CAPÍTULO CUARENTA

—¿Sí? —Tess contestó la llamada. Era Connor. Su cuerpo respondió inmediatamente a su voz, como el perro de Pavlov.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó él.

—Estoy comprando panecillos de Pascua —dijo Tess.

Había recogido a Liam en el colegio y le había llevado de tiendas para comprarle algo. A diferencia de ayer, hoy estaba callado y de mal humor al salir de clase y no tenía ganas de hablar de su éxito en el desfile de Pascua. Aparte de eso, Tess estaba comprando una lista de cosas que le había encargado su madre cuando cayó en la cuenta de que al día siguiente las tiendas cerraban todo el día y del penoso estado en que se encontraba su despensa.

—Me encantan los panecillos de Pascua —dijo Connor.

—A mí también.

—¿Ah, sí? Tenemos mucho en común.

Tess se rio. Advirtió que Liam había levantado la vista con curiosidad y se ladeó un poco para que no la viera ruborizarse.

—Bueno —dijo Connor—, no te llamaba por nada en particular. Solo quería decirte que lo de anoche fue estupendo —tosió—. Y me quedo corto.

«Oh, Dios», pensó Tess. Y apretó la palma de la mano contra su incandescente mejilla.

—Ya sé que ahora lo tienes bastante complicado —siguió Connor—. No me hago, eh, ilusiones, te lo prometo. No pienso hacerte la vida más complicada. Pero quería que supieras que me encantaría volver a verte. Cuando quieras.

—Mamá. —Liam le tiró del borde del chaleco—. ¿Es papá?

Tess negó con la cabeza.

—¿Quién es? —quiso saber Liam, con grandes ojos de preocupación.

Tess apartó el teléfono de la oreja y se llevó un dedo a los labios.

—Es un cliente.

Liam perdió inmediatamente el interés. Estaba acostumbrado a las conversaciones con clientes.

Tess se alejó unos pasos de la multitud que guardaba cola en la pastelería.

—Está bien —siguió Connor—, como ya te he dicho, en realidad, no me hago…

—¿Estás libre esta noche? —interrumpió Tess.

—Dios, sí.

—Voy a tu casa cuando Liam se duerma —dijo con los labios pegados al teléfono como si fuera un agente secreto—. Llevaré panecillos de Pascua.

Rachel se dirigía al coche cuando vio al asesino de su hija.

Estaba hablando por el móvil, balanceando el casco de motorista que agarraba con la otra mano. Al acercarse, él echó de pronto la cabeza para atrás como si acabara de recibir una maravillosa e inesperada noticia. Sus gafas de sol reflejaban la luz de la tarde. Cerró el móvil y lo guardó en el bolsillo de la cazadora, con una sonrisa en los labios.

Rachel volvió a pensar en el vídeo y recordó la expresión de su rostro al volverse hacia Janie. Lo vio claro. La cara de un monstruo: lascivo, malvado, cruel.

Y míralo ahora. Connor Whitby estaba muy vivo y muy feliz y por qué no iba a estarlo, si se había ido de rositas. Si la policía no hacía nada, como parecía probable, nunca pagaría por lo que había hecho.

Cuando se acercó, la sonrisa de Connor se desvaneció nada más verla, como si la luz hubiera desaparecido.

«Culpable», pensó Rachel. «Culpable. Culpable. Culpable».

—Esto ha llegado para ti por mensajería urgente —dijo Lucy cuando Tess entró en la cocina y empezó a colocar la compra—. Parece de tu padre. Me lo imagino intentando enviar algo por mensajería.

Intrigada, Tess se sentó a la mesa con su madre y desenvolvió el pequeño paquete acolchado. Dentro había una caja plana cuadrada.

—¿No te habrá enviado joyas? —preguntó su madre, inclinándose para mirar.

—Es una brújula —anunció Tess, era una preciosa brújula antigua de madera—. Como la que debió de utilizar el capitán Cook.

—Qué raro —señaló su madre con desdén.

Al levantar la brújula, Tess vio un post-it amarillo manuscrito pegado al fondo de la caja.

Querida Tess, leyó. Probablemente es un regalo estúpido para una chica. Nunca he sabido qué comprarte. He procurado pensar en algo que te sirva cuando te sientas perdida. Me acuerdo cómo era sentirse perdido. Una sensación terrible. Pero siempre te tenía a ti. Espero que encuentres tu camino. Con cariño, papá.

Tess sintió crecer algo dentro de su pecho.

—Qué bonita. —Admiró Lucy dando vueltas a la brújula.

