CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO

Era ya entrada la noche del sábado de Pascua y Will y Tess seguían escondiendo huevos en el jardín trasero de su madre. Ambos llevaban sendas bolsas de diminutos huevos envueltos en papel de plata de vivos colores.

Cuando Liam era aún muy pequeño solían poner los huevos a la vista o esparcidos entre la hierba, pero, a medida que se había ido haciendo mayor, prefería el reto de una complicada búsqueda de huevos de Pascua, mientras Tess tarareaba la banda sonora de Misión imposible y Will calculaba el tiempo en un cronómetro.

—Me figuro que no podemos poner unos cuantos en el canalón. —Will levantó la vista al tejado—. Podíamos dejar una escalera a mano.

Tess esbozó la sonrisa educada que reservaba para conocidos o clientes.

—Supongo que no —dijo Will.

Suspiró y dejó cuidadosamente uno azul en la esquina del alféizar de una ventana que Liam tendría que ponerse de puntillas para alcanzar.

Tess quitó el envoltorio de un huevo y se lo comió. Lo último que Liam necesitaba era más chocolate. El dulzor le llenó la boca. También ella había comido demasiado chocolate esa semana, y si no se cuidaba acabaría con la talla de Felicity.

Ese inesperado pensamiento cruel se abrió paso en su cabeza, como la letra de una vieja canción, y se dio cuenta de que debía haberlo pensado muy a menudo. «La talla de Felicity» seguía siendo su definición de una gordura inaceptable, incluso ahora que Felicity tenía un cuerpo esbelto y fantástico, mejor que el suyo.

—¡No puedo creer que pensaras que podíamos vivir todos juntos! —explotó. Vio a Will prepararse para la que se le venía encima.

Esos arrebatos venían ocurriendo desde que finalmente apareció por casa de su madre el día anterior, pálido y visiblemente más delgado que la última vez que lo había visto. Tess tenía unos cambios de humor repentinos. Tan pronto se mostraba fría y sarcástica como histérica y llorosa. Era incapaz de controlarse.

Will se volvió hacia ella con la bolsa de huevos de chocolate en la mano.

—En realidad no pensaba eso —dijo.

—¡Pero lo dijiste! El lunes lo dijiste.

—Fue una idiotez. Lo siento —se disculpó—. Lo único que puedo hacer es seguir diciéndote que lo siento.

—Pareces un robot —arremetió Tess—. Ya no sabes ni lo que dices. Lo repites a ver si acabo callándome. —Y repitió como burlándose—: Lo siento. Lo siento. Lo siento.

—Es que es verdad —replicó Will cansado.

—Sshh —murmuró Tess, aunque no había levantado tanto la voz—. Vas a despertarles.

Liam y su madre estaban ya acostados. Sus habitaciones daban a la fachada principal de la casa y ambos dormían a pierna suelta. Seguramente no se despertarían aunque se pusieran a gritarse el uno al otro.

No había habido gritos. Todavía no. Solo aquellas conversaciones fugaces e inútiles que discurrían amargamente en una sola dirección.

Su encuentro del día anterior había sido surrealista al tiempo que ramplón, un exasperante choque de personalidades y emociones. Para empezar, estaba Liam, prácticamente fuera de sí por la emoción. Era como si se hubiera apercibido del peligro de perder a su padre y la seguridad de su pequeña estructurada vida. Ahora, el alivio por el regreso de Will se manifestaba con la típica excitación de un niño de seis años. Ponía voces tontas, se reía sin venir a cuento, quería pelear continuamente con su padre. Por otro lado, Will había quedado traumatizado al presenciar el accidente de Polly Fitzpatrick.

—Deberías haber visto la cara que se les puso a sus padres —decía una y otra vez a Tess en voz baja—. Imagina que hubiera sido Liam. Que hubiéramos sido nosotros.

La espantosa noticia del accidente de Polly debería haber puesto todo en perspectiva para Tess, y, en cierta forma, así fue. Si a Liam le hubiera sucedido algo semejante, entonces nada más habría tenido importancia. Pero, al mismo tiempo, era como si en ese momento sus propios sentimientos carecieran de relevancia, y eso la hacía ponerse agresiva y a la defensiva.

Era incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresar la enormidad y profundidad de sus emociones. Me has hecho daño. Me has hecho daño de verdad. ¿Cómo has podido hacerme tanto daño? Mentalmente lo tenía claro, pero resultaba extrañamente complejo cada vez que abría la boca.

