6 DE ABRIL DE 1984

Janie no sabía que los chicos pudieran ruborizarse. Su hermano Rob se ruborizaba, pero evidentemente él no contaba como un auténtico chico. No sabía que un chico inteligente, guapo y de un colegio de elite como John-Paul Fitzpatrick pudiera ruborizarse. Era ya media tarde y la luz estaba cambiando, diluyéndolo todo en sombras, pero aun así pudo ver cómo John-Paul se ponía colorado. Observó que incluso las orejas habían adquirido una tonalidad rosa traslúcida.

Acababa de soltarle su pequeño discurso sobre que había «otro chico» al que había estado viendo y que quería «que fuera, eh, su novia». De modo que no podía volver a ver a John-Paul porque el otro chico quería «hacerlo oficial».

Había pensado que sería mejor que pareciera que la culpa era de Connor, como si fuera él quien le hubiera obligado a romper con John-Paul, pero en cuanto vio que este enrojecía se preguntó si no habría sido un error hablarle de otro chico. Podía haber echado la culpa a su padre. Podía haber dicho que estaba demasiado nerviosa porque él había averiguado que estaba viendo a un chico.

Pero una parte de ella quería que John-Paul supiera que estaba solicitada.

—Pero, Janie —la voz de John-Paul sonó aflautada y chillona, como si estuviera a punto de echarse a llorar—, creía que eras mi novia.

Janie estaba horrorizada. Su propio rostro se ruborizó como contagiada, se puso a mirar los columpios a lo lejos y se escuchó reír a sí misma por lo bajo. Una extraña risita de tono agudo. Tenía la mala costumbre de reírse cuando se ponía nerviosa, aun cuando la situación no tuviera nada de divertida. Le había sucedido, por ejemplo, cuando tenía trece años y la directora del colegio entró en su clase mostrando una expresión sombría y apesadumbrada en su habitualmente risueño rostro, para comunicarles que el marido de la profesora de Geografía había muerto. Janie se quedó tan impresionada y abatida que se echó a reír. Era inexplicable. Toda la clase se volvió para mirarla con gesto acusador y creyó morirse de vergüenza.

John-Paul arremetió contra ella. Al principio creyó que iba a besarla, y que esa era su extraña a la vez que habilidosa técnica, lo que le agradó y excitó. No dejaría que rompiera con él. ¡No iba a consentirlo!

Pero entonces sus manos apresaron su cuello. Quiso decir: «Me haces daño, John-Paul», pero no consiguió hablar. Necesitaba aclarar aquel terrible malentendido, explicar que le gustaba más él que Connor, y que nunca quiso herir sus sentimientos, que quería ser su novia. Trató de decírselo con los ojos, que estaban fijos en los de él, en sus bonitos ojos, y por un momento pensó que notaba un cambio, un reconocimiento aterrorizado, y sintió que aflojaba la presión de las manos, pero al mismo tiempo estaba sucediendo otra cosa; algo muy malo y desconocido estaba pasando en su cuerpo. En aquel momento un remoto rincón de su mente recordó que su madre habría ido ese día a recogerla al colegio para llevarla al médico y ella lo había olvidado por completo y había acabado en casa de Connor. Su madre debía de estar subiéndose por las paredes.

Su último pensamiento lógico fue: «Oh, mierda».

Luego ya no hubo más pensamientos, sino agitación impotente de brazos y piernas, presa del pánico.