A Cecilia el médico le recordó a un cura o un político. Alguien especializado en la compasión profesional. Tenía una mirada cordial y comprensiva, y hablaba claro y despacio, con autoridad y paciencia, como si Cecilia y John-Paul fueran sus alumnos y necesitara que entendieran un concepto complicado. Cecilia quería echarse a sus pies y abrazarse a sus rodillas. Para ella aquel hombre tenía un poder absoluto. Era Dios. Aquel hombre asiático de habla mesurada, con gafas y camisa de rayas azules y blancas muy parecida a una de John-Paul, era Dios.
A lo largo del día anterior y de la larga noche, mucha gente se había acercado para hablar con ellos: los sanitarios, los médicos y enfermeras del servicio de urgencias. Todos habían sido amables, pero se movían con prisa, fatigados y acelerados de acá para allá. Había ruido y luces blancas parpadeando constantemente en su visión periférica, pero ahora estaban hablando con el doctor Yue en el espacio silencioso, casi eclesial, de la Unidad de Cuidados Intensivos. Estaban fuera de la habitación acristalada donde Polly yacía en una cama individual, conectada a un montón de tubos. Estaba profundamente sedada. En el brazo izquierdo le habían puesto una vía y el derecho estaba vendado. En algún momento una enfermera le había apartado el pelo de la frente y se lo había sujetado a un lado, con lo que no parecía ella.
El doctor Yue parecía muy inteligente porque llevaba gafas y quizá porque era asiático, lo que no dejaba de ser un estereotipo racista, pero a Cecilia no le importaba. Esperaba que la madre del doctor hubiera sido una madre exigente, confiada en que su hijo no tuviera más intereses que la medicina. Le encantaba el doctor Yue. Le encantaba la madre del doctor Yue.
¡Pero el puñetero John-Paul! Parecía no darse cuenta de que estaba hablando con Dios. No dejaba de interrumpir. Hablaba con demasiada brusquedad. ¡Incluso con grosería! Si John-Paul ofendía al doctor Yue, quizá no se esforzara tanto por Polly. Cecilia sabía que para el médico aquello era su trabajo y que Polly no era más que una de sus pacientes, y ellos, dos padres angustiados más. Además todo el mundo sabía que los médicos estaban sobrecargados de trabajo, agotados, y que cometían pequeños errores, como los pilotos de las líneas aéreas, de consecuencias catastróficas. Cecilia y John-Paul tenían que mostrarse diferentes de alguna manera. Tenían que hacer ver que Polly no era una paciente más, que era Polly: su niña pequeña, su divertida, irritante y encantadora niña pequeña. A Cecilia le faltaba el aliento y, por un instante, se quedó sin respiración.
El doctor Yue le dio una palmadita en el brazo.
—Sé que esto es terriblemente angustioso para usted, señora Fitzpatrick, y que ha pasado la noche en vela.
John-Paul miró de reojo a Cecilia, como si se hubiera olvidado de que ella también estaba allí. Le tomó de la mano.
—Continúe, por favor —dijo.
Cecilia sonrió agradecida al doctor.
—Estoy bien —aseguró—. Gracias. Ya ve lo simpáticos y poco exigentes que somos.
El doctor Yue pasó revista a las lesiones de Polly. Un serio traumatismo, si bien el TAC no había revelado señales de una lesión cerebral grave. El reluciente casco rosa había cumplido su función. Como ya les habían explicado, aún había riesgo de que sufriera una hemorragia interna, pero estaba monitorizada y, por el momento, todo iba bien. Sabían también que Polly había sufrido graves abrasiones en la piel, así como fractura de tibia y rotura del bazo. Ya le habían extirpado el bazo. Muchas personas vivían sin bazo. Podía correr cierto peligro de ver su inmunidad reducida y le habían recomendado antibióticos por si…
—El brazo —interrumpió John-Paul—. La mayor preocupación por la noche parecía ser el brazo derecho.
—Sí. —El doctor Yue miró fijamente a Cecilia, inspiró y espiró, como si fuera un maestro de yoga enseñando técnicas de respiración—. Siento mucho decirles que el brazo no puede salvarse.
—¿Cómo dice? —dijo Cecilia.
—Oh, Dios —exclamó John-Paul.
—Perdone —continuó Cecilia procurando ser correcta, aunque estaba en pleno acceso de ira—. ¿Qué quiere decir con que no puede salvarse?
Sonaba como si el brazo de Polly estuviera en el fondo del océano.
