6 DE ABRIL DE 1984

Lo primero que hizo Janie Crowley cuando saltó de la cama aquella fría mañana de abril fue atrancar el respaldo de la silla debajo del picaporte de la puerta para que sus padres no pudieran entrar en la habitación. Luego se arrodilló al borde de la cama y levantó la punta del colchón para retirar una caja azul claro. Se sentó en la cama y sacó una pequeña pastilla amarilla de su envoltorio, sosteniéndola en la yema del dedo, contemplándola y pensando en todo lo que significaba, antes de ponérsela en medio de la lengua con la misma reverencia que si estuviera tomando la comunión. Luego volvió a esconder la caja debajo del colchón, saltó otra vez a su cálida cama, tiró para arriba de las mantas y encendió el radiodespertador, con el sonido enlatado de Madonna cantando Like a Virgin.

La pequeña pastilla tenía un sabor a producto químico, dulce y deliciosamente pecaminoso.

«Piensa que tu virginidad es un don. No se la entregues a cualquiera», le había dicho su madre en una de esas conversaciones donde trataba de hacerse la progre, como si estuviera bien cualquier forma de sexo prematrimonial, como si su padre no cayera de rodillas y rezara mil novenas solo de pensar que alguien tocara a la niña de sus ojos.

Janie no tenía la menor intención de entregársela a cualquiera. Había sometido a un minucioso estudio todas las solicitudes y hoy informaría al afortunado candidato.

La radio dio las noticias, aburridas en su mayor parte, que no tenían nada que ver con ella y se desvanecieron al instante en su conciencia; lo único interesante era que había nacido el primer bebé-probeta en Canadá. ¡Australia ya tenía un bebé-probeta! ¡Te hemos ganado, Canadá! Ja, ja. (Tenía unas primas canadienses mayores que le hacían sentirse inferior con su sofisticada amabilidad y su acento no del todo americano). Se sentó en la cama, tomó su diario y dibujó un bebé largo y flaco aprisionado en una probeta, con las manitas contra el cristal y la boca abierta. «¡Dejadme salir, dejadme salir!». Haría reír a las chicas del colegio. Cerró de golpe el diario. La idea de un bebé-probeta tenía algo de repelente. Le recordaba el día en que en la clase de ciencias les hablaron de los «óvulos» de la mujer. ¡Qué asco! Por si fuera poco, el profesor era varón. Un varón hablando de los óvulos de una mujer. Era de lo más inadecuado. Janie y sus amigas estaban furiosas. Además, seguro que pretendía mirarlas a todas por debajo de sus blusas. Cierto que nunca le habían sorprendido haciéndolo, pero notaban su repulsivo deseo.

Era una vergüenza que la vida de Janie fuera a acabar en poco más de ocho horas porque no estuviera en su mejor momento. Había sido un bebé adorable, una niña encantadora, una adolescente tímida y cariñosa, y luego, en mayo pasado, hacia su decimoséptimo cumpleaños, había cambiado. Apenas era consciente de su nueva situación. No era culpa suya. Todo le aterrorizaba (la universidad, conducir un coche, pedir cita por teléfono en la peluquería). Sus hormonas la estaban volviendo loca y muchos chicos estaban empezando a mostrarse agresivamente interesados en ella, como si fuera una chica guapa, cosa que estaba bien, pero la confundía porque cuando se miraba en el espejo solo veía su cara vulgar y detestable y su extraño cuerpo larguirucho. Parecía una mantis religiosa. Se lo había dicho una chica del colegio, y era verdad. Piernas excesivamente largas. Especialmente los brazos. Totalmente desproporcionada.

Además, a su madre le estaba pasando algo raro en aquel momento, de manera que no le estaba prestando atención a Janie cuando hasta hacía bien poco se había dedicado a ella con irritante ferocidad. (¡Su madre tenía cuarenta años! ¿Qué podía estar pasando en su vida que fuera tan interesante?). Se sentía desasosegada por haberse visto privada de semejante foco de atención sin previo aviso. En realidad, era doloroso, aunque ella jamás lo hubiera reconocido, ni siquiera era consciente de que le había dolido.

Si Janie hubiera vivido, su madre habría recuperado su habitual dedicación absoluta y ella habría vuelto a ser un encanto para su decimonoveno cumpleaños. Habrían estado todo lo unidas que pueden estarlo madre e hija, y Janie habría enterrado a su madre y no al revés.

Si Janie hubiera vivido, habría coqueteado con drogas blandas y chicos malos, aerobic acuático y jardinería, Botox y sexo tántrico. A lo largo de su vida habría sufrido tres accidentes de tráfico sin importancia, treinta y cuatro malos resfriados y dos intervenciones quirúrgicas de consideración. Habría sido una diseñadora gráfica de moderado éxito, una buceadora nerviosa, una excursionista quejica, una entusiasta del senderismo y una de las primeras en adquirir el iPod, el iPhone y el iPad. Se habría divorciado de su primer marido y habría tenido gemelas por fertilización «in vitro» con el segundo, y la expresión «bebé probeta» le habría pasado por la cabeza como un chiste antiguo, mientras colgaba sus fotos en Facebook para que sus primas canadienses hicieran clic en Me gusta. Habría cambiado su nombre por el de Jane a los veinte y a los treinta habría vuelto a Janie.

Si Janie Crowley hubiera vivido, habría viajado y hecho dieta, bailado y cocinado, reído y llorado, visto mucha televisión y hecho todo lo que hubiera podido.

Pero nada de eso iba a suceder, porque era la mañana del último día de su vida y, aunque le habría gustado ver las caras de sus amigas con el rímel corrido hechas un esperpento, abrazadas unas a otras y llorando ante su tumba en una orgía de dolor, en realidad habría preferido haber descubierto todas las cosas que estaban esperando a ocurrirle.