—Tal vez deberíamos echar la puerta abajo. —La voz de Liam cortó el aire silencioso de la noche como el pitido de un silbato—. Podíamos romper una ventana con una piedra, como por ejemplo con esa de ahí. Mira, mamá, mira, mira, la ves…
—Chist —protestó Tess—. ¡Baja la voz!
Aporreó la puerta una y otra vez.
Nada.
Eran las once de la noche y Liam y ella estaban en la puerta de casa de su madre. La vivienda se encontraba completamente a oscuras, las persianas echadas. Parecía deshabitada. De hecho, toda la calle parecía extrañamente silenciosa. ¿No había nadie levantado viendo el último noticiario? La única luz provenía de una farola de la esquina. No se veían estrellas en el cielo ni tampoco luna. Solo se oía el sonido lastimero de una cigarra, última superviviente del verano, y el zumbido sordo del tráfico lejano. Podía aspirar el suave perfume de las gardenias de su madre. El móvil de Tess se había quedado sin batería. No podía llamar a nadie, ni siquiera a un taxi para que los llevara a un hotel. Tal vez tendrían que entrar furtivamente, pero últimamente a su madre le preocupaba mucho la seguridad. ¿No habría instalado una alarma? Tess imaginó el sobresalto del vecindario al oír el súbito woop woop de una alarma.
No puedo creer que esto me esté sucediendo a mí.
No lo había pensado bien. Debería haber llamado a su madre para comunicarle que iban a ir, pero se había aturullado entre reservar el vuelo, hacer el equipaje, ir al aeropuerto, dar con la puerta en cuestión, con Liam trotando a su lado sin parar de hablar. Estaba muy alterado, no calló en todo el vuelo y ahora estaba tan agotado que prácticamente deliraba.
Creía que habían ido en misión de rescate a socorrer a la abuela.
—La abuela se ha roto el tobillo —le había dicho Tess—. De modo que vamos a quedarnos un tiempo para ayudarla.
—¿Y el colegio? —había preguntado él.
—Puedes faltar unos días —le dijo y su cara se iluminó como un árbol de Navidad. No le había dicho nada de empezar en un colegio nuevo. Lógicamente.
Felicity se había ido y, mientras Tess y Liam hacían el equipaje, Will había vagado por la casa, pálido y dando sorbetones.
Cuando se quedaron solos y Tess empezó a guardar vestidos en una bolsa, intentó hablar con ella, que se volvió hacia él como una cobra irguiéndose para picar, silbando a través de los dientes apretados de furia:
—Déjame en paz.
—Lo siento —se disculpó él dando un paso atrás—. Lo siento mucho.
A esas alturas Felicity y él debían de haber dicho «lo siento» unas quinientas veces.
—Te lo prometo —insistió Will bajando la voz, supuestamente para que Liam no lo oyera—. Pero, por si te queda alguna duda, quiero que sepas que nunca nos hemos acostado juntos.
—Sigue diciendo eso, Will —dijo ella—. No sé por qué crees que mejora la situación. La empeora. ¡Jamás se me había ocurrido que os acostaríais juntos! Conque muchas gracias por vuestra contención. Por el amor de Dios…
Le temblaba la voz.
—Lo siento —repitió él y se limpió la nariz con el dorso de la mano.
Will se había comportado de un modo absolutamente normal delante de Liam. Le había ayudado a encontrar su gorra favorita de béisbol debajo de la cama y, cuando llegó el taxi, se arrodilló y medio le abrazó y se peleó con él de esa forma tosca y cariñosa que tienen los padres con sus hijos. Tess acababa de comprobar cómo se las había apañado Will para mantener en secreto durante tanto tiempo su historia con Felicity. La vida en familia, incluso con un hijo único, tenía sus propios ritmos y era perfectamente posible seguir la corriente como siempre, aun cuando tuvieras la cabeza en otra parte.
Y ahora estaba aquí, plantada en un soñoliento barrio residencial de Sydney North Shore con un niño de seis años en pleno delirio.
—Bueno —le dijo cautelosamente a Liam—, me figuro que deberíamos…
¿Qué? ¿Despertar a un vecino? ¿Arriesgarse a que saltara la alarma?
—¡Espera! —indicó Liam llevándose un dedo a los labios; sus grandes ojos eran charcos de reluciente negrura en la oscuridad—. Creo que he oído algo dentro.
Pegó el oído a la puerta. Tess hizo lo propio.
—¿Lo oyes?
Oyó algo. Un extraño sonido sordo y rítmico en la parte de arriba.
—Deben de ser las muletas de la abuela —dijo Tess.