—Ha sufrido una lesión irreparable en los tejidos, doble fractura y ya no hay suficiente aporte sanguíneo. Nos gustaría practicar la intervención esta tarde.
—¿Intervención? —repitió Cecilia—. ¿Por intervención se refiere usted a…?
No pudo pronunciar la palabra. Era insoportablemente obscena.
—Amputación —indicó el doctor—. Por encima del codo. Sé que es una noticia terrible para ustedes. Ya he avisado para que los vea un psicólogo…
—No —refutó Cecilia enérgicamente. No lo toleraría. No tenía ni idea de cuál era la función del bazo, pero sí sabía para qué valía el brazo derecho—. Es diestra, doctor Yue. Tiene seis años. ¡No puede vivir sin el brazo! —Su voz empezaba a tener ese matiz de histeria maternal que tanto había intentado reprimir.
¿Por qué no decía nada John-Paul? Ya no interrumpía bruscamente al médico, al que había dejado de mirar, para contemplar a Polly a través de la cristalera.
—Sí puede, señora Fitzpatrick —aseguró el doctor Yue—. Lo siento muchísimo, pero sí que puede.
Había un largo y ancho pasillo hasta las pesadas puertas de madera que daban paso a la Unidad de Cuidados Intensivos, más allá de las cuales solo se permitía el acceso a los miembros de la familia. Una hilera de ventanas altas dejaba pasar rayos de sol con pequeñas motas de polvo en suspensión, que le hicieron pensar en una iglesia. A lo largo del pasillo había gente sentada en sillas de piel marrón leyendo, enviando mensajes o hablando por los teléfonos móviles. Era como una versión más tranquila de una terminal de aeropuerto. Gente con expresión tensa y fatigada por esperas increíblemente largas. Repentinas explosiones contenidas de emoción.
Rachel se sentó en una de las sillas de piel marrón mirando a las puertas de madera, por si veía salir a Cecilia o a John-Paul Fitzpatrick.
¿Qué podía decir a los padres de una niña a la que has atropellado con el coche y has estado a punto de matar?
Las palabras «Lo siento» sonaban a insulto. Eso se dice cuando se choca con el carrito de otra persona en el supermercado. Aquí hacían falta disculpas más contundentes.
«Lo siento profundamente. No imaginan cómo me arrepiento. Quiero que sepan que jamás me lo perdonaré».
Qué decir cuando se conoce el verdadero alcance de tu culpabilidad; una culpa mucho mayor a la que ayer le atribuyeron los estrafalarios jóvenes sanitarios de la ambulancia y agentes de policía que llegaron al escenario del accidente. La trataron como a una anciana temblorosa involucrada en un trágico accidente. Pero las palabras seguían ordenándose en su mente: Vi a Connor Whitby y puse el pie en el acelerador. Vi al hombre que asesinó a mi hija y quise hacerle daño.
No obstante, el instinto de conservación debió de impedirle confesarlo en voz alta, ya que, de haberlo hecho, la habrían detenido por tentativa de asesinato.
Solo recordaba haber dicho: «No vi a Polly. No la vi hasta que ya fue demasiado tarde».
—¿A qué velocidad iba, señora Crowley? —le preguntaron con toda amabilidad y respeto.
—No lo sé —dijo—. Lo siento. No lo sé.
Era verdad. No lo sabía. Pero sí sabía que había tenido tiempo de sobra para poner el pie en el freno y dejar que Connor Whitby cruzara la calzada.
Le dijeron que no era probable que formularan cargos contra ella. Al parecer, un hombre en un taxi había visto a la niña en bicicleta ir derecha contra el coche. Le preguntaron a quién podían llamar para que viniera a recogerla. Insistieron en ello, aun cuando habían pedido otra ambulancia para ella y los enfermeros le habían hecho un reconocimiento general resolviendo que no necesitaba ir al hospital. Rachel dio a la policía el número de Rob, que se presentó inmediatamente (debió de haber ido a toda velocidad) en el coche con Lauren y Jacob. Rob estaba pálido. Jacob sonrió y le saludó con su mano gordezuela desde el asiento de atrás. El enfermero dijo a Rob y Lauren que Rachel estaba un poco aturdida y que debía descansar, mantenerse abrigada y que no la dejaran sola. Debería ver cuanto antes a su médico de cabecera para un chequeo.
Fue horrible. Rob y Lauren cumplieron las órdenes a rajatabla y Rachel no pudo quitárselos de encima por mucho que lo intentó. No podía poner en orden sus pensamientos con ellos de acá para allá, llevándole tazas de té y cojines. Para remate, se presentó el vivaracho padre Joe, muy molesto porque los miembros de su congregación chocaran unos contra otros.
