para consolarse.

Mañana iré a la oficina de correos a por una solicitud de pasaporte. Los visitaré en Nueva York. Quizá haga incluso uno de esos malditos cruceros por Alaska. Marla y Mac pueden venir conmigo. No les importa el frío.

Vuelve a dormir, mamá, dijo Janie. Rachel pudo verla claramente por un momento. La mujer de mediana edad que habría llegado a ser, muy segura de sí misma y de su lugar en el mundo, mandona y cariñosa, condescendiente e impaciente con su vieja y querida madre, ayudándola a sacarse el primer pasaporte de su vida.

No puedo dormir, dijo Rachel.

Sí que puedes, repuso Janie.

Rachel se durmió.