Cecilia se marchó del desfile de sombreros de Pascua y fue derecha al gimnasio. Subió a la cinta, puso la inclinación y la velocidad al máximo y corrió como si le fuera la vida en ello. Corrió hasta que el corazón se le aceleró, empezó a respirar mal y se le nubló la vista por el sudor que le goteaba hasta la boca. Corrió hasta expulsar todos los pensamientos de su mente. No pensar era un alivio maravilloso y tenía la sensación de que podía haber corrido otra hora más, de no haber sido porque uno de los monitores del gimnasio se plantó brusca e inoportunamente ante la cinta de Cecilia diciendo:
—¿Se encuentra bien? No la veo demasiado bien.
«Estoy bien», fue a decir Cecilia, furiosa con él por devolverle de golpe el mundo real, solo que no podía hablar ni apenas respirar y, en ese momento, las piernas no la sostenían. El monitor la agarró por la cintura y dio un palmetazo en la cinta para detenerla.
—Tiene que ir a su propio ritmo, señora Fitzpatrick —dijo ayudándola a bajar de la cinta. El monitor se llamaba Dane. Daba una clase de pesas muy popular entre la gente del Santa Ángela. Cecilia solía asistir los viernes por la mañana antes de ir a la compra. Dane tenía la piel joven y lustrosa. Representaba la misma edad que tenía John-Paul cuando mató a Janie Crowley—. Veo que tiene el pulso por las nubes —observó con mirada intensa y seria—. Si quiere, puedo ofrecerle un programa de entrenamiento que…
—No, gracias —jadeó Cecilia—. Gracias, de todas formas. Yo, bueno, la verdad es que ya me iba.
Se alejó rápidamente con las piernas aún tambaleantes, la respiración entrecortada y el sudor depositándose en el sujetador, sin hacer caso de las recomendaciones de Dane para que hiciera unos cuantos estiramientos, se relajara y al menos bebiera un poco de agua. «Señora Fitzpatrick, ¡tiene usted que rehidratarse!».
De camino a casa decidió que no podía vivir ni un momento más con aquello, era imposible. John-Paul tenía que confesar. La había convertido en una criminal. Era ridículo. Mientras estaba en la ducha decidió que la confesión no devolvería a Janie, y que sus hijas se quedarían sin padre y qué sentido tenía eso. Pero su matrimonio estaba muerto. No podía vivir con él. Y sanseacabó.
Mientras se vestía tomó la decisión final. John-Paul se entregaría a la policía después de las vacaciones de Pascua, daría a Rachel las explicaciones correspondientes y las niñas tendrían que aprender a vivir con un padre presidiario.
Según se secaba el pelo, le quedó meridianamente claro que sus preciosas hijas eran lo único que importaba, su única prioridad, que seguía amando a John-Paul y que había prometido estar con él a las duras y a las maduras, por lo que la vida seguiría adelante como siempre. Había cometido un trágico error a los diecisiete años. No había necesidad de hacer, decir o cambiar nada.
El teléfono estaba sonando cuando terminó de secarse el pelo. Era John-Paul.
—Solo quería saber cómo estás —preguntó amablemente.
Como si creyera que estaba enferma. O, no, como si estuviera aquejada de una enfermedad típicamente femenina, algo que estuviera volviéndola frágil y loca.
—Maravillosamente —dijo—. Me encuentro maravillosamente. Gracias por preguntar.