CAPÍTULO TREINTA Y TRES

—¡Cecilia! ¿No oyes mis mensajes? ¡Estoy venga a llamarte!

—Cecilia, tenías razón sobre los números de la rifa.

—¡Cecilia! ¡Ayer no fuiste a Pilates!

—¡Cecilia! Mi cuñada quiere concertar una reunión contigo.

—Cecilia, ¿puedes quedarte con Harriette una hora después de ballet la semana que viene?

—¡Cecilia!

—¡Cecilia!

—¡Cecilia!

Era el desfile de sombreros de Pascua y las madres del Santa Ángela iban de punta en blanco, ataviadas en honor de la Pascua en el primer día verdaderamente otoñal de la nueva temporada. Bonitas bufandas ligeras al cuello, vaqueros ajustados en muslos esbeltos y no tan esbeltos, botas con tacones de aguja resonando por la zona de juegos. Había sido un verano húmedo y el frescor de la brisa y la perspectiva de un fin de semana de cuatro días a base de chocolate ponía de buen humor a todo el mundo. Las madres, sentadas en un círculo de dos filas de sillas plegables azules alrededor del patio, estaban parlanchinas y animadas.

Los alumnos mayores, que no participaban en el desfile de sombreros de Pascua, habían salido a mirar y se asomaban a los balcones moviendo graciosamente los brazos con gesto maduro y tolerante en señal de que, por supuesto, ya eran demasiado mayores para aquello, pero que en cambio los pequeños estaban muy guapos.

Cecilia buscó a Isabel en el balcón de 6º curso y la localizó entre sus mejores amigas, Marie y Laura. Las tres chicas se habían echado el brazo por el hombro, como muestra de que su tumultuosa relación a tres bandas pasaba por un momento excelente en el que ninguna destacaba sobre las demás y su cariño mutuo era puro e intenso. Menos mal que los cuatro días siguientes no había clase, porque esa intensa amistad iría inevitablemente seguida de lágrimas, traiciones y largos y agotadores reproches del estilo: «Ella ha dicho», «Me ha enviado un mensaje», «Ha colgado en la red», y «Yo he dicho», «He enviado un mensaje», «He colgado en la red».

Una madre pasó discretamente un cesto de bombones de chocolate belga, despertando un murmullo de glotonería y gula.

«Soy la esposa de un asesino», pensó Cecilia mientras el chocolate belga se fundía en su boca. «Soy cómplice de un asesino», pensó mientras organizaba fechas, recogidas y reuniones de Tupperware, mientras ponía al día y ordenaba mentalmente todo lo que tenía que hacer. «Soy Cecilia Fitzpatrick. Mi esposo es un asesino y aquí estoy, entre charlas y risas, abrazando a mis niñas. Si supierais».

Esa era la forma de hacerlo. Así era como se vivía con un secreto. Con naturalidad. Simulando que todo iba bien. Haciendo caso omiso del profundo dolor que te atenazaba el estómago. Como anestesiándote de tal forma que nada pareciera muy mal ni tampoco muy bien. Ayer había vomitado en una alcantarilla y llorado en la despensa, pero esa mañana se había levantado a las seis y había hecho dos lasañas para dejarlas en el congelador hasta el Domingo de Pascua, había planchado un cesto de ropa, había enviado tres correos electrónicos solicitando clases de tenis para Polly, había contestado a otros catorce sobre diversos asuntos del colegio, había hecho el pedido de Tupperware de la reunión de la otra noche, había tendido una colada enorme, todo antes de que las chicas y John-Paul se levantaran de la cama. Estaba otra vez al timón, sorteando hábilmente la resbaladiza superficie de su vida.

—¿Qué ven mis ojos? ¿Qué se ha puesto esa mujer? —exclamó alguien cuando la directora del colegio apareció en el centro del patio.

Trudy llevaba unas largas orejas de conejo y una cola de peluche en el trasero. Parecía una maternal conejita de Playboy. Plantada en mitad del patio, agarró el micrófono con ambas manos como si fueran zarpas. Las madres soltaron una carcajada. En los balcones hubo gritos de júbilo.

