CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES

Rachel estaba sentada delante de la televisión, mirando el colorido e hipnótico parpadeo de imágenes y rostros. Si alguien hubiera apagado la televisión y le hubiera preguntado qué estaba viendo, no habría sabido contestar.

Podía descolgar el teléfono en cualquier momento y hacer que detuvieran a John-Paul Fitzpatrick por asesinato. Podía hacerlo ya mismo, dentro de una hora o por la mañana. Podía esperar a que Polly volviera del hospital a casa o podía esperar unos meses. Seis meses. Un año. Concederle un año con su padre y luego quitárselo. Podía esperar hasta que el accidente estuviera lo suficientemente lejano en el tiempo como para ser un recuerdo. Podía esperar a que las hijas de los Fitzpatrick fueran un poco mayores, a que se sacaran el carné de conducir, a que no necesitaran a su padre.

Era como disponer de un arma cargada, junto con el permiso de disparar en cualquier momento al asesino de Janie. Si Ed hubiera estado vivo, ya habría apretado el gatillo. Ya habría llamado hace horas a la policía.

Pensó en las manos de John-Paul en el cuello de Janie y sintió en el pecho el acceso de ira que le era tan familiar. Mi niña.

Pensó en la otra niña. El reluciente casco rosa. Frenazo. Frenazo. Frenazo.

Si contaba a la policía la confesión de John-Paul, ¿darían también los Fitzpatrick testimonio de la suya? ¿La detendrían por intento de asesinato? No había matado a Connor por pura casualidad. ¿Era su pie en el acelerador un pecado equiparable a las manos de él en el cuello de Janie? Pero lo que le había sucedido a Polly era un accidente. Eso lo sabía todo el mundo. Había ido derecha con la bici contra el coche de Rachel. Debería haber sido Connor. ¿Y si Connor hubiera muerto esa noche? Su familia recibiría una llamada telefónica, esa llamada que significaba que para el resto de tu vida ya no volverías a oír el timbre del teléfono o el de la puerta sin sentir un escalofrío de temor.

Connor estaba vivo. Polly estaba viva. Janie era la única que estaba muerta.

¿Y si había hecho daño a alguien más? Recordó su rostro en el hospital, consumido de preocupación por el cuerpo destrozado de su hija. «Se rio de mí, señora Crowley». ¿Que se rio de ti? Bastardo estúpido y egoísta. ¿Y eso fue motivo suficiente para matarla? Para quitarle la vida. Para quitarle todos los días que podría haber vivido, la graduación que nunca obtuvo, los países que nunca visitó, el marido con el que nunca se casó, los hijos que nunca tuvo. Rachel sintió un escalofrío tan fuerte que notó el entrechocar de los dientes.

Se levantó. Se dirigió al teléfono y descolgó el auricular. El pulgar revoloteó sobre las teclas. Recordó cómo había enseñado a Janie a llamar a la policía en caso de emergencia. Entonces todavía tenían el viejo teléfono verde con el dial de disco. Dejaba que Janie practicara marcando los números y luego colgaba antes de que sonara. Janie había querido llevar a cabo la representación hasta el final. Había hecho que Rob se tumbara en el suelo de la cocina mientras ella gritaba por teléfono: «¡Necesito una ambulancia! ¡Mi hermano no respira!». «Deja de respirar», había ordenado a Rob. «Rob, te veo respirar». Rob por poco se ahogó tratando de complacerla.

La pequeña Polly Fitzpatrick ya no tendría su mano derecha. ¿Sería diestra? Probablemente. La mayoría de la gente es diestra. Janie había sido zurda. Una de las monjas había intentado hacer que escribiera con la derecha y Ed había ido al colegio a protestar: «Hermana, con el debido respeto, ¿quién cree que la ha hecho zurda? ¡Ha sido Dios! Conque déjela así».

Rachel pulsó una tecla.

—Dígame —contestaron mucho más pronto de lo que esperaba.

—Lauren —dijo Rachel.

—Rachel. Rob está saliendo ahora mismo de la ducha —aclaró Lauren—. ¿Va todo bien?

—Ya sé que es tarde —dijo Rachel, que ni siquiera había mirado la hora—. Y sé que no debería pediros esto, después de todo el tiempo que pasasteis conmigo ayer, pero me preguntaba si podría quedarme a dormir en vuestra casa esta noche. Solo esta noche. Por alguna razón, no sé por qué, soy incapaz de…

—Claro que sí —respondió Lauren y de repente gritó—: ¡Rob! —Rachel oyó el murmullo grave de la voz de Rob de fondo y a Lauren decir—: Ve a recoger a tu madre.

Pobre Rob, tratado como un pelele, habría dicho su padre.

—No, no —dijo Rachel—. Déjalo. Acaba de salir de la ducha. Ya voy yo.

—De eso nada —insistió Lauren—. Ya va de camino. ¡No estaba haciendo nada! Te prepararé el sofá-cama. ¡Es sorprendentemente cómodo! A Jacob le encantará verte mañana cuando se despierte. Ya me imagino su cara.

—Gracias —respondió Rachel. Sintió inmediatamente calor y sueño, como si alguien le hubiera echado una manta por encima—. ¿Lauren? —dijo antes de colgar—. No tendrás más macarons, ¿verdad? Como los que me compraste el lunes por la noche. Estaban divinos. Absolutamente divinos.

Siguió una pausa muy breve.

—Pues sí —asintió Lauren con un cierto temblor en la voz—. Podemos tomárnoslos con una taza de té.