—Ahora mismo te gustaría estar en un avión con Felicity —dijo Tess. Seguro. Lo sabía, porque ella también deseaba estar en ese momento en el piso de Connor—. Volando a París.

—No haces más que hablar de París —dijo Will—. ¿Por qué París? —Notó en su voz el deje habitual de Will, el Will que ella amaba. El Will que sacaba punta humorística a los sucesos de la vida cotidiana—. ¿Quieres ir a París?

—No —dijo Tess.

—A Liam le encantan los cruasanes.

—No.

—Solo que tendríamos que llevarnos el Vegemite.

—No quiero ir a París.

Cruzó el césped hasta el seto trasero y fue a esconder un huevo junto a un poste, pero cambió de idea, preocupada porque pudiera haber arañas.

—Mañana le cortaré el césped a tu madre —aseguró Will desde el jardín.

—Un chico de esta calle lo corta cada dos semanas —precisó Tess.

—Está bien.

—Ya sé que solo estás aquí por Liam —declaró.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

Ya se lo había dicho antes, la noche pasada, en la cama, y otra vez hoy cuando salieron a dar un paseo. No dejaba de repetírselo para sus adentros. Actuaba como un bicho desquiciado e irracional, como si quisiera hacerle lamentar su decisión. ¿Por qué lo sacaba a colación? Ella estaba allí por la misma razón. Sabía que, si no fuera por Liam, en ese mismo momento estaría en la cama con Connor. No se habría molestado en intentar salvar su matrimonio. Se habría dedicado a algo nuevo, fresco y delicioso.

—Estoy aquí por Liam —dijo Will—. Y estoy aquí por ti. Liam y tú sois mi familia. Lo sois todo para mí.

—Pues si lo fuéramos todo para ti no te habrías enamorado de Felicity —dijo Tess.

Era muy fácil hacerse la víctima. Las acusaciones salían de su lengua con deliciosa e irresistible facilidad.

En cambio las palabras no saldrían con tanta facilidad si le contara lo que había estado haciendo con Connor mientras Felicity y él se resistían heroicamente a la tentación. Suponía que le haría daño y quería hacerle daño. La información era como un arma secreta oculta en el bolsillo, que ella sopesaba en la palma de la mano, acariciando su perfil, pensando en su potencia.

«No le hables de Connor», le había insistido su madre al oído, lo mismo que Felicity cuando la llevó aparte para hablar mientras el taxi se detenía en la puerta y Liam salía corriendo a recibirle. «Solo servirá para fastidiarle. No tiene sentido. La sinceridad está sobrevalorada. Hazme caso».

Hacerle caso. ¿Hablaba su madre por experiencia? Algún día se lo preguntaría. En aquel momento no tenía muchas ganas de saberlo ni de preocuparse por ello.

—En realidad no me he enamorado de Felicity —dijo Will.

—Lo hiciste —espetó Tess, si bien lo de «enamorado» le pareció de pronto juvenil y ridículo, como si Will y ella fueran demasiado mayores para emplear esas palabras. Cuando uno era joven hablaba de «enamorarse» con divertida solemnidad, como si fuera un acontecimiento memorable, aunque ¿qué era en realidad? Química. Hormonas. Una jugarreta de la mente. Ella podía haberse enamorado de Connor. Fácilmente. Enamorarse era fácil. Cualquiera podía enamorarse. Lo complicado era seguir.

Si se lo proponía, podía romper su matrimonio en ese momento; destrozar la vida de Liam con unas pocas palabras. «¿Sabes una cosa, Will? Yo también me he enamorado de otro. De manera que estamos igual. Lárgate con viento fresco».

Unas pocas palabras y cada uno por su lado.

Lo que no podía perdonar era la repugnante pureza de lo que había sucedido entre Will y Felicity. El amor no consumado era muy poderoso. Tess se había ido de Melbourne para que ellos pudieran vivir su aventura, maldita sea, y ni siquiera lo habían intentado. En cambio, era ella la única que guardaba un sórdido secreto.

—Creo que no puedo hacerlo —declaró en voz baja.

—¿Qué?

Will, que estaba acuclillado poniendo huevos en la rejilla del respaldo de una de las sillas de su madre, levantó la vista.

