CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

—Siéntate con tu madre y relájate —dijo Lauren a Rob—. Traeré panecillos de Pascua y café. Jacob, tú vienes conmigo, jovencito.

Rachel se dejó caer en un sofá con cojines al lado de una estufa de leña. Era cómodo. Tenía el grado exacto de suavidad que cabía esperar. Gracias al impecable gusto de Lauren, todo en la bonita casa de su hijo, restaurada al estilo Federación, era perfecto.

El café que había sugerido Lauren en un principio estaba cerrado, con gran disgusto por su parte.

—Ayer llamé dos veces para preguntar a qué hora abrían —aseguró cuando vieron el cartel de «Cerrado» colgado en la puerta.

Rachel había seguido con interés el momento en que Lauren estuvo a punto de perder la compostura, pero se rehízo enseguida y propuso que fueran a su casa. Estaba más cerca que la casa de su suegra y a Rachel no se le ocurrió ninguna razón plausible para rechazar la propuesta sin parecer grosera.

Rob se sentó frente a ella en una butaca de rayas rojas y blancas y bostezó. Rachel reprimió un bostezo y se incorporó inmediatamente. No quería quedarse dormida como una anciana en casa de Lauren.

Consultó su reloj. Eran más de las ocho de la mañana. Todavía quedaban horas y horas que soportar antes de que acabara la jornada. A esa misma hora, veintiocho años atrás, Janie había tomado su último desayuno. Probablemente medio Weetabix. Nunca le gustó desayunar.

Rachel pasó la mano por la tapicería del sofá.

—¿Qué vais a hacer con vuestros preciosos muebles cuando os trasladéis a Nueva York? —le dijo a Rob como si tal cosa.

Podía hablar de su próximo traslado a Nueva York en el aniversario de la muerte de Janie. Por supuesto que podía.

Rob tardó unos momentos en responder. Se miró las rodillas. Iba a repetirle la pregunta cuando por fin contestó.

—Quizá alquilemos la casa amueblada —dijo como si hablar le supusiera un esfuerzo—. Todavía estamos pensándonoslo.

—Sí, me imagino que hay muchas cosas en que pensar —admitió Rachel cortante. «Sí, Rob, hay muchas que pensar antes de llevarse a mi nieto a Nueva York», y clavó las uñas en el sofá como si fuera un animal suave y gordo al que estuviera maltratando.

—¿Sueñas con Janie, mamá? —preguntó Rob.

Rachel levantó la vista. Aflojó la presión sobre el sofá.

—Sí, ¿y tú?

—Algo parecido —dijo Rob—. Tengo pesadillas en las que me estrangulan. Supongo que sueño que soy Janie. Es siempre la misma. Me despierto como si me faltara el aire. Los sueños son siempre peores en esta época del año. En otoño. Lauren creyó que quizá acompañarte al parque… sería… bueno. Afrontarlo y todo eso. No lo sé. No me ha gustado nada estar allí. Ya sé que no debería decirlo. A ti tampoco te gusta estar allí. Se me ha hecho muy duro. Pensar en lo que tuvo que pasar. En lo asustada que debió de sentirse. Dios mío.

Levantó la vista al techo y tensó el rostro. Rachel recordó que Ed hacía exactamente lo mismo para contener las lágrimas.

Ed también solía tener pesadillas. Rachel se despertaba a menudo al oírle gritar: «¡Corre, Janie! ¡Por Dios, cariño, corre!».

—Lo siento. No sabía que tuvieras pesadillas —dijo Rachel. ¿Qué podía haber hecho ella al respecto?

Rob volvió a adoptar una expresión normal.

—No son más que sueños. No son para tanto. Pero no deberías ir sola al parque cada año, mamá. Siento no haberme ofrecido más veces a ir contigo. Debería haberlo hecho.

—Ya lo hiciste, cariño —dijo Rachel—. ¿No recuerdas? Muchas veces. Y yo siempre te dije que no. Era asunto mío. Tu padre pensaba que estaba loca. Nunca quiso ir al parque. Ni siquiera pasaba por esa calle.

Rob se limpió la nariz con el dorso de la mano y se sorbió los mocos.

—Lo siento —dijo—. Después de tantos años… —se interrumpió bruscamente.

Pudieron oír a Jacob en la cocina cantando la banda sonora de Bob the Builder. Lauren lo acompañaba. Rob sonrió con ternura al oírlo. El aroma a panecillos de Pascua invadió el salón.

Rachel observó su rostro. Era un buen padre. Mejor de lo que había sido el suyo. Era cosa de los tiempos, todos los hombres parecían ser mejores padres, pero Rob siempre había sido un buen muchacho.