Tess imaginó a su padre buscando por las tiendas el regalo apropiado para su hija adulta; la expresión de terror que habría asomado a su rostro curtido y arrugado cada vez que alguien le preguntaba: «¿Puedo ayudarle?». Muchas vendedoras le habrían tomado por un viejo grosero, gruñón y huraño que no quería mirarles a la cara.

«¿Por qué os separasteis papá y tú?», solía preguntar Tess a su madre. Lucy respondía displicente y con un leve brillo en la mirada: «Oh, cariño, éramos dos personas muy diferentes». Quería decir que su padre era muy diferente. (Cuando Tess hacía la misma pregunta a su padre, se encogía de hombros, tosía y decía: «Tendrás que preguntárselo a tu madre, cariño»).

Se dijo que tal vez su padre sufriera también de fobia social.

Antes del divorcio, a su madre le sacaba de quicio su falta de interés por alternar con gente. «¡Nunca vamos a ninguna parte!», decía llena de frustración, cada vez que el padre de Tess se negaba a asistir a algún acto social.

«Tess es algo tímida», solía decir su madre a la gente en un susurro audible, tapándose la boca con la mano. «Ha salido a su padre, me temo». Había crecido oyendo esa frase que mostraba muy poco respeto en boca de su madre y que la hizo creer que cualquier forma de timidez era mala, moralmente mala, de hecho. Tenías que querer ir a reuniones. Tenías que querer estar rodeada de gente.

No es extraño que se sintiera tan avergonzada de su timidez, como si se tratara de una embarazosa enfermedad física que hubiera que ocultar a todo trance.

Miró a su madre.

—¿Por qué no te fuiste tú?

—¿Qué? —Lucy levantó la vista de la brújula—. ¿Ir a dónde?

—Nada —dijo Tess extendiendo el brazo—. Devuélveme la brújula. Me encanta.

Cecilia estacionó el coche delante de la casa de Rachel Crowley y volvió a preguntarse por qué estaba haciéndose esto a sí misma. Podría haber dejado el encargo de Tupperware de Rachel en el colegio después de Pascua. A las demás mujeres que asistieron a la reunión en casa de Marla no les había prometido la entrega hasta después de vacaciones. Parecía que quería ver a Rachel y, al mismo tiempo, evitarla a toda costa.

Quizá quisiera verla porque Rachel era la única persona del mundo con derecho y autoridad para pronunciarse sobre el dilema actual de Cecilia. Aunque dilema era una palabra demasiado amable. Demasiado egoísta. Daba por supuesto que los sentimientos de Cecilia importaban.

Levantó la bolsa de plástico con los Tupperware del asiento del copiloto y abrió la puerta del coche. Quizá la verdadera razón para estar allí era que sabía que Rachel tenía sobrados motivos para odiarla y no podía soportar la idea de que alguien la odiara. «Soy una niña», pensó al llamar a la puerta. «Una niña de mediana edad, premenopáusica».

La puerta se abrió más rápido de lo que esperaba. No le había dado tiempo a prepararse.

—Ah —dijo Rachel y su rostro se ensombreció—, Cecilia.

—Lo siento —se disculpó Cecilia. «Lo siento mucho, mucho»—. ¿Esperabas a alguien?

—La verdad es que no —contestó Rachel reponiéndose—. ¿Cómo estás? ¡Mis Tupperware! Qué emocionante. Muchas gracias. ¿Quieres pasar? ¿Dónde están tus niñas?

—En casa de mi madre —respondió Cecilia—. Se sentía mal por haberse perdido el desfile de sombreros de Pascua de hoy. Así que las ha invitado a merendar. Bueno. Eso es todo. No voy a pasar, solo he…

—¿Estás segura? Acabo de poner la tetera al fuego.

Cecilia se sintió demasiado débil como para discutir. Haría lo que quisiera Rachel. Apenas la sostenían las piernas, que le temblaban terriblemente. Si Rachel gritara: «¡Confiesa!», ella confesaría. Casi lo estaba deseando.

Cruzó el umbral con el corazón en un puño, como si corriera peligro físico. La casa era muy parecida a la de Cecilia, como muchas otras de la North Shore.

—Pasa a la cocina —indicó Rachel—. Tengo puesta la calefacción. Empieza a hacer frío por las tardes.

—¡Nosotros tuvimos ese linóleo! —exclamó Cecilia cuando la siguió a la cocina.

—Estoy segura de que en su momento fue la última moda —manifestó Rachel poniendo las bolsitas de té en las tazas—. No soy de las que les gusta renovar, como puedes ver. No consigo interesarme por azulejos, alfombras, colores de pintura o encimeras. Aquí está. ¿Leche? ¿Azúcar? Sírvete tú misma.

