CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

—No hay mantequilla —anunció Isabel—. Tampoco margarina.

Se volvió del frigorífico y miró a su madre en actitud interrogante.

—¿Estás segura? —preguntó Cecilia.

¿Cómo habría podido suceder? Nunca se olvidaba de los artículos de primera necesidad. Tenía un sistema infalible. El frigorífico y la despensa siempre estaban perfectamente abastecidos. A veces John-Paul telefoneaba camino de casa y preguntaba si necesitaba que comprara leche o algo, y ella siempre le decía que no.

—Pero ¿no vamos a tomar panecillos de Pascua? —preguntó Esther—. Siempre tomamos panecillos de Pascua para desayunar en Viernes Santo.

—Y los tendremos —aseguró John-Paul rozando inconscientemente con los dedos la cintura de Cecilia al dirigirse a la mesa de la cocina—. Los panecillos de Pascua de vuestra madre son tan buenos que no necesitan mantequilla.

Cecilia lo miró. Estaba pálido y algo tembloroso, como si se estuviera recuperando de la gripe, y se le veía en un estado de ánimo trémulo, tierno.

Se encontró deseando que sucediera algo —que sonara estruendosamente el timbre del teléfono, que llamaran insistentemente a la puerta—, pero la mañana transcurrió en un tranquilo y apacible silencio. No iba a pasar nada en Viernes Santo. Ese día tenía su propia burbuja protectora.

—Siempre tomamos los panecillos de Pascua con montones y montones de mantequilla —recordó Polly, sentada a la mesa de la cocina con su pijama rosa de franela, el pelo negro revuelto, las mejillas sonrosadas de sueño—. Es una tradición familiar. Ve a la tienda, mamá, y trae mantequilla.

—No hables así a tu madre. No es tu esclava —replicó enfadado John-Paul al tiempo que Esther levantaba la vista del libro de la biblioteca para decir:

—Las tiendas están cerradas, tonta.

—Es igual —suspiró Isabel—. Voy a ir a Skype con…

—No vas a ir a ningún sitio —cortó Cecilia—. Vamos a comer todos gachas y luego iremos a pie hasta el patio del colegio.

—¿A pie? —dijo Polly despectivamente.

—Sí, a pie. Ha quedado un día muy bonito. O podéis ir en bici. Llevaremos el balón de fútbol.

—Yo voy con el equipo de papá —pidió Isabel.

—Y a la vuelta nos pasaremos por la estación de servicio de BP, compraremos mantequilla y tomaremos los panecillos de Pascua al llegar a casa.

—Perfecto —dijo John-Paul—. Eso suena perfecto.

—¿Sabías que hubo gente que no quería que se derribara el Muro de Berlín? —dijo Esther—. ¡Qué raro! ¿Por qué iba a querer alguien vivir detrás de un muro?

—Bueno, ha estado todo muy bien, pero tengo que irme —dijo Rachel.

Volvió a dejar la taza en la mesita de café. Había cumplido con su deber. Se impulsó hacia delante y tomó aliento. Era otro de esos sofás bajos, imposible a la hora de levantarse. ¿Podría hacerlo por sí sola? Lauren sería la primera en ayudarla si veía que tenía alguna dificultad. Rob llegaba siempre cuando ya era tarde.

—¿Qué vas a hacer el resto del día? —preguntó Lauren.

—Ya me entretendré con algo —dijo Rachel. «Contaré los minutos». Extendió una mano a Rob—: Dame la mano, cariño.

Cuando Rob se disponía a ayudarla, apareció Jacob con una foto enmarcada que había cogido de la biblioteca y se la puso encima a Rachel:

—Papá —dijo señalándole.

—Así es —repuso Rachel.

Era una foto de Rob y Janie en un campamento de vacaciones de la costa sur el año anterior a la muerte de Janie. Estaban delante de una tienda y Rob le ponía los dedos por encima de la cabeza a Janie como si fueran orejas de conejo. ¿Por qué los niños insistían en hacer esas cosas?

Rob se acercó y señaló a su hermana.

—¿Y está quién es, amiguito?

—La tía Janie —dijo Jacob claramente.

Rachel contuvo el aliento. Nunca le había oído nombrar a la tía Janie, aunque Rob y ella se la habían mostrado en las fotos desde que era bebé.

—Chico listo —le alborotó el pelo—, tu tía Janie te habría querido mucho.