Había sido adorable incluso de bebé. Se acurrucaba contra su pecho y le daba palmaditas en la espalda cuando lo levantaba de la cuna después de la siesta, como para agradecerle que lo hubiera levantado. Era para estar todo el día sonriéndole y besándolo. Recordaba que Ed le decía, sin el menor resentimiento: «Por amor de Dios, mujer, estás medio chocha con ese niño».

Se hacía raro recordar a Rob de bebé. Era como releer un libro muy querido al cabo de los años. Pocas veces se tomaba la molestia de pensar en los recuerdos de Rob. Sin embargo, siempre estaba intentando evocar nuevos recuerdos de la infancia de Janie, como si la de Rob no importara porque estaba vivo.

—Eras un bebé precioso —le dijo a Rob—. La gente solía pararme por la calle para felicitarme. ¿No te lo había contado? Seguro que más de cien veces.

Rob negó despacio con la cabeza.

—Nunca me lo dijiste, mamá.

—Ah, ¿no? —dijo Rachel—. ¿Ni siquiera cuando nació Jacob?

—No —dijo con expresión de asombro.

—Pues debería —admitió Rachel y suspiró—. Probablemente debería haber hecho un buen montón de cosas.

Rob se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.

—Conque era guapo, ¿eh?

—Eras precioso, cariño —insistió Rachel—. Lo sigues siendo, por supuesto.

—Claro, mamá. —Rob se rio.

No pudo ocultar la satisfacción que le iluminó la cara de repente. Rachel se mordió el labio inferior con pena de haberle fallado tantas veces.

—¡Panecillos de Pascua! —Lauren apareció con una bonita fuente de panecillos de Pascua tostados y con mantequilla y los colocó en medio de ellos cuatro.

—Déjame hacer algo —se ofreció Rachel.

—No —dijo Lauren mirando de reojo de vuelta a la cocina—. Tú nunca me dejas hacer nada en tu casa.

—Ah. —Rachel se sintió extrañamente sorprendida.

Siempre había supuesto que Lauren no se fijaba en lo que hacía ella, que ni siquiera la tenía en cuenta como persona. Pensaba que su edad era un escudo que la protegía de las miradas de los jóvenes.

Siempre se había dicho que no dejaba hacer nada a Lauren para jactarse de suegra perfecta, aunque, en realidad, cuando no dejas hacer nada a otra mujer es porque quieres mantenerla a distancia, hacerle ver que no es de la familia, decirle: «No me gustas lo suficiente como para tenerte en mi cocina».

Lauren volvió a aparecer con tres tazas de café en una bandeja. Un café perfecto, exactamente como a Rachel le gustaba: caliente y con dos azucarillos. Lauren era la nuera perfecta. Rachel, la suegra perfecta. Tanta perfección ocultaba mucha antipatía.

Pero había ganado Lauren. Su baza era Nueva York. La había jugado y había ganado. Bien por ella.

—¿Dónde está Jacob? —preguntó Rachel.

—Dibujando —contestó Lauren mientras se sentaba; levantó la taza y dirigió una mirada irónica a Rob—. Afortunadamente, no en las paredes.

Rob sonrió y Rachel captó otro detalle del mundo privado del matrimonio. Parecía un buen matrimonio, en la medida en que pueden serlo.

¿Le habría gustado Lauren a Janie? ¿Habría sido Rachel una suegra amable, normal y agobiante si Janie hubiera vivido? Era imposible imaginarlo. El mundo con Lauren era radicalmente diferente del mundo cuando Janie estaba viva. Incluso la mera existencia de Lauren parecía imposible si hubiera vivido Janie.

Miró a Lauren con sus mechones desprendidos de la coleta. Era un rubio muy parecido al de Janie. Aunque el de su hija era más claro. Quizá se le hubiera ido oscureciendo al hacerse mayor.

Desde la mañana siguiente a la muerte de Janie, cuando se despertó y el horror de lo ocurrido volvió a golpearle, Rachel había estado imaginando una vida paralela a la de su hija, la que le habían robado, una vida en la que ella estaría confortablemente acostada en la cama.

Pero con el paso de los años se había ido haciendo más difícil imaginarla. Lauren estaba sentada frente a ella y estaba bien viva, bombeando sangre por las venas, subiendo y bajando el pecho al respirar.

—¿Estás bien, mamá? —preguntó Rob.

—Estoy estupendamente.

Fue a alargar el brazo hacia la taza y se dio cuenta de que le fallaban las fuerzas incluso para levantar el brazo.

Unas veces era el puro y primitivo dolor de la pérdida; otras la cólera, el deseo incontrolable de arañar, golpear y matar; y otras, como en ese preciso momento, una sensación vulgar y aburrida que se iba adueñando poco a poco de ella, ahogándola como una espesa niebla.

Su tristeza era tan condenadamente profunda.