Su pobre madre. Probablemente estaría en la cama. Su habitación quedaba justo al otro lado de la casa. Maldito Will. Maldita Felicity. Sacar a su pobre madre coja de la cama.
¿Cuándo había empezado exactamente la historia entre Will y Felicity? ¿Acaso hubo un momento exacto en el que algo cambió? ¿Cómo pudo no darse cuenta? Los había visto juntos todos los días de su vida y jamás había notado nada. Felicity se había quedado a cenar el viernes pasado. Quizá Will había estado algo más callado de lo habitual. Tess lo había achacado a molestias en la espalda. Estaría cansado. Habían tenido una dura jornada de trabajo. Pero Felicity había estado muy animada. Incluso radiante. Tess se había sorprendido varias veces con la mirada fija en ella. La hermosura de Felicity era aún muy reciente y embellecía todo cuanto tenía que ver con ella. Su risa. Su voz.
Sin embargo, Tess no había notado nada. Había estado estúpidamente segura del amor de Will. Suficientemente segura como para ponerse unos vaqueros viejos con una camiseta negra que Will decía que le daban aspecto de motera. Lo suficiente como para gastarle bromas por estar mohíno. Le había dado en el trasero con la servilleta del té cuando recogieron la cocina después.
No habían visto a Felicity durante el fin de semana, cosa insólita. Había estado ocupada, según dijo. Hizo un tiempo lluvioso y frío; Tess, Will y Liam estuvieron viendo la televisión, jugado al snap y haciendo tortitas juntos. Fue un buen fin de semana.
Ahora vio claro que Felicity había estado radiante el viernes por la noche porque estaba enamorada.
La puerta se abrió y la luz inundó la entrada.
—¿Qué demonios? —dijo la madre de Tess.
Llevaba una bata azul de punto y se apoyaba pesadamente en sendas muletas, con un parpadeo de miope en los ojos y el rostro contraído por el dolor y el esfuerzo.
Tess bajó la mirada al tobillo vendado de su madre e imaginó su despertar, levantarse de la cama y cojear hasta encontrar la bata y luego las muletas.
—Oh, mamá —se disculpó—. Lo siento mucho.
—¿Por qué lo sientes? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Hemos venido… —empezó, pero se le hizo un nudo en la garganta.
—¡Para ayudarte, abuela! —gritó Liam—. ¡Por lo de tu tobillo! ¡Hemos volado aquí de noche!
—Bueno, eso es muy cariñoso por tu parte, mi querido muchacho. —La madre de Tess se hizo a un lado con sus muletas para dejarles pasar—. Entrad, entrad. Siento haber tardado tanto en llegar a la puerta, no tenía ni idea de que las muletas fueran tan puñeteramente complicadas. Me imaginaba a mí misma moviéndome con desenvoltura, pero se te clavan en las axilas como yo qué sé. Liam, ve a dar la luz de la cocina, tomaremos leche caliente y tostadas con canela.
—¡Guay! —Liam se dirigió a la cocina y, por alguna inexplicable razón de niño de seis años, se puso a mover brazos y piernas rígidamente como un robot.
—¡Grabando! ¡Grabando! ¡Afirmativo, objetivo: tostada con canela!
Tess metió las bolsas.
—Lo siento —volvió a decir al dejarlas en el recibidor y mirar a su madre—. Debería haber llamado. ¿Te duele mucho el tobillo?
—¿Qué ha pasado? —preguntó su madre.
—Nada.
—Tonterías.
—Will… —empezó y se interrumpió.
—Mi niña querida. —Su madre se inclinó más de la cuenta al tratar de abrazarla sin perder el control de las muletas.
—No te rompas otro hueso. —Tess la sujetó.
Pudo oler el dentífrico de su madre, su crema y jabón facial, y por debajo de todo ello el olor familiar a almizcle y a vejez de su madre. En la pared del recibidor, por detrás de la cabeza de su madre, había una foto enmarcada de ella con Felicity a los siete años vestidas de primera comunión, con velo de encaje blanco y las palmas de las manos unidas sobre el pecho, en la pose típica. La tía Mary tenía una foto idéntica en el mismo sitio de su recibidor. Ahora Felicity era atea y Tess se definía a sí misma como «no practicante».
—Date prisa y cuéntame de una vez —dijo Lucy.
—Will. —Tess lo volvió a intentar—: Y…, y… —no pudo terminar.
—Felicity —intervino su madre—. ¿Estoy en lo cierto? Sí. —Levantó un brazo y golpeó una muleta contra el suelo con tal fuerza que la foto tembló—. Esa zorra.