—Esta es Janie, ¿verdad? —preguntó Cecilia—. Y Rob. —Se había detenido ante el frigorífico.

Fue un alivio pronunciar el nombre de Janie. Su presencia ocupaba todos los pensamientos de Cecilia. Tenía la sensación de que, si no pronunciaba su nombre, este explotaría de pronto en su boca en mitad de una frase.

La foto del frigorífico de Rachel estaba casualmente sujeta con un imán publicitario de PETE FONTANERO 24 Horas. Era una pequeña foto en color, desvaída y desenfocada de Janie y su hermano menor con sendas latas de Coca-Cola delante de una barbacoa. Ambos se habían vuelto con cara inexpresiva, como si el fotógrafo los hubiera sorprendido. No era una foto especialmente buena, si bien de alguna manera su propia sencillez hacía parecer del todo imposible que Janie estuviera muerta.

—Sí, esa es Janie —asintió Rachel—. La foto estaba pegada en el frigorífico cuando murió y nunca la he quitado. Qué tontería, ¿verdad? Guardo otras mucho mejores de ella. Siéntate. Tengo esas pastas que llaman macarons. No son macarrones, si eso es lo que estás pensando. Seguro que ya las conoces. Yo no soy muy sofisticada. —Cecilia notó un deje de orgullo en no ser sofisticada—. ¡Coge una! Son realmente buenas.

—Gracias.

Se sentó y tomó un macaron. No le supo a nada, parecía polvo. Dio un sorbo demasiado rápido al té y se abrasó la lengua.

—Gracias por venir a traerme los Tupperware —dijo Rachel—. Estoy deseando utilizarlos. La cosa es que mañana es el aniversario de la muerte de Janie. Veintiocho años.

Cecilia tardó un segundo en comprender lo que había dicho Rachel. No captaba la relación entre los Tupperware y el aniversario.

—Lo siento —dijo Cecilia.

Observó, casi con interés científico, que le temblaba la mano y volvió a poner la taza en el platillo.

—No, perdóname —se excusó Rachel—. No sé por qué lo he dicho. Llevo todo el día pensando en ella. Incluso más de lo habitual. A veces me pregunto si habría pensado tanto en ella de haber vivido. Al pobre Rob no le dedico tanto tiempo. Uno imagina que al perder un hijo te preocupará que pueda pasarle algo al otro. Pero yo no estoy particularmente preocupada. ¿No es horrible? En cambio me inquieta que le pase algo a mi nieto. A Jacob.

—Creo que es normal —manifestó Cecilia, dominada de pronto por su increíble audacia: estar sentada en aquella cocina, soltando tópicos delante de un Tupperware.

—Quiero a mi hijo —murmuró Rachel llevándose la taza a la boca y mirando avergonzada a Cecilia por encima del borde—. No me gustaría que pensaras que no me preocupo por él.

—¡Por supuesto que no pienso eso!

Cecilia contempló horrorizada que Rachel tenía un triángulo de macaron azul en mitad del labio inferior. Era horriblemente indecoroso y de pronto hacía parecer a Rachel una anciana, casi como una demente.

—Me da la sensación de que ahora pertenece a Lauren. ¿Cómo es el dicho?: «Un hijo es tuyo hasta que se casa, una hija es hija para toda la vida».

—Ya lo… había oído. No sé si es verdad.

Cecilia estaba en un sin vivir. No podía decirle a Rachel que tenía un trozo de pasta en el labio. Y menos cuando estaba hablando de Janie.

Rachel levantó la taza para dar otro sorbo y Cecilia se puso tensa. Seguramente ahora se lo quitaría. Rachel bajó la taza. El resto de galleta se había desplazado y destacaba aún más. Tenía que decirle algo.

—La verdad es que no sé por qué estoy dándole vueltas al tema —dijo Rachel—. Seguro que piensas que he perdido el juicio. No soy yo misma, ya ves. La otra noche, al volver a casa de la reunión de Tupperware, encontré una cosa.

Se relamió los labios y el trozo de pasta azul desapareció. Cecilia se relajó.

—¿Encontraste una cosa? —repitió.

Dio un trago largo al té. Cuanto antes se lo tomara, antes podría irse. Estaba muy caliente. El agua debía de estar hirviendo cuando la sirvió Rachel. La madre de Cecilia también hacía el té muy caliente.

—Una cosa que demuestra quién mató a Janie —soltó Rachel—. Es una prueba. Una nueva prueba. Se la he dado a la policía… ¡Oh! Oh, Dios mío, ¿estás bien, Cecilia? ¡Vamos! ¡Ven a poner la mano bajo el grifo!