Tess ceñía con fuerza la cintura de Connor cuando la moto se inclinaba para tomar las curvas. Farolas y escaparates apenas eran unas borrosas manchas de luces de colores en su visión periférica. El viento rugía en sus oídos. Cada vez que arrancaban en un semáforo sentía un hormigueo de excitación en el estómago, como si estuviera en un avión que acabara de despegar de la pista.
—No te preocupes. Soy un motorista tranquilo y aburrido, de mediana edad —le había dicho Connor mientras le ajustaba el casco—. Respeto el límite de velocidad. Especialmente cuando llevo cargamento valioso.
Inclinó la cabeza hasta chocar levemente el casco con el de ella. Tess se sintió conmovida, mimada y también estúpida. Seguramente era demasiado mayor para andar chocando el casco y demás coqueteos. Además, estaba casada.
Aunque quizá no.
Trató de recordar qué había hecho el jueves pasado por la noche en su casa de Melbourne, cuando todavía era la esposa de Will y la prima de Felicity. Recordó haber preparado magdalenas de manzana. A Liam le gustaba llevárselas para el desayuno del colegio. Y luego Will y ella estuvieron viendo la televisión con sus respectivos ordenadores portátiles en las rodillas. Se había puesto al día con las facturas. Él había estado trabajando en la campaña del Tos Stop. Habían leído un rato y se habían ido a la cama. Espera. No. Sí. Sí, efectivamente. Habían tenido sexo. Rápido, reconfortante, estupendo: como una magdalena, por supuesto, nada que ver con el sexo en el pasillo de la casa de Connor. Pero eso era el matrimonio. El matrimonio era una magdalena caliente con sabor a manzana.
Él debía de estar pensando en Felicity mientras hacían el amor.
Ese pensamiento surtió el efecto de una bofetada.
Recordaba que había sido especialmente tierno mientras hicieron el amor esa noche. Ella se sintió particularmente mimada cuando, de hecho, no estaba siendo mimada, sino compadecida. Tal vez pensara que aquella sería la última vez que estaban juntos como marido y mujer.
El dolor se extendió al momento por todo su cuerpo. Apretó aún más las piernas contra las caderas de Connor y se inclinó hacia delante, como si pudiera meterse dentro de él. Al llegar al siguiente semáforo, Connor bajó la mano y le acarició el muslo, proporcionándole una sacudida momentánea de placer sexual. Se dijo que el dolor que sentía a causa de Will y Felicity intensificaba cualquier sensación, de tal forma que las que la hacían sentir bien, como las arrancadas de la moto y la mano de Connor en su muslo, eran todavía mejores. El jueves pasado por la noche su vida era suave, sin aristas ni dolores. Este jueves, en cambio, se sentía como si hubiera vuelto a la adolescencia: exquisitamente dolorosa y claramente hermosa.
Pero, por mucho que le doliera, no quería estar en su casa de Melbourne, cocinando, viendo la televisión y haciendo facturas. Quería estar donde estaba, a galope en aquella moto, con el corazón desbocado, sintiéndose viva.
Pasaban de las nueve de la noche cuando Cecilia y John-Paul salieron al jardín trasero y se sentaron en la cabaña junto a la piscina. Era el único sitio donde estaban a salvo de oídos curiosos. Sus hijas tenían una capacidad extraordinaria para oír cosas que no debían. Desde donde estaba sentada, Cecilia podía verlas a través de la cristalera, con los rostros iluminados por el parpadeo de la televisión. Era una tradición dejar que se acostaran a la hora que quisieran la primera noche de las vacaciones escolares, mientras comían palomitas de maíz y veían películas.
Cecilia apartó la mirada de las niñas y miró el reluciente azul de su piscina en forma de riñón, con su potente iluminación bajo el agua, el símbolo perfecto de una vida acomodada. Salvo por aquel extraño sonido intermitente, como el de un bebé con un chupete, procedente del filtro de la piscina. Lo estaba oyendo en ese mismo momento. Cecilia había pedido a John-Paul que lo arreglara semanas antes de irse a Chicago; aún no lo había hecho, pero se habría puesto furioso si hubiera llamado a alguien para que fuera a repararlo. Sería un signo de falta de fe en sus capacidades. Por supuesto, cuando por fin lo mirara, sería incapaz de arreglarlo y tendría que acabar llamando a alguien para que fuera a repararlo. Era frustrante. Por qué eso no había formado parte de su estúpido programa de redención vital: «Hacer inmediatamente lo que pide mi esposa, sin que tenga que repetírmelo veinte veces».
Ella tenía ganas de estar allí fuera para mantener una discusión doméstica con John-Paul sobre el maldito filtro de la piscina. Cualquier discusión fuerte, aunque acabara hiriendo sus sentimientos, sería mejor que aquel estado permanente de terror. Podía sentirlo por todas partes: en el estómago, en el pecho, incluso en un horrible sabor de boca. ¿Qué le estaba haciendo a su salud?
Carraspeó.
—Necesito contarte algo.
Iba a relatarle lo que le había dicho Rachel Crowley esa tarde sobre el hallazgo de pruebas. ¿Cómo reaccionaría? ¿Se asustaría? ¿Huiría? ¿Se convertiría en un fugitivo?