1961. La Guerra Fría estaba en su punto álgido. Miles de alemanes del este huían al oeste. «Nadie tiene intención de construir un muro», anunció Walter Ulbricht, canciller de Alemania del Este, definido por algunos como el «robot de Stalin». Las gentes se miraron entre sí sorprendidas. ¿Cómo? ¿Quién ha dicho algo sobre un MURO? Otros cuantos miles hicieron las maletas.
En Sydney, Australia, una chica llamada Rachel Fisher estaba sentada en el alto muro que da a la playa de Manly, balanceando sus largas y bronceadas piernas, mientras su novio, Ed Crowley, hojeaba el Sydney Morning Herald, irritantemente enfrascado. En el periódico había un artículo sobre los sucesos de Europa, pero ni Ed ni Rachel tenían mucho interés por lo que sucedía en aquel continente.
Por fin, Ed habló. «Eh, Rach, ¿por qué no te conseguimos uno de esos?», dijo señalando la página que tenía delante.
Rachel miró por encima de su hombro sin mucho interés. El periódico estaba abierto en un anuncio a toda página de Angus y Coote. El dedo de Ed, posado sobre un anillo de compromiso. La agarró del codo antes de que ella perdiera el equilibrio y cayera a la playa.
Se habían ido. Rachel estaba en la cama, con la televisión puesta, el Women’s Weekly en el regazo, una taza de té Earl Grey en la mesilla de noche, junto con la caja de cartón de macarons que Lauren había llevado la noche pasada. Rachel debería habérselos ofrecido al final de la velada, pero se había olvidado. Quizá hubiera sido adrede, nunca estaba segura de cuánto le disgustaba su nuera. Era posible que la odiara.
¿Por qué no te vas sola a Nueva York, querida? ¡Tómate dos años del «tiempo de Lauren»!
Rachel deslizó la caja de cartón sobre la cama, frente a ella, y observó las seis pastas de colores chillones. No le parecieron tan especiales. Supuestamente eran lo último entre la gente que se preocupaba de esas cosas. Estos eran de una tienda de la ciudad donde la gente hacía cola durante horas para comprarlos. Estúpidos. ¿No tenían nada mejor que hacer? Aunque no daba la impresión de que Lauren hubiera hecho cola durante horas. ¡Al fin y al cabo, Lauren tenía cosas mejores que hacer que el resto del mundo! Rachel tuvo la sensación de que quizá hubiera habido una historia en torno a la adquisición de los macarons, aunque en realidad nunca prestaba atención cuando Lauren hablaba de algo que no tuviera que ver con Jacob.
Eligió uno de frambuesa y dio un mordisco de prueba.
«Oh, Dios», exclamó al momento, y pensó, por primera vez en no sabía cuánto tiempo, en el sexo. Dio otro mordisco más grande. «Virgen María». Soltó una carcajada. Normal que la gente hiciera cola. Era exquisito: el sabor a frambuesa del cremoso interior era como una leve caricia en su piel; la textura del merengue suave y tierna, como comer una nube.
Un momento. ¿Quién había dicho eso?
«¡Es como comer una nube, mamá!». Una carita extasiada.
Janie. Cuando tenía cuatro años. La primera vez que probó el algodón de azúcar en… el Luna Park. O en una fiesta del colegio. Rachel no podía concretar más el recuerdo. Estaba concentrada en la cara resplandeciente de Janie y en sus palabras. «¡Es como comer una nube, mamá!».
A Janie le habrían encantado aquellos macarons.
De pronto la galleta se le escurrió entre los dedos y Rachel se encorvó, como si pudiera esquivar el primer puñetazo, pero era demasiado tarde, le había alcanzado. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan mal. Una oleada de dolor, tan viva y punzante como aquel primer año en que se despertaba y por un instante creía haberla olvidado, antes de recordar que Janie ya no estaba en la habitación del fondo del pasillo, rociándose con el mareante aroma del desodorante Impulso, embadurnándose de maquillaje naranja su piel perfecta de diecisiete años al ritmo de la música de Madonna.
Aquella avasalladora injusticia le partía el corazón y se lo retorcía como si tuviera contracciones. A mi hija le habrían encantado estas estúpidas pastas. Mi hija habría tenido una carrera profesional. Mi hija podría haber ido a Nueva York.
Un cable de acero le ceñía el pecho con tanta presión que le pareció que se ahogaba y abrió la boca en busca de aire, pero por debajo del pánico pudo oír la avezada y tranquila voz de la experiencia: Ya has pasado por esto. No te vas a morir. Parece que no, pero estás respirando. Parece que llorarás sin cesar, pero no es así.
