CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS

Ya estaba hecho.

Cecilia y John-Paul estaban sentados uno junto al otro observando cómo se agitaban y se calmaban, se agitaban y se calmaban los párpados cerrados de Polly, como si estuvieran siguiendo la pista a sus sueños.

Cecilia sostenía la mano izquierda de Polly; podía notar las lágrimas deslizarse por su cara hasta la barbilla, pero no hizo caso. Recordaba haber estado sentada con John-Paul en otro hospital en otra jornada otoñal, cuando, casi al alba, tras dos horas de intenso esfuerzo Cecilia dio a luz eficientemente, demasiado eficientemente, a su tercera hija. John-Paul y ella le habían contado los dedos de las manos y los pies, como habían hecho con Isabel y Esther, un ritual semejante al de abrir e inspeccionar un regalo maravilloso y mágico.

Ahora sus ojos no dejaban de mirar el espacio donde debería estar el brazo derecho de Polly. Era una anomalía, una rareza, una discrepancia óptica. A partir de ahora ya no sería su belleza lo que haría que la gente la mirara en los centros comerciales.

Cecilia dejó que las lágrimas cayeran sin cesar. Necesitaba llorar todo lo que llevaba dentro porque estaba decidida a que Polly no la viera verter una lágrima jamás. Estaba a punto de emprender una nueva vida, su vida como madre de una amputada. Por mucho que llorara, notaba que sus músculos se tensaban, preparados como los de una atleta a punto de comenzar una maratón. No tardaría en familiarizarse con el nuevo lenguaje de muñones, prótesis y Dios sabe qué más. Removería cielo y tierra y haría magdalenas y la compensaría con halagos hasta sonrojarse con tal de conseguir los mejores resultados para su hija. Nadie estaba mejor preparada que Cecilia para desempeñar ese papel.

Y Polly, ¿estaba preparada? Esa era la cuestión. ¿Estaba preparada alguna niña de seis años? ¿Tendría la fortaleza de carácter necesaria para vivir con ese tipo de lesión en un mundo que valoraba hasta tal punto el aspecto de una mujer? Sigue siendo una belleza, pensó Cecilia con furia, como si alguien lo hubiera negado.

—Es fuerte —le aseguró a John-Paul—. ¿Te acuerdas de aquel día en la piscina cuando quiso demostrar que podía nadar tan lejos como Esther?

Pensó en los brazos de Polly cortando el azul del agua clorada a la luz del sol.

—Dios mío. Nadar. —John-Paul se dobló y se llevó la mano al pecho como si fuera a sufrir un ataque al corazón.

—No te mueras encima de mí —espetó Cecilia muy seca.

Se llevó las bases de los pulgares a los párpados y se masajeó los ojos con movimientos circulares. Tenía un sabor salado en la boca después de tantas lágrimas, como si hubiera estado nadando en el mar.

—¿Por qué se lo has contado a Rachel? —preguntó John-Paul—. ¿Por qué ahora?

Apartó las manos de la cara y lo miró. Bajó la voz hasta dejarla en un susurro.

—Porque ella creía que a Janie la había matado Connor Whitby. Estaba intentando atropellar a Connor.

Contempló el rostro de John-Paul mientras su mente viajaba de A a B y finalmente a la horrenda responsabilidad de C.

Él se llevó el puño a la boca.

—Joder —soltó en voz baja a sus nudillos y empezó a balancearse de atrás adelante como un niño autista.

—Es culpa mía —murmuró a su mano—. Yo he permitido que sucediera esto. Oh, Dios, Cecilia. Debería haber confesado. Debería habérselo contado a Rachel Crowley.

—Cállate —susurró Cecilia—. Podría oírte Polly.

Él se levantó y se dirigió a la puerta de la habitación del hospital. Volvió y miró a Polly, con el rostro consumido por la desesperación. Apartó la mirada, tiró inútilmente del tejido de su camisa. Luego, de pronto, se puso en cuclillas, con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas sobre la nuca.

Cecilia lo miró con frialdad. Recordó cómo había llorado el Viernes Santo por la mañana. El dolor y el arrepentimiento que sentía por lo que le había hecho a la hija de otra persona no era nada en comparación con el que sentía por su propia hija.

Apartó la vista de él y volvió a mirar a Polly. Se pueden hacer grandes esfuerzos por imaginar tragedias ajenas —ahogarse en aguas heladas, vivir en una ciudad dividida por un muro—, pero nada duele hasta que le sucede a uno personalmente. O, sobre todo, a un hijo.

—Levanta, John-Paul —ordenó sin mirarle ni apartar la vista de Polly.

Pensó en Isabel y Esther, que estaban en casa con sus padres, la madre de John-Paul y otros parientes. John-Paul y Cecilia habían dejado claro que todavía no querían visitas en el hospital, de manera que todo el mundo se había dado cita en la casa. Por el momento, Isabel y Esther estaban entretenidas, aunque, cuando sucede algo semejante en una familia, se suele descuidar a los demás hermanos. Tendría que dar con la forma de ser madre de las tres en la nueva situación. Adiós, asociación de padres y madres. Adiós, Tupperware.

Volvió a mirar a John-Paul, que seguía agachado en el suelo, como protegiéndose de la explosión de una bomba.

—Levanta —repitió—. No puedes venirte abajo. Polly te necesita. Todos te necesitamos.

John-Paul retiró las manos de la nuca y levantó la vista con los ojos enrojecidos.

—Pero no voy a estar aquí con vosotras —pronunció—. Rachel se lo contará a la policía.

—Quizá —dijo Cecilia—. Quizá lo haga. Pero no lo creo. No creo que Rachel vaya a apartarte de tu familia. —No contaba con ninguna prueba de ello, salvo que inexplicablemente tenía la sensación de que era verdad—. Por lo menos, no de momento.

—Pero…

—Creo que ya lo hemos pagado —añadió Cecilia en voz baja, señalando a Polly con amargura—. Mira cómo lo hemos pagado.