—¿No debería estar diciendo la misa de Viernes Santo? —preguntó Rachel desagradecida.
—Está todo bajo control, señora Crowley —afirmó; luego tomó su mano y añadió—: Sabe que esto ha sido un accidente, ¿verdad, señora Crowley? Hay accidentes. Todos los días. No debe echarse la culpa.
Oh, tú, dulce e ingenuo joven, qué sabrás tú de culpas. No tienes ni idea de lo que son capaces tus feligreses. ¿Crees de verdad que alguno de nosotros te confiesa sus verdaderos pecados, nuestros terribles pecados?
Al menos le sería útil como informante. Prometió que la mantendría constantemente al corriente de la evolución de Polly y fue fiel a su palabra.
«Sigue viva», se repetía Rachel a cada nueva noticia. «No la he matado. Esto no es irreparable».
Al final, Lauren y Rob se llevaron a Jacob a casa después de cenar y Rachel pasó la noche evocando una y otra vez aquellos breves momentos.
La cometa en forma de pez. Connor Whitby cruzando la calzada sin hacer caso de ella. Su pie en el acelerador. El reluciente casco rosa de Polly. Frenazo. Frenazo. Frenazo.
Connor estaba bien. Ni un rasguño.
El padre Joe había llamado esa mañana para decirle que no había más noticias aparte de que Polly estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital Infantil de Westmead, recibiendo la mejor atención posible.
Rachel le había dado las gracias y, en cuanto colgó el teléfono, llamó a un taxi para que la llevara al hospital.
No tenía ni ida de si podría ver al padre o la madre de Polly o si ellos querrían verla —probablemente no—, pero le pareció que debía estar allí. No se sentía cómoda en casa, como si la vida siguiera tal cual.
La doble puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos se abrió de golpe y Cecilia Fitzpatrick salió como un vendaval, como un cirujano que fuera a salvar una vida. Recorrió a toda prisa el pasillo, pasó por delante de Rachel y, en ese momento, se detuvo a mirarla, perpleja y parpadeante, como una sonámbula que acabara de despertar.
Rachel se puso en pie.
—¿Cecilia?
Una mujer mayor de pelo blanco se materializó delante de ella. Se la veía tambaleante y Cecilia la tomó instintivamente por el codo.
—Hola, Rachel —saludó al reconocerla.
Por un momento solo vio en ella a Rachel Crowley, la amable, distante y siempre eficiente secretaria del colegio. Entonces un espeluznante recuerdo volvió a su memoria: John-Paul, Janie, el rosario. No había pensado en ello desde el accidente.
—Ya sé que soy la última persona a quien querrás ver en este momento —dijo Rachel—. Pero tenía que venir.
Cecilia recordaba vagamente que Rachel Crowley era la conductora del coche que había atropellado a Polly. Se había dado cuenta en su momento, pero no le había dado mayor importancia. El pequeño utilitario azul había actuado como una fuerza de la naturaleza: un tsunami, un alud. Como si no llevara conductor.
—Lo siento mucho —dijo Rachel—. No imaginas cuánto lo siento.
Cecilia no entendió muy bien a qué se refería. Estaba demasiado aturdida por el agotamiento y el impacto de lo que acababa de contarles el doctor Yue. Las células del cerebro, normalmente ágiles, campaban a sus anchas y tenía una gran dificultad para ponerlas en orden.
—Fue un accidente —dijo, con el alivio de quien recuerda la frase perfecta en un idioma extranjero.
—Sí —dijo Rachel—, pero…
—Polly iba en busca del señor Whitby —explicó Cecilia. Las palabras fluían mejor—. No miró. —Cerró un momento los ojos y vio a Polly desaparecer bajo el coche; volvió a abrirlos y le vino a los labios otra frase perfecta—: No debes culparte.
Rachel movió la cabeza con impaciencia y manoteó en el aire como si la estuviera molestando un insecto. Agarró a Cecilia por el antebrazo y apretó.
—Cuéntame, por favor. ¿Cómo está? ¿Son graves… las heridas?
Cecilia miró la mano arrugada y nudosa de Rachel aferrada a su antebrazo. Vio el pequeño, flaco y saludable brazo infantil de Polly y se encontró a sí misma escalando un inestable muro de resistencia. Era inaceptable. Sencillamente, no podía suceder. ¿Por qué no su brazo? Su brazo corriente y nada atractivo, con sus pecas y manchas de vejez. Si esos bastardos querían un brazo, que se lo quitaran a ella.