—Nada —dijo ella. «Creo que no puedo perdonarte».

Se acercó a la valla lateral colocando con cuidado huevos de trecho en trecho en las estacas ocultas por la yedra.

—Según Felicity, querías otro niño —soltó.

—Sí, bueno, tú ya lo sabías —dijo Will. Parecía agotado.

—¿Ha sido por lo guapa que se ha puesto Felicity? ¿Ha sido por eso?

—¿Eh? ¿Qué?

Tess estuvo a punto de reírse por la expresión de pánico de él. Pobre Will. Él, a quien tanto le gustaba que las conversaciones tuvieran un hilo coherente hasta en los días más normales. En cambio ahora no podía quejarse y decir como solía: «¡Sé razonable, mujer!».

—No había nada malo en nuestro matrimonio, ¿verdad? —preguntó ella—. No peleábamos. ¡Estábamos en mitad de la quinta temporada de Dexter! ¿Cómo ibas a romper conmigo en mitad de la quinta temporada?

Will sonrió con recelo y agarró la bolsa de huevos.

De pronto ella no podía dejar de hablar. Era como si estuviera borracha.

—¿Acaso no iba bien nuestra vida sexual? Yo creía que iba bien. Creía que era muy buena.

Recordó las yemas de los dedos de Connor bajando despacio y suavemente por su espalda y sintió un violento escalofrío. Will tenía el ceño fruncido como si alguien lo hubiera agarrado de las pelotas y fuera apretando, poco a poco al principio y después cada vez más fuerte. Ella no tardaría en hacerle morder el polvo.

—No peleábamos. O sí, pero eran peleas normales y corrientes. ¿Por qué peleábamos? Por el lavaplatos. Por mi forma de poner la sartén pegada a no sé qué. Tú creías que veníamos a Sydney demasiado a menudo. Pero eso entra dentro de lo normal, ¿no? Yo era feliz. Creía que ambos éramos felices. Debes de haber pensado que era una idiota. —Levantó brazos y piernas como si fuera un títere—. Aquí viene la tonta del bote de Tess, que no se entera de nada. ¡Oh, tra-la-la, estoy felizmente casada, sí, señor!

—No hagas eso, Tess. —Will echaba chispas por los ojos.

Ella lo dejó y se dio cuenta de que, además del chocolate, en la boca tenía un regusto salado. Pasó las manos con impaciencia por su rostro húmedo. No se había dado cuenta de que estaba llorando. Will dio un paso adelante como para consolarla y ella levantó las palmas de las manos para impedir que se acercara.

—Y ahora Felicity se ha ido. Nunca he estado más de dos semanas lejos de ella desde, Dios mío, desde que nacimos. Qué raro, ¿verdad? No me extraña que pensaras que podías tenernos a las dos. Éramos como hermanas siamesas.

Por eso estaba tan furiosa con él, por haber pensado que podrían vivir los tres juntos, porque no le pareciera totalmente absurdo, no para ellos. Comprendía por qué habían llegado a pensar que era posible y eso la ponía más furiosa todavía. ¿Cómo podía ser?

—Deberíamos terminar de esconder estos estúpidos huevos —dijo.

—Espera. ¿Podemos sentarnos un momento? —Señaló la mesa donde ella había estado ayer tomando panecillos de Pascua y enviando mensajes a Connor a la luz del sol, hacía un millón de años.

Tess se sentó, dejó la bolsa de huevos encima de la mesa y cruzó los brazos, escondiendo las manos bajo las axilas.

—¿Tienes mucho frío? —preguntó Will inquieto.

—No hace precisamente un tiempo templado y agradable —soltó Tess. Ya tenía los ojos secos—. Pero está bien. Adelante. Di lo que tengas que decir.

—Tienes razón —dijo Will—. Nuestro matrimonio no funcionaba nada mal. Yo era feliz con lo que teníamos. Con quien no era feliz era conmigo mismo.

—¿Cómo? ¿Por qué? —Tess levantó la barbilla.

Se sentía a la defensiva. Si él no era feliz, la culpa sería de ella. Por su forma de cocinar, su conversación, su cuerpo. Por no dar la talla por lo que fuera.

—Esto te va a parecer patético —siguió Will. Levantó la vista al cielo y respiró hondo—. Y sé que de ningún modo es una excusa. No lo pienses ni un segundo. Hace unos seis meses, después de cumplir los cuarenta, empecé a sentirme…, la única palabra que se me ocurre es «flojo». Quizá «desinflado» lo defina mejor.