—¡Damas y ositos de gominola, chicas y chicos! —Se apartó una oreja que le había caído sobre la cara—. ¡Bienvenidos al desfile de sombreros del Santa Ángela!

—Me encanta —admitió Mahalia, sentada a la derecha de Cecilia—, pero es difícil creer que dirija un colegio.

—Trudy no dirige el colegio —puntualizó Laura Marks, sentada al otro lado—. Lo dirige Rachel Crowley. Junto con la encantadora señora de tu izquierda.

Laura se inclinó hacia delante y señaló a Cecilia con el dedo.

—Vamos, vamos, sabéis que eso no es verdad.

Cecilia sonrió con picardía. Se sentía como una enloquecida parodia de sí misma. ¿No estaría sobreactuando? Todo cuanto hacía se le antojaba exagerado e histriónico, pero nadie parecía darse cuenta.

Empezó a retumbar la música en el equipo de sonido último modelo, costeado con la rifa de la exitosa exposición de arte organizada por Cecilia el curso pasado.

Escuchó hablar a su alrededor.

—¿Quién ha elegido la lista de temas? Son muy buenos.

—Lo sé. Dan ganas de bailar.

—Sí, pero ¿alguien atiende a la letra? ¿Sabes lo que dice esta canción?

—Prefiero no saberlo.

—Pues mis chicos se la saben de memoria.

La primera en desfilar fue la clase de Infantil, encabezada por su profesora, la guapa, y más bien pechugona, morena señorita Parker, que sacaba partido de sus encantos naturales con un vestido de princesa de cuento de hadas dos tallas más pequeño y bailaba al son de la música de un modo quizá no demasiado adecuado para una profesora de Infantil. La seguían los pequeños, sonriendo muy ufanos y orgullosos, con cuidado de que no se les cayeran de la cabeza las habituales creaciones de Pascua.

Las madres se felicitaban unas a otras por los sombreros de sus hijos.

—¡Ooh, Sandra, qué imaginación!

—Lo encontré en Internet. Me costó diez minutos.

—¡Qué dices!

—¡En serio, te lo juro!

—¿Se dará cuenta la señorita Parker que esto es un desfile de sombreros de Pascua y no una discoteca?

—¿Suelen llevar tanto escote las princesas de los cuentos de hadas?

—Y, ya puestos, una diadema no cuenta como sombrero de Pascua.

—Creo que la pobre chica intenta llamar la atención del señor Whitby. Él ni siquiera la mira.

Cecilia adoraba este tipo de actos. El desfile de sombreros de Pascua era un compendio de todo cuanto amaba en la vida. Su dulzura y sencillez. La sensación de comunidad. Pero hoy el desfile le parecía sin sentido, los niños unos estirados y sus madres, unos bichos. Reprimió un bostezo y los dedos le olieron a aceite de sésamo. Ese era ahora el aroma de su vida. No pudo evitar otro bostezo. John-Paul y ella se habían quedado toda la noche despiertos haciendo los sombreros de Pascua de sus hijas en un tenso silencio.

La clase de Polly hizo su aparición, encabezada por la adorable señora Jeffers, que había tenido unos problemas tremendos para meterse en un reluciente huevo de Pascua gigantesco forrado de papel de aluminio rosa.

Polly iba justo detrás de la profesora, pavoneándose como una supermodelo, con el sombrero de Pascua ladeado con gracia sobre un ojo. John-Paul le había hecho un nido con palitos del jardín y lo había llenado de huevos de Pascua. De uno de los huevos salía un polluelo de peluche, como si hubiera roto el cascarón.

—Dios mío, Cecilia, eres un fenómeno —dijo volviéndose Erica Edgecliff, que estaba sentada delante de ella—. El sombrero de Polly es impresionante.

—Lo ha hecho John-Paul. —Cecilia saludó a Polly con la mano.

—¿En serio? Ese hombre es una joya —dijo Erica.

—Una auténtica joya —coreó Cecilia con un extraño tonillo en la voz. Notó que Mahalia se volvía a mirarla.