Aunque lo cierto es que a Janie nunca le habían interesado demasiado los niños. Siempre prefirió construir ciudades con el Lego de Rob a jugar con muñecas.

Jacob le dirigió una mirada cínica, como si lo supiera, y se fue sosteniendo precariamente el marco de la foto entre sus dedos. Rachel puso una mano en la de Rob y él la ayudó a ponerse de pie.

—Bueno, muchas gracias, Lauren… —empezó y se quedó desconcertada al ver que Lauren miraba fijamente al suelo, como si estuviera ausente.

—Lo siento. —La miró con sonrisa llorosa—. Es la primera vez que oigo a Jacob decir «tía Janie». No sé cómo consigues superar este día, Rachel, todos los años, de verdad que no lo sé. Ojalá pudiera hacer algo.

Podrías no llevarte a mi hijo a Nueva York, pensó Rachel. Podrías quedarte aquí y tener otro niño. Pero se limitó a sonreír cortésmente y decir:

—Gracias, querida. Estoy estupendamente.

Lauren insistió.

—Ojalá la hubiera conocido. A mi cuñada. Siempre quise tener una hermana.

Tenía el rostro sonrosado y suave. Rachel apartó la mirada. No podía soportarlo. No quería ver ningún signo de la vulnerabilidad de Lauren.

—Estoy segura de que te habría querido mucho. —La frase de Rachel sonó tan superficial, incluso para sus propios oídos, que tosió, azorada—. Bueno, me voy. Gracias por venir hoy al parque conmigo. Significaba mucho para mí. Estoy deseando veros el domingo. ¡En casa de tus padres!

Se esforzó por poner una voz entusiasta, pero Lauren había vuelto a su ser y recuperado su aplomo.

—Perfecto —dijo fríamente y se inclinó hacia delante para rozar con los labios la mejilla de Rachel—. Por cierto, Rachel, Rob te dijo que llevaras una pavlova, pero no hace falta.

—No es ningún problema, Lauren —dijo Rachel.

Creyó haber oído suspirar a Rob.

—Así que ahora Will hará su aparición estelar. —Lucy se apoyó pesadamente en el brazo de Tess mientras veían que el taxi de Tess doblaba la esquina al final de la calle. Liam había desaparecido por algún lugar de la casa—. Esto es como una representación teatral. La malvada amante hace mutis. Entra el marido escarmentado.

—En realidad, no es una amante malvada —objetó Tess—. Me ha confesado que lleva años enamorada de él.

—¡Por Dios! —exclamó Lucy—. Qué chica más tonta. ¡Con la de peces que hay en el mar! ¿Por qué quiere tu pez?

—Es un pez muy bueno, me figuro.

—Entonces, ¿debo entender que le perdonas?

—No lo sé. No sé si puedo. Me da la sensación de que solo vuelve a mí por Liam, que se conforma conmigo, como segundo plato.

La idea de ver a Will la llenaba de una confusión casi insoportable. ¿Lloraría? ¿Gritaría? ¿Se arrojaría a sus brazos? ¿Le daría una bofetada? ¿Le ofrecería un panecillo de Pascua? A él le encantaban los panecillos de Pascua. Evidentemente, no los merecía. «No te voy a dar un panecillo, nene». Eso es. Porque se trataba de Will. Imposible imaginar cómo mantendría el nivel de dramatismo y seriedad que exigía la situación. Sobre todo con Liam allí. Claro que, en realidad, no se trataba de Will, porque el auténtico Will jamás habría consentido que sucediera eso. Por tanto, era un extraño.

Su madre la observó. Tess esperó un sabio y cariñoso comentario.

—Imagino que no vas a recibirlo con ese viejo pijama andrajoso, ¿no, querida? Y que te darás un buen cepillado de pelo, espero.

Puso los ojos en blanco.

—Es mi marido. Ya sabe cómo soy cuando me levanto por las mañanas. Y, si es tan superficial, no lo quiero.

—Tienes razón, por supuesto —admitió Lucy dándose un golpecito en el labio inferior—. Caramba, Felicity estaba particularmente guapa esta mañana, ¿no es cierto?

Tess se rio. Quizá resistiría mejor si se arreglaba.

—Está bien, mamá. Me pondré una cinta en el pelo y me pellizcaré las mejillas. Vamos, lisiada, no sé por qué has tenido que salir para despedirla.

—No quería perderme nada.

—Nunca se han acostado juntos, fíjate —susurró Tess mientras sostenía con una mano la puerta mosquitera y con la otra a su madre.

