—¡Zumo! —pidió Jacob.
—¿Qué quieres, cariño? —susurró Lauren.
«Zumo», pensó Rachel. «Quiere un zumo. ¿Estás sorda?».
Apenas había amanecido y Rachel, Rob y Lauren formaban un aterido círculo en el parque de Wattle Valley, frotándose las manos y dando patadas en el suelo mientras Jacob correteaba por entre sus piernas. Estaba embutido en una parka y Rachel sospechaba que le quedaba demasiado pequeña, con los brazos extendidos como un muñeco de nieve.
Como era de esperar, Lauren llevaba su gabardina de siempre, aunque la coleta no era tan perfecta como de costumbre —algunos mechones se habían escapado de la goma— y parecía fatigada. Había traído una única rosa roja, una elección estúpida a juicio de Rachel. Como esas rosas en largos cilindros de plástico que los jóvenes regalan a sus novias el día de San Valentín.
Rachel llevaba un ramillete de guisantes de olor de su propio jardín trasero, atado con la cinta de terciopelo verde que Janie solía llevar de pequeña.
«¿Dejas las flores donde la encontraron, al pie del tobogán?», le había preguntado una vez Marla.
«Sí, Marla, las dejo ahí para que las pisoteen cientos de pequeños pies», había respondido Rachel.
«Ah, claro, bien pensado», había dicho Marla, sin darse por ofendida en absoluto.
Ni siquiera era el mismo tobogán. Los viejos columpios y juegos infantiles de tosco y pesado metal habían sido sustituidos por nuevo mobiliario de la era espacial, como el del parque cercano a su casa donde llevaba a Jacob, que tenía el suelo recubierto de una superficie de goma que te hacía dar botes como un astronauta al caminar.
—¡Zumo! —repitió Jacob.
—No te entiendo, cariño. —Lauren se colocó la coleta sobre un hombro—. ¿Quieres que te desabroche el abrigo?
Por el amor de Dios. Rachel suspiró. Nunca había sentido la presencia de Janie al ir allí. No podía imaginársela, no podía concebir cómo había llegado a estar en ese lugar. Ningún amigo de Janie había sabido nunca que ella fuera a ese parque en particular. Evidentemente, la había traído un chico. Un chico llamado Connor Whitby. Probablemente quería sexo y Janie se negó. Debería haber tenido sexo con él. Ese había sido el error de Rachel, haber insistido tanto en ello, como si perder la virginidad fuera un hecho trascendental. Morir era mucho más trascendental. Rachel debería haberle dicho: «Ten sexo con quien quieras, Janie. Únicamente toma precauciones».
Ed nunca había querido ir al parque donde la habían encontrado. «¿Qué puñetero sentido tiene?», decía. «Es un poco tarde para ir allí, ¿no crees? Ella no está allí».
«Tienes toda la puñetera razón, Ed».
Pero Rachel se sentía en la obligación de acudir todos los años con su ramillete de flores, de pedirle perdón por no haber estado allí, de estar allí ahora, imaginando sus últimos momentos y honrando el último lugar donde había estado viva, el último lugar donde había respirado. Ojalá Rachel hubiera podido encontrarse allí para ver sus valiosos últimos minutos, para empaparse de la visión de sus brazos y piernas ridículamente largos y la tosca y angulosa belleza de su rostro. Pero era una idea estúpida porque, de haber estado allí, Rachel se habría concentrado en salvarle la vida. De todas formas, deseaba haber estado allí aun cuando no hubiera sido capaz de cambiar el curso de los acontecimientos.
Quizá Ed tuviera razón. No tenía sentido acudir allí cada año. Especialmente ese año, con Rob, Lauren y Jacob en actitud de quien espera que suceda algo, que dé comienzo el espectáculo.
—¡Zumo! —dijo Jacob.
—Lo siento, cariño. No te entiendo —dijo Lauren.
—Quiere un zumo —espetó Rob con tal brusquedad que Rachel casi sintió lástima de Lauren. El tono voz de Rob le recordó a Ed cuando estaba de mal humor. Los varones Crowley eran unos gruñones—. No tenemos, chaval. Mira. Tenemos tu botella de agua. Bebe un poco.
—Nosotros no bebemos zumo, Jakey —señaló Lauren—. Es malo para tus dientes.
Jacob tomó la botella de agua con sus manitas gordezuelas, echó la cabeza para atrás y bebió con ansia, echando a Rachel una mirada que decía: No vamos a contarle todo el zumo que bebo en tu casa.
Lauren se ajustó el cinturón de la gabardina y se volvió a Rachel.
—¿Sueles decir algo? O, eh…
—No, solo pienso en ella —contestó Rachel reclamando silencio en voz baja; desde luego, no estaba dispuesta a manifestar sus sentimientos delante de Lauren—. Podemos irnos dentro de un momento. Hace un frío que pela. No se vaya a enfriar Jacob.