—Ya me conoces —dijo Erica—. Me había olvidado del desfile de sombreros de Pascua hasta esta mañana en el desayuno, entonces le planté a Emily en la cabeza un cartón de huevos vacío y le dije: «Tendrás que conformarte con esto, chica». —Erica estaba orgullosa de su caótica educación maternal—. ¡Ahí está! ¡Ejem! ¡Uuu-uuuh! —Erica se medio levantó, saludando frenéticamente con la mano y luego desistió—. ¿Has visto qué mirada asesina me ha echado? Sabe que lleva el peor sombrero del desfile. Que alguien me dé otro bombón antes de que me pegue un tiro.

—¿Te encuentras bien, Cecilia? —Mahalia se inclinó hacia ella de manera que pudo oler la conocida fragancia almizclada de su perfume.

Cecilia miró a Mahalia y apartó enseguida la vista. Se había detectado diminutas manchas rojas en el blanco del ojo esa mañana. ¿No era eso lo que ocurría cuando alguien intentaba estrangularte, que se rompían los capilares de los ojos? ¿Cómo es que lo sabía? Sintió un escalofrío.

—Estás temblando —observó Mahalia—. Hay una brisa heladora.

—Estoy bien —aseguró Cecilia. El deseo de confiarse a alguien, a cualquiera, le acuciaba como una gran sed. Carraspeó—. Puede que esté incubando un resfriado.

—Toma. Échate esto por encima.

Mahalia se quitó la bufanda y la echó por encima de los hombros de Cecilia. Era una bonita bufanda y estaba impregnada de la agradable fragancia de su amiga.

—No, no —protestó en vano Cecilia.

Sabía exactamente lo que diría Mahalia si se lo contaba: «Muy sencillo, Cecilia, di a tu marido que tiene veinticuatro horas para confesar o irás tú misma a la policía. Ya sé que amas a tu marido y que tus hijas sufrirán, pero esa no es la cuestión. Así de sencillo». A Mahalia le gustaba mucho la palabra «sencillo».

—Rábano y ajo —recomendó Mahalia—. Sencillo.

—¿Qué? Ah, sí. Para mi resfriado. Desde luego. Tengo en casa.

Cecilia vio a Tess O’Leary sentada al otro lado del patio, con la silla de ruedas de su madre estacionada al final de la fila de sillas. Recordó que debía darle las gracias a Tess por la ayuda que le prestó y disculparse por no haberse ofrecido siquiera a llamar a un taxi. La pobre chica debió de haber subido a pie toda la cuesta hasta la casa de su madre. ¡Además, había prometido hacerle una lasaña a Lucy! Quizá no estuviera tan al timón como pensaba. Estaba cometiendo cantidad de pequeños errores que acabarían provocando un derrumbamiento general.

¿Fue el martes cuando Cecilia llevó a Polly a ballet deseando verse arrastrada por alguna enorme ola de emoción? La Cecilia de hacía dos días había sido una idiota. Había esperado esa oleada pura y arrolladora de emoción que se siente al ver una escena conmovedora con una buena banda sonora en una película. No esperaba nada que le hiciera daño.

—¡Oh, oh, se va a caer! —señaló Erica.

Un chico de la otra clase de 1º llevaba una jaula de pájaros en la cabeza. Era Luke Lehaney (el hijo de Mary Lehaney; Mary a menudo no medía bien sus fuerzas; en una ocasión cometió el error de enfrentarse a Cecilia por el puesto de presidenta de la Asociación de Padres y Amigos del colegio) caminando como la torre inclinada de Pisa, con el cuerpo ladeado en un desesperado intento de conservar la jaula en la cabeza. De pronto, sucedió lo inevitable. La jaula se deslizó, cayó al suelo e hizo tropezar y perder también su sombrero a Bonnie Emerson. Bonnie hizo una mueca, mientras Luke contemplaba horrorizado la jaula destrozada.