—¿En serio? —inquirió Lucy—. Qué raro. En mis tiempos la infidelidad era mucho más escabrosa.

—¡Ya estoy listo! —Liam llegó corriendo por el pasillo.

—¿Para qué? —dijo Tess.

—Para ir a volar la cometa con ese profesor. El señor Whatby o como se llame.

—Connor —susurró Tess; a punto estuvo de soltar a su madre—. Mierda. ¿Qué hora es? Me había olvidado.

El móvil de Rachel sonó al llegar al final de la calle de Rob y Lauren. Frenó para contestar. Probablemente fuera Marla, que la llamaba por el aniversario de Janie. Rachel se alegró de poder hablar con ella. Le apetecía quejarse de los panecillos de Pascua perfectamente tostados de Lauren.

—¿Señora Crowley? —No era Marla. Era una voz desconocida de mujer. Sonaba igual que la estirada secretaria de un médico—. Soy la sargento-detective Strout de la Brigada de Homicidios. Quise llamarla anoche, pero no me dio tiempo, así que pensé que podría intentarlo esta mañana.

A Rachel le dio un vuelco el corazón. El vídeo. Estaba llamando en Viernes Santo. Un día festivo. Tenían que ser buenas noticias.

—Hola —saludó cordialmente—. Gracias por llamar.

—Bueno. Quería que supiera que hemos recibido el vídeo del sargento Bellach y que lo hemos, eh, repasado. —La voz de la sargento-detective Strout parecía más joven de lo que creyó en un primer momento. Estaba poniendo su tono más profesional en la llamada—. Señora Crowley, comprendo que pueda haber albergado grandes expectativas y que incluso haya pensado que esto podría ser algo decisivo. Por tanto, siento mucho si esta noticia le resulta decepcionante, pero tengo que decirle que a estas alturas no vamos a volver a interrogar a Connor Whitby. No creemos que el vídeo lo justifique.

—Pero si ese debió de ser su móvil —protestó Rachel con desesperación. Miró por la ventanilla del coche a un magnífico árbol que elevaba al cielo sus hojas doradas. Vio desprenderse una hoja y empezar a caer revoloteando rápidamente por el aire.

—Lo siento mucho, señora Crowley. En este momento no podemos hacer nada más. —Notó comprensión, eso sí, pero al mismo tiempo no se le escapó la condescendencia de una joven profesional hacia una persona mayor y profana. La madre de la víctima. Evidentemente, demasiado sensible como para mantener la objetividad. No comprende los métodos de la policía. Parte del trabajo consiste en procurar tranquilizarla.

Los ojos de Rachel se llenaron de lágrimas. La hoja se perdió de vista.

—Si quiere que vaya a verla después de las vacaciones de Pascua y hablemos, me encantará dedicarle el tiempo que sea preciso —se ofreció la sargento-detective Strout.

—No será necesario —respondió Rachel con frialdad—. Gracias por llamar.

Colgó y tiró el teléfono, que aterrizó en el asiento del copiloto.

—Inútil, condescendiente, miserable… —Se le hizo un nudo en la garganta. Giró la llave de contacto.

—¡Mirad la cometa de ese hombre! —señaló Isabel.

Cecilia levantó la vista y vio a un hombre con una cometa en forma de pez tropical en lo alto de la cuesta. Iba soltando carrete tras él como un globo.

—Es como sacar a un pez a pasear —bromeó John-Paul.

Iba casi doblado, empujando la bici de Polly, que se había quejado de que las piernas no le respondían. Polly iba toda tiesa, con un reluciente casco rosa y gafas de sol de plástico de estrella del rock con las lentes en forma de estrella.

Mientras miraba, Cecilia se inclinó hacia delante para beber de la botella morada de agua que había metido para ella en la bolsa blanca de redecilla.

—Los peces no andan —declaró Esther sin levantar la vista de su libro. Tenía una notable habilidad para andar y leer al mismo tiempo.

—Por lo menos podías pedalear un poco, princesa Polly —sugirió Cecilia.

—Tengo las piernas de gelatina —contestó Polly con delicadeza.

—Está bien. Es un buen ejercicio para mí. —John-Paul sonrió a Cecilia.