Era absurdo haber llevado allí al niño. En ese día. A ese parque. Quizá debiera hacer algo distinto para celebrar el aniversario de la muerte de Janie en el futuro. Visitar su tumba, como hacían el día de su cumpleaños.
Tenía que superar aquella jornada interminable y luego todo habría acabado, un año más. Hagamos que avance. Que pasen los minutos. Que no se detengan hasta la medianoche.
—¿Quieres decir algo, cariño? —preguntó Lauren a Rob.
«Claro que no», fue a decir Rachel, pero se contuvo justo a tiempo. Miró a Rob y vio que había levantado la vista al cielo, con el cuello estirado como un pavo, apretando sus fuertes dientes blancos y sujetándose el estómago con las manos como si se estuviera poniendo enfermo.
No había venido aquí, cayó en la cuenta Rachel. No había venido aquí desde que la encontraron. Fue hacia él, pero Lauren se le adelantó y le tomó de la mano.
—Está bien —dijo—. Ya estás bien. Respira, cariño. Respira.
Rachel observó, sin poder hacer nada, cómo aquella mujer joven a quien no conocía demasiado bien consolaba a su hijo, a quien probablemente tampoco conocía muy bien. Observó cómo Rob se apoyaba en su mujer y comprendió lo poco que sabía y cómo nunca había querido conocer la angustia de su hijo. ¿Despertaba a Lauren con pesadillas y las sábanas revueltas? ¿Le contaba en la oscuridad historias de su hermana en voz baja?
Rachel notó una mano en la rodilla y bajó la vista.
—Abuela —dijo Jacob haciéndole señas.
—¿Qué pasa? —Se agachó, y él le puso una mano en la oreja.
—Zumo —susurró—. Por favor.
La familia Fitzpatrick se levantó tarde. La primera en despertarse fue Cecilia. Consultó el iPhone de la mesilla y vio que eran las nueve y media. Una luz grisácea entraba por las ventanas de su habitación. El Viernes Santo y el día de san Esteban eran los dos únicos días del año en que no había horarios. Al día siguiente estaría muy ajetreada con los preparativos de la comida del Domingo de Pascua, pero el viernes no había invitados, ni deberes, ni prisas, ni había que ir a la compra. Hacía frío, pero en la cama se estaba calentito.
John-Paul asesinó a la hija de Rachel Crowley. El pensamiento anidó en su pecho, oprimiéndole el corazón. Jamás volvería a quedarse en la cama el Viernes Santo por la mañana, descansando ante la gloriosa perspectiva de que no había nada que hacer ni ningún sitio a donde ir, porque siempre, siempre habría algo pendiente durante el resto de su vida.
Estaba de costado, dando la espalda a John-Paul. Notaba el cálido peso de su brazo ciñéndole por la cintura. Su marido. Su marido, el asesino. Cómo no se había enterado. Cómo no se lo había figurado. Las pesadillas, las migrañas, las veces en que se ponía tan terco y raro. No es que hubiera cambiado en algo las cosas, pero de alguna forma la hacía sentirse descuidada. «Es su manera de ser», se había dicho ella. Se puso a evocar recuerdos de su matrimonio a la luz de lo que ahora sabía. Por ejemplo, recordó su negativa a tener un cuarto hijo. «Vamos a por un niño», le había dicho Cecilia cuando Polly apenas andaba, sabedora de que también habrían sido felices si hubieran acabado con cuatro niñas. John-Paul la había desconcertado con su obstinada negativa a considerarlo. Probablemente era otro ejemplo de su autoflagelación. Seguro que se moría de ganas de tener un niño.
Cambiando de tema. Quizá debería levantarse y empezar a preparar la comida del domingo. ¿Cómo iba a enfrentarse a tantos invitados, tanta conversación, tanta felicidad? La madre de John-Paul se sentaría en su butaca favorita, llevando la batuta, recibiendo el homenaje de todos, compartiendo el secreto con ella: «Fue hace tanto tiempo», había dicho. Pero a Rachel debía de parecerle como si hubiera sido ayer.
Cecilia dio un respingo al recordar que Rachel había dicho que ese día era el aniversario de la muerte de Janie. ¿Lo sabía John-Paul? Probablemente no. Era terrible con las fechas. No se acordaba de su propio aniversario de boda a menos que se lo recordaran, ¿por qué iba a acordarse del día en que mató a una chica?
—Dios mío —dijo suavemente para sus adentros cuando volvieron a surgir los síntomas físicos de su nueva enfermedad: náuseas y dolor de cabeza. Tenía que levantarse. Tenía que librarse de ella como fuera. Fue a retirar la manta, pero se lo impidió el brazo de John-Paul.