—Dicen que tiene que perder el brazo —susurró.
—No. —Rachel apretó la mano.
—No puedo. No puedo.
—¿Lo sabe ella?
—No.
Aquello era monstruoso e interminable, con tentáculos que crecían, se curvaban y se retorcían porque ni siquiera se había puesto a pensar en cómo se lo diría a Polly o, de hecho, en lo que aquel acto bárbaro iba a significar para Polly, porque estaba absorta en lo que significaba para ella misma, en que no iba a poder soportarlo, en que tenía la sensación de que se estaba cometiendo un crimen violento contra ella, Cecilia. Ese era el precio por la admiración y el orgullo que siempre había sentido por el cuerpo de sus hijas.
¿Qué aspecto tendría ahora el brazo de Polly bajo los vendajes? «El brazo no puede salvarse». El doctor Yue le había asegurado que estaban mitigando el dolor de Polly.
Cecilia tardó un momento en darse cuenta de que Rachel se estaba desplomando, que las rodillas no la sostenían. La cogió a tiempo, agarrándola por los brazos y sujetando todo su peso. El cuerpo de Rachel era sorprendentemente liviano para una mujer alta, como si tuviera los huesos porosos, si bien, no obstante, era complicado mantenerla derecha, como si le acabaran de pasar un paquete grande y poco manejable.
Un hombre que apareció por allí con un ramo de claveles rosas se detuvo, se puso las flores bajo el brazo y ayudó a Cecilia a llevar a Rachel a un asiento cercano.
—¿Quiere que busque un médico? —preguntó—. Seguro que encuentro alguno. ¡Estamos en el lugar indicado!
Rachel se negó en redondo. Estaba pálida y temblorosa.
—No es más que un mareo.
Cecilia se arrodilló junto a Rachel y sonrió cortésmente al hombre.
—Gracias por su ayuda.
—No hay de qué. Tengo que irme. Mi mujer ha tenido nuestro primer hijo. Hace tres horas. Una niña.
—¡Enhorabuena! —tardó en decir Cecilia, cuando él ya se había alejado, caminando alegremente, en el día más feliz de su vida.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Cecilia a Rachel.
—Lo siento mucho.
—No es culpa tuya —dijo Cecilia, con un deje de impaciencia. Había salido a tomar un poco el aire, a dejar de gritar, pero tenía que volver. Necesitaba atar cabos. Maldita la falta que le hacía hablar con un psicólogo, muchas gracias. Lo que necesitaba era volver a hablar con el doctor Yue. Pero esta vez tomaría notas, haría preguntas y no se preocuparía por caer bien.
—No lo entiendes —dijo Rachel. Miró fijamente a Cecilia con los ojos enrojecidos y llorosos. Tenía la voz aguda y débil—. Es culpa mía. Yo puse el pie en el acelerador. Quería matarle porque él mató a Janie.
Cecilia se agarró al brazo de la silla de Rachel, como si fuera un precipicio al que la hubieran arrojado, y se levantó.
—¿Querías matar a John-Paul?
—Por supuesto que no. Quería matar a Connor Whitby. Él asesinó a Janie. He encontrado un vídeo. Es la prueba.
Fue como si alguien la agarrara por los hombros y la hiciera darse la vuelta para enfrentarse con la evidencia de una atrocidad.
No tuvo que esforzarse en entenderlo. Lo comprendió todo en un instante.
Lo que había hecho John-Paul.
Lo que había hecho ella.
La responsabilidad ante sus hijas. La pena que pagaría Polly por el delito de sus padres.
Sintió que su cuerpo se inundaba del blanco resplandor de una explosión nuclear. No era más que la carcasa de su antiguo yo. Pero no tembló. Ni le flojearon las piernas. Permaneció totalmente inmóvil.
Ya nada importaba. No podía haber nada peor que aquello.
Lo importante en ese momento era la verdad. Eso no salvaría a Polly. No los redimiría a ellos en absoluto. Pero era absolutamente necesario. Era una tarea urgente que Cecilia necesitaba borrar de su lista en aquel preciso instante.
—Connor no mató a Janie —empezó Cecilia, notando el movimiento arriba y abajo de su mandíbula al hablar. Era como un títere de madera.
Rachel se quedó muy quieta. Su mirada suave y llorosa se endureció visiblemente.
—¿Qué quieres decir?
Cecilia oyó salir las palabras de su boca reseca y con aliento amargo:
—A tu hija la mató mi marido.