—Desinflado —repitió Tess.

—¿Te acuerdas de todas las molestias que tuve en la rodilla? ¿Y luego en la espalda? Entonces pensé: Dios, ¿es vida esto? ¿Médicos, pastillas, dolores y puñeteras bolsas de gel calientes? ¿Ya está? ¿Se acabó? Pensaba en todo eso y luego un buen día…, vale, esto me da vergüenza. —Se mordió el labio antes de seguir—. Fui a cortarme el pelo y mi peluquero de siempre no estaba, y sin venir a cuento la chica que le sustituía me puso el espejo para que me viera la nuca. No sé por qué le dio por ahí. Te lo juro, por poco me caigo del sillón cuando me vi la calva. Creí que era la cabeza de otro. Parecía un puñetero fraile Tuck. No tenía ni idea.

Tess soltó una carcajada y Will sonrió compungido.

—Ya lo sé —dijo él—. Ya lo sé. Empecé a sentirme muy de… mediana edad.

—Eres de mediana edad —dijo Tess.

—Gracias. —Puso una mueca—. Ya lo sé. De todas formas, la sensación de flojera iba y venía. No era gran cosa. Esperaba que se me pasara. Y entonces… —Se calló.

—Y entonces Felicity —terminó Tess.

—Felicity —dijo Will—. Siempre me había preocupado por Felicity. Ya sabes cómo éramos juntos. Las bromas que nos gastábamos. Casi flirteando. Nunca nada serio. Y luego, cuando perdió peso, empecé a notar… vibraciones de ella. Supongo que me sentí halagado, aunque eso no significaba nada, porque se trataba de Felicity, no de una mujer cualquiera. Era seguro. No tuve la sensación de estar traicionándote. Era como si fueras tú. Y luego, inexplicablemente, se me fue de las manos y me encontré… —Se calló.

—Enamorado de ella —interrumpió Tess.

—No, en realidad no. No creo que fuera realmente amor. No era nada. En cuanto Liam y tú salisteis por la puerta supe que no era nada. Un estúpido deslumbramiento, un…

—Basta.

Tess levantó la palma de la mano para hacerle callar. No quería mentiras, aunque fueran mentiras piadosas o aunque él no supiera que fueran mentiras, aparte de que ella conservaba un curioso sentido de la lealtad hacia Felicity. ¿Cómo podía decir que no era nada cuando los sentimientos de Felicity habían sido tan reales e intensos y cuando él había estado dispuesto a sacrificarlo todo por ella? Will tenía razón. No era una mujer cualquiera. Era Felicity.

—¿Por qué nunca me dijiste que te sentías flojo? —preguntó ella.

—No lo sé. Porque era una idiotez. Deprimirse por ser calvo. Dios mío —se encogió de hombros. Ella no sabría decir si era por la luz, pero notó que estaba colorado—. Porque no quería perder tu respeto.

Tess puso las manos encima de la mesa y se las miró. Recordó que uno de los cometidos del trabajo publicitario era brindar al consumidor razones para sus compras irracionales. ¿Había reconsiderado Will su «asunto» con Felicity y pensado «por qué lo he hecho»? ¿Y luego se había montado aquella historia para él, vagamente basada en la realidad?

—Bueno, yo por mi parte padezco fobia social —dijo ella en plan confidencial.

—¿Cómo dices? —Will frunció el ceño, como si le hubieran propuesto un acertijo complicado.

—Me entra mucha ansiedad, más de la normal, con determinadas actividades sociales. No en todas. Solo en algunas. No es grave. Aunque a veces resulta insoportable.

Will presionó su frente con los dedos. Se le veía perplejo y casi temeroso.

—Bueno, sé que no te gustan las fiestas, pero ya sabes que tampoco yo soy muy aficionado a estar hablando de bobadas.

—Siento taquicardias con las reuniones de padres del colegio —confesó Tess, mirándole directamente a los ojos. Se sintió desnuda. Más desnuda de lo que nunca había estado con él.

—Pero si no vamos nunca a las reuniones del colegio.

—Ya lo sé. Por eso no vamos.

Will levantó las palmas de las manos.

—¡No tenemos por qué ir! Me trae sin cuidado si no vamos.

Tess sonrió.