Al cabo de un rato, la presión del cable alrededor del pecho fue disminuyendo paulatinamente hasta que pudo volver a respirar. Nunca desaparecía del todo. Se había resignado hacía mucho tiempo. Moriría con el cepo del dolor aferrado a su pecho. Tampoco quería que desapareciera. Eso sería como si Janie no hubiera existido nunca.
Se acordó de las tarjetas de Navidad del primer año. «Queridos Rachel, Ed y Rob: os deseamos una feliz Navidad y un próspero Año Nuevo».
Era como si hubiera eliminado el espacio donde había estado Janie. ¡Feliz! ¿Es que habían perdido el juicio? Cada vez que abría nuevas tarjetas, maldecía y las rompía en mil pedazos.
«Mamá, no seas dura con ellos, es que no saben qué otra cosa poner», le había dicho Rob con voz cansada. Solo tenía quince años, pero la expresión grave de su cara era más propia de un triste y pálido cincuentón con acné.
Rachel retiró con el dorso de la mano los restos de macarons que se habían esparcido por las sábanas. «¡Migas, Dios mío, mira cuántas migas!», habría dicho Ed. Él pensaba que comer en la cama era inmoral. Además, le habría dado un ataque si llega a ver la televisión encima de la cómoda. Creía que la gente que veía la televisión en su cuarto se parecían a los adictos a la cocaína: tipos débiles y pervertidos. Según Ed, el dormitorio era para rezar arrodillado al borde de la cama, con la cabeza apoyada en la punta de los dedos y un veloz movimiento de labios (muy deprisa, no creía en hacer perder mucho tiempo al Gran Tipo), seguido de sexo (a ser posible todas las noches) y, después, a dormir.
Tomó el mando a distancia y apuntó a la televisión, zapeando de un canal a otro.
Un documental sobre el Muro de Berlín.
No. Demasiado triste.
Uno de esos programas de investigación criminal.
Jamás.
Una comedia familiar.
Lo dejó ahí un momento, pero eran un marido y su mujer peleándose a grito limpio, con unas horribles voces chillonas. De manera que pasó a un programa de cocina y bajó el volumen. Desde que se había quedado sola, le gustaba acostarse con la televisión puesta; la consoladora banalidad del murmullo de voces y las imágenes parpadeantes mitigaban la sensación de terror que, en ocasiones, se apoderaba de ella.
Se puso de costado y cerró los ojos. Dormía con las luces dadas. Ed y ella no soportaban la oscuridad desde la muerte de Janie. No podían irse a dormir como la gente corriente. Tenían que engañarse a sí mismos y hacer como que no se iban a dormir.
Tras sus párpados cerrados se proyectaban imágenes de Jacob por una calle de Nueva York, agachado con su pequeño peto vaquero y las manos gordezuelas en las rodillas, contemplando el vapor que salía por las rejillas del alcantarillado. ¿Sería vapor muy caliente?
¿Había estado llorando antes por Janie o en realidad había sido por Jacob? De lo que estaba segura era de que, cuando se lo llevaran, la vida volvería a ser insoportable, solo que —y eso era lo peor—, de hecho, la soportaría, no se moriría por eso, seguiría viviendo un día tras otro en una interminable sucesión de amaneceres y anocheceres que Janie nunca llegó a ver.
¿Me has llamado, Janie?
Ese pensamiento era como la punta de un cuchillo pinchando y hurgando en lo más íntimo.
En alguna parte había leído que los soldados heridos en el campo de batalla imploraban morfina y llamaban a sus madres desesperados. En especial los soldados italianos: «Mamma mia!», gritaban.
Con un movimiento brusco que acusó su espalda, Rachel se incorporó y saltó de la cama con el pijama de Ed (llevaba poniéndoselos desde que este murió; ya no olían a él, pero ella casi podía imaginar que sí).
Se arrodilló junto a su cómoda y sacó un viejo álbum de fotos con una descolorida cubierta de vinilo verde.
Volvió a sentarse en la cama y lo hojeó despacio. Janie riéndose. Janie bailando. Janie comiendo. Janie enfurruñada. Janie con sus amigas.
También él. Aquel muchacho. No miraba a la cámara, sino a Janie, como si ella acabara de decir algo ocurrente y divertido. ¿Qué habría dicho? Siempre se lo preguntaba cuando veía aquella foto. ¿Qué dijiste, Janie?
Rachel puso la punta del dedo encima del rostro sonriente y pecoso del muchacho y contempló su mano artrítica y cubierta de manchas de vejez cerrándose en un puño.