—Voy a levantarme —dijo sin mirarle.
—¿Cómo crees que podríamos salir adelante financieramente? —susurró en su nuca, con voz ronca, como si se hubiera resfriado—. Si voy a…, sin mi salario, tendríamos que vender la casa.
—Sobreviviríamos —contestó lacónicamente Cecilia.
Era ella la que se ocupaba de las finanzas. Lo había hecho siempre. John-Paul estaba encantado de olvidarse de facturas y vencimientos de la hipoteca.
—Ah, ¿sí? ¿Estás segura? —dijo en tono dubitativo.
Los Fitzpatrick eran relativamente ricos y John-Paul se había criado con la expectativa de que le iría mejor que a la mayoría de la gente que conocía. En materia de dinero, daba por supuesto que debía provenir de él. Cecilia no le había ocultado deliberadamente cuánto dinero había estado ganando ella en los últimos años, simplemente se había limitado a no hablar de ello.
—Estaba pensando —continuó él— que si no estoy aquí podría venir uno de los chicos de Pete a hacer los arreglos. Como limpiar las bajantes. Eso es muy importante. No puedes dejarlo pasar, Cecilia. Especialmente en la temporada de incendios forestales. Haré una lista. Tengo que pensar en esas cosas.
Ella se quedó paralizada. Con el corazón desbocado. ¿De verdad estaba ocurriendo? Era absurdo. Imposible. ¿Estaban hablando en la cama de que John-Paul fuera a la cárcel?
—Yo quería ser quien enseñara a las chicas a conducir —dijo con voz entrecortada—. Tienen que aprender a hacerlo con las carreteras mojadas. Tú no sabes frenar bien cuando las carreteras están mojadas.
—Claro que sé —protestó Cecilia.
Se volvió a mirarlo y vio que estaba sollozando, con las mejillas contraídas en feas arrugas. Giró la cabeza para esconder la cara en la almohada, como para ocultar las lágrimas.
—Ya sé que no tengo derecho. No tengo derecho a llorar. Pero no puedo imaginar no verte por las mañanas.
Rachel Crowley nunca ha vuelto a ver a su hija.
Pero ella no lograba permanecer del todo impasible. Lo que más amaba de él era el cariño que sentía por sus hijas. Las niñas los habían unido de un modo que no siempre ocurría en otras parejas. Contarse anécdotas de las chicas, reírse con ellas, preguntarse por su futuro, era uno de los mayores placeres de su matrimonio. Se había casado con John-Paul porque sabía que sería un buen padre.
—¿Qué pensarán de mí? —Se llevó las manos a la cara—. Me odiarán.
—Tranquilo —dijo Cecilia—. Tranquilo. No va a pasar nada. No va a cambiar nada.
—Pues no lo sé, ahora que ya lo he dicho en voz alta, ahora que lo sabes, después de tantos años, me parece tan real, incluso más real que nunca. Es hoy, sabes. —Se pasó el dorso de la mano por la nariz y la miró—. Hoy es el día. Lo recuerdo todos los años. Odio el otoño. Pero este año me parece más duro que nunca. No puedo creer que fuera yo. No puedo creer que yo hiciera eso a la hija de otra persona. Y ahora mis niñas, mis niñas…, mis niñas tienen que pagarlo.
El remordimiento se había apoderado de todo su cuerpo, como la peor forma de dolor. El instinto de ella fue apaciguarlo, rescatarlo, hacer que cesara el dolor de alguna manera. Lo atrajo hacia sí como a un niño y le susurró palabras tranquilizadoras.
—Shhh. No pasa nada. Todo va a salir bien. No puede haber nuevas pruebas después de tantos años. Rachel debe de haberse confundido. Venga. Respira hondo.
Él enterró la cara en su hombro y ella notó que las lágrimas le humedecían el camisón.
—Todo va a ir bien —le aseguró.
Sabía que no podía ser verdad, pero al acariciar el pelo canoso de la nuca de John-Paul, cortado al estilo soldado, acabó comprendiendo algo sobre sí misma.
Nunca le pediría que confesara.
Era como si todos sus vómitos en alcantarillas, todos sus llantos en la despensa hubieran sido para la galería, porque, si no acusaban a otra persona, ella guardaría el secreto. Cecilia Fitzpatrick, la primera en ofrecerse como voluntaria, la que nunca permanecía tranquilamente sentada mientras hubiera algo que hacer, la que siempre llevaba guisos y dedicaba tiempo a los demás, la que sabía distinguir el bien del mal, estaba decidida a mirar para otro lado. Podía dejar e iba a dejar que otra madre sufriera.
Su bondad tenía límites. Podía haber pasado toda la vida sin saber cuáles eran, pero ahora los conocía con exactitud.