—Pues a mí un poco sí. ¿Quién sabe? Puede ser divertido. Puede ser aburrido. No lo sé. Por eso te lo cuento. Me gustaría empezar a ser un poco más… abierta a la vida.

—No lo entiendo —dijo Will—. Ya sé que no eres extravertida, ¡pero sales a conseguir nuevos trabajos para nosotros! ¡A mí se me haría muy duro!

—Ya sé que lo hago —repuso Tess—. Pero voy muerta de miedo. Sin embargo, lo hago. Lo odio y también me encanta. Pero ojalá no perdiera tanto tiempo dándole vueltas.

—Pero…

—Hace poco he leído un artículo. Somos miles los que andamos por ahí con este pequeño secreto neurótico. La gente que menos te esperas, desde consejeros delegados capaces de efectuar grandes presentaciones hasta accionistas incapaces de mantener una conversación intrascendente en la fiesta de Navidad e incluso actores con una timidez enfermiza, pasando por médicos aterrorizados por mirar a los ojos. A mí me parecía que debía ocultárselo a todo el mundo y cuanto más lo escondía, más grande se hacía. Ayer se lo conté a Felicity y no le dio importancia. Me dijo: «Pasa del tema». La verdad es que fue extrañamente liberador oírselo decir. Como si por fin hubiera sacado una gran araña peluda de una caja y alguien hubiera dicho al mirarla: «Eso no es una araña».

—Yo sí quiero darle importancia —dijo Will—. Quiero aplastar a tu araña. Quiero matar a esa puñetera cosa.

Tess volvió a notar lágrimas.

—Yo tampoco quiero que vuelvas a sentirte desinflado.

Will alargó el brazo por encima de la mesa con la palma hacia arriba. Ella la miró un momento, pensándoselo, y luego dejó su mano en la de él. La súbita calidez de su mano, su cercanía y lejanía al mismo tiempo, el modo de envolver la suya, todo ello le recordó la primera vez que se vieron, cuando los presentaron en la recepción de la empresa donde trabajaba Tess y su habitual angustia al conocer gente nueva quedó aplastada por el poderoso atractivo de aquel hombre más bien bajo y alegre, cuyos sonrientes ojos dorados miraban directamente a los suyos.

Permanecieron sentados, cogidos de la mano, sin mirarse y Tess pensó en cómo había parpadeado Felicity cuando le preguntó si Will y ella habían venido cogidos de la mano en el avión de Melbourne. A punto estuvo de retirar la mano, pero entonces se acordó de cuando había salido del bar con Connor y su dedo pulgar le había acariciado la palma de la mano, e, inexplicablemente, pensó también en Cecilia Fitzpatrick sentada en ese mismo momento en la habitación de un hospital con su guapa hija pequeña Polly, y en Liam, tranquilo en el piso de arriba, con su pijama de franela azul, soñando con huevos de chocolate. Levantó la vista al cielo nocturno y tachonado de estrellas e imaginó a Felicity en un avión, en algún punto por encima de ellos, volando a un nuevo día, una estación y una vida diferentes, preguntándose cómo había llegado a aquella situación.

Había muchas decisiones que tomar. ¿Cómo iban a organizar su vida de ahora en adelante? ¿Se quedarían en Sydney? ¿Dejarían a Liam en el Santa Ángela? Imposible. Ella vería a Connor todos los días. ¿Y la empresa? ¿Sustituirían a Felicity? También parecía imposible. De hecho, todo parecía imposible. Insuperable.

¿Y si Will y Felicity estaban hechos el uno para el otro? ¿Y si Connor y ella estaban hechos el uno para el otro? Quizá no hubiera respuesta para semejantes preguntas. Quizás nada «estaba hecho» nunca para nada. Así era la vida y había que tomarla como venía, tratando de hacerlo lo mejor posible. Siendo un poco «flexible».

El sensor de la luz del porche trasero de su madre parpadeó y de pronto se quedaron sumidos en la oscuridad. Ninguno de los dos se movió.

—Nos daremos un tiempo hasta Navidad —dijo Tess un momento después—. Si en Navidad sigues echándola de menos, si entonces sigues queriéndola, deberías irte con ella.

—No digas eso. Ya te he dicho que yo no…

—Chist. —Le apretó la mano y permanecieron sentados a la luz de la luna, aferrados a los escombros de su matrimonio.