Rachel no llegó a explicar en qué consistía la prueba porque se distrajo cuando Cecilia derramó el té y esta sintió tal pánico que no se le ocurrió preguntar. Debería haberlo hecho, ahora se daba cuenta. Podría haber sido útil saberlo. No se estaba luciendo en su nuevo papel de esposa de un criminal.
Tal vez Rachel tampoco supiera exactamente a quién incriminaba la prueba o no se lo habría dicho a Cecilia. Era difícil pensar con claridad.
—¿De qué se trata? —preguntó John-Paul.
Estaba sentado en el banco de madera frente a ella, con vaqueros y el jersey de rayas que le habían comprado las niñas el último Día del Padre. Se inclinó hacia delante, dejando caer las manos entre las rodillas. Notó algo extraño en su tono de voz. Semejante al modo suave y forzado en que habría respondido a una de las niñas cuando le estaba empezando a acometer una de sus migrañas y todavía confiaba en que no fuera a más.
—¿Notas que vas a tener una de tus migrañas? —preguntó ella.
—Estoy bien. —Negó con la cabeza.
—Bien. Escucha, hoy en el desfile de sombreros de Pascua he visto a…
—¿Estás bien?
—Estoy estupendamente —dijo con impaciencia.
—No lo parece. Tienes mal aspecto. Es como si yo te pusiera enferma. —Le temblaba la voz—. Lo único que me importaba era haceros felices a ti y a las niñas, pero ahora os he puesto en una situación insoportable.
—Sí —admitió Cecilia. Dobló los dedos alrededor de los listones del banco y miró a sus hijas al tiempo que sus rostros estallaban en una carcajada por algo que estaban viendo por la televisión—. Intolerable es la palabra adecuada.
—Hoy en el trabajo no he dejado de pensar en cómo puedo arreglarlo, cómo puedo ponértelo más fácil. —Se acercó y se sentó a su lado; ella notó la acogedora calidez de su cuerpo junto al suyo—. Es evidente que no puedo mejorarlo. Está claro. Pero quería decirte que, si quieres que me entregue, me entregaré. No voy a pedirte que cargues tú también con esto, si no puedes. —Le cogió la mano y la apretó—. Haré lo que tú quieras que haga, Cecilia. Si quieres que vaya directamente a la policía o a casa de Rachel Crowley, eso es lo que haré. Si quieres que me vaya, si no puedes soportar vivir en la misma casa que yo, me iré. Les diré a las niñas que nos vamos a separar porque…, no sé lo que les diré, pero me echaré la culpa, evidentemente.
Cecilia notó que John-Paul temblaba de la cabeza a los pies. Tenía la palma de la mano sudorosa.
—Conque estás dispuesto a ir a la cárcel. ¿Y tu claustrofobia? —preguntó ella.
—Tendré que solucionarlo —dijo, con la palma de la mano más sudorosa aún—. Todo está en mi cabeza. No es real.
Retiró la mano con una repentina sensación de asco y se levantó.
—Entonces, ¿por qué has esperado tanto? ¿Por qué no te entregaste incluso antes de conocerme?
Él levantó las manos y la miró con gesto afligido y suplicante.
—No sé responder a eso, Cecilia. He tratado de explicarlo. Lo siento…
—Y ahora dices que tome yo la decisión. Ya no tiene nada que ver contigo. ¡Ahora es responsabilidad mía si Rachel Crowley se entera de la verdad o no! —Pensó en el trozo de pasta en la boca de Rachel y sintió un escalofrío.
—¡Si tú no quieres, no! —John-Paul estaba a punto de llorar—. Trataba de facilitarte las cosas.
—¿No ves que lo estás convirtiendo en mi problema? —gritó Cecilia.
Pero la cólera estaba dando paso a una gran oleada de desesperación. La disposición de John-Paul a confesar no cambiaba la situación. En absoluto. Ella ya era responsable. Se hizo responsable desde el mismo momento en que leyó la carta.
Se dejó caer en el banco del otro lado de la cabaña.
—Hoy he visto a Rachel Crowley —soltó—. Fui a llevarle su pedido de Tupperware. Me ha dicho que tiene una prueba nueva que incrimina al asesino de Janie.
John-Paul dio un respingo.
—No puede tenerla. No hay nada. No hay pruebas.
—Te estoy contando lo que me ha dicho.
—Pues entonces… —dijo John-Paul. Se tambaleó un poco, como si le estuviera dando un mareo, y cerró un momento los ojos—. Quizá la decisión tengamos que tomarla nosotros. Yo.
Cecilia volvió a pensar en las palabras exactas de Rachel: Una cosa que demuestra quién mató a Janie.
—La prueba que ha encontrado —continuó de pronto Cecilia— podría incriminar a otra persona.
—En cuyo caso tendría que entregarme —concluyó John-Paul tranquilamente—. Evidentemente.
—Evidentemente —repitió Cecilia.
—Pero no parece probable —dijo John-Paul; se le notaba agotado—. Después de tantos años.
—No parece —ratificó Cecilia.
Lo vio levantarse y girar la cabeza hacia la parte de atrás de la casa para mirar a las niñas. El silencio amplificaba el ruido del filtro de la piscina. No sonaba como el chupete de un bebé. Sonaba como el resuello de algo monstruoso, como el ogro de una pesadilla infantil que rondara la casa.
—Mañana me ocuparé del filtro —declaró John-Paul sin apartar la vista de sus hijas.
Cecilia no dijo nada. Permaneció sentada, respirando al mismo ritmo que el ogro.