Cecilia respiró hondo. Había algo cómico y maravilloso en la visión de la cometa en forma de pez volando alegremente en el cielo por detrás del hombre que tenían delante. El aire tenía un olor dulce. El sol le calentaba la espalda. Isabel iba arrancando pequeños dientes de león amarillos de los setos y los iba metiendo en la trenza de Esther. Eso le recordó algo. Un libro o una película de su infancia. Algo relacionado con una niña que vivía en las montañas y llevaba flores en las trenzas. ¿Heidi?

—¡Bonito día! —dijo un hombre que tomaba té sentado en su porche. Cecilia lo conocía vagamente de la iglesia.

—¡Fantástico! —respondió cordialmente.

El hombre que estaba por delante de ellos con la cometa se detuvo. Sacó un teléfono del bolsillo y se lo llevó a la oreja.

—No es un señor. —Polly se incorporó—. ¡Es el profesor Whitby!

Rachel condujo como una autómata hasta su casa, procurando mantener la mente completamente libre de pensamientos.

Se detuvo ante un semáforo en rojo y miró la hora en el reloj del salpicadero. Eran las diez. A esa hora, veintiocho años atrás, Janie había salido del colegio y Rachel estaba probablemente planchándose el vestido para su cita con Toby Murphy. El puñetero vestido que Marla le había convencido para que se comprara porque enseñaba las piernas.

Tan solo siete minutos de retraso. Probablemente no habría cambiado las cosas. Nunca lo sabría.

«No vamos a adoptar ninguna iniciativa al respecto», volvió a oír la voz impertinente de la sargento-detective Strout. Vio el rostro congelado de Connor Whitby al detener el vídeo. Pensó en la culpabilidad inequívoca que transmitía su mirada.

Había sido él.

Dio un grito. Un grito horrible, capaz de helar la sangre, que resonó por todo el coche. Aporreó con ambos puños el volante. La asustó al tiempo que le dio vergüenza.

El semáforo se puso verde. Apretó el acelerador. ¿Era este el peor aniversario de todos o era siempre igual? Probablemente era siempre igual. Es tan fácil olvidarse de las cosas malas. Como el invierno. Como la gripe. Como el dolor del parto.

Notó el sol en la cara. Hacía buen día, como cuando murió Janie. Las calles estaban vacías. No se veía a nadie. ¿Qué hacía la gente el Viernes Santo?

La madre de Rachel solía ir al vía crucis. ¿Habría seguido siendo católica Janie? Probablemente no.

No pienses en la mujer que Janie podría haber sido.

No pensar en nada. No pensar en nada. No pensar en nada.

Cuando se llevaran a Jacob a Nueva York, no habría nada. Sería como la muerte. Todos los días se sentiría tan mal como hoy. Tampoco pienses en Jacob.

Sus ojos siguieron un remolino de hojas rojas semejantes a una algarabía de diminutos pájaros.

Marla siempre decía que se acordaba de Janie cuando veía un arco iris. Rachel le preguntaba por qué.

Por delante de ella se extendía la calzada vacía en la que el sol daba de frente. Entrecerró los ojos y bajó la visera. Siempre se olvidaba de las gafas de sol.

Por fin vio a alguien.

Aprovechó para distraerse. Era un hombre. Estaba en la acera con un globo de vivos colores. Parecía un pez. Como el pez de Buscando a Nemo. A Jacob le encantaría el globo.

El hombre estaba hablando por un teléfono móvil, con la mirada puesta en el globo.

No era un globo. Era una cometa.

—Lo siento. Al final no vamos a poder vernos —dijo Tess.

—Está bien —repuso Connor—. En otra ocasión. —La oía con toda nitidez. Pudo notar el tono y el timbre de su voz, más grave que en persona, un poco áspero. Apretó el teléfono contra la oreja, como si quisiera que su voz la envolviera.

—¿Dónde estás? —preguntó ella.

—En la acera, volando una cometa en forma de pez.

Tess sintió una oleada de arrepentimiento junto con una desilusión total, infantil, como si se hubiera perdido una fiesta de cumpleaños por una clase de piano. Quería acostarse con él una vez más. No quería sentarse en la fría casa de su madre a mantener una conversación complicada y dolorosa con su marido. Quería correr al sol con una cometa en forma de pez por el patio del colegio. Quería estar enamorada, no tratar de arreglar una relación rota. Quería ser la primera para alguien, no la segunda.

—Lo siento mucho —dijo.

—No tienes por qué sentirlo.

Hubo una pausa.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Mi marido viene de camino.

—Ah.

—Por lo visto, Felicity y él han terminado sin siquiera haber empezado.