«Yo también necesito a mi madre», pensó Cecilia mientras veía que las madres de Luke y Bonnie corrían en auxilio de sus respectivos hijos. «Necesito que mi madre me consuele, que me diga que todo va a salir bien y que no hay por qué llorar».

Normalmente su madre asistía al desfile de sombreros de Pascua y sacaba fotos borrosas y sin cabeza de sus nietas con su cámara de un solo uso, pero este año había ido al desfile de Sam en su exclusiva escuela infantil. Iba a haber champán para los mayores. «¿No es la cosa más absurda que hayas oído nunca?», le había dicho a Cecilia. «¡Champán en un desfile de sombreros de Pascua! En eso se gastan las cuotas de Bridget». A la madre de Cecilia le encantaba el champán. Se lo pasaba en grande alternando con el grupo de abuelas de un nivel superior a las del Santa Ángela. Siempre insistía en aparentar que no le interesaba el dinero, cuando, en realidad, le interesaba muchísimo.

¿Qué diría su madre si le contara lo de John-Paul? Cecilia había observado que, a medida que su madre envejecía, en cuanto oía algo preocupante o simplemente demasiado complicado, había un instante angustioso en el que su rostro se quedaba sin expresión, como si fuera presa de un ataque, como si su mente se hubiera bloqueado por un momento a causa de la impresión.

—John-Paul ha cometido un delito —empezaría Cecilia.

—Oh, querida, estoy segura de que no —le interrumpiría su madre.

¿Qué diría el padre de Cecilia? Tenía la tensión alta. La noticia podría matarlo. Imaginó la sombra de terror que cruzaría por su rostro suave y arrugado antes de recuperarse, frunciendo ferozmente el ceño mientras procuraba almacenar la información en el archivo correspondiente de la mente. «¿Qué piensa John-Paul al respecto?», diría probablemente, de forma automática, porque, cuanto mayores se hacían sus padres, más parecían depender de la opinión de John-Paul.

Sus padres no podrían vivir sin John-Paul en sus vidas y tampoco podrían vivir sabiendo lo que había hecho ni mostrarse en sociedad con esa ignominia.

Había que sopesar el mal menor. En la vida no era todo blanco o negro. Confesar no devolvería a Janie. No serviría de nada. Haría daño a las hijas de Cecilia. Haría daño a los padres de Cecilia. Haría daño a John-Paul por un error (pasó como sobre ascuas por el eufemismo «error», sabedora de que no hacía bien, que había otra palabra más adecuada para lo que había hecho John-Paul) cometido cuando tenía diecisiete años.

—¡Ahí está Esther! —Cecilia se sobresaltó por el codazo de Mahalia.

Había olvidado dónde estaba. Levantó la vista justo a tiempo de ver a Esther asentir animosa con la cabeza al pasar por delante de ella, con el sombrero echado para atrás y las mangas del pichi estiradas para taparse las manos como si fueran mitones. Llevaba un viejo sombrero de paja de Cecilia decorado con flores recortadas y huevos de chocolate. No era la mejor obra de Cecilia, pero no importaba, porque Esther pensaba que los desfiles de sombreros de Pascua eran una pérdida de su valioso tiempo. «¿Qué nos enseña el desfile de sombreros de Pascua?», le había dicho esa mañana a Cecilia en el coche. «Nada del Muro de Berlín», había contestado agudamente Isabel.

Cecilia simuló no darse cuenta de que Isabel se había puesto su rímel esa mañana. Lo había sabido hacer bien. Nada más que un diminuto trazo negro azulado justo debajo de sus cejas perfectas.

Levantó la vista al balcón de 6º y vio a Isabel y sus amigas bailando al son de la música.

Si un muchacho estupendo asesinara a Isabel y se fuera de rositas y luego sintiera muchos remordimientos y se convirtiera en un magnífico y destacado miembro de la comunidad, buen padre y buen yerno, Cecilia, de todas formas, seguiría queriendo que estuviera entre rejas. Ejecutado. Querría matarlo con sus propias manos.

El mundo apestaba.

Oyó que Mahalia la llamaba desde muy muy lejos:

—¿Cecilia?