—Entonces, me figuro que nosotros también. —No sonó a pregunta.

Vio a Liam jugando en el jardín. Le había contado que Will venía de camino. Estaba corriendo del seto a la valla y de la valla al seto, como si se estuviera entrenando para alguna competición a vida o muerte.

—No sé qué va a pasar. Es que, con Liam de por medio, al menos tengo que intentarlo. Darle una última oportunidad.

Pensó en Will y Felicity cogidos de la mano en el avión de Melbourne, con gesto estoico. Joder.

—Por supuesto —repuso él cordial y cariñoso—. No tienes por qué darme explicaciones.

—No debería haber…

—Por favor, no te arrepientas.

—De acuerdo.

—Dile que, si vuelve a tratarte mal, le parto las rodillas.

—Sí.

—En serio, Tess. No le des más oportunidades.

—No.

—Y si las cosas no salen bien. Bueno. Ya sabes. Guarda mi solicitud en tu archivo.

—Connor, alguna…

—No sigas —le cortó, y añadió en tono más suave—: No te preocupes, ya te dije que las chicas hacen cola en las calles por mí.

Ella se rio.

—Debería colgar ya —dijo—, si ese tipo tuyo está de camino.

En ese momento percibió claramente su decepción. Le hacía parecer brusco, casi agresivo, y parte de ella quiso seguir hablando con él, coquetear con él, asegurarse de que lo último que dijera fuera amable y sexy; entonces podría ser ella quien pusiera punto final a la conversación, de tal forma que pudiera archivar aquellos últimos días en su memoria bajo el epígrafe que mejor le conviniera. (¿Cuál sería ese epígrafe? «Aventuras en las que nadie resulta herido»).

Pero él tenía derecho a ser brusco y ella ya había abusado bastante de él.

—Está bien. Bueno. Adiós.

—Adiós, Tess. Cuídate.

—¡Señor Whitby! —gritó Polly.

—Oh, Dios mío. Mamá, ¡dile que se calle! —Isabel bajó la cabeza y se tapó los ojos.

—¡Señor Whitby! —se desgañitó Polly.

—Está demasiado lejos para oírte —suspiró Isabel.

—Cariño, déjale tranquilo. Está hablando por teléfono —dijo Cecilia.

—¡Señor Whitby! ¡Soy yo! ¡Hola, hola!

—Está fuera de su horario de trabajo —comentó Esther—. No está obligado a hablar contigo.

—¡Le gusta hablar conmigo! —Polly asió el manillar y empezó a pedalear con las ruedas en precario equilibrio por la acera, mientras su padre se quedaba atrás tratando de recuperar el aliento.

—¡Señor Whitby!

—Parece que sus piernas se han recuperado —comentó John-Paul masajeándose los riñones.

—Pobre hombre —dijo Cecilia—. Disfrutando del Viernes Santo y acosado por una alumna.

—Me figuro que es un riesgo profesional que debe asumir por vivir en la misma zona —observó John-Paul.

—¡Señor Whitby! —Polly avanzaba deprisa. Pedaleaba. Las ruedas rosas giraban.

—Por lo menos está haciendo algo de ejercicio —dijo John-Paul.

—Esto me da mucha vergüenza —declaró Isabel, quedándose rezagada y dando una patada a una valla—. Esperaré aquí.

Cecilia se detuvo y se volvió a mirarla.

—Oye, no vamos a permitir que le moleste mucho tiempo. Deja de dar patadas a esa valla.

—¿Por qué te da vergüenza, Isabel? —Quiso saber Esther—. ¿Tú también estás enamorada del señor Whitby?

—¡No, claro que no! ¡No seas asquerosa! —Isabel se puso roja como un tomate. John-Paul y Cecilia se miraron.

—¿Por qué ese tipo es tan especial? —preguntó John-Paul y, dando un codazo a Cecilia, añadió—: ¿Tú también estás enamorada de él?

—Las madres no pueden enamorarse —aseguró Esther—. Son demasiado viejas.

—Muchas gracias —dijo Cecilia—. Vamos, Isabel.

Se volvió a mirar a Polly justo cuando Connor Whitby bajó de la acera internándose en la calzada con la cometa volando por encima de él.

Polly enfiló un rebaje en la acera para bajar también.

—¡Polly! —llamó Cecilia, al mismo tiempo que John-Paul gritaba:

—¡Quieta ahí, Polly!